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25 a 26 de ceberimid, año 5779.

Magmel, Oucraella, Bangau.

Incluso aunque creamos que la completud está fuera, Ya-Long, lo cierto es que solo el individuo puede ser una unidad completa. El afuera solo acompaña.

Apreté los labios cuando reconocí la muralla de Bangau recortada por la luz del atardecer. Trifhe me echó una mirada de reojo, y sabía muy bien qué pasaba por su cabeza. El pecho se me cerraba de a poco ante la idea de seguir avanzando, de que ese sería el sitio donde se quedaría. No habíamos hablado mucho durante el viaje, nada más que lo mínimo y necesario para parar, asegurarnos de que Morgaine no estuviera a punto de desmayarse de la impresión cada vez que teníamos que pasar por un largo puente, y quizás algo más. Estábamos por pagar cuando los guardias fijaron sus ojos en mi.

—¡Ah! Terpilih —exclamaron con una sonrisa, dejándonos pasar en medio de un saludo cortés. Trifhe me miró y no me fue difícil saber que no estaba gustándole la situación, tenía la boca ligeramente apretada y los ojos inmediatamente empezaron a recorrer el sitio. No habíamos parado en las ciudades más que para conseguir provisiones, y en esos momentos habían ido Morgaine y él, encapuchados.

Tomé una bocanada de aire, acomodándome la correa de la mochila en el hombro. Quizás Bláth había encontrado alguna información sobre nosotros por medio de otros guardias, quizás había montado una red de vigilancia... La idea me dio un escalofrío de solo pensar, especialmente considerando cómo había sido nuestro último encuentro.

Caminamos por la ciudad, con varios de los habitantes volteándose a vernos. Supongo que está de más decir que estaban las típicas sonrisas de alegría pura, las miradas indiferentes o incluso las de odio puro. Morgaine inmediatamente se pegó a mí, entrelazando sus dedos y me pareció ver que incluso enderezaba la espalda a más no poder. Trifhe donde miraba, ahuyentaba. Simple.

Así nos abrimos paso hasta llegar al centro de Bangau, donde una mujer de cabellos castaños oscuros y ojos redondos nos dijo que la alcaldesa esperaba vernos. Bueno, no, me pedía a mí en particular ir a la casa de Bláth. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, el Istana Terpesona. No necesité ver a ninguno de mis dos acompañantes para saber que la idea no les caía en gracia; Morgaine se aferró a mí con ambas manos y Trifhe se acomodó mejor su bolsa de viaje sobre el hombro. Supongo que la cara del último bastó para que la mujer terminara por llevarnos a los tres al mismo tiempo.

No había cambiado mucho, por no decir nada, desde la última vez que había estado en Bangau. El Istana Terpesona seguía siendo tan grande como lo recordaba, con los estanques que vertían sus aguas hacia el pantano. Caminamos por el puente que llevaba a la puerta principal, el cual estaba con un guardia en cada punta. Blath estaba esperándonos, (esperándome, mejor dicho), tenía un vestido tan blanco como su cabello, sin mangas, largo hasta el suelo y ajustado al punto de que no dejaba nada a la imaginación. Casi parecía una divinidad en medio de la tierra, de no ser por las sombras bajo sus ojos. Sonrió, mirándome fijamente, y alzó la barbilla.

—Me alegra ver que pasas de nuevo por mi ciudad, Darau —dijo en cuanto nos detuvimos en la plataforma. Sentí a Morgaine rodear mi brazo con su otra mano. Los ojos amarillos de Bláth se posaron en ella y contuve el aliento—. ¿Y esta mujerzuela quién es?

—No es...

—Cuida tus palabras, Menawan Bláth —cortó Trifhe. Los ojos de ella inmediatamente se dirigieron a él, adquiriendo un brillo que me resultaba demasiado familiar. Respiré hondo, obligándome a tranquilizarme. Él sabía muy bien lo que hacía. No debía ser de mi incumbencia cómo lo miraba alguien más.

—Soy la esposa de Darau —dijo Morgaine casi al mismo tiempo que él, enderezándose cuanto podía. Contuve el aliento, pese a que mis labios no podían contener la sonrisa. El rostro de Bláth era todo un desastre, podía ver su mandíbula apretada, los ojos queriendo lanzar chispas, mientras buscaba la manera de mantener la sonrisa cordial que ya era más una mueca. Morgaine levantó la barbilla—. ¿Algún problema con ello?

—Ninguno —respondió la oucraella con una voz tensa antes de volver su atención a Trifhe y a mí—. Les diré a mis criados que preparen sus habitaciones.

