Gerberas
22 a 23 de corbeut, año 5779.
Magmel, Dusilica
Contuve el aliento mientras descendíamos. No iba a mentir, la sensación de silencio y pesar, de que tenía ojos estudiando cada movimiento que hacía a medida que bajamos, no sonaba bonito. La luz se volvía cada vez más y más tenue, no era como si la cosa en la que estuviéramos tuviera algo que alumbrara, las dos mujeres frente a nosotros no parecían preocupadas y no sabía si debía tranquilizarme o no.
-Se quedarán en tu establecimiento -dijo de golpe la que se llamaba Aokina, si no me fallaba la memoria.
-Como digas -dijo la albina con la misma emoción con la que se enumeraban características de una planta.
Sin nada que hacer y rodeada por el silencio, empecé a observar a los alrededores, evitando fijarme mucho en el fondo cada vez menos visible. Una silueta alargada pasó nadando cerca de donde estábamos. Retrocedí un paso de golpe, chocando con Darau al ver los dientes y ojos brillantes.
-No es más que un zibrico. -Fruncí el ceño ante el tono de la mujer, enderezándome. La albina simplemente me miró de reojo antes de volver la atención al frente-. ¿Nunca has visto esas abominaciones?
-Aokina... -masculló la otra.
-¿Qué? Son anánimos antiguos, las bestias que decidieron salirse de lo establecido.
-Cuida lo que dices -se limitó a decir, justo al mismo tiempo que una pequeña luz empezó a hacerse cada vez más y más presente en la distancia. Darau no decía nada, se mantenía quieto, con los brazos cruzados, observando al frente como si en cualquier momento fuera a aparecer una amenaza.
Al principio parecía una roca que quería imitar a la luna, hasta que dentro de esta, cuales estalagmitas, aparecieron diversos colores. Más criaturas con dientes afilados y ojos de depredador pasaban cerca de nosotros, algunos zibricos, otros con un cuello arqueado y melenas que se mezclaban con las algas. De vez en cuando me parecía ver mujeres que reptaban entre las rocas, con ojos negros, vacíos. La mano de Darau me sujetó de repente.
Sacudí mi cabeza sintiendo que estaba despertando de un sueño.
Llegamos poco tiempo después a la inmensa burbuja, la cual absorbió las paredes de la nuestra como si la succionara. Un olor a mar fuerte me inundó la nariz, mucho más intenso que el que quizás hubiera sentido en mi vida, lo cual era mucho decir al considerar dónde estaba Yaralu. Junto a nosotros volaban más plataformas con dos o tres personas ataviadas en armaduras o con ropas similares a las de Aokina. También había otros que parecían querer imitar a las criaturas que habíamos visto antes, nadando en el aire.
Los edificios eran del color rojizo que había visto antes, circulares y con puntas que amenazaban con reventar a la burbuja que los rodeaba, y entre esas agujas pasaba nuestro transporte hasta llegar a un sitio en medio de todo. A nuestros pies había lo que parecían anillos, divididos en cuatro secciones.
-Bajen, no tenemos todo el día para que anden con ojos de pescado -gruñó Aokina mientras abandonaba la plataforma con un elegante salto. Apreté los dientes y tuve que respirar hondo antes de seguirla. Ni bien los cuatro estuvimos con los pies en la tierra, el transporte se marchó con un ruido grave hacia vaya uno saber dónde.
La albina nos dijo que iría a ocuparse de unos asuntos, dejándonos bajo el cuidado de la insoportable que parecía estar oliendo la mayor pestilencia de su vida. «Una ducha no me vendría mal», pensé mientras la seguíamos por unos jardines hechos de arena y roca. Estatuas de mujeres con colas de pez en lugar de piernas, eternamente danzando, decoraban el camino hacia unas puertas enormes vigiladas por columnas con rizos en sus extremos.
