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27 de veimober a 16 de ceberimid, año 5779.

Magmel, Lerán, Clan Mbyja Yvategua - Oucraella

La muerte llega, pero hay veces en las que las cadenas pesan demasiado como para irse.

Corrí hacia Darau, sintiendo que los oídos me pitaban y las lágrimas caían por mis mejillas. Apenas me había llegado a arrodillar junto a él cuando las manos de Trifhe empezaron a arrancar las plantas con una fuerza bestial. No sé cómo hice para seguirle el ritmo, simplemente quería sacarlo, que lo dejaran, que no me lo quitaran. No a él también.

—¡Darau! —La voz me salió estrangulada, temblorosa. Mis manos fueron hacia su pecho, temiendo encontrar una herida allí. Aparté las ramas que quedaban y lo acuné contra mí, cubriéndolo, queriendo asegurarme de que podía escuchar mis latidos.

—Déjame... —ordenó Trifhe frente a mí. Estaba a punto de escupirle, de arañarle el rostro, cuando me encontré con sus ojos. Reconocía perfectamente aquella expresión, incluso en un rostro ajeno. Sus manos estaban tan temblorosas como las mías en lo que se ponía a palpar el cuello de Darau. Bufó y lo arrancó de mis brazos, helándome por completo, para apoyar su oreja sobre el pecho—. Vive —dijo con un hilo de voz.

Se lo arrebaté de los brazos, asegurándome de que estaba cerca mío. De que nadie, ni nada, podría dañarlo mientras estuviera cerca.

Y en esa misma situación me encontraba allí, en el Clan Mbyja Yvategua, dos semanas después. Mi corazón estaba al borde de resquebrajarse, casi reptando por mi garganta para salir por mi boca. Temía cerrar los ojos, volver a ver cómo Darau era envuelto en raíces y tallos, cómo Trifhe se ponía pálido y daba media vuelta de un patinazo. Había actuado por miedo, hundiendo mis manos en la tierra, ignorando por completo el dolor, el cansancio, cualquier cosa que me impidiera proteger a Darau.

Había gritado, pero estaba segura de que cualquier sonido que hubiera producido se había terminado mezclando con las risas del hombre. Apreté mis dientes y, sintiendo que una llamarada empezaba a crecer en mi pecho, enredé un poco más mi cuerpo alrededor de Darau, segura de que así podía estar segura de que estaba entero, respirando, completo.

A salvo.

Con esa idea, apoyé mis labios sobre su pelo, inhalando su olor (le hacía falta un baño), y lo sentí apretar un poco más su agarre. Sonreí para mis adentros, justo al mismo tiempo que sentí una mirada clavándose en mi cabeza. Trifhe nos observaba con su expresión vacía, en cuanto notó que mis ojos estaban en él, se levantó y abandonó la tienda donde estábamos. No sabía si debía o no preocuparme por aquello, por lo que me quedé en donde estaba, aferrada a Darau.

Aún así, recordé cómo él había estado frenético, llamándolo en sueños, inquieto hasta que Trifhe apareció en su campo de visión. Él también había estado removiéndose, haciendo gestos y llamándolo por lo bajo, aunque se había despertado antes, incluso estando en un estado mucho peor que Darau. El corazón se me encogió un poco frente al recuerdo, y ahogué las lágrimas antes de que salieran.

«Está conmigo, es lo que importa», me repetía una y otra vez.

Casi me había dejado llevar por el sueño una vez más, cuando sentí pasos que se acercaban a donde estábamos. Hubo un murmullo de voces afuera y me vi obligada a tener que apartarme de mi Darau a regañadientes. Me acomodé las ropas, me até rápidamente el pelo, en la cada vez más recurrente trenza, y me asomé.

Del otro lado estaba el jefe del Clan, un hombre de piel curtida que me miraba como si conociera todo lo que había en el fondo de mi ser. Me removí por un momento en mi lugar antes de alzar la cabeza.

