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legado

1 a 18, mes louji, año 5777.

Tagta, Jagne - Magmel, Marel

Los dioses han muerto, y porque han muerto, es que siguen dando vueltas entre nosotros, con sus propias máscaras.

Caí de espaldas al suelo. Estaba sin aire y apenas era capaz de conectar un pensamiento con el siguiente. Me dolía el estómago, amenazando con darme una arcada en cualquier momento. A lo lejos escuchaba la carcajada de Elmer y los gritos furiosos de Lisbeth que le decía de todo. Cerré los ojos, respirando hondo mientras giraba despacio sobre mí mismo.

-¡Es que eres un bruto de mierda! Ni siquiera Nero es tan bestia como vos.

-Estás siendo exagerada -respondía Elmer sin alterarse. Escuché cómo las hebillas de sus botas tintineaban mientras se acercaba a donde estaba. Poco después me encontré con su mano estirada en mi dirección-. Dale, ni siquiera te pegué en las bolas.

-No, pero igual fuiste un hijo de puta con ese puñetazo -rezongué, aceptando su ayuda sin problema. Él me levantó de un tirón, dándome la impresión de que iba a dislocarme el hombro (de nuevo) y volviera a caer al suelo, otra vez de cara. Di un par de pasos para acomodarme, sintiendo que el mundo se me tambaleaba a mi alrededor.

-Si serán quejosos -bufó él. Le dediqué una mirada de advertencia, aunque dudaba que a alguien le resultara siquiera intimidante, menos si estaba caminando como un recién nacido-. Tu viejo te tiene entrenando de sol a sol, tu madre nos usa como trapo de piso y me huele que tu hermana está a punto de dejarnos a todos en la lona. ¿Y te quejas por un golpecito en la panza?

Bien, detalle importante que había que resaltar de todo lo que había dicho, teniendo en cuenta que yo era adoptado, es decir, compartía tantos genes con mi familia como un mono con un pájaro. Por si no termina de quedar claro: mientras que todos en mi casa parecían estar creados con el único propósito de levantar rocas como si fuera lo más simple del mundo, yo batallaba para mantenerme en forma.

«Sabes perfectamente que no estás tomando crédito», dijo la voz de mi cabeza, a la que solía llamar Cire. Y ahí está el asunto, mi único mérito era tener un pésimo sueño, lleno de visiones raras que no me molestaba en recordar al despertarme. ¿Podemos contarlo como tal cosa? No importa, a partir de este momento cuenta como si así fuera. Una aclaración: estoy en mis cinco sentidos, ¿sí? Esa voz es bastante real, aunque nadie más que yo puede escucharla... ¡Existe y punto!

Volviendo a mis amigos, Elmer parecía ser el hijo perdido de mis papás, con un cuerpo que tendía a desarrollar músculos en los músculos y un temperamento que rivalizaba con el de mi hermana y mamá. Eso sí, era tan rubio que no había forma de considerarlo siquiera descendiente (además de que no tenía nada de magmeliano en su ser, cosa que yo sí... al menos una parte). Lisbeth era un caso en sí misma. Ambos éramos delgados, unos palos andantes si se puede decir, ella con su cabellera de un rubio que rozaba el marrón, siempre atado en una apretada trenza, y yo con mi mata de pelo que crecía en rulos incontrolables.

-Eso no fue ningún "golpecito" en la panza, Deneov -gruñó Lisbeth, dándole un puñetazo en el hombro que ni siquiera lo mosqueó. Por supuesto, se quedaron en un duelo silencioso de miradas que inmediatamente me puso incómodo. En silencio, empecé a retroceder-. Quieto ahí, Supkum. -Le hice caso de inmediato, apoyando ambos pies en el suelo y respirando hondo-. Primero una disculpa de esta bestia bípeda y luego nos vamos -dijo. Al mirar sobre mi hombro, me encontré con que los dos seguían en su discusión visual. Elmer tenía su rostro rojo, con los ojos lanzando chispas antes de girarse hacia mí.

-La próxima vez, acordate de endurecer la panza, Darau -refunfuñó al pasar a mi lado. Solté un largo suspiro, diciéndole que lo tendría en cuenta. Lisbeth se paró a mi derecha, mirando con los brazos cruzados la espalda de Elmer.

