alma
24 a 25 de veimober, año 5779.
Magmel, Dusilica - Citadela de Nyla
Los Nombres tienen poder, muchos podemos deducirlos o conocerlos, pero solo el lugal puede comandarlos.
Me quedé congelado en el lugar, el aire chisporroteaba a mi alrededor. ¿Que no estaba siendo racional? «Para», gritaron ellos junto con los graznidos de los cuervos. Abrí y cerré los puños. Eché la cabeza hacia atrás, mirando hacia el montón de agua. Respiré hondo antes de regresar sobre mis pasos, hacia la sala de entrenamiento de Zena. Los dientes amenazaban con partirse, el suelo quizás se sacudía a mis pasos.
-Apártate -gruñí cuando llegué, encontrándome con Zena en medio de la puerta. Ella lo hizo sin chistar, mirándome con su expresión vacía. Fui hacia el fondo, más allá de la arena donde había estado peleando con ella antes. Entré en un cuarto donde todo lo que podía ver eran cadenas, marcas de garras que habían logrado dañar la pared y unas cadenas que caían como brazos muertos.
«Estás siendo cruel», creí escuchar que murmuraba Cire a lo lejos. La puerta se cerró y solté el primer rayo. El estallido fue inmediato y las paredes apenas parecieron alterarse. Ni siquiera la pintura saltó.
Exhalé, sintiendo que el fuego estaba queriendo salir, amenazando con salir a borbotones. «¿Cómo se llama?» Ninguno sabía. Por supuesto. Inútiles. «Porque tú tienes las respuestas, ¿no?» Los cuervos graznaban, podía escuchar sus alas revoloteando por todos lados.
-De no ser por mí, habrías muerto -escupí y otro rayo salió disparado.
«Tú no estabas», replicó. Bufé, soltando una risa amarga. Había estado. Siempre estuve, ¿verdad? «¿Y aún así dejaste que ocurriera todo?»
Gruñí, dando un puñetazo a la pared. Otro estallido. El suelo tembló. El corazón me latía con fuerza. Jadeaba y las piernas me temblaban. Pero había silencio. Se habían callado.
Un siseo a mis espaldas me hizo mirar sobre mi hombro, donde Zena me observaba con el rostro impasible y una bandeja entre sus manos. No dijo nada, simplemente la dejó en la puerta y se marchó. La comida de Dusilica tendía a ser un poco más salada de lo que estaba acostumbrado, con pescado, algas y un pan acompañado de vino.
Cuando salí, la noche ya había caído. Apreté los dientes, soltando un bufido mientras caminaba de regreso a la casa de Rei. Apenas se escuchaba un lejano zumbido y me parecía ver una que otra luz en los edificios. Miré hacia arriba, sintiendo que se me estallaba la cabeza al ver el movimiento del agua, el movimiento de las criaturas marinas al otro lado de la barrera... Volví a concentrarme en el camino.
-Estás solo reaccionando -dije, desarmando a Zena por... ya había perdido la cuenta de las veces-. Sólo defensa no sirve.
Me dirigió una mirada larga y tendida, incluso me pareció que estaba a punto de escupirme, pero terminó por apretar los dientes. Esperé a que volviera a arremeter, que saltara a la yugular, pero, en su lugar, se dejó caer en el suelo. Jadeaba, sus piernas probablemente temblaban, tenía los ojos fijos en el suelo, como si quisiera prenderlo fuego.
-Fallar. Solo saber fallar -musitó, sus manos se cerraron en puños.
-No es una falla, Zena.
Me miró con una frialdad mayor a la normal.
-Zena fallar. No saber hacer cosas bien -masculló, mirándome con la barbilla ligeramente levantada. Lágrimas empezaron a acumularse en sus mejillas-. Zena solo saber fallar. Morir.
-No vas a morir por esto -sentencié, pero las palabras no parecían hacer efecto, sus ojos estaban desenfocados y los jadeos se volvían más y más erráticos. La llamé una, dos, tres veces. Podía ver cómo la piel se le iba erizando, cómo la luz de su ser se iba convirtiendo en un faro tan potente como el sol mismo-. Dreianke.
Eso fue como despertar a un monstruo. Sus ojos adquirieron un brillo peligroso, como oro fundido, y unas escamas raras empezaron a cubrir su cuerpo.