—Pronto iremos al oeste —me dijo y asentí con la cabeza una vez—. Anguyatutu los acompañará hasta la frontera con el Río Nuit. —Un hombre de rasgos filosos y cabello negro con mechones blancos cerca de las orejas, dio un paso al frente—. Avancen desde allí y llegarán a los puentes de los oucraellos.

Pasé la vista del jefe, cuyo rostro era de punta de flecha, al joven. Mordí el interior de mi mejilla, recordando el estado de Darau en los últimos días. Una mirada de reojo a Trifhe bastó para que él diera un paso al frente.

—Darau apenas puede caminar —soltó Trifhe, llamando toda atención sobre él. Dudaba que él mismo pudiera recorrer la distancia que teníamos en frente, si me guiaba por los mapas que me habían mostrado estos días—. Dupliquen el tiempo que tardaremos en llegar. Y la dificultad.

Lo contemplé en silencio, apartando la mirada en cuanto capté que volvía a mirarme. El jefe estaba con su rostro sereno, como si estuviera considerando las palabras de Trifhe. Pasó un momento hasta que el tal Anguyatutu dijera que no tenía problema en demorarse un par de días más, que él se las arreglaría. Eso bastó para que el jefe diera un golpe con el inmenso bastón que llevaba y asintiera con la cabeza.

—Que las estrellas los tengan en su favor —dijo y se retiró hacia su tienda. Las mujeres, que habían contemplado todo mientras continuaban curtiendo y moliendo, me miraron de reojo por un instante antes de concentrarse por completo en las labores. Di media vuelta, dispuesta a regresar para ver cómo estaba Darau, cuando escuché que me llamaban.

Anguyatutu caminaba hacia mí con una sonrisa de medio lado y no se me pasó por alto que se viera tan seguro de sí mismo. No era muy distinto al jefe, con espalda ancha y cuerpo hecho para la cacería, de una forma mucho más robusta que el de Darau, y sus ojos azul grisáceo no se apartaban de los míos.

—Bella cazadora, ¿te gustaría dar un paseo bajo las estrellas antes de partir? —preguntó, extendiendo la mano. Habría arqueado una ceja, dispuesta a simplemente entrar en la tienda y no dedicar ni un momento más a lo que sea que pasaba por su cabeza, cuando la figura de Trifhe se hizo presente, interponiéndose entre el lerano y yo.

—Ella está ocupada —gruñó—. Vete a buscar a otra mujer. Morgaine no es para tí.

Ahí sí que mis cejas estuvieron a punto de perderse entre las raíces de mi cabello. Estaba segura de que incluso me colgaba la mandíbula ante todo el espectáculo que estaban haciendo. «Como si le importara», bufé por dentro. Los cuchicheos empezaron a hacerse oír y retrocedí hasta perderme del otro lado de las telas. Todavía podía escuchar a Trifhe y al otro discutir, seguramente a punto de arrancarse la cabeza con los mismísimos dientes, pero mi cabeza estaba enfocada en Darau, quien seguía durmiendo.

Me senté al lado de Darau, acariciando su cabello distraídamente, no queriendo pensar en nada, pero no podía parar de recordar las palabras de Niobe. Quería creer que no debía preocuparme, que las cosas más peligrosas ya habían pasado, pero no podía quitarme la sensación de que estaba viéndolo morir, que en cualquier momento dejaría de ver cómo su pecho subía y bajaba. La palidez de su rostro, las ojeras imposibles de disimular, el cansancio que lo hacía estar más tiempo acostado que de pie, y ni qué decir lo ocurrido dos semanas atrás. Tragué saliva, parpadeando rápido, respirando hondo.

«No ha muerto, no ha muerto», me repetía una y otra vez.

—Deberías descansar —dijo Trifhe, caminando con pesadez hacia su lado de la tienda. No que hubiera mucho espacio para separarnos realmente, en un paso ya podría estar frente a él, con apenas una pequeña franja de aire de distancia.