-¿Sabes? Creo que deberías dejar de coquetearle con amenazas -solté. Y gané un golpe en la cabeza por ello-. ¡Par de brutos que son los dos! Ya cásense y dejen que el resto vivamos en paz. Aguarda... no, mejor no se casen, no quiero más brutos dando vueltas por Jagne.

-No tengo idea de lo que estás diciendo -dijo, y me quedó claro que estaba considerando darme una patada para que realmente me quedara sin aire. «Luego los salvajes somos nosotros», pensé mientras levantaba las manos. Sin ánimos de escuchar después cómo se preguntaba hasta perder el sentido si había sido o no demasiado obvia, si estaba siendo demasiado descortés o qué sé yo qué más pasaba por su cabeza. «Mujeres». Me despedí con la mano, dirigiéndome derecho a mi casa.

Jagne se encontraba en medio del horario de la siesta, por lo que los pocos que se movían eran los contados soldados que patrullaban el perímetro. Algunos me saludaban con un asentimiento de cabeza, otros era un milagro que me dieran una sonrisa amable. Por lo que recordaba, cuando llegamos con mi mamá, las cosas habían mejorado considerablemente en siete años.

La casa de mis padres estaba cerca de los límites del pueblo, casi pegado al bosque, con un sendero que iba directo hacia un arroyo. Nele, mi hermana, estaba dando vueltas por el frente, jugando con una muñeca que le habían regalado el año pasado. Diría que no me dolía ver el parecido de ella con mamá, siendo casi que un calco exacto, pero algo molestaba. Recordaba perfectamente cómo me habían llamado mis papás para anunciarme sobre la venida de Nele. En su momento me pareció la mejor noticia del mundo, luego resultó ser una alegría y una situación que me clavaba espinas cuando veía a mamá sonreír con orgullo ante las manifestaciones magmelianas.

-¡Dau! -chilló mi hermana, dejando la muñeca a un lado antes de correr hacia mí. Casi me tiró al suelo cuando me abrazó las piernas. Estuve a punto de soltar un insulto, pero Nele no me dejó, sonriendo mientras saltaba pidiéndome que la alzara-. ¡Mamá dijo que me va a enseñar a controlar mi vaca interna!

¿La envidiaba por tener eso? Ni un poco, había visto a mamá sufrir durante el embarazo de Nele las consecuencias, cómo vivía tomando las mezclas que Kadga preparaba y que le había tenido que enseñar en una de sus visitas. Me habría ofrecido a aprender la receta, pero la idea no pasó por mi cabeza en ese momento. Aún así, mamá me había asegurado de que alguna cosa rara tendría en mi naturaleza por la herencia de parte de mi madre.

-Fantástico, así rompes menos tus juguetes -dije, sonriendo al mismo tiempo que le desordenaba el pelo. Ella me miró inflando los cachetes.

-Yo no rompo mis juguetes -replicó, soltándome las piernas y dando un pisotón. Iba a decirle que, si seguía pataleando, mamá le retaría y haría de la práctica un verdadero calvario, pero en ese momento apareció la mismísima amenaza.

Los años habían hecho que los rasgos tensos de mamá se suavizaran un poco más, así como también mostraba brazos que competían en musculatura con los de papá. Llevaba el pelo con un peinado que solo ella tenía, con los costados de la cabeza casi rozando sus hombros y una cresta que caía por su espalda en una larga trenza hasta la cadera. De por sí, imponía tanto respeto como temor (dependía del día), siempre vistiendo ropas que dejaran a la vista sus brazos o con telas que se le pegaban al cuerpo como segunda piel.

-Imagino que no estarás peleando con tu hermana, Darau -afirmó, sonriendo y alzando una ceja.

-No, le digo que me alegro mucho porque va a aprender a portarse como una princesita -contesté saltando hacia un costado antes de ganarme una patada. Mamá se quedó en silencio, negando con la cabeza divertida, antes de pedirnos que entráramos a la casa. En la mesa había un pedazo de pan que probablemente había empezado Nele antes, quizás después del almuerzo. Solo para irritarla, amagué con tomar dicho trozo, arrancando un chillido molesto y en un parpadeo mi hermana se encontraba terminándolo de un mordisco. Por despecho, le saqué la lengua y me fui a buscar un trozo de pan de la cocina.

-¿Sigues pensando en ir? -me preguntó en sembeñés. Miré hacia Nele, quien ya se encontraba haciendo otra cosa, completamente ajena a nuestra presencia. Asentí y mamá pareció necesitar respirar un largo rato antes de darme su aceptación-. Recuerda lo que te dije, ¿sí? Solo te pido que no te dejes llevar por la superficie.

