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espanto

12 a 25, mes oastog (verano), año 5777.

Ciudad de Yaralu, territorio de Morgaine.

Los dioses escuchan. Siempre. Incluso cuando no queremos que lo hagan.

Después de la locura que había ocurrido tres días atrás, las cosas con Morgaine se volvieron distintas. Me había preparado para lo peor, y cuando me levanté a la mañana, intenté irme, pero la casa estaba cerrada por completo. Traté de romper una ventana con una silla al día siguiente, pero fue el mueble el que se rompió. Morgaine me miró decepcionada al notar lo que había hecho.

No importaba, quería irme de allí. Debía irme.

Todo mi cuerpo gritaba, mi cabeza no paraba de ver peligros en cada rincón. Podía sentir que el estómago se me retorcía peligrosamente y la mejilla estaba ligeramente hinchada allí donde la mano de ella me había pegado. Era distinto a las veces que había peleado contra Lisbeth; en esas peleas no había tanta furia, no había nada de lo que parecía haber consumido a Morgaine.

Definitivamente no había un deseo de lastimar.

Sospechaba que había sido engañado aquella vez en la celda. Quizás debería haber escuchado mejor la advertencia de todo el mundo y correr más rápido. Me había frenado por un instante al escucharla llamarme, y la había visto, con los ojos abiertos de par en par, el terror llenando su expresión. Para el momento en el que reaccioné, ya estaban lloviendo frascos que me hacían llorar los ojos y picar la garganta. Ilunei me tiraba del brazo, queriendo apresurarme, y sabía que debí haber estirado más mis piernas, correr como si me estuviera persiguiendo un anánimo.

La verdad, empezaba a creer que era así.

A ver, claramente sabía cómo soltarme de un agarre, sabía cómo recuperar la movilidad, pero no había siquiera podido pensar del todo, por no mencionar el agarre bestial de Morgaine. ¿Cómo no me había roto la mandíbula con la bofetada? Estaba fuera de mi conocimiento. Pero daba gracias que no hubiera perdido ninguna parte de mi cuerpo.

Y daba gracias porque me hubiera dejado simplemente atado a la cama. Que no hubiera...

Me negaba a pensarlo.

Especialmente cuando estaba encerrado en la casa, sintiendo que me iba a asfixiar en cualquier momento. Ni siquiera podía abrir las ventanas para que pasara el viento. Y era solo conmigo; Morgaine entraba y salía sin problema, traía a una mujer que hacía temblar el piso con sus pasos, también pelada, y se ponían a conversar. En esas reuniones, hacía todo lo posible para que mi presencia fuera la mínima e indispensable, desapareciendo ni bien consideraba que era buena idea huir a mi pequeño cuarto.

Sí, a la celda que reclamaba como mi pequeña habitación.

Cerraba los ojos y trataba de contener el llanto, pero era como frenar a un río o a la lluvia. Mi cuerpo entero se sacudía, retorciendo mis entrañas hasta que los sollozos eran tan insoportables que me obligaba a no seguir con aquello.

Temía verme al espejo. No quería ver esa mirada perseguida, los ojos rojos y la barba cada vez más y más incipiente (porque Morgaine me había prohibido afeitarme). Era una pesadilla y quería que terminara lo más rápido posible.

Corría a hacer las tareas, siempre veloz, esquivando a Morgaine siempre que podía. Así fue como empecé a encontrar pequeños escondites dentro de la casa. Iba a la pequeña biblioteca que estaba en una de las habitaciones vacías cuando sabía que Morgaine estaba a punto de regresar para la merienda. Entraba en el armario de las escobas cuando ella bajaba a desayunar.

Sospechaba que estaba exagerando, pero no iba a arriesgarme a recibir otro zarpazo como el de aquella vez.

Empezaba a agarrarle el ritmo a mis escondites, cuando Morgaine se adelantó a uno de ellos. Faltaba poco para que terminara de acomodar su desayuno en la mesa cuando ella bajó y me llamó. No la miré, sintiendo que mi corazón estaba al borde de escaparse de mis costillas y mis manos temblaban ante el sonido de su voz. Iba por el sexto día desde que me había intentado fugar con Ilunei y la desconocida de ojos ámbar.

-Necesito que vayas al invernadero -dijo, con una voz tan suave que me sentí sudar en frío. La miré de reojo primero. Por suerte, no hizo ningún intento de acercarse más, pero asentí, sintiendo que empezaba a ahogarme cada vez más con las paredes ante la idea de salir, así fuera bajo su vigilancia. Tragué saliva antes de dar un leve asentimiento con la cabeza y marcharme.