—Estoy bien —repliqué y él me dedicó una mirada vacía. Me observó en silencio un momento antes de mirar a Darau, con esa expresión rara que empezaba a verle con mayor claridad. Al igual que el chico a mi lado, Trifhe tenía ojeras marcadas y sus ojos parecían estar a un momento de cerrarse de cansancio—. ¿No deberías dormir tú también?

Eso bastó para que sus ojos volvieran a posarse en mí, fríos y duros.

—Darau duerme —dijo, como si eso fuera siquiera una respuesta. Abrí la boca para replicar de nuevo, pero su gesto se endureció más, callándome por completo. Quedamos en silencio, sin hacer ninguna mención más al respecto.

Empezamos a caminar al mediodía siguiente, dando una despedida tan rápida como lo había sido el encuentro. Los había visto levantar el campamento, mientras me dedicaba a vigilar que Darau se mantuviera de pie, en lo que ellos terminaban de prepararse con sus tiendas envueltas y pertenencias acomodadas en anánimos domesticados. Partieron y nosotros emprendimos la marcha hacia el este, siguiendo a nuestro guía. Darau seguía estando con esa expresión lúgubre, como si el mantenerse despierto y avanzar le fuera un suplicio. Iba junto a él, unos pasos más atrás de Trifhe y Anguyatutu, viéndolo de reojo para asegurarme de que no se cayera de frente al suelo.

Las praderas donde vivían los leranos eran como un inmenso mar de pastizales, con una que otra isla de árboles que se aparecían esporádicamente. Ellos decían que los evitaban, y cuando me pareció distinguir las enormes siluetas de seres que caminaban arrastrando sus narices, soltando gruñidos que sacudían hasta la tierra misma, entendí por qué preferían quedarse en las abiertas praderas. Entrelacé mis dedos con los de Darau, ajustando mis pasos a los suyos, dándole un ligero apretón que me devolvió a duras penas.

El sol había llegado a su cénit del cuarto día de caminata cuando me pareció ver una silueta blanca a lo lejos. Entrecerré los ojos, sintiendo que la frente empezaba a arder un poco, como si me hubieran puesto una pequeña brasa. No supe en qué momento estaba yendo hacia allí, con las plantas enrollándose en mis piernas, trepando hasta alcanzar mis manos, empujándome hacia adelante, hacia la mujer que caminaba dando saltos, a veces bípeda, a veces cuadrúpeda.

Los pasos de Lërgain te siguen de cerca —gruñó la mujer de blanco con el rostro arrugado, enseñando los colmillos. Se acomodó la piel blanca como las estrellas y caminó con sus manos en el suelo, avanzando cautelosa, cual depredadora, entre los árboles—. Aunque la voz debe ir antes, si el mensaje está partido, de nada sirven las palabras.

Estuve a punto de preguntarle a qué se refería cuando sentí que me daban un tirón. El aire entró de golpe a mis pulmones, el mundo entero dejó de estar sumido en una especie de neblina, y ya no había rastros de la silueta. Darau me llamó, aunque escuchaba su voz en la lejanía, todavía intentando encontrar a la mujer de blanco con la mirada, pese a que sabía que se había ido, que no la encontraría ni aunque me fuera corriendo a toda velocidad.

—Estoy bien, fue... —Sacudí la cabeza, repitiendo que estaba bien. No parecía convencerle, pero lo dejó estar.

Almorzamos en silencio, con los árboles inmensos de Oucraella cada vez más cercanos, podía escuchar cada vez con mayor claridad unas voces que me invitaban a acercarme. Suponía que llegaríamos a ellos al día siguiente o el próximo. Comí rápido el pan con trozos de carne. No tenía mucho sabor, apenas un regusto a harina y el ligero regusto salado de la carne. Algunos vagos recuerdos empezaron a venir a mi cabeza, conversaciones que había tenido de vez en cuando con Darau sobre su tiempo en el reino al que íbamos. Mordí con un poco más de fuerza de lo esperado el pan, sintiendo que una sensación ácida empezaba a crecer en mi pecho ante la idea de que iba a tener que ver el rostro de la otra mujer que había estado con él.

