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24 a 26, mes louji (verano), año 5777.

Isla de Eedu, Ciudad de Yaralu - Ciudad de Muqadeson.

Hay que saber que el peso de un nuevo mundo no es simple, y las razones de los dioses o entes metafísicos escapan de nuestro entender. La mentira no es de ellos, sino nuestra, y la verdad la dicen cuando estamos listos para escucharla.

Los marineros no habían dejado de decirme que Eedu era una pesadilla, el peor castigo para un hombre en esta vida. Habría creído que exageraban, pero mi mamá y Kadga no solían decir a la ligera las cosas.

Ilunei y yo desembarcamos en la ciudad de Yaralu, la capital, según me dijeron. Era... parecía sacada de los mismos bosques. Las casas estaban llenas de plantas que caían como helechos, las casas tenían tallados complejos que inmediatamente me hicieron quedarme horas enteras contemplándolos. De no ser porque las miradas de los locales me ponían los pelos de punta.

¿Cómo decirlo...? Si en Jagne me miraban mal, aquí quería dar media vuelta y correr como un niño pequeño a los brazos de mi mamá. Me habría encantado tener el físico de papá, ser esa inmensa roca que nadie se atrevía a mover, o al menos tener algo más que un cuerpo fino.

—Chico, consejo —me dijo el marinero con una mezcla entre ventino y, por lo que entendí, dusilico, que estaba cerca de mí, bajando la voz hasta que fue un susurro. Era un hombre que debía rondar por los cuarenta, la piel llena de cicatrices y curtida por el sol, sus ojos eran tan azules como el cielo despejado—, no te encames con ninguna. Mantén tus pantalones bien sujetos y las manos en los bolsillos. Si te pica yatusabesqué, enciérrate en un baño y asegúrate de que nadie te escuche. ¿Sí?

Lo miré con el ceño fruncido, pero asentí ante su mirada de advertencia y la tensión de sus hombros. Satisfecho, siguió bajando las cosas, dejándolas frente a unos seres tan flacos y esqueléticos que me pregunté si eran alguna especie de anánimo o un habitante de Eedu que coexistía con las brujas. Llevaban collares con cadenas y taparrabos, si es que podían llamarse tal cosa las telas harapientas que parecían ser más remiendos que otra cosa.

Me volví hacia Ilunei, quien miraba todo con los ojos abiertos de par en par, sonriendo de la misma manera en la que lo hacía Nele cuando le decía que iba a jugar con ella. Me dedicó un instante de su atención antes de desembarcar y darle unas monedas que no tenía idea de dónde las sacaba.

—Vamos, hay que recorrerlo todo —dijo, tironeando de mí hacia las calles. Las mujeres iban peladas y con ropas que no les terminaban de hacer favor a sus figuras, como si quisieran ocultar su apariencia. Casi todas tenían marcas en alguna parte de su piel, algunas más que otras, pero las ganas de esconderme bajo una roca iban aumentando con cada instante que pasaba. Podía sentir que el odio era tan palpable como una fogata y yo era un simple leño.

Las mujeres sin marcas nos miraban con lo que supuse que sería asco, curiosidad y... no tengo idea, pero no me detuve a averiguarlo. Un integrante de la tripulación nos había dicho que había una posada especial para los viajeros, lejos del centro de Yaralu, a unas horas del centro. Si tenía que soportar las miradas abrasadoras todo el tiempo, empezaba a creer que era mejor dormir en el barco. O dar media vuelta. «No te hice venir para que te vuelvas cobarde ante estas nimiedades». Apreté los dientes, sintiendo que las mejillas y orejas me ardían más de lo usual, listo para decirle a Cire que ella no era quien tenía las miradas encima. Pero, ¿cómo discutir con un ente que no tiene forma física? Una pérdida de tiempo.

Ilunei nos llevó hacia donde nos habían dicho, siempre recorriendo calles con casas que parecían haber sido creadas para las plantas más que para las personas. Las calles empedradas, las muescas que había en cada farol y poste, casi siempre con los motivos de vides entrelazándose. Había carteles, pero las letras se escapaban de mi conocimiento, así como las palabras, las cuales eran demasiado fuertes en las vocales, como si necesitaran alargarlas.

A medida que íbamos alejándonos del centro, fui notando cómo las mujeres eran menos frecuentes y el aire se veía más... gris. Todo tenía como un olor a enfermedad y abandono, casi haciendo que arrugara la nariz y llevara el cuello de mi camisa hacia arriba. Las criaturas que había visto en el puerto, cargando materiales, nos miraban pasar con ojos muertos, espaldas encorvadas de tal manera que podía verles perfectamente los huesos de la columna como espinas. Algunos daban una sonrisa hacia Ilunei, mostrando dientes podridos, amarillos o ausencia de los mismos.

