Emisario
Día 25, mes ceberimid, año 5777.
Magmel, Marel, Capital Mercantil.
Creo que no hay forma de expresar un dolor tan grande como el saber que has muerto en vida. Quizás hay uno mayor, pero ya sabes lo que dicen: las cargas son en base a quién las lleva.
El amanecer solía resultar un momento crucial en la religión de Ventyr. Nag y Vyn habían conquistado el fuego mismo, reclamando esos momentos del día como los dominios donde ellos podían demostrar su máximo esplendor. Usualmente no me levantaba para seguir con aquellas costumbres, sintiendo que el pecho se me cerraba cada vez que el pensamiento cruzaba por mi mente.
Solía escuchar a los sacerdotes y ministros que se encargaban de mi instrucción decir que ellos eran los hijos extremos, Nag había nacido antes que todos los dioses de Magmel, y Vyn apareció cuando ya se habían establecido los otros. Si era verdad o no, me encontré que en el reino de Oucraella no consideraban a Nag y Vyn como los que daban paso al día y la noche, sino como los traicioneros que siempre estaban al acecho. Habría ido a preguntar a Sembei sobre sus propios dioses, pero estaba convencido de que de haber ido allí habría sido como poner mi cabeza en una bandeja de plata. No creía que ellos tuvieran algo contra mi persona, pero viajar con mis atuendos que ocultaban las piernas hasta el suelo, el cabello largo y probablemente todos los manierismos de mi crianza habría sido una invitación a lastimarme.
Volviendo a los dioses, los más interesantes de escuchar eran los eruditos que se encontraban paseando por los reinos, cada tanto repasando los textos sagrados de cada corona. Suponía que irían luego a dejar todo al Monasterio, pero preguntar era también peligroso.
-¿Quiénes van allí? -Me acuerdo que preguntamos junto con mi hermana menor cuando salió el tema. Mi hermana mayor simplemente había bufado. El maestro nos había contemplado largo y tendido antes de decir unas palabras que en su momento no me habían causado mayor impresión, pero ahora...
-Los que deben morir y renacer.
Al poco tiempo de que mi hermana mayor asumiera como la reina de Ventyr y yo tuviera que asegurar un heredero al trono, mi hermana menor desapareció. Nuestros padres simplemente dijeron que ella había muerto, que no podían haber dos líneas sanguíneas para la corona. Algo que les dije que eso se evitaba con la muerte.
Más tarde entendí las lágrimas de mi madre mientras se iba del palacio, con una cicatriz en su vientre y mi padre con ella. Poco después de su funeral empecé a intercambiar palabras con la guardia, simplemente para saber a dónde habían enterrado a mi pequeña hermana. No merecía estar en medio de la nada, sin compañía. Probablemente no debía esperar ninguna confesión por parte de un soldado que recién entraba al equipo que debía cuidar a la familia real, menos aún considerando que él tenía unos años más que yo, pero la honestidad de su voz me resultó como luz para los insectos.
-Su hermana está en las montañas Tao, alteza -me murmuró, mirando de reojo a nuestros alrededores antes de añadir-. La reclutaron en el Monasterio.
Recuerdo que me sentí desfallecer en ese momento. Mi hermana tenía apenas doce años, dos menos que yo. No podía siquiera considerar lo que estaban haciendo con ella, no podía imaginarlo. Habíamos crecido para caminar con nuestros pies descalzos por suelos pulidos, para tocar telas finas y usar aceites aromáticos. Mi preocupación y miedo era más que evidente, por lo que él me consoló, diciendo que mi hermana era fuerte.
-Nació con el espíritu aguerrido, confíe en que Nag y Vyn la cuidan -me dijo Silje, dándome una ligera sonrisa antes de volver a un semblante frío. No quería pensarlo, no quería encomendar a mi hermana a unas entidades que estaban en pleno debate filosófico. La quería de regreso, y ya.
Pasé años intentando encontrarla, y, para cuando me dejaron entrar al Monasterio para hacer una "selección de personal", intenté saber algo de ella.
-Aquí la nobleza y la plebe son iguales, su alteza, pero sepa usted que no sabemos quiénes fueron, ni tampoco importa -me dijo un monje vestido con los colores de Oucraella.
De eso hacía ya unos cuantos años, no me acordaba ya, pero sabía que debían estar rondando la decena. Quizás más. Pero mi visita no pasó desapercibida para mi hermana Shinu. Ya para ese entonces estaba considerando salir corriendo del palacio y ocultarme, pero la línea sucesoria continuaba a través de mí.
-¿Qué pretendes, Eshle? -siseó, sentada en su trono, con una falda que caía hasta uno o dos escalones por debajo del trono, su corona arrancando destellos a todas las lámparas que había en el salón del trono. Las miradas de todos estaban sobre mí, atentos a cada gesto que estuviera haciendo, cada palabra que fuera a sacar de mis labios. Costaba mantener la mirada abrasadora de Shinu, pero no iba a bajarla ahora que prácticamente estaba pidiendo respuestas.