«Eso ya pasó Morgaine, no va a cambiar nada», me dije, apretando los ojos y obligándome a relajarme.

—¿Mora? —me llamó Darau y me puse de pie, tragando lo que me quedaba del almuerzo de mala gana, y empecé a caminar. La idea volvía una y otra vez. ¿Cómo se vería ella realmente? Darau había admitido que era bonita, quizás realmente lo era, pero... Apreté los dientes, las manos y el paso. Sí, ahora estaba con él, nunca habíamos roto el lazo matrimonial, pero dudaba que siguiera contando actualmente. Y menos todavía podía reclamar algo de un tiempo en el que habíamos tomado caminos diferentes. Aún así no podía evitar preguntarme qué clase de mujer había llamado su atención. Quería creer que ya no había nada, que, bueno, había sido lo que fue y nada más. De todas formas, el pecho se sentía pesado.

Estuve sin pronunciar palabra por el resto del día, caminando casi un par de pisadas por delante del resto, siguiendo las voces de los árboles que me llamaban. Apenas me detuve cuando me llamaron, recordándome que Darau no podía ir al ritmo con el que habíamos salido de Jagne. Frené a regañadientes, mirando de reojo al bosque que tenía enfrente, como si pudiera verla, aunque también creía ver otros ojos observando entre las hojas.

Una suave melodía empezaba a sonar a los lejos, como una brisa que siempre corría entre las ramas más altas. Respiré hondo, creyendo sentir un olorcillo a pantano y putrefacción. Probablemente algún animal que había sido devorado por un anánimo. Miré hacia el cielo, confundida ante las nubes que parecían estar juntándose de a poco.

—Mora —me llamó Darau, sacándome de mis pensamientos completamente al ver su expresión—. Por favor, espera —pidió, con el rostro demacrado, los ojos batallando por mantenerse abiertos. A su lado, Trifhe montaba guardia, Anguyatutu nos observaba en silencio, a una distancia prudencial. ¿En qué momento había seguido avanzando? No lo sabía, pero me detuve, retrocediendo pese a que mis ojos no podían apartarse de la nube que iba enredándose sobre sí misma. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza sin saber por qué.

Retrocedí hasta sentarme junto a Darau, sin dejar de observar el cielo, sintiendo que empezaba a levantarse el viento.

—Ah, parece que Foal hace de las suyas —comentó con cierta gracia Anguyatutu.

—¿Qué quieres decir?

—No sé, cada tanto en Oucraella aparecen esas tormentas raras. Duran poco, eso sí, pero... Bah, que los pajarracos se arreglen, no es problema de Lerán.

Si la respuesta debía tranquilizarme, no lo había logrado.

Los árboles crecían de repente. Era como si de un momento a otro hubiera una línea donde el suelo se convertía en un lodazal entre los pastos. Puentes empezaban a aparecer, llevaban desde el suelo seco hasta las raíces más cercanas y subían más allá. Sabía que los hombres estaban diciendo algo, pero mi cabeza estaba concentrada en el bosque, nada más que eso. Cualquier intención de querer agarrar a la mujer que había entre las ramas de aquel sitio, se redujo a un pequeño punto.

Era demasiado alto.

Trifhe fue el primero en avanzar, sacándome de mi estupor. Darau iba detrás mío, dándome un ligero toque que me hizo mover los pies de una buena vez. Inmediatamente sentí que el estómago se me contrajo al sentir que las tablas temblaban bajo mis pies, que se balanceaban con cada paso de los hombres que me acompañaban. Mis manos se aferraron a las sogas que había a mis costados. El corazón me latía con fuerza y los oídos empezaban a pitarme de a poco.

No quería ni pensar cómo iba a ser para el momento en que llegáramos a los árboles más altos. Y fue peor. El estómago se me quedó en el suelo y podía sentir que la cabeza se me aligeraba.