-No vuelvas a llamarme así. -Su voz se volvió helada, mucho más firme, con un tono que conocía demasiado bien para mi parecer. «Es ella», murmuró Cirensta a lo lejos, en un punto recóndito de mi mente. «¿Quién?» Pero no hubo más que silencio absoluto. Quedé solo, con la espalda recta, el pecho firme, como si estuviera conteniendo el aire. Incluso notaba que estaba esperando el momento en que saltaría del suelo para arrancarme la cabeza. Si es que lograba alcanzarme.
«Es una niña, bruto», gruñó Darau.
Físicamente, lo era. Sus ojos, en ese momento, tenían la mirada de algo mucho, mucho más antiguo. Y peligroso.
-Vaya, buscando cosquillas a la bestia -comentó una voz a mi izquierda. Apoyada contra el marco de una puerta que no había visto antes, marcas azules brillaban tenuemente alrededor de lo que parecía un cuarto vacío. Una mujer con un atuendo negro como su corto cabello y piel blanca. La mitad de su cara estaba cubierta por un intrincado patrón blanco y azul, con un ojo completamente negro y una pupila blanca. las marcas parecían una cicatriz, aunque era demasiado delicado el patrón para poder considerarlo como tal. Empezó a esbozar una sonrisa filosa-. ¿Admirando mi psimnesis?
«¿Habla en sembeñés, ventyno y tagtiano o qué?»
-¿Quién eres?
-Tu peor pesadilla.
-Niobe -respondió Zena al mismo tiempo.
La mujer se apartó de la pared donde había estado apoyada, caminando hacia nosotros. Me quedé en el lugar, mirándola fijamente. Ella me rodeó, como si estuviera observándome, esperando el momento oportuno para atacar. La observé, frunciendo el ceño ante la falta de luz en ella. No había sombras, nada. Por un momento me pareció ver unos dientes filosos que se asomaban en su sonrisa.
-¿Conoces a la castaña? -preguntó de repente. Me obligué a no tensar la espalda, aunque mi mandíbula empezó a doler un poco-. Se parecen tanto... ¿Es tu hermana?
-No -escupí. Un brillo extraño se apoderó de los ojos dispares de Niobe.
-Oh, vaya, entonces es una coincidencia.
-Probablemente.
-En cualquier caso, yo la cuidaría mejor, lobito -canturreó, saltando lejos de mi alcance. El aire empezó a crepitar alrededor de mis manos. Tenía las palabras en la punta de mi lengua, listo para soltarlas y enviárselas-. Por cierto, tienes que acompañarme.
-¿Por qué debería?
La mujer se encogió de hombros, apartando el flequillo de su rostro con un soplido.
-Tú sabrás. -Y entró en la puerta que emitió un brillo frío antes de apagarse de inmediato con un gruñido grave. Quedé en silencio por un momento antes de volverme hacia la niña que seguía en el suelo, con la mirada fija en la arena y los labios apretados.
Fruncí el ceño. «No, ni se te ocurra», gruñó Darau. Un cuervo empezó a chillar de nuevo en la distancia. Zena la conocía, sabía quién era. Gruñí y salí de allí. Avancé rápido hacia la casa, queriendo encontrarme pronto con Morgaine.
«¿Y decirle qué? Idiota, no eres quién para reclamarle nada».
De no ser por mí, habríamos muerto. ¿O no? No, sí. Siempre había estado allí, sabía qué era lo que teníamos que hacer para salir de los problemas. Había evitado morir. Pero no había salvado a Ilunei. Ella había muerto por nuestra debilidad. ¿Y qué nos aseguraba que Morgaine estuviera en peligro de nuevo? Desde Zibra que no quería más que pocas palabras con nosotros. ¿Y de quién era la culpa?
-Darau...
El corazón me dio un salto en el pecho al verla. Estaba con el cabello atado en su trenza rápida que dejaba algunos rizos cayendo por su rostro, resaltando sus ojos verdes. Sostenía un cuaderno entre sus manos. Tardé un momento más en notar que, junto a ella, había una mujer de cabellos rubios cubierta por una chaqueta blanca larga. Sus pupilas parecían estar iluminadas desde el interior mismo.
-Mora... -Y lo escuché gritar dentro de mí, pedir que hiciera algo, que el aire se moviera a mi orden. «¡Apártala!» Cerré los ojos, sintiendo que me costaba respirar, que la cabeza empezaba a doler de los chillidos de los cuervos a lo lejos. Sentí que me rozaban y mi mano reaccionó antes de que comprendiera qué estaba haciendo. Un grito y abrí los ojos, encontrándome con Morgaine retrocediendo con una mano pegada al pecho. «¡¿Qué cuernos haces?!»
