Estramonio
Día 3, mes louji (verano), año 5777.
Isla de Eedu, Ciudad de Yaralu.
Yo creía lo mismo que muchas, prima. Creí que las brujas eran lo peor, la vergüenza de los magmelianos. Ja, ya verás como son tan hijas de Cirensta como cualquiera que vive en el continente.
Resolví la última fórmula y canté victoria por dentro. No quería saber más de las pócimas, de la alquimia e historia, no cuando podía por fin irme a mi casa. Empecé a guardar con medida ansia, sintiendo que me cosquilleaba el pecho a medida que ponía los cuadernos y carbones en su sitio. A mi alrededor, las demás seguían intentando comprender cómo debían acomodar los elementos y en qué proporción se usaban para que una simple mezcla de restos no resultara en una explosión. Me enorgullecía de decir que había hecho todas las pruebas para saber todo aquello.
Dejé mi asiento con el morral sobre el hombro y las hojas con los cálculos en la mano. La profesora me dedicó una mirada vacía antes de revisar todo. Poco me importaba, tenía tiempo de sobra.
—Puede retirarse, Morgaine. —Esas palabras fueron como música para mis oídos y no tardé ni un momento más en dar media vuelta, dirigiéndome a la salida. Pude sentir, no sin cierto regocijo, cómo las demás me echaban miradas molestas mientras abría la puerta. El pasillo daba a una inmensa galería a cielo abierto, con un brote de Baqaya que mostraba sus inmensas fauces abiertas, esperando que algún ave cayera.
Sonreí y avancé por la casi desértica construcción. Las paredes de amarillo y marrón contrastaban con las enredaderas que creían casi por todos lados, algunas incluso mantenían sus flores gracias a los experimentos de la escuela. Estaba bajando al tercer piso cuando escuché una voz que me llamaba.
Un muchacho, de mejillas chupadas, ojos saltones y cabello sucio, se acercó a mí, arrastrando los pies. No contuve la mueca de asco al notar el hedor que venía en mi dirección.
—La directora Xanta de Yaralu quiere verla, Morgaine de Yaralu —dijo con su voz rasposa. Chasqueé la lengua y lo rodeé mientras me adentraba a un pasillo donde estaban las oficinas. La última era la de la directora, con una puerta de madera finamente decorada, dos hombres la custodiaban. A diferencia del que me seguía, con la espalda encorvada grotescamente, estos mantenían la espalda recta, aunque la higiene seguía sin ser algo que pudiera halagar. Ni bien me vieron, se apartaron y uno de ellos me abrió la puerta con el mínimo cuidado que podían tener los hombres.
Del otro lado estaba la directora, tomando una infusión de hierbas que le había servido otro hombre de espalda arqueada. No importaba cuántas veces la viera, siempre pensaba en la palabra "elegancia" al verla vestida con una fina tela que apenas cubría sus pechos horizontalmente y con sus gafas de marco grueso. Estaba sentada sobre un enorme sillón de color morado, con un ventanal opaco que daba a la Jungla de Eedu a sus espaldas. Así como muchas de mis instructoras, tenía grabados que se cruzaban entre ellas como rizos, con algunas letras de algún idioma antiguo que todavía no había aprendido. Con todo el tiempo del mundo, terminó de dar un sorbo a su taza, degustando la bebida antes de ordenarle al hombre que se retirara.
Ni bien estuvimos solas en el despacho, lleno de libros y cuadros de las anteriores directoras, la directora dejó la taza a un costado. En ese momento, me imaginé a mí misma sentada en ese sitio, dirigiendo a la escuela hacia un mejor futuro.
—Toma asiento —dijo, señalando una pequeña silla de madera frente a su escritorio lleno de cachivaches. Obedecí sin dudarlo. La directora se tomó un momento para sacar un cigarro, encenderlo y soltó una bocanada. Contuve un gesto de asco cuando el humo me cayó en la cara—. Estuve recibiendo muchos informes sobre tu desempeño, Morgaine —continuó, poniéndose de pie mientras caminaba hacia uno de los estantes y sacaba un cuaderno lleno de hojas sueltas—. Dicen que has estado superando todas las expectativas.
—Como futura ediana, me gusta ir más allá de lo que podemos hacer actualmente —respondí, estirando la espalda y sonriendo al decir aquello. La directora me miró en silencio, como si estuviera evaluándome también.
—Entonces debes de conocer la Profecía del Retorno.
