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dedalera

22 a 26, mes louji (verano), año 5777.

Isla Eedu, Ciudad de Yaralu - Ciudad de Muqadeson.

El asunto de las profecías y el futuro, hermana querida, es que incluso para los Ab es difícil comprender los detalles. Así como el pasado es una cosa escrita en piedra, el futuro es un río que se va abriendo de a poco.

Mis manos estaban sudorosas y apenas podía estarme quieta. Caminaba por las calles mirando a los alrededores como si en cualquier momento algo fuera a pasarme. ¡A mí! Era imposible que alguien se atreviera a hacerme daño, más considerando quién era. Todas en Yaralu me conocían, sabían muy bien de mi reputación, de la de mi progenitora. Sin embargo...

Apuré el paso hacia el pequeño montón de árboles que crecía cerca de donde estaba, dejando salir un suspiro al adentrarme. El olor de la tierra húmeda me despejó la cabeza, pero seguía teniendo la impresión de que estaba al borde de algo enorme, de un abismo. Una y otra vez pensaba en el mar, en ver las olas que rompían contra la arena. Incluso ver más allá, a la borrosa costa de Magmel, aquel continente plagado de seres repulsivos, incapaces de mantener una conversación o captar lo complejo de la vida. Eedu era fuerte, el pináculo de los que éramos capaces de usar magia. Sin embargo... Sacudí mi cabeza, acomodándome mejor el abrigo que me habían asignado, uno ligero y con unos cuantos remiendos, pero bastante cómodo para llevar cuantos objetos quisiera. Metí mis manos en los bolsillos, intentando que el tenerlas rodeadas de tela fuera a ser de alguna ayuda.

Caminé hasta llegar a un claro, uno donde el agua crecía entre las nudosas raíces que se perdían en sus profundidades de la laguna. Seguí avanzando hasta llegar a una rama, donde me senté, contemplando el cielo nocturno que se reflejaba en las aguas. Una pequeña luna rodeada de estrellas. Abracé mis rodillas, como si el contacto fuera a protegerme, a darme más calor del que ya tenía yo en mi propio cuerpo.

Dejé salir un suspiro, obligándome a sacar los pensamientos que estaban amenazando con consumirme. Ya había alcanzado la mayoría de edad, y pronto tendría todas las responsabilidades que ello conllevaba. Intenté no pensar en el hombre que me asignarían, en que tendría que estar con él para poder tener a una hija. Quise enfocarme en las posibilidades de ser la que llevara a Eedu a su siguiente estado, quien cumpliera aquella promesa hecha siglos atrás.

Podía repetirla incluso dormida, visualizarla en los libros de pócimas e infusiones.

"Y así será, cuando el mundo se haya acabado y no quede más que cenizas, gloriosa volveré y haré de mis hijas una raza que será querida por los Nuevos Reyes. Verde arderá el fuego sobre blancos troncos, verde será el signo que les daré para que puedan reconocerme."

Quería creer que tenía todos los símbolos, pero pese a ello, no me sentía capaz de ver más allá de las fórmulas, más allá de lo que ya conocía y hacía naturalmente. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? Aparte, ¿el mundo se había acabado? Eso sonaba importante, considerando que todos los libros respecto a Weined de Fel señalaban que ella había nacido de los restos de la diosa Cirensta al sexto día de Erotmont.

Volví a suspirar, contemplando por última vez a las estrellas y la luna, dibujando constelaciones, pidiendo en silencio saber qué tenía que buscar.

«Fuego verde», pensé, mordiéndome el labio inferior.

El festival de Baqaya estaba a la vuelta de la esquina, por lo que las calles empezaban a mostrar decoraciones puestas por los hombres, todos con sus espaldas encorvadas y los brazos cargados. A mi lado, Kadensa comía unas golosinas que había preparado ella en su casa, los mismos que yo había aprendido a hacer no muchas semanas atrás, bajo la mirada severa de mi progenitora.

-¿Sabes? Escuché que llegaron algunos barcos de Magmel.

-Raro, suelen evitar estas fechas -comenté, manoteando una de las hojas azucaradas que contenían unas bayas silvestres, ya algo firmes por el frío. «Demasiada azúcar», pensé, terminando rápido lo que tenía, limpiándome los dedos en el pantalón mientras contemplaba a unos hombres subidos a una escalera, debajo de la misma, con las mangas arremangadas y una cantidad impresionante de frascos, había dos adultas que los mantenían en su lugar cualquier intento de idea que fueran a tener.

-Parece que al hombre que estaba en casa lo van a mandar a Baqaya -comentó Kadensa, haciendo que girara para verla. Elevé mis cejas, sorprendida por sus palabras-. Lakia dijo que ya había hecho demasiado, además de que cree que estaba mirándome más de lo debido -dijo, encogiéndose de hombros, llevándose dos de los dulces que tenía en su mano. Asentí, comprendiéndolo todo. Por supuesto, aunque el de mi casa parecía más que capaz de hacerme lo mismo, a la vez, era más dócil de lo que jamás había visto; mi progenitora solía decir que era difícil patear a un perro que sabía hacer los trucos que le había enseñado. Más si los hacía a la perfección.

-¿Cómo crees que sea? -pregunté, mirando sobre mi hombro, hacia donde sabía que estaría la costa. Un poco más alto y podría ver por encima de las copas de los árboles cómo el océano se extendía.

-¿Qué cosa?

-Ya sabes... dormir con un hombre -dije, sin preocuparme mucho. Kadensa se ahogó con su dulce y le palmeé un par de veces en la espalda, gritándole a un hombre que estaba cerca, probablemente perdiendo el tiempo, que trajera un vaso de agua. Con manos temblorosas, lo hizo y ella tomó hasta que su cuerpo dejó de sacudirse.

-¿Por qué te preguntas eso? Debe ser horrible, apestan y son una cosa que no sabe pensar por sí misma -añadió, frunciendo la nariz, dándole un aspecto medio porcino. Sonreí de medio lado, asintiendo con la cabeza, dándole la razón. No valía la pena preguntarme por algo que era objetivamente cierto-. Seguro que a ti te dejan elegir, considerando que tienes las mejores notas de Yaralu.

Me encogí de hombros. No era como si fuera a encontrar a un hombre que valiera para algo más que limpiar los pisos y darme descendencia. Con suerte, no tendría ningún varón.

-¿Ya tienes el atuendo para la festividad? -me preguntó Kadensa, a lo que le dije que sí-. ¿Te parece si vamos preparándonos? Ya quiero ver a Baqaya en acción.

Reí entre dientes antes de que fuéramos a mi casa, encerrándonos en mi habitación mientras me arreglaba. Abrí mi armario, pasando los trajes que tenía hasta dar con uno que estaba a la altura de la ocasión: un vestido verde opaco que caía desde mis hombros, cubriéndome los pies y manos. Me giré hacia Kadensa, quién sacudió la cabeza de arriba abajo, completamente de acuerdo con la elección. Una mirada rápida al espejo me hizo sentir como quizás había sido Weined de Fel. Tomé una capa que me llegaba a la altura de la cadera, viendo que mis dedos llenos de callos por revolver en el caldero, de trabajar con plantas espinosas, se movían como patas de araña.

Podía imaginarla, con su cabeza libre de cualquier cabello que la pudiera traicionar, orgullosa, mirando hacia abajo al subyugar a los hombres que se habían creído capaces de desafiarla. Mi estómago se retorció ante la idea de que hubieran intentado aprender magia, como si tuvieran la capacidad para tal cosa. Volví la vista hacia mi amiga, quien ya estaba terminando de pasar su propia túnica por la cabeza, cubriéndola casi por completo. Forcé una sonrisa de aprobación, apartándome para que se viera reflejada.

Cerré los ojos, intentando suprimir aquella tonta idea de que el atuendo no le favorecía, que la hacía verse como un pilar andante. Sus mejillas estaban sonrosadas y tenía una alegría palpable cuando tomó mi mano entre sus dedos rollizos.

-¿Puedes creer que en unas semanas seremos edianas de pleno derecho? -preguntó, mirando al reflejo. Asentí, sintiendo una sensación helada al verme a los ojos mientras pensaba en las palabras de la directora, en lo que mi progenitora me había enseñado a lo largo de mis años.

«¿Realmente eres la ediana de la profecía?» El pensamiento era apenas un murmullo, un sonido que podía ignorar casi todo el tiempo, pero en ese momento pareció sacudirme por dentro. No quería ni pensar en la posibilidad de que no fuera, que era alguien más, daba una sensación helada y agradable a la vez.

-Todo un sueño.

-¿Verdad? Ojalá me dejen estar en Muqadeson.

Asentí, aunque yo prefería ir a Falon. Había tantas cosas que podía encontrar en la antigua capital, pero sabía que era pedir demasiado, incluso si yo tenía privilegios. Hice una mueca que esperaba que se viera como una sonrisa, y me quité el atuendo, volviendo a mis ropas usuales. La tela áspera, los brazos libres desde la mitad del antebrazo, holgada y sin colores.

Kadensa estuvo un rato más divirtiéndose con sus poses frente al espejo, parloteando sobre todo lo que podríamos hacer y yo simplemente asentía, sonreía y hacía sonidos afirmativos. Mientras tanto, no paraba de imaginar a un hombre de ojos verdes, tan verdes como la hierba después de una tormenta, de cabellos castaños y piel mortecina. Clavé mis uñas en las palmas de mis manos, como si el dolor me ayudara a despejar mis ideas.

Respiré hondo y me acomodé en el asiento, apartando la mirada cuando mi amiga se cambió de nuevo. «Tan solo me quedan tres días», y el pensamiento me dejó un mal sabor de boca.

-Ponte recta -ordenó mi progenitora, su mano firme sobre mi hombro. Mi espalda se enderezó de inmediato ante su orden. Levanté mi barbilla, los ojos fijos en el frente, ignorando todo y todos. Me dolían las piernas y el trasero por el viaje a Muqadeson. Los edificios eran preciosos, cubiertos por toda clase de plantas autóctonas de Eedu, cubriendo cada viga y techo con sus hojas y flores de colores varios.

Me imaginaba que Kadensa estaba saltando de emoción por dentro, así como yo también. Las pocas veces que había ido eran siempre por cuestiones de recolectar plantas para pócimas específicas, quizá algo de historia, pero jamás había podido ver a Baqaya en toda su gloria. Era inmensa, con sus tres fauces esperando a que empezaran los tambores y los fuegos, anunciando el comienzo de su festín. Mis ojos cada tanto iban hacia los hombres que esperaban en el corral, sintiendo un ligero temblor en mi corazón del asco que me daban. La mayoría parecía un saco de huesos que esperaban que todo acabase, otros miraban como ratas a los alrededores, contenidos por las aprendices sacerdotisas, todas vestidas de verde y marrón.

Volví al frente, hacia la tarima donde el rito tendría lugar. Estaba rodeada de compañeras y sus progenitoras, algunas más serias que otras, pero la mía era la mejor. Intenté no sacar pecho ante aquel pensamiento.

-¡Hermanas! -La voz de la sacerdotisa se hizo escuchar por toda la plaza, acallando los murmullos y susurros al instante. Podía ver su piel asomándose por debajo de su túnica, llena de símbolos y sellos sagrados que crecían como vides a lo largo de sus brazos y dedos, oscureciendo su rostro-. Hoy celebramos un año más, tan próspero como el anterior, lleno de sorpresas agradables y otras desagradables. -Hizo una mueca al mirar hacia los hombres. No era difícil pensar en qué habían hecho para estar allí. Seguramente se lo merecían-. Como todos los años, alcemos nuestras voces para recordar el daño que estas bestias nos hacen, ¡para que su sangre contente a la Gran Baqaya!

Más aprendices aparecieron y empezaron a iluminarse las hogueras próximas a la planta, la cual empezaba a chasquear sus raíces y mandíbulas, hambrienta. En un costado, sentada en un trono de múltiples plantas, estaba la Malikaton. Observé de reojo sus brazos cubiertos por marcas de la planta sagrada, expuestas para que todas las viéramos. Tenía la barbilla alzada, los ojos fijos en los hombres que ya empezaban a ser arreados hacia el frente; unos lloraban en silencio, otros parecían estar viendo a la nada, otros simplemente avanzaban con los ojos cerrados.

Respiré hondo, echando mis hombros hacia atrás, volviendo a concentrarme en lo importante. La sacerdotisa seguía hablando, mencionado las faltas por las que los quince hombres estaban por aplacar el hambre voraz de nuestro regalo de Cirkena. No habían llegado todavía al punto en el que la planta trituraba los huesos y llovía sangre sobre las tarimas, pero pronto sería. Y yo tenía que estar allí con las otras.

Un último apretón por parte de mi progenitora me indicó que avanzara con el resto. Fuimos en fila, con las más destacadas al frente, siempre mirando a nuestros pies, nunca a Baqaya.

-Hoy es un día de nacimiento, el día en que nuestras hijas se convierten en eduanas plenas, en lo que Weined de Fel vio cuando nos mostró la crueldad de los hombres -decía la sacerdotisa. La contemplé de reojo, volviendo a centrarme en mis manos, en la nuca de mi compañera, en cualquier cosa que me permitiera mantener los nervios bajo control.

Vi al primer hombre ser empujado hacia el frente. Podía imaginar el olor a orina y sudor que tenía, más al ver las expresiones de las aprendices, cuyas cabezas calvas era todo lo que se podía ver por fuera de sus túnicas. Fruncí ligeramente la nariz.

Algo decía la sacerdotisa a mi lado, casi dejándome sorda con la potencia de su voz, pero no presté atención a las palabras cuando una de las fauces de Baqaya salió despedida hacia adelante, cerrándose con un chasquido espeluznante.

No quedaron más que los pies del ser.

Una lluvia roja empezó a caer sobre nosotras. La bendición de Cirkena, dándonos la sangre de un hombre para que nosotras fuéramos capaces de usarlos. Como hiciera falta. Cerré los ojos, intentando concentrarme en la sensación del líquido contra mi piel, ignorando el grito del siguiente sacrificio.

Hubo un estallido y volví la cabeza como un látigo hacia donde sentía una onda de calor. Me encontré con un muchacho, era flaco, pero no parecía un esqueleto andante, iba vestido con ropas que lo mantenían abrigado del frío, y parecía estar mirando con horror lo que había causado.

-¡Arrestenlo! -gritó la Malikaton, haciendo que todas las eduanas mayores sacaran los viales que cargaban en sus caderas. El hombre miró a los alrededores antes de empezar a correr. Lo vi atravesar la multitud a toda velocidad, trepar las enredaderas con la facilidad de un gato, así como saltar entre los techos.

Sabía que todas estaban conmocionadas, agitándose mientras mascullaban insultos y maldiciones en su dirección. Sin embargo, todo lo que yo podía ver era la agilidad con la que se movía, como si fuera el viento mismo. Mi corazón latía con fuerza contra las costillas, prueba del miedo que probablemente estaba corriendo por debajo de la fascinación.

Una parte de mí, una que probablemente había perdido todo sentido de razón, quiso sacar las garras y reclamarlo como mío. Lo quería, quería a ese muchacho que parecía una fiera. No me importaba lo que dijeran, era la que estaba señalada como la heredera de Weined de Fel, la que iba a llevar a Eedu a toda su gloria; él iba a ser mío.

No iba a tener ningún problema en pagar el precio necesario.

Así estaba en mi cabeza mientras bajaba de la tarima, ignorando las manos de las progenitoras que me rodeaban, ignorando a la mía, la cual tenía sus ojos abiertos de par en par, las manos aferradas a un vial que estaba a medio camino de ser usado. Sabía que me miraba, y qué veía en mí ya no me importaba mucho.

Escuché a lo lejos que las otras dos sacerdotisas se unían a la que había estado llevando adelante todo, dándonos la bienvenida y deseándonos suerte. Mientras tanto, los hombres se sacudían como perros sarnosos, siendo ya empujados con fuerza, con pociones probablemente debilitantes lloviendo sobre ellos. Baqaya los devoró sin problema, absorbiendo su sangre, soltando un rugido satisfecho antes de que las llamas de las hogueras se apagaran y se retrajera.

El rito había acabado.


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