-Quería ayudarte.
-No te hablaba a tí -gruñí, y el mundo me empezó a dar vueltas, la cabeza parecía estar a punto de estallar. Los granizos sonaban por doquier, el aire crepitaba, podía sentir un regusto metálico en mi boca-. No...
Caí de rodillas, apenas logrando poner una mano para no darme de bruces contra el suelo. Sentí la presencia de Morgaine cerca, y quise gritar. «¡Cállate!» Rugí, pero las palabras de Trifhe seguían resonando como eco en una cueva, podía sentirlo queriendo tomar el maldito control. No, suficiente, ya había tenido demasiado de sus meteduras de pata.
-Darau, escucha -dijo Morgaine a lo lejos. Apenas podía sentir sus manos sobre mis hombros. ¿Y si le hacía daño de nuevo? Eso pareció acallar a Trifhe por un instante-. Ven, la doctora Zethidou dice que quiere hablar contigo.
Asentí, sintiendo que Trifhe volvía a gritar. Tambaleante, aclaré mi vista, encontrándome con la mujer que me observaba en silencio. Abajo de la enorme chaqueta, tenía un vestido corto gris y pantalones que se perdían dentro de unas botas negras. Se mordía el labio inferior y parecía estar obligándose a esbozar una sonrisa amable.
-Un placer, conocerte... ¿conocerlos? -Trifhe se removió ante lo último-. Vamos adentro, a un sitio más... privado.
Entramos los tres en la casa, la puerta de al lado de la habitación donde habíamos estado durmiendo con Morgaine el último mes brillaba. Fruncí el ceño al ver aquella luz azulada que había visto antes, con la chica que tenía la cara parcialmente cubierta por la rara marca. Hubo un zumbido, revelando una superficie que parecía agua. Nos advirtió que contuviéramos la respiración por un momento y las quejas del demente se volvieron más y más fuertes a medida que me acercaba a aquella superficie. Sentí frío por un momento, como si me hubieran sumergido en el arroyo que corría cerca de Jagne en otoño, antes de que terminara todo tan rápido empezó. Resoplé, sintiendo que tenía un poco del líquido en la nariz.
Me llevó un momento acostumbrarme y lo que había del otro lado era... Paredes lisas de un blanco espejado reflejaban el movimiento del agua y las luces de un color amarillento que no sabía muy bien de dónde venían. Estábamos en lo que parecía un pasillo con varias personas que iban de un lado a otro con diversos uniformes y, a unos pasos de donde estábamos, había un hombre delgado, casi tan alto como la mujer que nos había guiado y con una cabellera rubia opaca.
-Profesor Zeuxides -llamó la mujer, haciendo que el hombre se volteara hacia nosotros con una expresión tan vacía que me sentí encoger en el lugar. Sus ojos, con esa pupila amarilla, me recorrieron de pies a cabeza-. Él es el muchacho que usted quería conocer.
-Curioso -fue todo lo que dijo el hombre antes de caminar hacia nosotros con las manos tras la espalda. Tenía una nariz afilada y un rostro que parecía rozar el eterno aburrimiento. Me observó sin añadir ni una simple palabra. Solo sus pasos hacían un poco de ruido en aquel sitio. «Vete de aquí, Darau, este tipo no es bueno», gruñó Trifhe-. Así que es verdad.
Esperé que dijera algo, pero no lo hizo, simplemente terminó de rodearnos tanto a Morgaine como a mí y se detuvo frente a nosotros.
-¿Qué cosa?
-Que tu ánima es distinta -fue toda su respuesta por un buen rato. Iba a abrir la boca para seguir y ésta vez se adelantó-. Puedo darle un cuerpo. A cada uno.
Mi cabeza quedó en completo silencio.
Parpadeé, repasando las palabras que acababa de oír.
¿Un cuerpo para cada uno?
-No creo que entienda a lo que se refiere.
El hombre me miró fijo, exactamente al mismo nivel de mis ojos, y las palabras que había dicho hacía poco tiempo, o pensado, no tenía idea, regresaron a mí. Una ligera sonrisa de medio lado se hizo presente en el rostro del hombre.
-Alkaia, si puedes llevar a la jovencita a los laboratorios de plantas... -dijo, sin alterar ni un poco su expresión. Abrí la boca para protestar, pero me cortó con un gesto de su mano-. La joven conoce parte de las instalaciones, descuide. Aparte, no tiene nada que ver en el asunto que quiero hablar con ustedes.