—¿Tienes idea de qué son? —le pregunté al cabo de un rato. A esas alturas, estaba seguro de que el alifien era quien emitía toda la luz del lugar. Ilunei, quien había bajado un poco el ritmo y caminaba mirando todo como si fueran a saltarnos encima, se tomó un momento para pensar.

—No tengo idea, no recuerdo haber leído de criaturas que compartan la isla con las brujas. Aparte de la planta gigante —dijo, encogiéndose de hombros. Miré una vez más hacia los presentes, quienes parecían estar más metidos en sus asuntos, a diferencia de las mujeres.

La posada que habían mencionado era casi como una casa en ruinas. Observé las paredes de madera con lo que parecían manchas de musgo y humedad, viejas lámparas que habían perdido tanto la fuente de luz como los vidrios. Las ventanas estaban tapiadas y no se escuchaba siquiera una melodía tétrica. Tenía tantas ganas de quedarme allí como de dormir junto a un anánimo sin ninguna clase de arma de defensa. Apreté mis labios mientras Ilunei abría la puerta, soltándome, y nos sumergimos en lo que parecía ser un pequeño pasillo a oscuras. La piel de ella emitía un leve resplandor que me permitía no tropezar con lo que sea que hubiera en frente nuestro.

Avanzamos hasta una puerta, a la cual llamamos una vez antes de que se abriera, revelando una cascada de luz que me hizo cerrar los ojos y emitir un quejido.

—Adelante, tenemos lugar de sobra —dijo una chica mandona con un claro acento local, pese a que hablaba un ventino decente. Ni bien logré enfocar la vista, me encontré con que tenía un rostro lleno de cicatrices y manchas, no pecas, con un largo cabello castaño enredado. Vestía ropas similares a las que había visto en las otras mujeres, pero mucho más gastada—. Cirkena debe de estar cuidándote para que no te hayan despedazado —me dijo cuando pasé junto a ella.

Mis cejas se alzaron por completo, sintiendo un ligero escalofrío y la risa de Cire en mi cabeza.

—¿Cómo dices?

Ella me miró sin alterarse, como si estuviera aburrida de una conversación que ni siquiera había empezado. Soltó un suspiro exasperado, antes de cerrar la puerta y echar pestillo.

—Eres un hombre. —Como si esa afirmación fuera todo lo que necesitaba para comprender.

—Me temo que sigo sin entender.

—Los hombres no sobreviven aquí —gruñó, poniendo los ojos en blanco y soltando un sonido exasperado—. Agradece a cualquier dios que creas, porque ni bien hagas algo mal, será lo último que hagas.

Tragué saliva y asentí, por las dudas. Sin mucho más entretenimiento, nos llevó hasta un mostrador, nos dio dos llaves y dijo que daban comida poco después del amanecer y cerraban las cocinas a las dos horas. No había ni almuerzo ni cena, solo desayuno. Y salía bastante caro, si me guiaba por la expresión de mi amiga cuando dejó unas diez monedas doradas. La mujer amargada las miró un poco antes de morderlas y dejarlas en lo que parecía ser un monedero.

—¿Hay algo que deba saber? —pregunto cuando Cirensta se digna a hacer acto de presencia en su trono.

—¿Cómo qué? Las eduanas son mis hijas más pequeñas —dice, con el mismo desinterés que la posadera. Puedo sentir que mis manos se cierran hasta que empiezan a palpitar y la furia chisporrotea sobre mi piel.

—Sabes muy bien qué quiero saber. La mujer me dijo que estaba en peligro, y no has dicho nada de que fuera una mala idea venir aquí.

Cirensta inclina su cabeza, observándome con sus ojos que siempre parecen estar al borde de soltar todos los males habidos y por haber. Respiro hondo, enderezando la espalda cuanto puedo, sintiendo cierto temor en lo más profundo de mi ser cuando se acomoda, apoyando sus manos más grandes sobre los apoyabrazos, como si estuviera aferrándose a las calaveras que lo adornan, y cruza sus brazos más pequeños.

—No fuiste mi primera opción, he de decir —suelta al cabo de un rato. No voy a negar que me dio un ligero dolor en el pecho escuchar aquello—. Sin embargo, Darau —pronuncia mi nombre de una forma que me hace enderezar mi espalda y sentir que está sosteniendo mi existencia entera en sus manos—, te elegí porque eres la mejor opción. Tú tienes lo que yo necesito, y serás lo que tienes que ser. Si es que no te desvías o eliges otro camino.

—¿Otro camino?

Cirensta sonríe, asintiendo con la cabeza al tiempo que sus ojos emiten un fuego abrasador.

—No es interesante cuando el Elegido es una marioneta. Y prefiero ver si estás dispuesto a pagar el precio por conseguir tu mayor logro.