Una niña de cabello blanco ensortijado y sucio nos esperaba en los escalones que daban a unas puertas dobles inmensas. A su lado, sentado con la cara de aburrimiento más evidente que vi en mi vida, había un muchacho de cabello negro, vestido en ropas que se notaban tan delicadas como las de la mujer frente a nosotros. En cuanto nos vio, se puso de pie, lento y sin dejar de tener aquella expresión aburrida.
Supongo que llamó a Aokina en el idioma local, pues el tono dulce, completamente distinto al frío y áspero que habíamos estado escuchando hasta ese momento, me dejó descolocada. La vi acariciar el rostro del chico, quien no debía tener más que unos... No sabría si entre doce o quince. La niña, más petisa que él, contemplaba todo impasible, parecido a... «Debe ser una simple coincidencia», me dije. Como si hubiera escuchado mis pensamientos, sus ojos dorados se fijaron en mí y el aire se me atascó en la garganta. «No, sí que se parece a la albina de antes.»
-Ella es Zena, la guardaespaldas de mi tesoro -ronroneó lo último. La niña enderezó más su espalda y nos hizo una reverencia-. Dijeron que ustedes saben lidiar con estos casos. Hagan lo que quieran. Luego les dices dónde está la entrada a la Citadela -ordenó, con un tono más frío que antes y le hizo un gesto para que se marchara. Zena hizo una reverencia antes de caminar hacia nosotros, tomándonos de las manos y guiándonos hacia otro sitio, lejos de aquellas puertas.
Miré a Darau, quién observaba con fría curiosidad a la niña mientras nos acercábamos a una casa mucho más pequeña que el resto, de un color blanco amarillento. No parecía tener una entrada hasta que estuvimos a unos pocos pasos de ella. Hubo un siseo antes de que una grieta perfectamente curva dividiera en dos la superficie, dando paso a una sala apenas alumbrada. Entramos, hubo otro siseo y las luces parecieron adquirir mayor intensidad. Dentro había un montón de armas de todo tipo, siluetas humanas dibujadas contra la pared que tenían unos círculos en el cuello, cabeza, axilas, entrepierna, el interior de los muslos y torso. Había unas cuantas muescas en todos esos sitios.
Zena nos soltó y caminó hacia el fondo del sitio, apoyando la mano sobre un rectángulo que emitió un ligero pitido antes de que se abriera otra puerta. Una niña de cabello lacio y de un rojo casi rosado, delgada casi hasta los huesos, y otra rubia en similares condiciones, aparecieron. Iban con ropas similares a Zena, aunque las de ellas se veían en mucho peor estado, con evidentes marcas de sudor y mugre.
Intercambiaron palabras rápidas y en silencio antes de dirigirnos una mirada y hacer una reverencia.
-Sele y Xene -fue todo lo que dijo Zena. Moví la mano incómoda en lo que las niñas nos observaban con ojos críticos antes de decirle algo a Zena y marcharse por donde nosotros habíamos venido-. Venir -nos dijo, caminando hacia la habitación. El olor ácido del sudor me llegó de inmediato, casi logrando que diera media vuelta-. Entrenar a Zena -dijo la niña desde el centro de un círculo recubierto de arena. Estaba segura de que veía algunas manchas rojas en algunas partes. Darau no dijo nada, simplemente se quitó la capa de viaje y caminó hacia el interior del área.
Zena no se movió. Estaba quieta, salvo por el parpadear de sus ojos, casi convenciéndome de que estaba frente a una estatua. Darau avanzó tranquilo, con aquel aire de depredador que no se le iba más. Por un momento creí volver a la ciudad de Shina, cuando el hombre encadenado contemplaba a Darau. El corazón se me subió a la garganta. Lo vi lanzarse hacia adelante y mis labios se abrieron para decirle que no, que no lo hiciera, pero Zena ya no estaba frente a él.