Intercambié una mirada con Morgaine, quien me miró con los labios apretados, sus ojos reticentes a hacer lo que le decían. Hice el intento de darle una sonrisa para asegurarle que estaría bien, pero la sentí más como una mueca. Y una mentira. Aún así, se fue con la mujer rubia, quien le dio un ligero tirón del brazo antes de desaparecer por el pasillo. El hombre me pidió que lo acompañara y fuimos en dirección contraria.
Me llevó hasta un cuarto con dos mesas llenas de aparatos que jamás en mi vida había visto, tubos llenos de líquidos de distintos colores y las paredes estaban llenas de distintas anotaciones, imágenes que no comprendía, algunas se movían, otras simplemente estaban quietas y con diversas flechas y círculos. Ninguno de los dos dijo nada hasta que la puerta de aquel cuarto se cerró detrás de nosotros, dejándonos solos y en silencio. El profesor esperó un momento más antes de aclararse la garganta.
-¿Conoces las ánimas? Seguro que sí, las controlas a voluntad. -Fruncí el ceño, a punto de decirle que no sabía de qué hablaba, pero él continuó, caminando entre los frascos, acariciando sus superficies con la punta de sus dedos-. Nosotros vemos sus rastros, las sentimos y leemos. Y sabemos que hay un ánima que viene a este mundo de vez en cuando que es peculiar. -Me miró y escuchaba a Trfihe diciéndome que me pusiera de pie de una vez, que estaba loco, que me alejara-. ¿No te cansas de oírlo? Tal cosa has dicho entonces, Enmebaragesi.
«¡Que te vayas de ahí, Darau!» Los gritos de Trifhe retumbaban en mi cabeza y mi cuerpo entero me dolía de la tensión ante la pronunciación de aquél nombre. A lo lejos sentía cuervos que chillaban como si fueran el aviso de una tormenta.
-Ve al punto -dije, sintiendo que la voz se me cortaba un poco. El hombre me miró de reojo y caminó hasta una pared, apoyó su mano y apareció una puerta que llevaba a un túnel oscuro. Lo seguí, pese a que Trifhe me gritaba que dejara de ser un idiota, que me fuera. En cuanto pasé, la puerta se cerró y las luces se encendieron progresivamente, dejando a la vista una pasarela que llevaba a un recinto circular. A los costados, flotando en más tanques llenos de un líquido transparente, habían cuerpos conectados a tubos de todos los tamaños, todos en distintas posiciones, desde fetales hasta erguidas.
-Me especializo en la naturaleza de las ánimas. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Qué reglas tienen? -decía el hombre mientras llegábamos a una cama fina que había en el centro de aquel recinto-. Yo solo quiero saber, joven Enmebaragesi.
-Deja de llamarme así -mascullé, sintiendo que los cuervos se aleteaban por doquier.
-Separa tu ánima -dijo, ignorando mi voz, volviendo a verme. Los cuervos quedaron congelados en medio de toda la tormenta que había estado en mi cabeza, la voz de Trfihe que me gritaba para que me fuera se quedó en total silencio-. Tu esencia es capaz de comprender la naturaleza divina. De moverla. Cirensta, Cirkena, los Hijos de Cirensta... da igual, todos volvemos a la Madre. -Seguía escuchando, sintiendo que una idea empezaba a formarse en mi cabeza. Dijo un par de cosas más, pero mi cabeza regresó a la realidad cuando se volteó hacia mí-. Sepárate, dale un cuerpo a esa parte del ánima que no es tuya.
«Es una locura», dijo Trifhe. «Pero sería justo, tú no quieres la vida que yo sí, no amas a Morgaine», repliqué. Él bufó ante aquello, aunque tenía la impresión de que había un tono quebradizo en sus palabras cuando volvió a hablar. «Sí, sería justo.» Los dos podíamos verla en Zibra, su rostro pálido, el horror y el enojo cuando la encontré en los lindes del bosque. Ella no lo quería, yo no lo quería.
Y él lo sabía. Detestaba tener aquel conocimiento, ser consciente de las ideas que no eran mías, o quizás sí, no tenía idea.
«Terminemos con esto.» Asentí al hombre, quién me preguntó si no quería pensarlo.
-No, estoy seguro.
-Acuéstate -dijo, señalándome la camilla. Hice lo que me dijo antes de que él fuera a un costado e hiciera sonar unas cuantas cosas con el desplazamiento de sus manos. Hubo un chasquido antes de que apareciera un tanque con un cuerpo delgado, masculino y sin marca alguna-. Es estéril, espero que no sea un problema.