Esperé en la base de las escaleras a que estuviera lista. Generalmente, ella tardaba poco en desayunar y yo salía de mi sitio para ir y lavar los trastos que ella dejaba en la mesa. Lo hacía en silencio, completamente centrada en su comida, y luego se marchaba al invernadero. No sabía si era mi ansiedad o si ella estaba haciéndolo a propósito, pero me pareció que se tomaba todo el tiempo del mundo para terminar su plato.

Prácticamente salté hacia adelante cuando la vi levantarse, tomando el plato y limpiándolo casi de inmediato. No tenía idea si me iba a prohibir salir hasta que esto estuviera listo, pero... Sacudí la cabeza, convencido de que la risa entre dientes era producto de alguna retorcida imaginación que empezaba a consumirme. Tampoco quería interpretar la expresión que ella tenía, si estaba divertida por algo que hacía, por mi desesperación por salir o si estaba pensando en una tortura.

«Ni siquiera te ha dirigido la palabra», dijo una parte de mí, una que parecía estar queriendo meter algo de razón en mi cabeza, pero era como bajarse del árbol cuando creías que no habían anánimos abajo. Y la seguí, siempre manteniéndome a una distancia donde ella podía verme, mas no tocarme.

El invernadero me había parecido fascinante antes, lleno de plantas que empezaban a germinar, frascos con líquidos de colores y cajas con ingredientes que, empezaba a sospechar, eran restos orgánicos (pelo, escamas, uñas...). En ese momento, las plantas parecían estar creciendo a una velocidad anormal, algunas hasta tenían pimpollos de colores, otras parecían moverse hacia Morgaine. Olía a primavera, no la suave que conocía, sino una más salvaje y descontrolada, mucho más peligrosa. Y hacía un calor insoportable dentro. Ella tenía la usual túnica que la cubría de los hombros hasta el suelo, dejando sus brazos al descubierto; y yo por poco no andaba sin algo más que un trozo de tela que solo me cubría lo mínimo y necesario.

Consideré preguntarle si no tenía calor, pero mis palabras murieron antes de que siquiera pudiera pronunciarlas.

Morgaine me miró curiosa antes de morderse el labio inferior distraídamente y volver la vista hacia la mesa donde estaba machacando plantas y mezclando ingredientes. Había frascos de todas las formas y tamaños, algunos llenos, a medias o vacíos. El caldero junto a ella parecía estar a punto de romper el hervor, pese a que no había un fuego debajo del mismo.

-Estas son pociones -me dijo en ventino, señalando a los frascos. La miré en silencio, esperando, listo para salir corriendo si... «Tranquilízate», me dije, pasando la vista a los objetos que iba mencionando, tanto en ventino como en eduino.

Apenas me atreví a repetir las palabras en un susurro, ganándome una sonrisa radiante por parte de ella. No se la devolví, pero casi que creía que las cosas habían vuelto a ser como eran al comienzo.

Durante unas dos semanas, me dediqué a simplemente hacer lo que ella decía, notando que poco a poco volvía a tener esa libertad que había tenido al principio. No me dejaba ir al lago y definitivamente no podía salir corriendo si ella no quería. Las plantas del jardín crecían hasta convertirse en dedos que me hacían tropezar o me sujetaban por las cadenas.

Los peores días eran cuando venía su amiga o una mujer que parecía ser tan fría como mi tía Kadga, pero mucho más cruel. Ella tenía la cara llena de líneas rojas, dibujando un patrón que afilaba sus rasgos en el peor de los sentidos. Me recordaba a uno de esos anánimos que parecían ser mucho más inteligentes que el resto, esos que esperaban al momento perfecto para atacar y era casi imposible hacerlos caer en una trampa. Cuando esas visitas venían, Morgaine se ponía... no agresiva, pero tiraba de mis cadenas y su tono se volvía duro.

Vinieron unas dos veces cada una, pero eso bastó para que decidiera desaparecer en las siguientes. No ayudaba que la mujer adulta, suponía que la madre por el parecido con Morgaine, me viera de tal forma que me sentía un gusano insignificante, o que la viera capaz de ir mucho más allá de lo que había ido Morgaine. La amiga me ignoraba por completo, salvo cuando la comida que tenía que preparar, una receta que me enseñó el hombre que la acompañaba (tenía cuatro años más que yo, pero parecía estar con un pie en la tumba) en una visita. ¿Cómo se llamaba? No tenía nombre, ningún hombre tenía uno.