-Encontrar a la princesa que falta -respondí, intentando mantener mis manos quietas y no mojarme los labios. Los murmullos no tardaron en hacerse escuchar, recorriendo todo el sitio como si fueran una ventisca de invierno. Shinu no les prestó atención, simplemente se recostó en su trono y me contempló por un largo rato. Había una sonrisa en sus labios que me hacía temblar por dentro, y lo bien que hacía.
-Pues ya era hora que encontraras un reemplazo -soltó y la piedra cayó en mi estómago con tanta fuerza que me sentí respirar hondo, sacando una sonrisa encantada a mi reina, mi hermana, la que tenía poder sobre si iba a seguir adelante en los próximos momentos o no-. Hay rumores interesantes circulando por los pasillos, ¿no lo crees?
-Y parece que tienes tiempo suficiente para escucharlos, alteza -repliqué, rogando que mis mejillas no estuvieran ardiendo. Sabía que tenía el corazón latiendo con todas sus fuerzas, golpeando mis costillas como si en cualquier momento fuera a escaparse por allí. Abría y cerraba los puños, y estaba a un suspiro de empezar a sentir que todo mi cuerpo cambiaba, que la piel se me unía y dejaba de tener una apariencia bípeda. Shinu me contempló con rabia en los ojos, lista para hacerme pedazos, encerrarme y torturarme, incluso ridiculizarme frente a todo el pueblo.
Me retiré de esa reunión con la mayor educación que pude utilizar, lo cual era bastante, considerando que mis nervios estaban al borde de colapsar. Caminé de regreso a mis aposentos, al sitio donde se suponía que pasaba gran parte de mi tiempo hasta que naciera un heredero al trono y luego alguien que continuara la línea como yo lo estaba haciendo. Para bien o para mal, no estaba mi esposa en la habitación. Suponía que se habría ido con uno de los tantos nobles a pasear o cumplir con las exigencias que yo apenas podía complacer en la cama marital.
-Debo sacarlo de aquí -me dijo Silje, mi reciente guardia personal. De más está decir que lo miré como si me hubiera dicho que estaba a punto de enrolarme en el Monasterio-. La reina desea deshacerse de usted, mi señor.
-No puede...
-Lo está haciendo -cortó, mirándome con sus ojos cálidos, de un marrón rojizo. No tuve tiempo para poner otra objeción cuando me tomó del brazo, sacándome gran parte de las joyas y decoraciones que hacían llamativas a mis prendas. Estaba a punto de pedirle explicaciones antes de que me susurrara que fuera a buscar asilo al templo, que me mezclara con la gente común y que dejara Ventyr cuanto antes.
En un segundo estaba besándolo, incapaz de comprender qué ocurría, reaccionando demasiado tarde, y, al segundo siguiente, estaba en uno de los tantos pasillos oscuros y secretos, con un hedor a encierro y humedad insoportable. Caminé por el túnel hasta alcanzar una puerta que me llevó a los jardines privados de mi madre. Tuve que clavarme las uñas en las manos para no andar tocando mis labios como un idiota.
Las palabras que me había susurrado antes de darme un ligero empujón para que avanzara, se repetían en mi cabeza una y otra vez. Ni siquiera en mi boda había sentido una alegría que me hacía querer reír y gritar de alegría hasta que todo Landon se enterara. Solo la situación en general me permitía mantener cierto control sobre mis labios y voz.
Ese fue el primer día en el que me encontré en lo que supuse que habría sido la misma situación de mi hermana pequeña. El sacerdote, un hombre que tenía más rasgos de serpiente que de humano, me guió por los jardines hasta una salida, y de allí empecé a recorrer el reino con la cabeza gacha.
-Los dioses parecieran haber abandonado a Magmel -comentó uno de los encargados de un templo cercano al sur. Era un hombre algo regordete, que comía con la boca abierta y nos miraba a todos como si estuviéramos a punto de cometer una herejía.
-Imposible, nos habríamos muerto de ser así -replicó uno que debía tener unos dieciocho años. Dejó su plato a un costado y apoyó ambas manos sobre sus rodillas-. Dime, ¿cómo se darían el amanecer y el anochecer? ¿Cómo cambiarían las estaciones?
El resto de los sacerdotes soltó una risa entre dientes, siempre comiendo su estofado de viaje. Yo comía despacio, contemplando todo con medido interés. Como si la pregunta del joven le hubiera dado un nuevo entretenimiento, el sacerdote rechoncho se acomodó mejor.
-Muchacho, Landon es un planeta que gira alrededor de un sol, eso lo tienes claro, ¿no? Bien, ahora, por esa rotación es que tenemos el día y la noche, pero además nos acercamos y alejamos del sol, por lo que tenemos estaciones.
-Sí, sí, la parte de los observatorios la comprendo. Aún así, no veo que estés negando mi punto.
El sacerdote soltó un suspiro largo y tendido.
-Por la paciencia de Cirensta, si hay fuerzas matemáticas que controlan al mundo, entonces no hay dioses.
-Y aún así invocas el nombre de uno -contestó por lo bajo, volviendo a tomar su plato y dando un bocado mientras los otros reían a todo pulmón.
-Admítelo, Samsh: el chico tiene potencial -dijo uno de los que habían estado comiendo. Samsh simplemente chasqueó la lengua y volvió a tomar su plato, diciendo que los jóvenes no tenían idea de las cosas más objetivas. No tenía idea por qué predicaba y estudiaba los libros sagrados si él no parecía tener el menor atisbo de creencia en sus propios ritos.
Estuve con esos sacerdotes un par de días, en los que conocí a uno, particularmente silencioso y amigable, que me comentó por lo bajo que los dioses de los reinos estaban muertos, pero los verdaderos dioses tenían sus mañas. No mentiré, lo seguí durante varios días simplemente porque quería saber a qué se refería, pero el hombre se limitaba a negar con la cabeza.
-Ve a la Capital Mercante, y en un par de años quizás debas venir a saludarme a Oucraella -dijo con su amable voz que parecía estar al borde de desaparecer de lo rasposa que sonaba.
-¿Y qué se supone que debo hacer allí?
-Al menos, no morir -me respondió antes de darme una palmada y marcharse por un sendero completamente distinto al mío. Consideré ir tras él, y luego consideré ir al Monasterio, quizás encontraría a mi hermana allí, pero no tenía mucho interés en pasar por territorio sembeno sin protección.
Lo último fue lo que me hizo acomodar la pequeña bolsa que tenía un par de pertenencias y monedas que había conseguido de una limosna. Por ese entonces, dejé a los sacerdotes totalmente, adentrándome por el territorio árido. Allí me encontré a Kong, un hombre que de inmediato captó mi atención. ¿A quién no lo habría detenido un sujeto que medía casi dos metros de alto, con un pelo que trenzaba con esmero, decorado con cintas de distintos colores y hablar sereno?
Pasé con él un mes, conversando de toda mi vida, sin entender por qué le estaba contando algo así a un extraño que, como noté a la segunda noche, no tenía problemas en usar las espadas que tenía siempre sujetas al cinturón. Con cualquiera. Lo dejé en cuanto me dijo que tenía que ir a hacer unos recados y yo le comenté que tenía que buscar a mi hermana en el Monasterio.
Obviamente, no la encontré, pero el monje que me recibió, un hombre que se veía cerca de los setenta, de ojos imposiblemente negros y cabello que absorbía la luz, me ofreció leer un poco sobre los yukuterianos. Conocía algunos relatos sueltos que circulaban por todo Magmel, pero había algo interesante en saber qué tan ciertos eran esos rumores. Tardé un mes en aprender a leer los símbolos básicos, y dos más en captar los más complejos para poder leer los pergaminos que contaban la historia de Yukuteru.
Si bien había expresiones que se escapaban de mi comprensión, entendí lo suficiente como para que la mala espina que tenía sobre Kong, se convirtiera en una sombra que me sostenía los hombros con dedos helados. En cuanto consideré que ya había averiguado lo suficiente, que realmente debía irme, me fui hacia la Capital Mercante.
Tuve suerte de no encontrarme con él en mi camino, pero tenía la sensación de que ese hombre había aparecido para quedarse en mi cabeza. No de la forma en que Silje lo había hecho, sino como quien es consciente de que la muerte está respirando en la nuca de todos.
Poco tiempo después de mi llegada, cuando ya estaba a punto de creer que no había forma de conseguir algo de pan, encontré trabajo en la posada donde paraba hasta ese entonces. Trabajé como mesero y hombre de limpieza. No me importaba, cuanto más cosas que hiciera me recordaran menos a mi vida anterior, mejor. Aparte, de vez en cuando pasaba un monje o un sacerdote y las tardes de trabajo se hacían más amenas, si es que no me encontraba conversando el dueño.
-¿Y dices que el sacerdote este se fue a Oucraella? -me preguntó un estudiante que pasaba por allí. Era pleno invierno y había conseguido la primera noche en la pequeña habitación que estaba casi junto al altillo. Miré sobre mi hombro, comprobando que mi superior no estaba mirando en mi dirección antes de asentir. El muchacho me miró con el ceño fruncido, revolviendo su plato distraídamente-. Pero Oucraella es... sus dioses no se parecen en nada a los de Ventyr.
Me encogí de hombros, diciéndole que todo lo que sabía era que el sacerdote se había marchado hacia esas tierras. Lo que él hiciera o no después allí, era harina de otro costal.
-Los dioses son complicados. Si vamos a los mitos que rondan por los sitios más opulentos y los más desesperados, tenemos desde dioses viles hasta dioses que no comprenden de la moral -dijo, negando con la cabeza y dando un buen bocado a su comida. Reí entre dientes mientras pasaba el trapo por la zona, revisando que las mesas no tuvieran nada encima que debiera limpiar.
-Los mitos ayudan a que podamos dormir o convivir con nosotros mismos. -Las palabras salían de mi boca sin que me diera cuenta-. Pero lo interesante es cuando pensamos en el origen de nuestros dioses menores. ¿Conoces el mito que tienen en la Isla de Eedu?
-¿Esa isla? Están todas locas -bufó, volviendo a enfocarse en su comida. Yo eché un vistazo más sobre mi hombro antes de sentarme momentáneamente en la mesa.
-Quizás, pero ellas están convencidas de que son una versión mejorada de nosotros -comenté, sintiendo que la emoción empezaba a trepar por mí. El estudiante me miró en silencio, pidiéndome que siguiera-. Nag y Vyn son definidos como el principio y el final, el cambio que permite que las cosas pasen de la vida a la muerte...
-¡¿Qué haces conversando con los clientes?!
Inmediatamente me puse de pie y retomé el trabajo de trapear, asegurándome de ir lo más rápido posible. Los ojos de mi jefe me miraban con todo el mal humor digno de una noche con insomnio. Era un milagro que no se hubiera decidido a lanzar todo su enfado contra la construcción o las mesas, si es que los rumores sobre los zibranos eran ciertos.
A la noche, cuando estaba subiendo las escaleras para irme a dormir, me encontré una vez más con el estudiante, al cual le ofrecí una sonrisa de disculpa. Me disponía a pasar por un costado, pero él me detuvo e hizo un gesto hacia la puerta donde debía estar pasando la noche. El cuarto era mucho más cómodo que el mío: una cama simple donde habría entrado sin problemas, un pequeño escritorio con una incómoda silla y una ventana, solo que esta daba hacia el bosque que limitaba con Beäte, al oeste. Me acomodé en la silla, intentando ignorar el desorden de ropa y libros que había a un costado. Y de respirar, por las dudas.
El estudiante se paseó un rato por la habitación antes de dejarse caer en la cama con un suspiro cansado.
-Dime la verdad, el sacerdote que dices no puede estar en Oucraella -susurró, mirándome directamente a los ojos. Me encogí de hombros, reclinándome un poco.
-A menos que se haya desviado a mitad de camino, esa era su dirección.
-Él no... ¿Acaso tienes alguna idea de lo que puede llegar a pasarle a los magmelianos que van a Oucraella?
-Dudo que sea algo peor que los rumores de Eedu -repliqué. El estudiante asintió con la cabeza, masajeando sus ojos-. Y si somos honestos, ningún reino de Magmel es mejor que esa isla.
Ejemplos de lo que hacían en la realeza de Ventyr no me faltaban. En Lerán eran famosas las cacerías a los traidores e intrusos, las cuales apenas eran superadas en terror con las danzas de Beäte o las prisiones de Oucraella. Zibra y Sembei no necesitaban ser crueles, considerando que ambos eran famosos por sus costumbres de ir y golpear a todo aquel que estuviera a su alcance. Solo los de Dusilica parecían mantener bajo llave lo que hacían para lidiar con los no deseados.
-Ese sacerdote, el gran Lish, fue exiliado de Oucraella cuando cumplió la mayoría de edad -confesó. No podía decir que me sorprendiera, dado que el exilio de sacerdotes, especialmente los que se encargaban de estudiar a Cirensta como base de toda la religión magmeliana-. Volver es asegurarse perder la cabeza.
Reí por lo bajo ante las palabras. Lo contemplé en las sombras, jugando ligeramente con la visión de Vyn, la cual revelaba a todo ser viviente que estuviera cerca. Guardé silencio un momento antes de abrir mi boca una vez más.
-¿Eres de allí? ¿O de Lerán? -El estudiante se tomó un momento para pensarlo antes de murmurar por lo bajo que había sido reclamado por este. Era difícil ver los usuales rasgos finos, menos aún los ojos que parecían contener al cielo nocturno en sus iris-. Supongo que esa es la realidad para muchos de nosotros.
-¿Ser mestizos? -preguntó y me arrancó una carcajada que tuve que reprimir de inmediato, temeroso de que mi jefe se levantara. Negué con la cabeza, poniéndome de pie.
-No poder volver a la tierra que nos creó -dije antes de desearle buenas noches y marcharme.
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