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19 de noere a 26 de louji, año 5780.

En Yukuteru hay un dicho: los murmullos de los vivos son como un fuego, pero los susurros de los muertos son como el viento contra las montañas. Eventualmente, las palabras sombrías te cambian y cambian tu mundo.

Cerré los dedos sobre mi pecho, como si así pudiera quitarme el pulso desenfrenado que me atormentaba. Morgaine había regresado para arrebatarme lo que me había ganado al quedar su lugar vacío. Ella que siempre había sido una engreída, siempre mirando sobre su hombro a las demás... Una imbécil que lo había dejado todo por un hombre que no valía ni la mitad de una pila de mierda.

Seguramente había regresado a Eedu para restregarme en la cara que era mejor que yo, como lo había hecho durante toda nuestra infancia. Por lo menos, había tenido la decencia de dejar su cabello largo, sino habría sido un escupitajo para todas las que sí nos quedamos a mantener el orden de nuestra raza. Las que vemos la verdad y la protegemos. Ella estaba mal de la cabeza, con la mente putrefacta de tanto tiempo que debió pasar entre los salvajes del continente.

¿Cómo había llegado a creer que una eduana como ella era siquiera digna de compartir mi amistad? Ni qué decir que hubiéramos nacido en el mismo suelo. El escupitajo salió de mis labios ni bien me detuve frente a su celda. Sus ojos, de un verde casi tan intenso como el del hombre que ella daba algo de importancia, tanto valor como uno le da a una estatua. No había ni rastro alguno de la dignidad que uno esperaría de una mujer que había llegado a ser la mejor de nuestra camada. Todo lo que tenía frente a mí, era un espectro salido de las profundidades del bosque. Nada quedaba de la Morgaine que había conocido alguna vez.

Me retorcía las entrañas del asco.

—¿Disfrutando de la estadía?

Ella levantó ligeramente el mentón, inhalando como si fuera una fiera intentando captar cualquier rastro de miedo. Eché una mirada rápida a sus brazos, esperando encontrarme marcas en sus antebrazos, esperaba que fuera prueba de que la habían capturado los hombres del continente, que había pagado el precio por abandonar la isla. ¿Sería aquella mirada salvaje el resultado de estar con esas criaturas? ¿La habrían dejado a merced de las fieras que recorrían aquellas tierras salvajes?

—¿Qué esperas? —preguntó ella, con una voz más áspera de la que recordaba. No quedaba nada de la Morgaine que había visto en el callejón, menos todavía de la que alguna vez había conocido.

—Tu sentencia —empecé, estudiando sus gestos a medida que iba pronunciando las palabras—. Sabes las faltas que has cometido, Morgaine, eras una buena candidata para aplicar a las eruditas.

Y lo había echado todo al fuego sin dudar. ¿Qué importaba que hubiera tenido una aberración en su primer embarazo? ¿Qué importaba un intento fallido de un hombre? No importaban nada, no valían ni un pensamiento ínfimo. Ella estaba en el camino para la grandeza, y se redujo a nada.

Se mantuvo en silencio, mirándome con sus ojos emitiendo un ligero brillo, probablemente por la luz de las antorchas. Me obligué a mantener la calma, repitiéndome que no había motivo alguno para temer que ella pudiera hacerme daño alguno. Estaba entrenando para ser parte de las guardias, y había aprendido una cantidad considerable de pócimas, dudaba que una exiliada hubiera siquiera mantenido los conocimientos. La falta de práctica enterraba los conocimientos. Yo era quién tenía el poder, no ella.

—¿A qué quieres llegar?

—Podrías pedirle clemencia a la reina.

Morgaine arqueó una ceja ante aquello. Creería que era por interés, y no un frío desdén.

—Dudo que la reina me dé tal cosa —dijo, con una lentitud que me puso los pelos de punta—. ¿Darle el perdón a quien dio la espalda a toda la sociedad eduana? —Negó con la cabeza—. Resulta imposible de considerar.

Apreté los dientes, apenas conteniendo las ganas de poner los ojos en blanco. Erudita de pies a cabeza, al parecer.