-No lo es -repetí lo que dijo Trifhe. El profesor Zeuxides asintió una vez antes de empezar a presionar botones y palancas que hicieron rugir con vida a los alrededores-. ¿Qué se supone que haga?
-Sepárese.
Rodé los ojos ante la respuesta, tratando de pensar cómo cuerno se suponía que lo haría. O haríamos. «Podríamos hacer lo mismo que con las plantas», sugirió Trifhe. Intenté visualizarlo, pero no terminaba de ser algo visible, no tenía esa sensación de que de un momento a otro podría dar vida a algo, comandar.
Di su nombre.
Nombre...
Enmebaraguesi.
Enme. Baraguesi.
Fue como si el aire estuviera negándose a entrar por mis pulmones cuando pronuncié el nombre que correspondía a Trifhe. Lágrimas empezaron a correr por mis ojos al son de la sensación de que estaba arrancando mi propia carne. Me removí, cayéndome de la camilla, sintiendo que el cuerpo era pesado, imposible de mover.
Baraguesi.
El pecho se me cerró. El corazón amenazaba con estallar. Y tuve la impresión de que estaba viendo cómo la muerte se acercaba a mí con sus dedos sombríos.
Grité.
Aullé, sintiendo que los cuervos gritaban en todas las direcciones. Lejos. Cerca.
Di un alarido y fue como si escuchara el sonido de una tela que estaba siendo rasgada. Y no escuché nada más. Sentí el silencio como una piedra que se asentó en mi estómago. Dejé de notar esa pequeña aura brillante que había notado en todos hasta ese momento.
Hacía frío.
«¿Trifhe?» Y solo me respondió un silencio absoluto. Un silencio helado.
Quería moverme, mirar en cualquier dirección, pero no tenía fuerzas. Sentía que todo era como si hubiera aumentado su peso, como si tuviera que mover una montaña con mis propias manos. Cerré los ojos, dejado que el cansancio se apoderase de mí por completo, sumiéndose en un sueño profundo.
Vuelvo a estar en el salón de Cirensta. En medio de las paredes que reflejan eternamente. Pero no hay reflejo. No hay braseros. Quiero moverme, pero mis pies se quedan fijos en el suelo. Quiero voltearme, pero no puedo. La escucho, a Cirensta. Puedo escuchar un llanto a la lejanía que hace temblar la tierra. Oigo un aullido de un lobo solitario a lo lejos, aunque dura poco, pero lo escucho en mi cabeza incluso cuando ya ha parado.
Bajo la mirada, y contemplo las manos que están allí. Los brazos que me suenan familiares, pero a la vez no. Levanto la mirada y la piedra me devuelve un rostro fino, sin carne sobre los huesos, con ojos apagados pese a las sonrisas que parecía hacer seguido. Lo veo y cierro los ojos.
-Darau... -Morgaine fue lo primero que vi y no pude evitar esbozar una sonrisa ante aquello. Alcé mi mano más cercana a ella, pero se sentía como si estuviera levantándola con una piedra atada a mi muñeca. Bajé la mirada, confundido, solo para encontrarme con la mano vacía. No había nada que me impidiera mover el brazo, sin embargo, la sensación seguía allí, los músculos me dolían. Dejé caer el brazo, agotado, sintiendo que los párpados volvían a pesarme, que el cuerpo entero estaba exhausto, más de lo que lo había sentido en toda mi vida.
Si se dio cuenta o no, lo desconocía, simplemente tomó mi mano y la acercó a su rostro, acariciando su mejilla. Era suave, como siempre, su calor me recorrió el cuerpo como una pequeña llama, haciendo que el corazón latiera con un poco más de fuerza. Unas lágrimas bajaron por su mejilla, haciendo que el corazón se me partiera en dos al verla así, e inmediatamente me intenté sentar, acercándola a mi pecho.
Acaricié su cabello, murmurando que estaba bien, tranquilizándola.
-Estabas pálido, tanto... -susurró, aferrándose a mí-. Temí que hubieras muerto. Que...
-Estoy bien, Mora -dije con una sonrisa, aunque sentía que un cansancio aplastante empezaba a posarse sobre mí-. Un poco cansado, nada más.
No pareció convencida, pero no dijo nada y se acomodó contra mí, trepando a la cama donde había estado durmiendo todo el tiempo que llevaba allí. Exhalé despacio, cerrando los ojos y dejándome llevar por el sueño una vez más.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro