negación
Erotmont del año 5777 a día 20 de orfebre del año 5778.
Ciudad de Muqadeson - Ciudad de Yaralu
La espalda me dolía horrores. Admitía que el ungüento que me habían puesto estaba bien, me había ayudado a no seguir sintiendo que el fuego estaba por consumirme vivo. Por lo menos nos quedamos en la ciudad de Muqadeson por dos días. No era el tiempo que necesitaba para sentirme de nuevo capaz de mover siquiera un carro como un caballo de tiro, pero la herida ya no me hacía querer gritar de dolor.
Morgaine me daba constantemente ungüentos, pidiéndome que me quedara tirado boca abajo, así ella pudiera cuidar bien de la cicatrización. Pasamos varias horas, en las que entraban hombres y me miraban con lo que suponía que era curiosidad y algo más. Especialmente cuando Morgaine les pedía que trajeran comida o ingredientes para que pudiera hacer más de lo único que me permitía soltar un suspiro de alivio.
Mi pecho se cerraba ante el recuerdo de ese día. Podía sentir las ganas de que llegara la primavera pronto, que el clima cambiara en mi favor. Ilunei aparecía de vez en cuando, dándome algún que otro reporte sobre lo que estaba pasando en el puerto. Me contaba que había ido un par de veces al continente, viendo los barcos que solían venir y cuándo era la mejor época para navegar. De momento, todos decían que sería cerca de mediados de ramzo cuando las aguas empezaban a ser más piadosas.
-¿No crees que estás arriesgándote demasiado al quedarte? -solía preguntarme.
-Sí, pero irme como un cobarde probablemente haga que mi mamá me de un sermón monumental -replicaba. Por Cirensta y todos los dioses, empezaba a sentir que estaba olvidando sus rostros. Ni qué decir a medida que Erotmont avanzaba y el año llegaba a su fin.
El primer día hice un esfuerzo monumental para no llorar al ver que Morgaine entraba al cuarto con unas semillas. Con mamá solíamos moler unas que soltaban bastante aceite y se formaba una pasta. Papá solía añadirle un poco de especias, diciendo que así no sabía tanto como una simple mezcla de harina con sal. En el segundo, ya sin tanto dolor por la herida de la espalda, comí unos bollos con verduras hervidas que Morgaine aseguró que eran exquisitas.
El tercer día era uno donde cocinábamos la masa del primer día en aceite, mientras tanto mamá como papá contaban la última batalla de Cirensta y Hustn. Mamá solía enfadarse cuando papá le rebatía sobre la heroicidad de la patrona de Magmel.
-Será una loca, pero bien que me enseñaron a pelear como ella -decía ella, dándole un golpe con el pelo mientras papá soltaba una carcajada.
-Dudo que Cirensta hubiera tenido la misma gracia al luchar -replicaba, dándome un guiño discreto cuando mi mamá soltaba un bufido, más concentrada en la cocina que antes.
El cuarto y quinto día comíamos solamente los panes que quedaban, encendíamos velas por los que habían caído en lo que había sido la "locura del '67". Los primeros años, cuando todavía vivía en Natham, mamá por ahí me contaba historias sobre Magmel, me hablaba de mi madre, si es que le pedía alguna historia.
No tenía muchas igual.
Ese año, durante el tercer día regresamos a Yaralu y estuve agradecido de que no hubiéramos tomado ningún carruaje. De todas formas, me dejé caer en la cama, helada, cuando llegamos, arrastrando los pies y en absoluto silencio. Durante el Día de los Jadeos, en el que mamá me hacía encender velas y hablábamos de cualquier cosa que nos permitieran olvidar los gritos de Chiena, de las botellas de vidrio que mamá ocultaba.