—Como prefieras —gruñí, yéndome de aquel sitio, incapaz de seguir viendo su ser.

Abandoné el edificio con las prisiones y me encaminé hacia mi casa, la misma que había tenido desde mi graduación. No había cambiado nada en todo aquel tiempo, seguían las mismas marcas en la puerta, las mismas escaleras que eran demasiado pequeñas para mis pies.

Abrí la puerta deseosa de poder descansar luego de aquel día. Todavía me parecía sentir que los músculos me dolían por la poción sembeina que había requerido para capturar a Morgaine. Un buen descanso debía bastar para recuperarme. Dentro, estaba el quinto hombre que había tomado y mi primogénita, una pequeña que se encontraba comiendo la comida que le había ordenado al hombre cocinar. En cuanto él me vio, hizo una reverencia y empezó a hacerse cargo de las ropas de la calle, quitándomelas de encima sin preocuparme.

Me senté, esperando que pronto apareciera el aperitivo que me correspondía luego de mi ronda. Hubo un poco de ruido en la cocina, acompañado por un ligero balbuceo de mi primogénita. El estómago me gruñía y la niña dio un golpe al plato que mandó a volar todo el contenido por los aires. Apenas llegué a cerrar los ojos, evitando por poco que me entrara la comida amorfa de la criatura, y no dudé en mirar hacia el hombre que me observaba con la cara pálida desde la cocina.

—Inútil, ¡inútil! —grité, sacándome el puré de la cara con asco—. ¿No te doy un techo y comida? ¿No te permito estar en mi cama de vez en cuando? ¡¿Y así me pagas?!

Lo escuché empezar a balbucear excusas innecesarias, explicaciones que sólo probaban que era un hombre, una desgracia de nuestra raza. ¿Por qué teníamos que depender de su existencia para poder tener descendencia? ¿Acaso Cirkena no nos creía suficientemente capaces para asegurarnos la perpetuación de la especie? Quizás eso era algo que nunca sabría, pero podría considerarse el mayor error de nuestra creadora.

Seguramente, de haber sido yo la creadora de nuestra raza, habría evitado tener que lidiar con esa incomodidad. Y, ya que podía imaginar lo que habría hecho yo de haber estado en el lugar de Cirkena, pues podría haber hecho entrar en razón a Morgaine antes de que la perdiera completamente. O eliminar a aquel engendro que sólo había causado problemas desde su llegada.

Con esa idea me quedé durante los siguientes días, en los que Morgaine seguía en prisión mientras empezaban a armar su caso. Era probable que quisieran perdonarla, que quisieran encontrar la forma de que viera razón y se arrepintiera de haber roto con los principios de cualquier eduana de bien.

Morgaine no se había arrepentido de sus actos.

La veía caminar con las manos atadas a su espalda, con la frente en alto y el cabello bastante sucio por todos los meses que habían pasado. Sus ojos brillaban como los de cualquier fiera que se ocultara en el monte de la isla, observaba sus alrededores como si en cualquier momento fuera a encontrar una salida. Lamentablemente para ella, todas las que estábamos a su alrededor era para evitar que se fugara.

Se encontraba mal de la cabeza, habían dictaminado las eruditas luego de verla y de hacerle el juicio más largo que había vivenciado en mi vida. Cinco meses de corrido, y ese día, el día veintiséis del séptimo mes del año, iban a quitar de raíz su mal. Dudaba que Morgaine supiera qué implicaba aquello, no porque fuera imbécil como me habría gustado que fuera el caso, sino porque habían determinado que la mejor forma de actuar era si no lo esperaba.

—De saber que estamos por quitarle el objeto de su locura, actuará en consecuencia —habían murmurado las eruditas antes de mandarme a buscarla a su celda.

En ese momento, caminando hacia el estrado donde las iniciadas iban a ser bautizadas por Baqaya, lo más seguro era que Morgaine creyera que la íbamos a redimir dándole una nueva bendición, más sangre de los inmundos hombres que purificaría su alma y la liberaría de aquel tormento.