—Tanto como cualquiera la conoce, directora —dije, aunque algo en su tono me hizo dudar si era buena idea o no seguir adelante. Ella me miró, sacando el cigarro que había estado sosteniendo entre los labios hasta ese momento.
—Quiero que sepas que estamos más que atentas a lo que hagas, no todos los días se conoce a una ediana excepcional —comentó, dejándome extrañada por el comentario, pero sonreí de todas formas—. Sólo te pido que no llames tanto la atención, haces que el resto de las estudiantes se distraiga. Puedes retirarte.
Abrí la boca, pero no tenía nada que decir, así que me puse de pie, acomodé de nuevo mi morral y salí de la habitación. Ni bien estuve afuera, los dos hombres encorvados entraron raudos al despacho.
Faltaba poco para que fuera la hora de salida, por lo que me quedé sentada en la puerta que daba al patio. Las palabras de la directora daban vueltas por mi cabeza, mareándome mientras intentaba darle algo de sentido. Mi progenitora me había dicho que no debía causar escándalos, pero debía mostrar mis conocimientos, los saberes que tenía dentro de mi cabeza. Dejé de darle vueltas en cuanto noté cómo las demás salían de clase.
Alcé la vista, poniéndome de puntillas para intentar distinguir la silueta regordeta de Kadensa. La encontré al poco tiempo, abriéndose paso entre las de los cursos inferiores, resoplando cada vez que alguna chocaba contra ella. Ni bien me alcanzó, salimos del establecimiento.
—¿Cómo te fue en el examen?
—Era sencillo, ¿te acuerdas de la vez que hice esa mezcla que terminó en una explosión que casi le da un infarto a mi progenitora?
—Pobre, creí que le crecería cabello en la cabeza del susto que tuvo —rio Kadensa entre dientes. Sonreí, divertida por el recuerdo—. Entonces, ha sido recordar qué no debías hacer.
—Exactamente —asentí. A nuestros alrededores empezaban a dispersarse las demás estudiantes, dejándonos a nosotras dos solas en medio de la calle—. Me llamó la directora. Dijo que estaba contenta con mis resultados, pero que no dejara que el ego se me subiera a la cabeza. O eso creo que me dijo —le conté, encogiéndome de hombros. Kadensa me miró con sus ojos abiertos de par en par, dándole un aspecto de ser una cabeza gigante con dos pelotitas marrones.
—¡No me la creo! Bah, ¿qué se podía esperar de alguien como vos? Eres bastante buena en lo que haces.
Sonreí ampliamente, pasando una mano por mi cabeza pelada mientras le daba la razón. Era buena, mi progenitora no se contenía ni un poco al decirme que debía ser tan buena como cualquier ediana. Recordaba las tardes enteras que había pasado encerrada en el invernadero, con las plantas machacadas y el caldero en frente, así como los golpes que me daban cuando cometía un error grave.
—Por cierto, ¿sigues teniendo al hombre ese, el que tienen que vigilar, cerca?
—Para desgracia de todo el mundo, sí —gruñí. No entendía por qué no lo habíamos echado después de la última vez que ella decidió usarlo hace un par de noches. Había escuchado a mi progenitora decir una y otra vez que se quedara quieto, que no se atreviera a hacer nada que ella no le ordenara. A la mañana siguiente, el hombre había aparecido con moretones y lastimados más que merecidos. Le habría añadido un par más si no fuera porque no era sorda a lo que me contaban las otras sobre las atrocidades que podría hacerme algo como él.
Kadensa hizo una mueca de malestar. No dijimos nada más hasta que tuvimos que irnos cada una por su lado, ella me saludó con sus manos de dedos gruesos y yo le devolví el gesto.
Vivía en los límites del barrio más importante de Yaralu, en la única casa donde las columnas tenían grabados que mostraban a los magmelianos del continente. Todos trepaban por la columna para poder alcanzar a Weined de Fel, quien apenas le dedicaba un minuto de su atención. Entré y me encontré con el hombre que había tenido que ser parte de mi concepción limpiando el suelo con un pequeño cepillo, arrodillado y con una cubeta llena de agua con jabón al lado. No entendía qué veía ella en un ser de pelo tan roñoso, ojos de un verde casi como de muerto y menos voluntad que la que tenía un animal. Él me sonrió fugazmente antes de regresar a sus tareas.
Chasqueé la lengua y pasé de largo, sin molestarme en quitarme los zapatos. Mi progenitora estaba en la cocina, cómodamente sentada con un libro de pócimas en una de sus manos y una taza con su infusión favorita en la otra. Apenas me dedicó un vistazo rápido antes de dirigirme la palabra.