La espalda me ardía y podía sentirme como ido. Sabía que en estas épocas solía estar mucho más retraído, además de que me costaba más levantarme, moverme. Cire estaba en absoluto silencio en estas épocas, al menos cuando empecé a escucharla años atrás. Este año me sentía arder por dentro, como si en mi estómago hubieran brasas que querían encenderse en cualquier momento. Mis manos cocinaron los panes que solía hacer, sintiendo que los movimientos me hacían doler cada parte de la espalda, pese a que Morgaine me aseguraba una recuperación casi perfecta. Ese era el Día de los Alientos, y encendí una vela al levantarme que apagué antes de irme a dormir.
-¿Es para alguien? -me preguntó Morgaine cuando terminó el desayuno.
-Generalmente mi madre, pero hoy... Sinceramente, no lo sé -dije, sintiendo que se me formaba un nudo y las brasas en mi estómago ardían con más fuerza-. Por todos los magmelianos, capaz -añadí, apenas pudiendo dejar de ver el rostro del hombre que se habían llevado meses atrás. Mi garganta amenazaba con cerrarse, de ahogarme con mi propia saliva.
Y llegó el último día del año. El Día de los Llantos. Morgaine me contó, con los ojos al borde de desbordarse de lágrimas por el relato que contaba mi mamá, que en aquel sitio solían celebrarlo con una hoguera en el centro de la ciudad, celebrando por el día en que Cirkena apareció en Eedu. Suponía que tenía sentido que para ellas el día en el que solíamos recordar a los muertos ellas celebraran el comienzo del año de otra forma.
Me llevó a la noche, cuando empezaban a encender los leños al mismo tiempo que el sol se ocultaba en la lejanía. Había música, pero me resultaba completamente ajena. Morgaine sí bailó, no era la mejor en ello, pero yo no era quién para señalar cuando de milagro sabía pasar el peso de un pie al otro. A mis alrededores no habían más que hombres que sostenían canastas de comida o empezaban a preparar los platos y yo me uní a ellos cuando varias de las mujeres empezaron a mirarme como si estuvieran a un movimiento de desollarme vivo. Trabajé en silencio, contemplando lo que los otros hacían, sintiendo que habían demasiadas miradas en mi persona.
-¿Quién es tu señora? -preguntó uno que estaba a mi derecha, hablaba casi sin mover los labios y en ningún momento dejó de cortar prolijamente las verduras. Al igual que varios, estaba peligrosamente encorvado y sus dedos tenían más nudos de los que podría creer posible.
-La señora Morgaine -respondí de igual forma. Ignoré la sensación de nostalgia al recordar las veces que el hombre, el que venía con la mujer que estaba a un pelo de romper todas las sillas que existían, me recriminaba por hablar con absoluta claridad.
-No tienen que saber que hablas, sino te cortarán la lengua -me había repetido, casi sin mover los labios y mirando de reojo sobre su hombro, igual que los que estaban a mi lado. No me consideraba alto, pero en ese momento sentía que era una montaña como mi papá. Solo que... la mitad de valiente.
-Ah, la Elegida -murmuró otro que estaba frente a mí. Le pregunté qué quería decir, a lo que me respondió que era de conocimiento popular el hecho de que Morgaine era quien iba a traer la gloria a los eduanos. La risa amarga de Cire casi se me contagió, aunque logré frenarme y asentir, manteniendo mis expresiones controladas y cortando diligentemente-. ¿Se imaginan? Habrán más mujeres a las que servir una vez vayamos al continente.
-En el continente no quieren hombres como nosotros -dije sin darme cuenta. Casi pude sentir los ojos abiertos de par en par, el pánico apoderándose de todos los que estaban a mi alrededor.
-Muchacho, somos unos seres brutos por naturaleza, por eso no podemos aprender el arte de las pócimas -me replicó un hombre que debía de doblarme en edad, aunque era difícil de saberlo. Todos allí parecían tener un siglo de vida, al menos-. Un buen hombre sabe bajar la cabeza y dejar que la mujer sea quien piense. Somos sus manos y músculos, los que llevamos a cabo las tareas menores.
Abrí la boca para replicar, cuando escuché un chasquido e inmediatamente todos retomamos lo que estábamos haciendo. Lo odié en ese instante. Odié el notar que mi cuerpo reaccionaba a un chasquido con la facilidad con la que llevaba adelante a un caballo. El resto de la fiesta lo pasé cortando, picando, llevando bebidas y comidas, sintiendo que en cualquier momento iba a asfixiarme.
Por suerte, Morgaine estaba cansada y se fue a dormir casi de inmediato, dejándome con la tranquilidad de la noche para reflexionar. Si bien estaba sintiendo que el invierno pasaba más lento de lo que realmente era, también podía sentir que el pecho empezaba a aflojarse cuando miraba los días que había marcado en la pared con un pedazo de carbón. ¿Cómo Morgaine no se había dado cuenta? Ventajas de ser uno el que tenía que ir a su habitación para tener sexo y no en el otro sentido. De todas formas, no pensaba negar la verdad si me lo preguntaba.
Los siguientes días, los primeros del año, empecé a utilizarlos para ir apartando lo que supuse que sería mis nuevas ropas. Ilunei seguía con sus exploraciones al continente y, ojalá, juntando dinero para que pudiera conseguir, por lo menos, ropas. Me importaba poco si tenía que andar con mis genitales al aire en Ventyr, pero cualquier cosa que me permitiera no sentirme como en Eedu sería bienvenido.
Morgaine me mandaba cada vez más seguido a hacer las compras, especialmente cuando caía una nevada que era para rezar a todos los dioses de Magmel y Tagta, por las dudas. Y allí fui conociendo algunos niños. O sea, sí, veía a las niñas de vez en cuando, pero era más fácil de ver a los varones, de todas las edades. Los veía cargando bolsas, algunos jugando entre ellos con piedras que buscaban atrapar, siempre mirando sobre su hombro.
Resultaba difícil no compararlos con los que yo había conocido durante mi infancia. En Nathan había visto a chicos jugar en las plazas, corriendo y riendo, algunos con juguetes otros inventando algo con lo que teníamos cerca. En Jagne el juego con Elmer era ver quién trepaba más rápido el árbol luego de buscarle las cosquillas a Lisbeth. O ver si podíamos hacerlo enfadar entre ella y yo. Conmigo usaban la estrategia de tirarme al suelo, y en algún momento aprendí a esquivarlo de tal forma que Elmer solía acabar con la cara llena de mugre. En ese lugar no los escuchaba reír, y menos aún podía acercarme a enseñarles algún juego que recordase de mis años en la ciudad, dado que me miraban con ojos al borde del terror y salían corriendo como si no hubiera un mañana. O pedían perdón con lágrimas gruesas.
Las vendedoras no me trataban mejor, menos cuando les decía que faltaba un ingrediente. Mi mamá estaría orgullosa de la manera en que mantenía la paciencia, y mi papá me habría dado una medalla por actuar como el soldado que era. Caminaba en silencio, siempre mirando hacia los costados, atento a cualquier signo de que estuvieran por pisarme o causar cualquier problema. Había días en los que podía evitarlos, otros era pedirle a la lluvia que no mojara.
«Faltan unas semanas, unas semanas y esto se termina», me repetía al dejar las compras sobre la mesa. La espalda me molestaba en algunas posturas, Morgaine me ofrecía calmantes y, de vez en cuando, un poco más de ungüento para que la cicatriz no molestara tanto.
Odiaba verla. Cuando me bañaba, algo que era más complicado e incómodo que en Jagne, no podía evitar mirar a la marca que había en el medio, sobre la columna. Odiaba ver la marca rosácea allí, haciendo que quisiera hacer arder todo desde sus cimientos. Poco a poco iba aprendiendo algunas combinaciones que me servían para la casa, por ejemplo, unas cenizas de flor de baqaya con algo de agua, junto con cal, hacían de buen encendedor. Mucho más eficiente que las rocas que solía utilizar.
-¿En cuánto tiempo crees que empezarán a venir los barcos? -pregunté un día a Ilunei, murmurando y echando miradas de reojo hacia el invernadero.
-En unas dos o tres semanas, creo -me respondió, también echando miradas hacia la puerta tallada con símbolos eduanos que pedían protección e iluminación. Asentí, sintiendo que el estómago empezaba a retorcerse con cada día que iba tachando.
«Unas semanas más», me repetía, siempre mirando los números, tratando de olvidarme de lo que veía cuando iba a hacer las compras. Quería olvidar los gritos y los saltos que daban los niños cuando aparecían sus madres, un hombre adulto o simplemente niñas.
Normalmente trataba de concentrarme en los números que tenía en mi pared, en recordar mis años en Jagne, cuando papá me empezó a llevar al bosque para aprender a cazar con una escopeta. Cuando mamá me tenía que llevar a un edificio viejo para producir las cenizas que la ayudaban a ser más fuerte. Me obligaba a recordar a mi tía Kadga y sus clases de meditación. Pero el recuerdo del día estaba en primera fila.
Estaba seguro que en cualquier momento correría a interponerme entre un niño y cualquier otro ser, enseñarles unos cuantos juegos que había inventado con mis amigos de Natham. Siempre me sentía al borde de interferir, mas el miedo en sus ojos era lo que me hacía apretar los dientes y mirar para otro lado.
-Podrías jugar a ver quién atrapa más piedras con la mano -murmuré un día, uno de los últimos donde la nieve caía. Ahora empezaban las lluvias, por lo que Morgaine andaba refunfuñando por la cantidad de barro que solía haber en el pequeño trayecto del invernadero a la casa. Limpiar estaba siendo algo que hacía casi que constantemente, y empezaba a sentir que la espalda me molestaba cada vez más de tanto fregar.
El niño me miró con los ojos abiertos de par en par y me obligué a darle una de las sonrisas más amables que podía tener. Me acerqué a él como si fuera un pequeño animal y en cualquier momento estuviera a punto de salir corriendo... cosa que no distaba mucho de la realidad. Tomé unas piedras y las pesé en mis manos, arrodillándome a la vez que dejaba la canasta vacía a un costado. Agarré un par de piedras más, colocándolas en frente mío, siempre bajo la atenta mirada del muchacho.
Lancé hacia arriba la piedra que tenía en la mano, no más alta que mi hombro, y me apresuré a agarrar otra de las piedras. Cuando lancé las dos piedras al aire, una de ellas cayó de mi mano y negué con la cabeza, antes de mirar al chico para decirle que era su turno. Me estudiaba con cautela, dejándose caer de rodillas frente a mí y repitiendo lo que yo había hecho.
Estuve un rato hasta que sentí un par de ojos sobre nosotros y el niño salió corriendo, abandonando el juego por completo. Solté un suspiro, ahogando el malestar que me consumía, antes de ir y terminar lo que tenía que hacer. Morgaine me miró confundida al verme llegar con las piernas cubiertas de barro de la rodilla para abajo.
-Me detuve a recoger unas cosas del suelo -fue mi respuesta, que no sacó las miradas curiosas, pero al menos pareció dejarla tranquila por un tiempo. Estaba a mediados de orfebre, cuando el viento ya empezaba a soplar más cálido, ahuyentando los últimos vestigios de frío. El niño al que le había enseñado el juego de las rocas terminé encontrándolo otras veces, y cada tanto lográbamos jugar al menos lo suficiente para agarrar tres o cuatro piedras de las siete.
Una vez, sin que me diera cuenta, apareció en el jardín trasero de la casa, casi en el mismo sitio que utilizaba Ilunei para esperarme.
-Mi progenitora dice que eres del otro lado del mar -me susurró, siempre mirando hacia el invernadero y a la casa. Dejé lo que estaba haciendo, que era simplemente apartar las hojas que habían en los escalones que había en la entrada, y me acerqué a él, sentándome a su lado.
-Así es, de bastante lejos -asentí, también en un susurro. Sus ojos tenían un brillo de emoción que no había visto en otros niños, o al menos no había observado lo suficiente como para notarlo-. Ahí es... distinto a Eedu.
-¿Los niños juegan a ese juego de piedras?
-Sí, y muchos otros más -contesté, intentando recordar qué otro juego tenía, uno que no implicara correr por todos lados. Él me miraba con una sonrisa tentativa mientras sacaba unas piedras de su bolsillo, dejándolas en el suelo antes de empezar con su turno. Reí por lo bajo, observando sus movimientos que empezaban a ser más precisos, ignorando las marcas que recorrían sus brazos cada vez más desnudos, la facilidad con la que podía distinguir sus huesos...
-¿Darau?
El niño y yo intercambiamos una mirada alarmada antes de que él guardara las piedras. Dispuesto a darle un poco de tiempo para salir corriendo, me puse de pie con cuidado, saliendo de regreso al claro con las manos temblorosas. Morgaine me preguntó qué estaba haciendo allí y me limité a decirle que estaba explorando un poco. Fuimos al interior y no me atreví a mirar hacia el arbusto y asegurarme de que el chico se había marchado.
Para el día veinte de orfebre, tres días después de mi encuentro con el chico, tuve que salir de nuevo a hacer las compras, esta vez con Morgaine. Miraba de reojo a los callejones que solían frecuentar los niños, buscando a alguno que me sonriera, que me hiciera un gesto o algo.
Morgaine hacía las compras y yo me limitaba a mirar al suelo, siempre atento a los alrededores, a los callejones y recovecos que empezaba a reconocer. Estábamos en el tercer puesto que visitábamos en el día, habiendo entregado ya unas cuantas pócimas que habían encargado y recogiendo ingredientes que no crecían en el invernadero, cuando sonó un cuerno. Ambos nos volteamos, encontrándonos con una multitud que se iba formando alrededor de un escenario.
Una mujer sostenía el cuerno en una de sus manos y contemplaba a todos como si estuviera buscando a un criminal entre ellos, sus ojos eran tan fríos como las que me habían marcado la espalda, sino más. Esperó un momento antes de empezar a hablar.
-Este hombre fue descubierto escapando de sus obligaciones -dijo y aparecieron dos mujeres más con un bulto entre sus brazos. El corazón me latía con fuerza en el pecho, empujando a mis pulmones hacia mi boca, ahogándome de a poco. Las palabras que decía a continuación se perdieron de mi memoria, demasiado concentrado en el bulto que se movía a sus espaldas, como si fuera un gusano.
Me sentí al borde del desmayo al reconocer unos ojos que me encontraron casi al instante. Había lágrimas y mocos cayendo por su cara sin control, podía notar el terror, no miedo, en sus ojos. Estaba dispuesto a dar un paso adelante, cuando la mano de Morgaine se cerró cual garra a mi brazo. Sé que me murmuró algo, pero todo lo que podía hacer era mirar al muchacho, al único niño que le había enseñado...
«Mierda.»
Contemplé con horror, sintiendo que mi cuerpo entero empezaba a zumbar, mi sangre ardía por mis venas y el mundo se volvía más y más distante. Lo único claro era el niño, así como el frasco que estaba sacando la mujer de su cinturón. Oí un grito y mis manos se movieron por sí solas, al tiempo que una palabra que desconocía por completo salía de mis labios. Hubo un estallido, no como el que había sentido con Ilunei medio año atrás, sino uno que me dejó a todo el mundo en un silencio abrumador.
Mis pies se movieron hacia adelante, al tiempo que me aferraba al cuerpo del niño y había otro estallido. Corrí. No tenía idea de a dónde iría, pero simplemente me aferré al muchacho como si estuviera a punto de perderlo y me adentré al bosque que rodeaba a la ciudad.
Corrí hasta llegar a un montón de rocas, donde me dejé caer con el niño. O lo que era el niño.
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