Trago saliva, sintiendo que los pelos de mi nuca se erizan mientras hago lo imposible por sostener la mirada. La termino bajando, sintiendo que es más fácil así. Pasa un instante antes de que vuelva a hacer una pregunta.

—¿Qué criaturas son las que vi hoy?

—Son mis hijos, ninguneados por sus hermanas —responde, soltando un suspiro—. No fui muy clara cuando Weined hizo un poco de orden. En ese entonces, Eedu era un nuevo proyecto, uno que quería probar luego de lo que dejé en el continente. Sin embargo, las palabras son moldeables, y el miedo es un arma de doble filo.

Me atrevo a levantar la mirada, encontrándome con que ella está viendo hacia un costado, donde distingo a una mujer de cuerpo delicado, nariz respingada y los ojos brillando con la misma intensidad que los de Cirensta.

No digo más y todo se vuelve negro antes de dar paso a la habitación que conozco.

Tomé una bocanada de aire, sintiendo que mi cuerpo se mueve por su cuenta, ajeno a mi cabeza. No tenía idea de qué hora era, más allá de la vaga sensación de que tenía hambre y probablemente estaba a unos minutos del amanecer.

Salí en silencio de mi habitación, cerrando la puerta con llave. Había logrado tomar un baño a la noche, aunque seguía teniendo la impresión de que había mugre sobre mi piel. Empezaba a extrañar un poco los baños de Jagne, así fueran en las heladas aguas del arroyo. Eso y ropa limpia.

Bajé a la recepción, encontrándome con la mujer de anoche, quien observaba las monedas sin mucho interés hasta que aparecí. Seguía con la mirada aburrida, casi somnolienta, pero pude ver un brillo peculiar en sus ojos castaños. Junto a ella había un frasco redondeado que emitía un resplandor amarillento. Intenté no mostrar el nerviosismo que tenía antes de preguntarle por la comida, cosa que ella me dijo que podría encontrar en la cocina. Fui hacia donde me señaló, empujando suavemente la puerta, dando paso a una habitación llena de mesadas, platos y cuchillos. De espaldas a donde estaba, había un hombre vestido con lo que supuse que sería un delantal, juzgando por la forma en que lo llevaba y las manchas de grasa que tenía encima.

En cuanto entré, miró sobre su hombro un momento antes de volver a picar o lo que sea que estuviera haciendo hasta entonces.

—Él es el hombre que me asignaron, Meken —dijo la posadera, haciendo que diera un brinco en el lugar. Soltó una risa por lo bajo que me hizo ganar una mirada peligrosa del hombre, quien picaba con más fuerza los vegetales. Algo me decía que tranquilamente estaba imaginando mi cabeza bajo el filo—. ¿De dónde eres?

—Uhm... Jagne.

Su ceño se frunció ante aquello, y el hombre pareció tensarse.

—Pensé que era de por aquí —murmuró a lo que ofrecí una sonrisa de medio lado mientras negaba con la cabeza, intentando explicarle que era de dónde venía, pero las palabras se me enredaron en la lengua. En su lugar, negué con la cabeza—. Cualquier cosa, ten cuidado, algunas locales podrían... no hacer preguntas.

Asentí, y tomé el pedazo de pan que el hombre dejó con bastante furia cerca de donde estaba.

—¿No es hermoso? —preguntó Ilunei, haciendo que volviera a contemplar las casas a nuestros alrededores. La posadera, Lionn me había dicho que se llamaba, nos había comentado sobre un evento que tenía lugar en la ciudad de Muqadeson. Según ella, era impresionante, siempre y cuando yo no llamara la atención.

Habíamos viajado hacia allí, ya que estábamos, y las casas eran parecidas a las del puerto, de dos pisos, cubiertas por enredaderas, pero aquí me parecía sentir un aire más denso, húmedo, y con un olor dulzón que me hacía sentir algo de mareo. Los postes y columnas de las casa, así como sus ventanas y techos, tenían motivos de enredaderas y bocas con dientes filosos, al menos eso entendía. Podía notar que había una mayor cantidad de mujeres que en Yaralu, como si todas se estuvieran congregando allí. Las seguíamos a una distancia relativamente prudencial, observando cómo todas avanzaban con las cabezas alzadas, siempre dando esa mirada de superioridad que empezaba a ponerme más que incómodo.

—Tiene su encanto —respondí en un murmullo a la pregunta. Una sonrisa entretenida se hizo presente en el rostro de Ilunei, quien tiró con un poco más de insistencia mi brazo, siguiendo el camino de piedras y tierra pisada que llevaba al centro, donde podía distinguir una pequeña montaña.

«No es una montaña», me di cuenta cuando observé un poco mejor. Veía un ligero movimiento de lo que había asumido como troncos llenos de musgo, unas manchas rojizas que había atribuido a un animal y destellos blancos que parecían reflejar la luz del sol. Estaba seguro de que mi sangre se había congelado o había dejado mi sombra por alguna parte, porque todo mi cuerpo se sentía helado al ver con más y más detalle.

Una maldita planta carnívora. Tan grande que probablemente podría acostarme horizontalmente en una boca enorme que tenía y sobraría espacio. Por supuesto que no pensaba siquiera poner a prueba aquella aseveración. No, me encontraba más que bien viendo todo desde una distancia prudente de cien metros.

Desvié la mirada hacia las mujeres que había, la mayoría vestía con ropas marrones sueltas y sin favorecerlas. Habían unas que llevaban atuendos que las cubrían de pies a cabeza, de un color rojizo, tres vestidas de blanco, con los brazos llenos de marcas y ni un rastro de pelo en ellas.

—¿Por qué crees que están todas peladas? —le pregunté a Ilunei, inclinándome para que solo ella me escuchara.

—No sé, ¿moda?

Sin darme tiempo a seguir observando, algunas de las mujeres vestidas de rojo, debían haber unas quince, empezaron a encender braceros que despertaron a la inmensa planta carnívora. Tragué saliva, sintiendo que, de tener ojos, esa cosa estaría mirándome a mí. Me sentí como un ratón frente a un gato.

Una de las mujeres vestidas de blanco se subió a un escenario, hablando en su idioma, por lo que no entendía ni siquiera qué cuernos estaba escuchando. A medida que avanzaba con sus palabras y gestos, vi cómo empujaban a alguien hacia el frente. Entrecerré los ojos, intentando ver mejor lo que pasaba, pero todo lo que captaba era una espalda y una cabeza que por un momento, apartándose cuando la planta carnívora empezó a chasquear su cuerpo. No creía ser capaz de estar aterrado por algo que no fuera un anánimo, pero la planta gigante, mutante, esa, me probó lo contrario.

Se movía rápido y lo siguiente que supe es que había atrapado a alguien y sacudía sus cabezas, intentando atrapar a otro. Mis rodillas amenazaban con aflojarse, el estómago apenas podía recordar mis entrenamientos, las veces que había encontrado los restos de un festín de anánimos.

—Hay que hacer algo —escuché que decía Ilunei. Era incapaz de apartar la vista de la planta, la cual se sacudía, regando a quienes estaban cerca, la mayoría chicas que debían ser un par de años menos que yo o de mi edad, eran bañadas por aquella mezcla. Hice un esfuerzo monumental para mantener la bilis dentro mío.

¿Qué clase de rito era aquel? Repentinamente, empezaba a comprender por qué los marineros estaban algo reacios a venir, así como entendía las muecas y las palabras con veneno de mi mamá y la tía Kagda.

—¿Qué? —logré preguntar.

—Cuando te diga, corre, ¿sí?

Antes de que pudiera siquiera dar una señal afirmativa, Ilunei empezó a brillar y una bola de luz amarilla explotó de sus dedos, al tiempo que me decía que corriera. Hubo un estallido y mis pies no se movieron ni un ápice. Todas las miradas terminaron sobre mí. Tardé un momento en reaccionar y entrar en ese estado de combate que papá y el tío Kertmuth me habían metido a base de entrenamiento en el bosque. Ni pensé, simplemente di la vuelta y empecé a escalar las paredes más cercanas, agradecido de que estuvieran cubiertas por enredaderas con suficiente fuerza como para sostenerme.

«Arriba, arriba», pensaba hasta llegar al techo y allí empecé a saltar de tejado en tejado. Escuchaba las voces a mis espaldas, los pasos apresurados y me pareció sentir que gotas ácidas me quemaban la ropa. No me detuve, seguí corriendo hasta que no me quedaron más techos y tuve que bajar casi como haciendo una caída libre, apenas aferrándome a las ramas que podía, saltando al suelo cuando estuve seguro de que no iba a perder las piernas en el intento.

Corría, corría, corría. Sentía que mi corazón iba a estallar a medida que atravesaba el camino en medio del pequeño bosque, sintiendo que me iban ganando terreno y más cosas caían cerca mío. ¿A dónde cuernos iría a esconderme? No sabía, pero tenía que estar lejos de todo, quizás la posada o irme a esos barrios donde estaban los hombres. Si es que ellos no me entregaban.

Estaba por empezar a sentir que me faltaba el aire, cuando sentí un golpe en la cabeza y el mundo se volvió borroso. Hice el intento de seguir corriendo, pero mis piernas se enredaron entre sí mismas y caí con todo el hocico en la tierra. Simple memoria muscular e incontables caídas durante casi siete años me hicieron poner las manos para que al menos no me quedara sin nariz.

No tenía idea de qué pasaba, más allá de que el mundo se volvía cada vez más borroso y unas manos me rodeaban.


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