Y con eso, la seguimos al interior de la mansión. El corazón me latía con más fuerza a medida que íbamos adentrándonos en los pasillos, viendo las decoraciones de la casa que apenas habían cambiado. Seguían estando los ornamentos de oro, plata y bronce, las fuentes con flores de loto flotando apaciblemente, pero, mirando con atención al fondo de uno de los estanques, me pareció ver una estatua de un yukuteriano que se retorcía bajo el pie de un hombre. Sentí mis mejillas arder al reconocer mis rasgos.

Las habitaciones estaban a un par de puertas de la habitación de Bláth.

—Esta es para ustedes, señores —dijo, abriendo la que estaba más cerca de su cuarto—. La de la señorita es aquella.

—¿Perdona? —masculló Morgaine, dejando el bolso en el suelo. Intercambié una mirada con Trifhe, quién parecía estar conteniendo una sonrisa—. Escúchame bien, a mi esposo no. Lo. Tocas. —Se detuvo frente a Bláth, quien le debía sacar media cabeza—. No quieres tener a una eduana molesta.

—Como si tu gente supiera siquiera cómo tratar a un hombre —replicó la oucraella. Morgaine abrió la boca para responder, incluso la vi dar otro paso más hacia Bláth, pero la agarré por la cintura, apartándola—. ¿No dicen por ahí que un perro vive mejor en Eedu que un hombre?

—Suficiente —dijo Trifhe, poniéndose en frente de Morgaine—. Mi hermano la quiere a ella. No insistas.

El corazón se me detuvo por un momento en el pecho, el aire se atascó en mi garganta. Contemplaba todo en silencio, sujetando a Morgaine mientras veía a Bláth esbozar una sonrisa encantadora. No sé qué me hizo salir del trance, pero mi brazo se tensó más y entré en la habitación, arrastrando a la castaña conmigo. No podía respirar. Cerré la puerta de una patada, empujando a Morgaine contra la pared, intentando que el aire entrara a la fuerza por mis pulmones. Me pareció escuchar que me llamaba, que tocaba mi pelo, pero no estaba seguro. La besé, la presioné con mi cuerpo, moviéndome para poder sentirla cerca, sentir algo de calor, asegurándome que estuviera cerca. Ella me entendía; tenía que entenderme. Enredé mis dedos en su cabello, renegando con la trenza que deshice como pude. Escuché unos suspiros y gemidos. Recorrí su cuerpo con mis manos, pegándola a mí, queriendo fundirla, volverla parte de mí. Estaba allí, conmigo. Sus labios se movían con los míos, iban a un ritmo que ambos conocíamos. Lo sabíamos hacer de memoria. Empujar, morder, rozar, morder... Sentía sus manos moviéndose, apartando tela, tocando. Aparté tela, acaricié, presioné. El corazón latía con fuerza contra las costillas, el fuego empezaba a arder de a poco. Morgaine debía de sentirlo a través de mis costillas. Estaba más cerca, arrastrándome hacia la cama, pero no era suficiente. «Más». La distancia era demasiada, el frío era demasiado. Era consciente de las zonas en las que ella no estaba. «Más, más». Éramos uno, ¿no? Mi corazón latía al mismo tiempo que el suyo. Ella me entendía, estaba a mi lado. No se había ido. Morgaine no me había dejado. Sus manos me buscaban con ahínco, arañaba y se movía en sintonía conmigo. Era parte de mí. Llenaba la sed que dejaba atrás el fuego. «Mía». Su aliento era parte del mío. Su cuerpo se mezclaba con el mío. Parte de mí estaba en ella. «Más cerca.»

—¿Darau? —me llamó en un momento, separando mi rostro con un ligero empujón. Jadeaba, la cabeza me daba vueltas, los brazos me temblaban. Sus ojos verdes estaban fijos en mí. Verde como las hojas en verano, no como el fuego que decoraba el Salón de Cirensta.

Oculté mi cabeza en el hueco de su cuello. Estábamos tan unidos como podíamos. Era tan parte de su cuerpo como se me permitía. Y, sin embargo, su Nombre era otro. Aaren. Tenía su patrón de amarillo y negro. Preciosa. Respiré hondo, obligándome a concentrarme en su aroma, en las caricias suaves, en el sonido dulce de su voz, en la sensación de su piel contra la mía. En la cercanía.

—Lo lamento —murmuré, sintiendo que mis mejillas empezaban a arder. Rodé hacia un costado, dejándola respirar—. No sé qué me pasa.

Morgaine se acomodó contra mí, dejando besos a lo largo de mi pecho, acariciando mi cuerpo con cuidado hasta descansar un brazo alrededor de mi cintura. Su cabello me hacía cosquillas contra la nariz, su otra mano se apoyó sobre mi pecho, justo donde me latía el corazón. La sentí suspirar y poco a poco su cuerpo fue quedando más relajado, su respiración se volvió acompasada. Me quedé viéndola, pese a que los ojos me pedían a gritos que los cerrara.

