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ricino

26 a 27, mes louji (verano), año 5777.

Ciudad de Muqadeson - Ciudad de Yaralu

¿Recuerdas el mito que nos contaban los mayores sobre lo que pasaría si dos hermanos de Ryobora se unieran en matrimonio? Pues algo similar pasa con las hermanas de Eedu, solo que ellas temen a su propia carne.

Caminaba de un lado a otro, sintiendo que el estómago se me retorcía de los nervios. ¿Quién me había obligado a ir a la prisión donde estaba encerrado el hombre que había causado un escándalo? Bueno, no podía quejarme mucho, no con la excusa y todo el espectáculo que había armado afuera. Parte de mí se sorprendía que no me hubieran dado una de las pócimas que aceleraban el crecimiento del cabello, pero no iba a seguir tentando mi suerte.

-La última celda del pasillo -me dijo la guardia que había estado revisando la situación de las celdas. Tragué saliva, asintiendo con la mayor confianza con la que podía mientras caminaba por el helado pasillo de piedra. Apenas habían algunas flamas ardiendo en frascos y antorchas, dando tétricas sombras a los prisioneros que se arrastraban como gusanos hacia mí, haciendo que mi nariz se frunciera.

Sentía el aire helado contra mi piel, atravesando todas las capas de tela que tenía encima. Seguí avanzado, siempre con la vista en frente hasta que llegué al final del recorrido, mirando disimuladamente hacia los costados antes de encontrarme con el chico. Era... definitivamente no era lo que esperaba; tenía el cabello castaño ensortijado, le habían quitado la camisa y los pantalones, dejándolo nada más que con la ropa interior. Todo su cuerpo parecía estar con los músculos firmes, ni un solo hueso se marcaba contra su piel. Apreté mis manos a los costados de mi cuerpo cuando lo escuché emitir un quejido.

Masculló algo, frunciendo la nariz y el ceño mientras se iba desperezando. Sus ojos se abrieron de golpe, haciendo que inhalara con fuerza al verlos brillar como estrellas en medio de la noche. Fue un instante, antes de que se enfocaran en mí y se volvieran más cercanos a un gris. Me miró con clara confusión antes de ponerse de pie, haciendo tintinear las cadenas.

Habló con sonidos guturales, conocidos, pero las palabras no tenían sentido para mí.

-Nombre -ordené al final, haciendo que se detuviera y volviera a verme, inclinando la cabeza-. Tu nombre.

Sus cejas se fruncieron más antes de que empezara a hablar en lo que me pareció un ventino muy rudimentario.

-¿Qué preguntar?

Rodé los ojos, soltando un bufido, pese a todo lo que sentía... bah, no tenía idea de qué hiedras sentía. «Parece que tendré que hablar en su idioma».

-Morgaine -dije, señalándome-. ¿Tu...?

Eso pareció serle alguna pista, haciendo que sus ojos se iluminaran por un momento.

-Darau.

Me obligé a no repetir su nombre, a mantener la compostura. Era un hombre, un ser vil por naturaleza, no merecía más que mi misericordia por tenerlo bajo mi cuidado. Sin embargo... «No te dejes engañar, Morgaine», me reprendí. Lo miré un rato más en silencio, notando que sus mejillas se volvían coloradas bajo mi mirada y su cuerpo temblaba ante el frío que parecía haber notado entonces.

Respiré hondo, mirándolo a los ojos por última vez antes de marcharme. Lo escuché avanzar y llamarme, pero no me di vuelta, no le dí ni siquiera el poder de hacerme dudar en mis pasos. En cuanto llegué a la carcelera, le dije que Darau debía estar apartado para mí.

-Eso lo deciden las Kahinaton, y lo sabe, Iniciada.

Mantuve mis hombros firmes y mis ojos insondables, levantando la barbilla antes de seguir caminando. Iba a asegurarme de que ese hombre fuera mío, mi hombre.

Afuera me esperaba mi progenitora, con sus ojos llenos de desaprobación, así como malhumor. Sabía que era más que impropio de mí el haber ido a un sitio que solo correspondía a los hombres, a aquellos que se atrevían a levantar sus ojos del suelo. Contuve un escalofrío de pensar en uno de ellos bajo mi cuidado, ni qué decir cuando tuviera que... Aparté el pensamiento de mi cabeza antes de que tuviera fuerza, caminando de regreso a la casa donde estábamos parando las que habíamos sido mojadas por Baqaya, aguardando el momento en el que nos mandaran a nuestras nuevas casa. Y nos asignaran al hombre que tendríamos bajo nuestro control hasta que fuera dispensable.