Apenas comprendía algunas palabras en eduanio, pero había captado algo que sonaba a que tenía que saber cocinar los bocadillos que le gustaban a la amiga gigantesca.

-Afortunado -me había murmurado el hombre de la amiga cuando estaba cocinando la receta. Lo miré, sin saber qué pensar, decir o hacer. Él simplemente miró sobre su hombro, hacia donde estaban las dos mujeres conversando, bajando aún más el tono de voz-. Al menos tu ama no es tan pesada como para dejarte sin huesos o piernas. -Parpadeé, confundido-. Ya sabes, cuando ella decide que hay que ver si eres un buen faoe o no.

Mi ceño se frunció más mientras seguía amasando ante el gesto de preocupación de él. Echamos una mirada disimulada hacia las mujeres, asegurándonos de que no hubieran escuchado nada.

-¿Un qué? -Mi voz era casi inexistente, pero él la captó de todas formas. Me miró extrañado por un momento antes de echar otra mirada hacia el comedor antes de repetir la palabra, la cual seguía sonando a nada.

-Si eres bueno para que te siga teniendo -dijo al final con un suspiro.

Mis ojos fueron fugazmente hacia las dos mujeres antes de volver a él. Un nudo se formó en mi estómago cuando empecé a formular la siguiente pregunta:

-¿Y si no?

-Baqaya -respondió. No tenía idea qué era eso, pero sentí un escalofrío en la manera en que pronunció aquella palabra.

Esperé hasta que la visita se acabara, dudando si preguntarle a Morgaine o no sobre la palabra. Consideré hacerlo cuando estaba por servirle la cena, pero tenía esa expresión oscura, algo parecido a lo que había mostrado hacía quince días. Dejé su plato en la mesa y me fui a mi habitación, cerrando la puerta con el corazón en la garganta.

Caigo de rodillas y me permito soltar un sollozo de alivio al reconocer el salón. No creí extrañar aquel sitio, ver aquella atmósfera de humo verde, con las paredes de cristal que estaba llena de ojos y rostros que no puedo reconocer, pero me resultan familiares. Levanto la mirada, hacia el trono, donde Cirensta me espera con una mueca que no puedo ver del todo.

De alguna forma logro ponerme de pie y corro hacia ella, ignorando por completo que lo que estoy haciendo puede ser más un insulto para una deidad que otra cosa. No me importa, necesito algo que me haga sentir menos deseoso de salir corriendo, de que el suelo está firme bajo mis pies.

-Lamento que hayas pasado por eso -murmura, acariciando mi cabeza con sus dedos. Mis manos se cierran con fuerza a los costados de ella, intentando concentrarme en las caricias, imaginar que es mi mamá la que me sostiene en su falda y acaricia mi pelo. Pasa un rato hasta que logro levantar la mirada-. No estoy lejos, Darau -añade, acariciando mis mejillas, sus ojos me miran fijamente, sin rastros de la usual chispa de locura, de aquella furia que la suele seguir por todos lados.

Desperté en medio de la pequeña habitación, sintiendo que el pecho me temblaba y los ojos estaban pegados por las lágrimas. Miré por la diminuta ventana hacia el jardín, afuera, encontrándome con un amanecer que recortaba la sombra de los árboles, pintando el cielo de un tono rojizo intenso. Por un momento me pareció escuchar el canto de un pájaro, pero la visión me hizo soltar un suspiro.

Mi cuerpo dejó de temblar.

Bajé a hacer el desayuno, concentrándome en el movimiento de mis manos, en el silencio que apenas era interrumpido por mi cocina. Curiosamente, me sentía arder por dentro, como si hubiera encendido de nuevo una antorcha que reconocía sin dificultad. Desayuné en silencio luego de dejar el plato de Morgaine en la mesa, sentándome en el taburete que tenía en la cocina.

Ella apareció al cabo de un buen rato, con gotas de agua cayendo por su barbilla y marcadas ojeras, haciendo que sus ojos se vieran mucho más opacos, casi marrones. Se sentó en la mesa sin decir nada, comiendo en silencio y yo esperé, observando con cuidado cada uno de sus movimientos, algo que me dijera cómo estaba ese día, si tendría que correr o podría salir.

Tentativamente, me aclaré la garganta, llamando su atención.