Intenté dormir, sumergirme en aquel descanso, dejar que mi cabeza cayera en reposo durante la noche, pero, cada vez que lo hacía, mi cuerpo se tensaba, el corazón daba un ligero salto antes de bombear con más fuerza. Empezaba a sentir el calor subiendo de nuevo por mi cuerpo. Mis manos picaban, moría por volver recorrer la piel de Morgaine, despertarla y pretender que no había nada, ni siquiera un cuerpo, que nos separara. Que teníamos el mismo Nombre. La sentí acomodarse contra mí. Intenté calmarme, apagar la llama que iba creciendo de nuevo, lento, abrasadora.

Un suspiro salió de los labios de Morgaine y pronto su boca empezó a recorrer mi piel. Dejé que mi espalda quedara pegada al colchón. Suspiré cuando sentí su cuerpo alrededor mío. Ella marcaba el ritmo, yo la seguía. Sé que ella me hablaba, que su aliento se enredaba con el mío. Sus manos no paraban de recorrer mi pecho, abdomen, cuello, cabeza. Aparté de mi cabeza el recuerdo de una cabellera blanca que me miraba desde lo alto. Reemplacé los ojos amarillos por los verdes, la cascada de nieve derretida por las raíces que se extendían por doquier. La voz no era melodiosa, sino dulce y firme. Eché la cabeza para atrás, dejando que la boca de Morgaine recorriera mi cuello.

Abrí los ojos, de nuevo con el corazón palpitando, el cuerpo incapaz de moverse un poco más.

—¿Más tranquilo? —susurró Morgaine. Tomé una larga inhalación antes de asentir. Sus dedos peinaron mi cabello, cerrando lentamente mis párpados—. Descansa.

Asentí y creí escuchar un cuervo en la lejanía.

Estoy en Jagne, en la casa donde antes vivía mi tía Kadga, todo está destrozado y hecho un caos. Recuerdo muy bien ese día, en el que Cirensta me habló por primera vez. recuerdo el frío y el calor abrasador. También recuerdo a los anánimos que gruñen y aullan, la presión de los brazos de papá a mi alrededor. Mamá yéndose a pelear al otro lado de la mesa. Intento gritarle, decirle que no me deje, no quiero volver a verla convertirse en la bestia negra que tiene dentro. Escucho a la tía Kadga decir que fueran tras ella.

—Entonces estaba yo —murmura Cire sobre mi hombro. Asiento, mirando hacia un costado, esperando encontrarme con... Sacudo la cabeza—. Él también estaba.

—Él vino después.

—Sí, vino después, pero nació con nosotros.

«Atiende a mi llamado, Enmebaraguesi», me había dicho entonces Cirensta, aunque el nombre había sido una cacofonía.

Y la taberna de mi tía cambia al departamento de Landon. Veo a Chiena tomando de nuevo en la destartalada mesa del comedor. Botellas de todos los colores ocupan la superficie y parte del piso. Mamá regresa del trabajo que tenía entonces, no recuerdo cuál, y hace una mueca al verla así. Tiene el rostro cansado, los ojos con marcadas ojeras incluso contra su piel marrón, el cabello atado en una trenza larga que deja a la vista sus costados pelados. No dice nada, simplemente aparta la botella de la mano de la esquelética Chiena, la toma en brazos y la lleva a la habitación donde duermen.

—¿Pasó algo? —me pregunta al verme.

—No —miento mientras me abrazo las rodillas. Cire está a mi lado, contemplando todo en silencio. A mi lado derecho no hay nadie, debería haberlo. Ese día Chiena había llevado a un hombre que olía horrible, apestaba, y era oscuro como la brea. Había huido a mi habitación, tapándome la cabeza con la almohada en cuanto había visto que se besaban.

—Dile algo a tu mierdosa madre y te corto la lengua —había dicho ella cuando se fue el hombre. Si había sido una amenaza real o no, no tenía forma de saberlo. Mamá apretó los labios, dejó a la mujer en la cama y volvió a por mí.

—Te prometo que las cosas mejorarán, Darau —dice en un susurro antes de darme un beso en la frente. Le creo, todos le creemos—. Saldremos pronto de Natham.

—¿Iremos lejos?

—A donde Chiena no pueda seguirnos —asegura—. Seremos tú y yo, nadie más. ¿Qué te parece?

Incluso viéndolo tantos años después me estruja el pecho, saca las lágrimas de mis ojos, y asiento. Dejo que me abrace, que me peine el cabello y me susurre que estaremos bien, que saldríamos de allí. A los tres meses abandonamos aquel departamento y recorrimos los bosques de Tagta que separaban a la ciudad amurallada de Natham de Jagne.

Abrí los ojos, encontrándome en una habitación donde el techo está tallado en madera. Pasé una mano por mi rostro, intentando apartar el sueño. Miré hacia los costados, confundido al encontrarme en una cama para dos personas, sin ropa y completamente solo. El corazón empieza a aturdirme, el aire apenas puede pasar por mi nariz, obligándome a apartar de inmediato las sábanas, ignorando el fresco que me mordía la piel. Di un par de pasos antes de que el mundo me empezara a dar vueltas.

Llevo una mano a mi pecho, sintiendo que la piel se me desgarra y que hay un hueco allí, pero no. Mis dedos se encuentran con la piel intacta, los músculos entretejidos y el latir desbocado que me sacude por completo. Intenté respirar, empujar el aire dentro. Me parece escuchar a Cire a lo lejos.

Pero no a... «¡Olvídalo!» me grité por dentro, apretando los ojos y obligándome a respirar hondo. Lo habíamos acordado: él por su lado, yo por el mío. Por mucho que hubiera estado allí, por mucho que fuera parte... No, no era parte de mí. Ya no. Trifhe era alguien más. No podía ser algo mío. No podíamos estar cerca.

Me había arreglado bien sin él todos estos años.

Si me lo repetía seguido, estaba seguro de que se volvería realidad. Cire lo entendía, aunque en ese momento me pedía que pare.

—Darau. —Alcé la cabeza de inmediato, encontrándome con su rostro firme, los ojos que podían hacer arder al mundo entero—. Deja de ahogarte.

Poco a poco el aire empezó a entrar. Mantuve mi mirada en la de él, siguiendo su ritmo. El corazón dejó de palpitarme, el pecho dejó de querer replegarse sobre sí mismo, mis manos se aflojaron. Solté las sábanas, mis hombros cayeron. Trifhe me tomó por los hombros, sin dejar se mantener sus ojos fijos en los míos.

—¿Qué haces?

—Mi deber —soltó antes de ponerse de pie. Llevaba nada más que unos pantalones—. Levántate. More está en el jardín.

Inmediatamente fui a por la ropa que estaba desperdigada por el suelo. Ninguno de los dos dijo nada. Él sabía, yo sabía. Había un ligero temblor en su mandíbula, sus manos estaban forzosamente relajadas. Incluso cuando me señaló en qué jardín estaba Morgaine, arrodillada entre las plantas, observándolas con ojo crítico, noté cómo sus ojos se quedaban un momento más en su figura. Escuché incluso un ligero suspiro de su parte mientras caminaba de regreso a su habitación.

«Darau...» No. No iba a escucharla, no iba a ir por ese camino. No. Sacudí la cabeza, apartando la idea, acallando a Cire. El pecho se me contrajo una vez más. Respiré hondo, podía hacerlo.

Fui hacia Morgaine, sentándome junto a ella en silencio en cuanto levantó la vista y notó mi presencia. Una sonrisa suave se dibujó en su rostro, calentando mi pecho. Le pregunté qué estaba haciendo, a lo que ella empezó a decirme que quería ver si podía reconocer el tipo de planta e intuir sus propiedades. Asentí con la cabeza, viendo las hojas, riéndome por lo bajo al notar que poco a poco el eduano empezaba a surgir, cómo sus ojos se volvían de un color más claro, casi brillantes.

—Creo que si puedo encontrar la manera de extraerle el jueog de las raíces, puedo ayudarte con lo que te molesta —dijo y sus ojos se fijaron en mí. Las mejillas me ardieron por un momento y me aclaré la garganta repentinamente seca.

—Supongo que puedes hacerlo moliendo, ¿no?

—Sí, pero no tengo con qué —bufó, volviendo su atención a las plantas.

Y, pese a que el corazón me latía suavemente en el pecho ante sus palabras, no pude evitar sentir que volvía a cerrarse mi pecho.

«Darau, por favor...», susurró Cire. «Considéralo, por favor».

Respiré hondo, acomodándome de nuevo en mi lugar. De reojo me pareció ver la cabellera blanca de Bláth, acompañada por la silueta que sabía que pertenecía a Trifhe. Tragué con fuerza, ahogando por completo todo lo que quería salir. No, no iba a retroceder.

No iba a cometer ese error. Cire soltó un suspiro. «Por favor...»

Cerré los ojos, centrándome por completo en las manos de Morgaine mientras miraba las plantas, siguiéndola de cerca. No pude evitar rodearla con mis brazos varias veces, descansando la cabeza sobre su hombro, respirando su aroma. Podíamos vivir juntos, sin nadie más que nosotros dos. Aprendería a vivir sin él, aprendería a seguir como lo hice siempre. Él no me sacó de Eedu, él no me protegió de Bláth o Kong. Él no estuvo allí.

Si lo repetía lo suficiente, tenía la esperanza de volverlo realidad. Podía hacerlo, o eso quería creer.


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