Esas palabras se quedaron dando vueltas por mi cabeza, incluso cuando terminé de empacar mis cosas. Era temprano, apenas despuntaba el sol en el horizonte. Me acompañaba mi papá, quien parecía el doble de grande teniendo los abrigos puestos, dejándome como un verdadero palo con una bola en una punta. Él me miró, probablemente batallando para encontrar las palabras con las que decirme algo.

-Hijo... -Respiró hondo y me abrazó-. Ojalá encuentres lo que buscas. Te vamos a estar esperando con ansias. Nele en particular.

Casi, casi me arrepentí de estar marchándome. El abrazo me recordó a las noches donde mamá solía cubrirme de su anterior pareja, el mismo dolor y calidez. Aun así, quería ir a la tierra de la que se suponía que debía nacer, saber qué era lo que había espantado a mi madre en su momento.

-Veré la forma de comunicarme -intenté prometer. Papá me obligó a verme a los ojos, tenía lágrimas en sus mejillas, aunque su expresión se mantenía relativamente tranquila-. Lamento ser tan...

-Darau, te amamos, no lo dudes. Me encantaría poder enseñarte más -dijo, presionando ligeramente mis brazos-. Ve, que tengas suerte y que los dioses, si existen, te cuiden.

Asentí, sorbiéndome los mocos y me marché, acomodando la mochila que llevaba con lo mínimo para sobrevivir. Siempre y cuando no me apareciera un anánimo o alguna criatura que fuera capaz de ganarme en velocidad, fuerza o ambas, debería estar bien, ¿verdad? Cuestión que me marché, limpiando mi nariz con algunas hojas que encontraba en mi camino.

Por lo que me había comentado mamá alguna vez, el viaje hasta Magmel podía ser más o menos rápido, dependiendo cómo cruzaba las montañas Tao. Ella había usado un pasaje que terminaba a un par de días (a pie) de Natham, la ciudad donde habíamos vivido hasta mis nueve años, antes de mudarnos a Jagne. Si no me fallaban las cuentas y la memoria, eso era a una semana de viaje. Con mamá habíamos empacado comida para un poco más de siete días, también me había hecho aprender los sitios donde había agua, dado que yo (a diferencia de ella) era incapaz de saber dónde estaban las cosas por estar en contacto con el suelo.

«Sabes que podría hacer que eso cambie», bufó la voz de Cire en mi cabeza.

-¿No que era imposible por mi falta de herencia de los magmelianos elementales?

«Tenías que ser listo... Sí, es así». Sonreí, acomodando mi mochila a la vez que tomaba una rama para usar como bastón.

El bosque siempre me había fascinado, a pesar de que en Tagta estaba algo infestado por anánimos. Había visto a esas criaturas, eran mucho más listas que un animal silvestre normal, pero el doble de crueles si eran particularmente vivaces. Mamá me contaba algunas razones por las que había tantos de ellos dando vuelta por Tagta, un país que carecía de magia. O eso decía la mayoría que había escuchado.

«Mi hermano tiene..., bueno, tenía la peculiaridad de decir que lo suyo es puro conocimiento, ¡como si lo mío no lo fuera también!», se había quejado una vez cuando le pregunté sobre el tema. Cuestión que, por quién era la voz, no iba a ponerme a discutir, por más de que mis observaciones dijeran que no tenían nada de magia.

Así que caminé por una semana hasta el paso que mi mamá me había señalado en el pequeño mapa que llevaba conmigo. Admito que me costó reconocer las señales, incluso con los intentos de dibujo de mamá, tuve que esperar a que Cire me gritara que me había pasado para reconocer las piedras. Se suponía que tenían la forma de los primeros magmelianos, quienes tendían a ser una mezcla de varios animales, con cuatro brazos y seis ojos. Lo que había frente a mis ojos era una columna que recordaban vagamente a torsos humanoides. No me enorgullece decirlo, pero el pene que estaba en la columna izquierda fue la única pista que tuve para meterme en el paso.

En esta parte del viaje, donde empecé a ascender por las cada vez más áridas montañas, empecé a encerrarme en mi cabeza. Si había un territorio que nadie quería, era este: aquí se respiraba un aire de peligro, uno demasiado antiguo como para siquiera comprenderlo. Cirensta se enorgullecía de ver aquellas tierras desoladas.

«Larga historia, pero es culpa de esos dos tórtolos. Vienen, sus hijos se mezclan con los míos y causan estragos, y ellos se consideran inocentes. Por lo menos, parece que lo que tocan se destruye», había una clara alegría en sus palabras al decir tal cosa. Si me preguntan a quiénes se refiere Cirensta con 'esos dos tórtolos'..., sinceramente la respuesta era tan rara que ni siquiera intenté recordarla. Algo de reinos o mundos, qué sé yo, cosas de ella, pero entendí que estaba relacionado con los yukuterianos.

En fin, que estuve dos semanas en esos parajes. Resulta interesante saber que el viento pareciera estar a punto de soltar una llamarada o matarme por tirarme por los barrancos. Las vistas eran interesantes, un montón de piedras afiladas como colmillos que me saludaban cada vez que tenía que pasar por un sitio estrecho y estaba a punto de caer. Paré en cuevas y comía cada vez menos, más que nada por las raciones que se me iban acabando. Si te preguntas cómo hice para extender tanto las raciones... pues no lo hice. Cuando se me estaban acabando empecé a alternar comidas con pequeñas cacerías que Cirensta me ayudaba a atrapar.

He comido lagartijas, plantas y frutos de esas plantas, rogando que mi estómago soportara lo que sea que le ponía dentro. En algún momento debí desarrollar la habilidad para comer cosas salvajes, especialmente después de unos días donde expulsaba todo tanto por delante como por detrás. En cuanto al agua, en eso directamente tenía que tomar lo más posible durante la noche, cuando pasaba una fina neblina que dejaba un rocío. Si tenía suerte, encontraba algunos pequeños hilos de agua escurriéndose de las pocas plantas que había.

Y, así como se escucha, el comienzo de mi viaje fue estupendo. No me morí por intoxicación por obra y gracia divina, y no estoy exagerando.

La última noche, una en la que ya estaba hasta harto de sentirme roñoso, con más tierra que piel encima, cuando ya empezaba a notar que me estaba encerrando en mí mismo, me dormí bajo una saliente. Dormir, para mí, era como estar con un arma cargada, con la mitad de los cartuchos llenos y la otra mitad vacía. Podía ser una noche de sueño tranquilo, donde no hubiera nada más que los típicos espectáculos raros que uno olvida al poco despertar o sabe que han sido eso: sueños. A muchos, cuando les cuento esto, suelen esperar a ver qué secreto morboso tengo en las noches donde las cosas no son un sueño. No son visiones del futuro, precisamente. Es una especie de... ¿conferencia?

Estoy en medio de un salón inmenso, donde sé que hay paredes, pero estas siempre se expanden hasta que resulta imposible saber si me estoy moviendo o si ellas lo están haciendo conmigo. Hay antorchas y braseros que desprenden una luz verdosa, no enfermiza, sino como efecto del aire y por la principal atracción. Me espera sentada en su trono, un montón de huesos y pieles que se unen entre ellos, como una broma hacia el cuerpo viviente.

-¿Te cansaste de simplemente conversar?

-Algo, no es muy divertido estar siempre viendo todo a través de tus ojos -dice Cirensta, encogiéndose de hombros. Y es una cosa rara de ver, porque, técnicamente hablando, tiene cuatro brazos. Los dos externos son más grandes, musculosos, con uñas terminadas en garras, contrario a los internos que parecen una copia de los míos.

Camino un momento, notando que los reflejos en las paredes vuelven a mirarme con expresiones variadas. Esa es la parte más incómoda de estos encuentros. Los conozco de la forma en que conoces a un amigo de tus padres, de esos que te vieron cuando eras pequeño y no tienes ningún recuerdo, pero te han dicho que te conocen. Hay un poco de todo, algunos con rasgos más marcados que otros, pero todos están envueltos por una neblina oscura.

-¿De qué quieres hablar?

-¿Recuerdas por qué tu raza no es querida? -No hace falta que responda. Cirensta le tiene una especie de cariño culposo, como si se preguntara qué bien había hecho al darles la oportunidad de seguir adelante-. Tengo ganas de hacer una mejora.

-¿Tienes ganas o es momento de que hagas una?

Ella sonríe, mostrando sus dientes tan afilados que bien podrían cortar piedras.

-¿Cuál es la diferencia? El resultado es el mismo.


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