-¿Puedo hacer algunas preguntas?

Hubo un ligero brillo en sus ojos antes de que asintiera con la cabeza.

-¿Qué es abadatun-shensji? -intenté repetir la palabra con cuidado, lo más parecido a como la recordaba. Morgaine se puso roja y se removió en el asiento, volviendo a fijar su mirada en la comida. Aguardé, dejando el plato con algunas migajas en la mesada.

-El hombre de una eduana -me respondió con un hilo de voz. Ante mi clara ignorancia, soltó un suspiro, murmurando algo en eduino, y me miró a los ojos. Fue un instante, pero verla con la mirada firme y las mejillas ligeramente ruborizadas hizo que el aire se atorara en mis pulmones-. Es... -se mordió el labio inferior-, con quien tenemos hijas.

Ahí sí me empezó a caer la ficha, haciendo que mis propias mejillas empezaran a arder e inmediatamente me dediqué a limpiar todo lo que había utilizado en el desayuno. Intenté no pensar en lo que implicaba, ni siquiera me atrevía a concebir la idea. A la vez que me preguntaba si eso era todo lo que podían aspirar los hombres aquí, porque el de la amiga de ella lo había planteado de esa manera.

-¿Y baqaya? -pregunté, obligándome a pensar en cualquier cosa menos en la idea que estaba queriendo abrirse paso por mi cabeza.

-Planta sagrada -respondió sin vacilación, casi aliviada.

-¿Un hombre se convierte en planta sagrada?

Ante eso, se puso tensa y su mirada empezó a vagar por la casa, a cualquier sitio menos mi dirección. Tenía un mal presentimiento y me lo confirmó cuando murmuró que era una manera de decirlo. Respiré hondo, pensando en... ¿en qué? ¿En saber qué final podía esperar si volvía a hacer enojar a Morgaine? ¿Conocer qué destino era tan grave que el hombre me lo había dicho apenas en un murmullo? La miré, tomando coraje para pedirle que explicara mejor.

Ella se mordió el labio una vez más y empezó a jugar distraídamente con los cubiertos.

-Si no eres buen hombre... Si no... -su voz parecía incapaz de salir, de sacar las palabras-. Baqaya es una planta sagrada. La que viste antes.

Intenté hacer memoria, hasta que fue mi turno de ponerme pálido. El aire salió de mis pulmones, como si la realidad se hubiera asentado sobre mis hombros, asfixiándome. Cerré los ojos, apoyando ambas manos en la mesada. Una nueva pregunta estaba por salir de mis labios, una que temía conocer la respuesta, si es que era mala. Se sentía completamente distinto a cuando salía al bosque y consideraba la posibilidad de encontrarme con un anánimo. Sí, la muerte era algo que siempre me había estado respirando en la nuca, una sensación que parecía perseguir a todos en mi familia, Nele incluida.

Pero esto... Era un terror tan visceral que prácticamente me encontré repitiendo unas oraciones que vagamente recordaba de mi mamá. No que ella fuera la más religiosa, ni por asomo, pero cada tanto la escuchaba susurrar plegarias por lo bajo, como si el hacerlo de esa forma no llamara la atención de algo más peligroso. Como si fuera un mal chiste, mi cabeza empezó a recordar a la enorme planta que devoraba cuerpos, probablemente los hombres que no habían llegado a los estándares requeridos. Podía sentir el regusto metálico de la sangre, pese a que había estado a una buena distancia. Escuchaba chasquidos y...

-Darau.

Por poco me hundí en las sombras al escucharla. Volví a verla, encontrando con que Morgaine se había puesto de pie y caminaba hacia mí, mirándome con una expresión indescifrable. Tragué saliva, sintiendo que las cadenas eran mucho más livianas en comparación a lo que sea que sostenía ella. Quería preguntarle si eso era lo que me deparaba, si pensaba enviarme a ese final.

No pude sostenerle la mirada por mucho tiempo, incapaz de pensar en el absurdo poder que ella empezaba a tener sobre mi mera existencia. Respiré hondo, tratando de mantener mis pensamientos en orden, terminar las tareas que tenía en frente. De nuevo sentí esa necesidad de salir corriendo, pero ¿cómo? Ilunei y la extraña probablemente estaban encerradas, como yo, y no tenía forma de comunicarme con mi mamá, papá o la tía Kadga.

Cerré los ojos, intentando pensar en Cirensta, volviendo a murmurar una plegaria, seguro de que me estaba escuchando.


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