—¿Has aprobado el examen?
—Por supuesto —contesté, dejando mi bolso sobre la mesa con las sillas puestas al revés. Ella asintió, sin soltar su libro en ningún momento—. La directora me dijo que era buena, pero que tuviera consideración por mis compañeras. También me mencionó a la Profecía del Retorno.
Eso hizo que sus ojos castaños se voltearan en mi dirección de inmediato. Me estudió en silencio, antes de sonreír de medio lado.
—Esperable. Ahora, ve a continuar con lo que te dejaste anoche —ordenó, señalando con la cabeza a la puerta que daba al invernadero—. Hoy tiene que salir perfecto, sino ve despidiéndote de tu rincón de desastres.
Apreté los labios antes de asentir.
—Por cierto, feliz cumpleaños, hija —escuché que me gritaba a lo lejos. Me encogí de hombros ante aquello, realmente una idiotez que no hacía falta recordar. No había mucho que celebrar, no hasta el año próximo, cuando por fin me podría convertir en todo lo que venía preparando desde que era una niña.
El invernadero era una estructura de vidrio con tantas plantas que tapaban casi todos los sitios donde había madera. Había desde simples helechos hasta algunas plantas que se asemejaban a Baqaya, mucho menos impresionantes y ni en sueños llegarían a ser tan maravillosas. En el lado opuesto a la puerta, en un pasillo recto, estaba el atril con el libro de las recetas que debía usar. Al lado, con las piedras ya listas para ser activadas, estaba el caldero, muy probablemente vacío.
Cerré la puerta al entrar, descalzándome antes de dar un paso sobre el musgo que se había apoderado del suelo. Miré hacia el cielo, algo tapado por las enredaderas que crecían en las vigas. Respiré hondo, concentrándome en sentir todos los olores de las plantas, desde los más agradables hasta los insoportables. No me solía despejar la mente, a pesar de que mi progenitora decía que debía hacerlo. Siempre me tomaba un rato largo, a menos que lo hiciera a mi manera.
Solía imaginarme a un hombre de ojos vivaces, sonrisa al menos agradable y pelo limpio. Me gustaba imaginar que me adoraba como correspondía, que me trataba como si fuera una eduana completa, una diosa que caminaba por la tierra. Si me concentraba, podía sentir un tacto cálido, de manos suaves a pesar de los cayos, en mi mejilla.
Con ese deseo en mente, cerré los ojos y extendí los brazos a los costados, como si así pudiera conectarme mejor con el mundo. A veces tenía la impresión de que me llamaban, no con mi nombre, Morgaine, pero seguía siendo yo. Inhalé hondo, disfrutando del olor de las flores, de la sensación de que estaba en un paraíso. Dejé que mi imaginación corriera libre, que se creara aquel bosque con árboles con un olor ácido y metálico, que la imagen de aquel hombre se volviera clara a medida que el paisaje se volvía un poco más nítido.
Lo podía sentir, caminando con pasos ligeros, observando todo con sus ojos, buscando... algo. Deseaba que fuera a mí, que me viera, que se volviera en mi dirección y dejara que lo tomase bajo mi cuidado.
Me hubiera gustado decir algo, poder imaginar lo que sentiría pasar mis manos por su pelo, antes de que todo se volviera un negro tan absoluto que no pude respirar. Sentía que millones de manos empezaban a tirar de mí, que los ojos de él me observaban como si hubiera sido lo que buscaba, pero no como yo quería que fuera. Temblé por dentro. Esa mirada... no era la que esperaba, esa mirada era la de una criatura que aguardaba el momento adecuado para saber si debía o no matar.
Grité y el sueño se acabó tan pronto como empezó. Jadeaba y el corazón me latía con fuerza en el pecho, confundida al encontrarme todavía en el invernadero. Apoyé una mano sobre mi pecho, como si así pudiera contener las palpitaciones y el aire que no se quedaba dentro de mí. Miré en todas las direcciones, mientras me ponía de pie, algo perdida, y luego caminé despacio hacia el libro que había sobre el atril. «¿En qué momento terminé arrodillada?»
—Fue un sueño —susurré para mí, abriendo en la página donde estaba el señalador rojo que mi madre solía dejar. Contemplé los dibujos de las plantas, de las partes que necesitaba sacar para que funcionara. Cualquier cosa que ahuyentara la sensación de que me había metido en una caverna y todavía tiraban de mí, me llamaban con ese nombre que no era el mío.
«¿Segura?»
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