—Mora, Mora —me llamó Darau. Me quedé quieta en mi lugar, viendo al frente, hacia Trifhe, quien se detuvo y nos miró sin inmutarse, salvo por sus ojos que me observaban fijamente—. Mora, respira conmigo. Estás bien, no vas a caerte —murmuró Darau, colocándose detrás de mí. Asentí ligeramente, tratando de que el aire entrara a mis pulmones al ritmo que me marcaba. Cerré los ojos, sintiendo el calor de su cuerpo que empezaba a esparcirse por mi espalda—. Eso es, eso es...

Di un paso a la vez, siguiendo cada indicación que me daba, todavía aferrada a las sogas con todas mis fuerzas. Una mano lisa, sin callos, se posó sobre la mía y no necesité abrir los ojos para saber de quién era. No dije nada, tampoco Darau, y continuamos caminando hasta llegar a una parada, una rama con una plataforma que era lo suficientemente firme como para que mi estómago no se enloqueciera. Los dos muchachos aprovecharon para echarse contra el tronco, Darau cerrando los ojos de inmediato, Trifhe se mantuvo despierto unos momentos antes de ver cómo su cabeza empezó a caerse y los ojos se cerraron lentamente.

Respiré hondo, sintiendo el aroma de las secuoyas y el pantano. Habría cerrado los ojos para escuchar el sonido de los alrededores, pero temía que mi propia cabeza también se me volviera pesada. En ese momento, en el que el suelo ya no sentía a punto de fallarme, aunque ver que había una linda caída al vacío a dos pasos de distancia no era mucho mejor, me concentré en los árboles, en cómo parecían mecer sus ramas suavemente al son del viento.

Desde donde estábamos, podía ver algunas ardillas correteando, una que otra ave que se posaba a cantar un momento antes de seguir. Cerré los ojos, tomando una bocanada de aire, sintiendo que las voces de los árboles, mucho más suaves que las de Tagta o que recordara, me invitaban a irme con ellos. Era suave, una melodía que me arrastró entre las profundas raíces, llevándome hacia las ramas más altas, donde el viento era más fresco. Luces de colores claros me llamaban, riendo y saltando de tronco en tronco, mirándome con ojos negros.

«Aaren, Aaren», cantaban mientras se reían. Los seguí, quería ir tras ellos, tomarles de la mano y no soltarlos. «Ven, Aaren, ven con el resto, juega con nosotros», insistían. Una sensación fría empezó a crecer en mi pecho, extendiendo sus raíces hacia el resto de mi ser. «Sé uno de los nuestros, ven», decían mientras sus cuerpos iban estirándose, mostrando unos dientes filosos y unas manos terminadas en agujas.

«¿Quién crees que eres para seguir adelante y abandonarme?» Abrí la boca para decir que no sabía quién era, pero el aire se me atoró frente al ser de ojos filosos, con una llama verde ardiendo en su interior, con el cuerpo cubierto de cadenas que se enredaban sobre su cuerpo. «Me has llorado, pero dejaste que me tomaran, ¡¿quién te crees que eres?!» Gritó.

Me obligué a correr. Pero por mucho que saltara entre las ramas, por mucho que intentara alejarme, lo podía seguir sintiendo. Unas cadenas heladas me atraparon y un aliento pútrido empezó a acariciar mi cuello. «¿Por qué?» Y sonó a un lamento, a un llanto ahogado. Intenté removerme de las cadenas que me sujetaban con fuerza, pero era inútil. Sus dientes se clavaron en mi garganta.

Abrí los ojos.

Palpé la zona de mi cuello, sintiendo que el corazón iba a salirse por mi boca. Miré a los alrededores, buscando cualquier indicio de que la criatura siguiera dando vueltas por allí, pero no había nada más que el bosque tranquilo, mecido por la brisa que corría.

«Debe haber sido un sueño más», me dije, pese a que sentía que el corazón se me estaba partiendo.


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