Ninguno de los dos se había terminado de acomodar, y la niña ya estaba saltando hacia el frente. Darau se apartó sin problema. Vi su rostro impasible, frío, sin rastro alguno de emoción. No podía dejar de verlo, compararlo. Ese no era el Darau que había conocido en Eedu, el que me rodeaba con sus brazos con delicadeza y me sacaba suspiros. Lanzó un golpe que Zena evitó corriendo hacia el frente, gruñendo cuando Darau la apartó de un manotazo.
-No te dejes expuesta -le dijo, retrocediendo hasta el centro de la arena. La niña lo miró largo y tendido-. Ataca.
Y, como si eso fuera lo que estaba esperando, volvió a lanzarse hacia el frente.
Así estuvieron hasta que Zena pareció llegar a su límite, doblándose en dos.
-Peleas bien -dijo Darau, ganándose una mirada sorprendida de la niña-. Descansa un rato.
Ella asintió una vez antes de arrodillarse en la arena con torpeza. Rizos blancos caían por fuera del moño que había llevado hasta entonces. Cerró los ojos y yo miré a Darau, quien ya me observaba en silencio.
-Sele venir buscarlos -dijo, apenas ocultando el jadeo en su voz.
-Necesitas dormir.
-Zena estar bien -masculló, negando con la cabeza. Intercambiamos una mirada con Darau antes de que llamaran a la puerta. Ni habíamos dado un paso cuando la niña de cabello rojo se apareció frente a nosotros con el pelo mojado y atado en una firme trenza.
-Seguir, Sele conocer camino.
Abrí y cerré la boca un par de veces antes de soltar un suspiro e ir tras ella. La niña nos llevó casi por el mismo camino por el que habíamos ido, avanzaba tarareando una canción a la par que saltaba de baldosa en baldosa, girando de vez en cuando y extendiendo los brazos hacia los costados para no caerse. Darau seguía distante, lo cual no sabía si me agradaba o no.
La casa donde nos íbamos a quedar estaba por fuera de lo que parecían ser los jardines del palacio. Ya no había estatuas talladas en piedra en medio de un mar de arena, este era de un azul oscuro, contrario al rojo que nos había rodeado entonces. Tenía dos anillos que sobresalían como balcones y una puerta redonda. Frente a esta, todavía con su expresión de aburrimiento, estaba la mujer albina. Asintió una vez y la niña simplemente nos saludó antes de volver corriendo por donde habíamos venido.
-Vengan, sus habitaciones ya están listas.
Inmediatamente la seguí, olvidándome por completo de Sele. Dentro de la casa había un comedor sencillo, con una mesa de madera, dos sillas, una pequeña cocina que se parecía un poco a las que había visto en Jagne y unas cuatro puertas. Todo estaba iluminado por unas lámparas que echaban una luz amarillenta opaca. La mujer fue hacia una de las puertas y la abrió, mostrando dos camas, una encima de la otra, diciendo que esa sería nuestra habitación. No había ventanas, sino más de aquella luz medio muerta que cada tanto parpadeaba.
Dejamos nuestras cosas y, por un momento, me pareció que Darau quería decirme algo, pero terminó por irse, no sin antes decir que la cama de él era la de arriba.
Así me quedé sola, sentada en medio de la cama. Me quedé contemplando el techo. Cerré los ojos y me dejé llevar por un murmullo que se me hacía lejano. Se volvía más lento, más denso, más y más cercano. Podía sentir unas manos que empezaban a trepar, rozando mi piel, voces pidiéndome que las acompañara.
Me llevaron a una zona profunda, oscura, lejos de todo. Sentí el perfume de las azucenas y crisantemos. Tenía la impresión de que caminaba sobre un charco de lodo, con un ligero regusto herrumbroso en la boca. Voces. Voces por doquier, acompañadas por chasquidos huecos y un sonido de metal contra metal. Podía sentir que algo corría a mi alrededor, que caían gotas de las estalagmitas.
Íbamos a lo más profundo. Siguiendo la corriente que se desplazaba lentamente bajo mis pies.
-Vuelves, siempre vuelves -se rió una voz cavernosa que me resultaba aterradoramente conocida-. No te dejará ir. No, él sí que no te dejará ir.
Quise mirar sobre mi hombro, pero no había nada, simplemente noté que me tironeaban más hacia adelante, otras manos me empujaban, para que avanzara.
-¡Alto! -rugió una voz y fue como si el mundo entero se detuviera por completo. Hubo un siseo, gruñidos por doquier y las manos empezaron a envolverme. Cientos. «Es nuestra, es nuestra», canturreaban y chillaban las voces. «¡Aaren es nuestra!» Tiraron más hacia adelante, casi contra el suelo-. La liberan. Ahora.
Hubo más chillidos antes de que una luz empezara a envolverme en un blanco plateado. Seguía escuchando los sonidos huecos, el chapoteo al andar, y, cuando miré hacia abajo, el lodo tenía un color rojizo conocido. Ojos negros sin fondo me miraban pasar, eneñando dientes antes de sumergirse de nuevo en aquel líquido que estaba a punto de volverse sólido.
El aire entró a mis pulmones de golpe, encontrándome con los ojos verdes de Darau y unos ojos dorados opuesto a él. Solté un quejido ante el dolor repentino de cabeza.
-¿Qué hiedras...?
-Tener marca -dijo Zena, sus ojos se veían pesados, más opacos de lo normal-. Sombras saber encontrar. Deuda.
-¿Deuda? ¿Qué deuda?
-No saber.
Apreté los labios por un momento antes de dejar salir un suspiro resignado. El sueño volvía a tirar de mí, el mundo empezaba a desdibujarse, dejando frente a mí una luz cálida, fuerte, con marcas de un blanco puro que parecían querer contener la luz dentro de la forma. Me encontré estirando la mano, queriendo trazar aquellas líneas que semejaban rayos, pero me pesaba cada parte de mi ser.
Podía escuchar que decían algo más, pero se me escapaba. El sueño me encontró en el instante que mis párpados se cerraron.
Miro lo que queda de Eedu, ardiendo, con Baqaya caminando entre las calles cubiertas de sangre. A mis pies se arremolinan raíces, trepando hasta formar una falda que me une con el resto del mundo, sedienta, con ansias de devorar cuanto hubiera frente a mí. Escucho gritos, siento el chasquido de huesos bajo mis tallos y puedo sentir mis labios estirándose hasta llegar a mis orejas. Más, más. Cadenas resuenan por doquier, acompañadas por un constante castañeo que me envuelve con furia.
-Suelta, suelta, suelta -decían algunos.
-Come, devora, desgarra -escupían otras voces mientras saltan de rama en rama, riéndose.
No escucho, simplemente dejo que el fuego corra a mi alrededor. Lo sigo, lo cuido.
-Avisé, advertí, no escucharon -modulé con la boca que no paraba de estirarse, con la garganta seca-. La voz viaja, pero ante sordos no funciona.
Abrí los ojos, encontrándome con una oscuridad casi absoluta, de no ser por la rendija de luz que se apreciaba. Me levanté, sintiendo que la cabeza me pesaba, daba vueltas. El piso estaba frío, el aire se sentía algo fresco, despejando un poco mis pensamientos, ahuyentando los rastros del sueño en lo que me ponía de pie y arrastraba mis pasos hacia la puerta.
La empujé, bizqueando un poco ante la luz repentina, sintiendo que me lloraban los ojos.
-¿Mejor? -preguntó la mujer albina del otro lado. Cuando logré ver mejor, la distinguí cómodamente sentada en una de las sillas, con una taza frente a ella y una tetera desgastada en frente. Llevaba ropas holgadas e iba descalza, el pelo le caía descuidadamente alrededor de la cara cual cascada. Sus ojos tenían unas profundas ojeras violáceas.
-La cabeza...
-Sí, esperable -dijo mientras se levantaba y sacaba una taza de un mueble algo viejo-. Ven, toma esto.
Mis pies se movieron de inmediato y mis dedos se cerraron con premura alrededor de la taza, llevándola a mis labios sin dudar. El gusto del hinojo se mezcló con el picor del jengibre, pero lo tragué. Hice una mueca, dejando de inmediato la taza sobre la mesa. Miré a mis alrededores, sintiendo que el corazón empezaba a latir con más fuerza, expandiendo el frío que tenía en mi estómago.
-¿Dónde está Darau?
-Con Zena -respondió, sentándose de nuevo-. Siéntate, vas a marearte sino. -De inmediato ocupé la silla opuesta a la de ella. Fruncí el ceño-. Parece que tienes unas cuantas marcas -empezó-. Atraes a los muertos que viven bajo las Montañas.
-¿Cómo? -Por un momento sentí el olor a hierro en el aire y una ráfaga helada que me erizó la piel. La boca de la mujer tembló con una sonrisa de medio lado antes de enderezarse, diciendo que podía enseñarme un poco de la ciudad hasta que Darau regresara.
Así me encontré acompañándola por el resto de la tarde. Recorrí lo que Dreika, así me dijo que se llamaba, dijo que era la zona urbana, nada más que unas pocas cuadras, con dos estatuas de unos seres inmensos. Uno parecía una serpiente y el otro una mujer que luchaba contra el primero, ambos enredados por tentáculos y olas. Luego de eso, nos encontramos con la mayoría de los habitantes que paseaban risueños, con cestas tejidas con algunas frutas, adornos y demás que conseguían de las zonas aledañas, o en los puestos que estaban a un par de calles más lejos.
En algún punto me encontré recordando mi tiempo en Eedu y la breve estadía en Shina. Aunque aquí los puestos parecían más cuidados, con una pequeña tarima donde enseñar sus mercancías y una estructura donde colgar más productos. Niños correteaban entre los adultos, riendo o conversando en un claro intento de actuar como los grandes. Se me escapó una ligera sonrisa ante aquello.
Habíamos recorrido toda esa zona, no era muy grande, y regresamos justo al mismo tiempo que lo hacía Darau. Mis pies se congelaron en el lugar al verlo. El corazón me dio un ligero salto en el pecho antes de que Dreika se marchara.
-¿Cómo estás? -preguntó, deteniéndose a un paso de distancia.
-Bien, gracias.
-¿Qué hiciste anoche para terminar así?
-No lo sé, simplemente... pasó.
-¿Accidentalmente terminaste a punto de convertirte en anánimo?
Los hombros se me tensaron y el pecho me empezó a arder por dentro. Entrecerré los ojos, como si así pudiera ver qué se suponía que pasaba por su cabeza.
-No es como si hubiera querido hacerlo a propósito.
Fue el turno de él de entrecerrar los ojos, cruzando los brazos e inclinarse hacia el frente. Me obligué a no retroceder ni un ápice.
-Asumo que ese paseo, entonces, no lo hiciste por desesperación. -Lo miré con una ceja alzada, preguntándose si realmente creía que era capaz de actuar sin pensar. Apretó los dientes y pude ver cómo sus ojos se encendían-. No, pero que tengas a la muerte tan cerca tuyo no me hace gracia.
-Ay, por favor, Darau, no soy yo la que va matando a todo el mundo.
-¿Vas a ir por ese lado? -gruñó, respirando pesadamente-. Te protegí de un hombre que iba a dañarte. Las otras bien podrían habernos hecho daño.
-No lo sabes -murmuré, cruzando mis brazos, ahogando un escalofrío-. No tienes forma de saber qué hiedras iba a hacer. -Una risa baja, helada, salió de su garganta y luché contra las ganas de retroceder un paso.
-Era fácil de saber... -Arrastró las palabras, mirando a todos lados antes de enfocarse en mí de nuevo-. Estaba con la mirada fija en ti. Tú ibas a ser la que iba a salir peor parada.
-¿Y no se te pasó por la cabeza que puedo defenderme sola?
-Lastimándote en el proceso.
-¡El hombre iba hacia ti, Darau! -grité, y el pecho me ardió como nunca-. ¡El hombre iba solo hacia ti y le volaste la cabeza! Aprecio que te preocupes por mí, pero, por las raíces de Baqaya, ¿puedes dejar de ver todo como una amenaza?
-¿Y cómo se supone que debo verlo? -preguntó, bajando las notas de voz, frunciendo el ceño a más no poder-. A quien fuera, debía actuar en defensa propia. No veo el problema.
-¡Con que lo dejaras inmovilizado era suficiente! No hacía falta matarlo.
Ambos estábamos respirando pesadamente y una parte de mí sospechaba que varios estaban contemplando la situación a lo lejos, pero no me importaba.
-No podía retenerlo, Morgaine -dijo entre dientes. «Excusa estúpida», moría por gritarle-. Ya está. Murió, ¿y qué? Viste cómo se peleaban los hombres allí. Uno menos, una amenaza menos.
-¿Y qué hay de las mujeres? -Cuando no hizo indicio alguno de querer decir algo en contra, continué-. Las amenazaste de muerte. Estuviste a un segundo de ir a pelearte con ellas, y con la líder. ¿Pensabas en ir y agarrarte a golpes con todas?
-De ser necesario. -Fue su respuesta y sacudí mis brazos sin saber qué estaba señalando exactamente. Increíble. Simplemente increíble.
-¿Puedes pensar por un momento? ¡¿No puedes ser el de siempre que sabe comportarse?!
Su ceño se frunció más y tuve la impresión de que estaba enfrentándome a un lobo.
-Yo no pedí esto -gruñó, sus ojos ya eran de un verde tan intenso que era imposible no pensar en que ardían-. Lo que sea que tengo no lo pedí, Morgaine. Soporté todo lo que me hizo tú gente. Fui demasiado permisivo contigo.
«Ni se te ocurra llorar ahora, Morgaine.»
-¿Permisivo? ¡¿Permisivo?! -A las sombras con todo-. Te metías en problemas porque eras tan ignorante que ibas a donde no debías. ¡Intentaste escapar! ¡Me abandonaste con un hijo! Y yo, como estúpida, te dejé ser libre. -Su cuerpo se tensó ligeramente, incluso me pareció ver que los gestos cambiaban-. No tienes ni puta idea de lo que fue estar esos meses sin tí. ¡No sabes una mierda de lo que se siente que te maten a un hijo en tu puta cara! ¡Tú no has dejado todo atrás para poder respirar!
-¡Me estabas matando! Si no eras tú, era tu gente. Me encerraste en tú casa, Morgaine, y ni hablar de todo lo que tuve que hacer porque era "tuyo" -replicó, el aire crepitando ligeramente a su alrededor.
-¡Pero te marchaste! Te dejé ir, maldita sea.
-¡Y me habría ido antes! Debí irme antes y te ahorraba toda esta mierda -siseó. El corazón se me retorció, pero no iba a darle la maldita satisfacción. Sobre mi cadáver-. Yo no sabía nada. No sabía una mierda de tu embarazo. Menos aún te pedí que me siguieras.
Apreté los puños y estuve a punto de escupirle. Odiaba que el muy hijo de puta tuviera razón. Y me dolía el doble saber que no estaba hablando con el Darau que amaba, que estaba varada con quién sombras fuera este. Pasó un instante que se sintió eterno antes de que Darau dejara salir un suspiro y todo su cuerpo se relajara.
-No pedí tener esta porquería, Mora -susurró, mirando sus manos-. No pedí tener un cuerpo que no me responde. Tenerlo con algo que... no soy yo.
Mordí mi lengua. No, no iba a caer.
-¿Ahora vas a ser racional? -Sus ojos se fijaron en mí y casi se me partió el corazón al verlo. Bufé y pasé junto a él-. Olvídalo.
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