—Si está enferma, no tiene forma de saberlo —había sentenciado Ragria, mi compañera de entrenamiento—. He visto a mi progenitora volverse loca, no como la Elegida, pero se parece un poco.

Elegida...

«Lo tuviste todo, Morgaine,» pensé mientras subíamos los escalones. Los pies ya me dolían de tanto moverme. «Y aún así dejaste todo porque fallaste una vez.» Yo había tenido tantos hombres que me habían fallado en darme una descendiente, una eduana que perpetuara a nuestra raza. Ella se había rendido con uno solo...

No era tan especial ni tan fuerte como la comentaban en las reuniones de profesoras. Era mucho más débil que cualquier otra eduana.

Las iniciadas nos miraban con curiosidad, ajenas a lo que iba a ocurrir en su iniciación. Sonreí al divisar al comité que traía al principal sacrificio.

—Hermanas —empezó la sacerdotisa encargada de la celebración—. Celebramos este año con tanta alegría como pesar. Hoy, una hermana nuestra se reúne con nosotras, pero antes de que podamos festejarlo junto a nuestra nueva camada, debemos eliminar a quienes nos demuestran su inutilidad. —Su voz se volvía más grave y potente con cada palabra que decía—. ¡Hoy limpiaremos un poco más nuestra sangre y nos alzaremos de las cenizas de sus huesos!

Una ovación recorrió al público y estuve a punto de unirme, pero me contuve, viendo de reojo la expresión de Morgaine. Estaba pálida y sus ojos se habían detenido en un punto cercano a donde estaba yo. «Se dio cuenta,» pensé mientras iba sacando uno de los frascos con el brebaje necesario para retenerla. Sin embargo, ella seguía quieta.

—Pero antes de hacerlo con los que han cometido el crimen de no concebir descendencia —retomó la sacerdotisa. Oía su voz de fondo, apenas un murmullo que registraba ocasionalmente—. Primero debemos acabar con la escoria que contamina a nuestras hermanas.

Un gesto de la sacerdotisa bastó para que las guardias que llevaban al engendro, a la bestia que seguramente era una aberración de la naturaleza. Los murmullos y las exclamaciones del público a medida que avanzaba el hombre maniatado, con jirones de ropa en las piernas y arrastrando los pies al son de las guardias. No podía ver su expresión desde la distancia, pero sí la de Morgaine. Lágrimas caían por sus ojos, los cuales pasaban del hombre a Baqaya continuamente.

Intentó moverse e inmediatamente todas las que la teníamos vigilada la detuvimos. Empezó a forcejear y a gritar en otro idioma, con lágrimas cayendo con más fuerza de sus mejillas. Tomé mi pócima, apenas sintiendo la quemazón típica por los ingredientes que empezaban a hacer efecto en mi cuerpo.

—¡Darau! —aulló, desgarrándose la garganta. De reojo vi cómo la boca de Baqaya se iba acercando a donde estaba la ofrenda. No podía escuchar a la sacerdotisa que continuaba hablando, no cuando Morgaine forcejeaba con nosotras como si fuera una víbora.

Estaba segura de que en cualquier momento iba a escuchar cómo se quebrara su pérdida de razón e iba a volver a estar en el camino que correspondía a una eduana, cuando una ola de calor se extendió de repente. Todo mi cuerpo se detuvo al tiempo que una palabra en un idioma tan gutural y sibilante, uno que me hizo girar la cabeza vertiginosamente hacia el centro de todo, sintiendo que los pelos de mis brazos se erizaban.

El hombre, arrodillado y atado desde el cuello, brazos y con un círculo de gente que lo rodeaba, miraba fijamente a la boca que, lentamente se iba cerrando. No se oía ni un pájaro piar en la distancia, todos estábamos viendo a la figura diminuta que mantenía la expresión más firme y serena que podría haber imaginado.

Sólo una pregunta apareció por mi cabeza, silenciosa como una sombra: ¿Qué clase de monstruo era aquel?


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