Kadensa estaba a un par de literas de la mía, sus ojos abiertos de par en par y mirándome como si hubiera ido al mundo de las sombras y vuelto. La vi soltar un suspiro de alivio.

-Sigo pensando que fuiste demasiado arriesgada. ¿Y si te tocaban? ¿Y si no respetaban su lugar?

Apreté los labios, sintiendo una garra helada. Sí, Darau estaba en una especie de estado físico que resultaba..., al menos interesante, pero seguía siendo del sexo violento. La naturaleza del hombre no podía ser para otra cosa que la fuerza bruta. Aún así, quería ese cuerpo, lo prefería a tener que ver un montón de huesos y piel, aparte de sus ojos.

-Probablemente no habría quedado ni uno vivo -dije, esbozando una sonrisa mientras me sentaba a su lado. La madera crujió cuando Kadensa se reacomodó.

-Es peligroso. ¿Viste cómo se movía? -Había un miedo más que palpable en sus facciones, no podía culparla. Yo debería estar así, debería estar queriendo correr en la dirección contraria y tomar a un abadatun-shensji como el de mi progenitora. Sin embargo, ahí estaba: queriendo apropiarme de un extranjero que claramente podía partirme el cuello y que no sabía hablar nuestro idioma. ¿Cómo iba a poder decirle cuáles eran las tareas que debía hacer? Quizás ni siquiera sabía hacer un simple guiso.

Negué con la cabeza, diciendo que tenía ganas de tener uno de ese estilo.

-Bien podría durar más -repliqué. Kadensa simplemente no podía entenderlo, y eso me hizo saber. «Yo tampoco lo entiendo», pensé, pero no iba a ser la que se pusiera a explicar todo lo que pasaba por mi cabeza.

El resto del día pasé de un lado a otro, siguiendo a algunas aprendices de Alalemina, vestidas de verde opaco, que nos iban mencionando lo que nos sería asignado en base a nuestros desempeños, así como algunos últimos formularios que llenar. Siempre que tenía un momento a solas, volvía a ver a Darau trepando las paredes sin dificultad, saltando como si de su espalda fueran a brotar alas. O veía sus ojos abriéndose con aquel destello tan hipnotizante que me había mostrado en la celda. Sacudía disimuladamente la cabeza, intentando apartar las ideas, apartarlo a él.

Y estaba a punto de lograrlo cuando, al final de la noche, antes de pasar al comedor que había en el segundo piso de la casa donde estaba parando, nos reunieron a todas.

-Como saben, para que Eedu se siga manteniendo, y para que nuestra cultura se mantenga viva, tenemos que tener un hombre bajo nuestro cuidado -empezó una Alalemina, con su cabeza llena de las marcas rectas y simétricas que dividían su cabeza en dos partes idénticas. Las otras dos que la acompañaban asintieron con la cabeza. Una de ellas sacó un pergamino y una pluma con un vial en su base, dando tinta a la punta. La antesala empezó a emitir unos cuantos murmullos y podía sentir la incomodidad e impaciencia de varias-. De momento, permitiremos a las nuevas hacerse con un abadatun-shensji, las que hayan sacado notas no tan altas irán recibiendo uno con el paso de los meses, en función de sus futuros desempeños o disponibilidad de hombres.

Algunas soltaron suspiros de alivio, otras empezaron a murmurar algo. Yo sentía que la marca de una flor de tres pétalos en mi frente empezaba a ser como una fogata en medio de la noche, señalándome. Enderecé la espalda, intentando mantener la compostura, como mi progenitora me había enseñado, y traté de escuchar lo que decían, pese a que mi cabeza no podía dejar de pensar en Darau, en si alguna otra se lo quedaría.

No tenía idea de qué me hizo dar unos cuantos pasos al frente cuando nos llamaron al frente a las que habíamos sido condecoradas por los institutos. Éramos unas cinco, dos que tenían un cuerpo completamente liso, narices ganchudas y podía ver sus dientes asomándose entre sus labios, una era casi el doble de grande que Kadensa, lo cual era mucho decir, y la cuarta bien podría haber pasado por un hombre.

Mandaron a las demás a sus habitaciones hasta que terminaran con nosotras, y nos llevaron a cada una a un rincón de la sala. Las tres Alelaminas, y dos aprendices, se ocuparon de nosotras; a mí me llevó aparte la que había hablado, presentándose como Jinde. Era un poco más alta que yo y era de rasgos tan filosos que las marcas simplemente los acentuaban más.

-Morgaine de Yaralu -pronunció mi nombre sin mucho interés, como si fuera uno de los tantos que aparecían en las actas que ella controlaba constantemente-, sabes que no se pueden tener perdones ni excepciones -dijo, mirándome a los ojos y tenía la sospecha de que se refería a mi "visita".

Asentí, bajando la cabeza y mirando al suelo, distraída momentáneamente por los patrones de la madera. Me mojé los labios con la lengua antes de volver a mirarla, sostener aquellos ojos de color ámbar. «Quizás pueda...»

-Quiero quedarme con el prisionero. El extranjero que capturaron -aclaré, tratando de no poner demasiado énfasis en mis palabras, pero era casi imposible cuando se trataba de un pedido de aquel calibre. La Alelamina me estudió en silencio, leyendo mi apariencia entera como si así fuera a descifrar algo que yo no.

-Es un hombre peligroso, no ha sido amaestrado por los nuestros -me advirtió, mirándome de nuevo a los ojos. Sentí un ligero escalofrío recorrerme la espalda antes de enderezar los hombros una vez más y decir que seguía queriendo quedarme con él. Me dijo que mañana me llevarían a la casa que me habían asignado, y que me llevarían a Darau cerca de la noche.

¿Qué vio ella en mí? No tengo idea, pero se limitó a asentir y me dejó pasar al comedor con las otras. Sospechaba que todas estaban más entusiasmadas con la idea de poder empezar a realizar algunas investigaciones más avanzadas, el crear sus invernaderos o por fin tener a un hombre y llamarse a sí mismas edianas de pleno derecho.

Revolvía sin mucha atención a mi sopa, preguntándome si Darau sería tan salvaje como la Alelamina me había advertido que podría ser, o si quizás... «Es un hombre, Morgaine», dijo la parte más racional de mí. Los hombres eran bestias naturalmente, unas que necesitaban la mano dura de una ediana para que se los corrigiera, se los volviera civilizados.

El pensamiento me cayó como una piedra al estómago.

-¿Ya sabes dónde vas a vivir? -preguntó Kadensa cuando se sentó a mi lado, con su propio plato de sopa y un buen trozo de pan de calabaza. Asentí, diciéndole que sería en una casa cercana al bosque-. Oh, estarás en la otra punta de Yaralu. Quizás debas venir a mi casa de vez en cuando, ya sabes, para pasar el rato.

Mi cabeza se quedó dando vueltas aquello durante el resto de la cena, cuando me fui a dormir y cuando me levanté, con todas mis cosas listas para subirme al carruaje que esperaba para llevarme de regreso. Doce hombres esperaban a que sonara el látigo, cosa que pasó cuando cerré la puerta y estuve con todas mis cosas acomodadas. Había sido una decisión que tomé en cuanto salimos del comedor. Kadensa estaba algo borracha por la cantidad de cerveza que había tomado, y mis pies habían terminado llevándome a una aprendiz de túnica verde musgo, con la capucha firmemente echada sobre su cabeza, diciendo que iba a partir hacia mi nueva casa en el primer turno de la mañana.

No me arrepentía.

Kadensa seguramente roncaba en su lecho, y me había costado horrores mantener sus manos lejos de mí. «Si hubieras bebido como las demás...»

Me obligué a mirar el camino, decidida a no llorar en ese momento, no en un carruaje con tantos extraños mirándome. Apenas presté mucha atención a los grandes árboles llenos de orquídeas y lianas, haciendo que todo se viera tan verde que era casi imposible saber dónde terminaba una cosa y dónde empezaba la otra.

Pensé en todo y nada, intentando despejar mi mente de cualquier pensamiento que estaba causando un nudo en mi pecho. Me había graduado, estaba por pasar unos años de prueba, hacer prácticas de todo lo que había aprendido hasta entonces, ver cómo era vivir con un hombre y realizar el rito para ponerle una marca que lo señalara como mío.

El pensamiento era algo raro, haciendo que mi respiración se atascara y mi corazón diera un ligero latido más fuerte.

Lo más seguro era que hubiera pedido quedarme con un monstruo, que había condenado mi destino al pedirlo a él. Sin embargo...

-Aquí es, joven Morgaine -dijo la chofer, haciendo que espabilara y volviera la cabeza hacia un costado. La casa estaba prácticamente en las afueras, toda rodeada de árboles inmensos, con una laguna que sabía que estaba a unos cuantos pasos. Bajé del carro, contemplando las paredes y los alrededores. Sentía que el corazón estaba intentando hacer el menor ruido posible mientras caminaba hacia la puerta. Contemplé el símbolo que indicaba que la casa sería de una iniciada hasta que cumpliera la mayoría de edad; me frené de trazar el capullo de flor que empezaba a echar raíces.

Reuniendo valor, tomé el picaporte y entré. El interior era espacioso, un gran comedor con una mesa con dos sillas que daba a una cocina, allí estaba la mesa que utilizaría Darau una vez que... Ahogué los nervios ante el pensamiento. «Un problema a la vez», me dije mientras recorría todo el inmenso comedor. Admiré el hogar que había, así como el sitio para la leña, la escalera que probablemente necesitaría un refuerzo dentro de poco y me concentré en donde quería poner mi invernadero.

El fondo de la casa daba directamente al bosque, sin esa construcción que había tenido mi progenitora. Inhalé hondo, dejando que el olor a tierra húmeda y plantas se filtrara por mi nariz. Seguí avanzando, siguiendo el sendero que parecía ir más y más hacia el corazón del mismo. Casi me sentía como una niña de nuevo, recorriendo caminos que solo yo podía ver y que me llevaban a sitios desconocidos.

Encontré una construcción que parecía una casa más pequeña, al verla me apresuré hasta llegar a la puerta, encontrando telarañas, troncos que habían sucumbido a la humedad, lo que reconocí como el lugar para poner el caldero y la mesa de trabajo. Estanterías todavía se mantenían precariamente de las paredes, invadidas por el musgo y raíces. Casi podía ver el sitio que sería, con mis frascos en distintos estados de fermentación, las plantas secándose y el caldero listo para ser utilizado.

Volví a la casa principal, recorriendo el segundo piso con interés. Había al menos tres dormitorios y una habitación que claramente sería para Darau, al final del pasillo, lejos de todas las demás. Contaba con una cama y un baño separado por una puerta. El cuarto donde yo dormiría era grande, con vista hacia el bosque, donde podía notar el ligero destello de lo que asumía que era una laguna entre los árboles. Había una cama enorme y un armario con la ropa que tendría que usar, así como un pequeño tocador con todo para que mantuviera mi cabeza libre de pelo y me aseara antes de irme a dormir.

No tardé en quitarme mis prendas y ponerme la túnica, ciñéndola a la mitad de mi cuerpo. En el reflejo me pareció ver que se marcaban unas curvas que no tenía, los hombros cubiertos, a diferencia de todo lo que había estado usando hasta entonces, y ya no tenía que ir con mi clavícula expuesta.

Ya satisfecha con ello, me dispuse a esperar a que fuera la hora en la que me trajeran a Darau, tal como me habían dicho. Cuando lo vi llegar, trastabillaba con sus propios pies y miraba todo con los ojos abiertos de par en par.

-Aquí tienes, Morgaine -me dijo la mujer que reconocí como la carcelera-. Cualquier cosa, no dudes en enviarlo de regreso a donde pertenece -añadió, mirándolo a él, como si fuera a captar la amenaza. Al parecer lo hizo, porque su espalda se puso recta y estaba tan tenso que me parecía que en cualquier momento iba a salir corriendo como la vez anterior.

Sus ojos me miraron sin pestañear ni un poco, completamente perdidos y buscando respuestas. Un par de veces abrió y cerró la boca, lo ví empezar a modular en aquel idioma tan gutural antes de recordar que no entendía nada.

-¿Qué hacer conmigo?

Me quedé en blanco ante aquello. ¿Qué haría con él? Ciertamente dormir no, no estaba lista para ello. Quizás podría hacerlo cocinar o limpiar. Contemplé la cadena que tenía entre mis manos, la que me había entregado la carcelera sin que me diera cuenta hasta ese momento. Sabía que el otro extremo estaba en él, en las muñecas y en el cuello, cosa que al mínimo tirón se movería a donde yo quisiera.

Mordí mi labio inferior antes de decirle que fuéramos adentro. Él me siguió, y me hizo un gesto hacia los grilletes que lo mantenían controlado, a lo que negué con la cabeza y su ceño se frunció más. Cuando le dije que era peligroso, la confusión en sus rasgos se hizo más acentuada, haciendo que su cabeza se inclinara hacia un costado y las cejas se encontraran casi sin dificultad por encima de su nariz.

-¿Peligro? ¿Dónde? -Y empezó a mirar en todas las direcciones, como si estuviera diciendo que no había nada más que nosotros. Mis dedos empezaron a sudar mientras tomaba aire, juntando el valor antes de decir lo que definitivamente era una falta absoluta hacia Cirkena, a Weined de Fel y todo Eedu.

-Eres tú el peligro -susurré, acallando a todo el mundo con mis palabras.


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