58
26 de veimboer, año 5779.
Magmel, Dusilica, Citadela.
Sé que te preguntarás sobre las almas, Ya-Long, yo lo hice en su momento, y lo que sé de ellas es que las afinidades son como quien puede leer el clima y saber si una nube traerá lluvia o no.
Contemplé a Darau dormir con la sensación de que estaba a punto de perderlo. Se veía pálido, con los ojos más opacos de lo que hubiera creído posible. Pasé mis dedos por su pelo, intentando no recordar cómo había estado a la noche. Tenía un poco más de color en los labios y mejillas, pero sus ojos ya no tenían ese brillo, incluso me daba la impresión de que dormía más de lo que realmente necesitaba. Quizás estaba imaginando todo aquello, mas nada de lo que había estado escuchando resultaba tranquilizador.
Se suponía que no había sido nada, una nimiedad, aunque todo lo que tenía frente a mí me gritaba que no era así. Me acomodé más contra Darau, ocultando mi cabeza en su pecho, sintiendo que sus brazos se cerraban con un poco más sobre mí, manteniéndome cerca. El blanco de la habitación era molesto cuando se mantenían las luces encendidas, como si convirtieran todo en una nada absoluta que se extendía hasta el infinito, pese a que de vez en cuando veía algo de color. No ayudaba el hecho de que hubiera tenido un pequeño recorrido por las instalaciones y la sensación de que estaba caminando sobre nada me invadiera por completo. Mis dedos se cerraron un poco más sobre la camisa de Darau.
Es probable que me hubiera dormido, hasta que sentí que la puerta de la habitación se abría con un susurro. Alcé la cabeza, bostezando y tratando de despejar mi vista. La cama estaba en el lado contrario a la entrada, y Darau era el que le daba la espalda a la puerta. Tardé un momento en enfocar bien los ojos, sentándome, tratando de adivinar si era la chica con la mitad de la cara marcada o la profesora que ya estaba empezando a darme muy mala espina.
—¿Te despierto? —preguntó una voz que sonaba extremadamente familiar. Mi cabeza se aclaró de golpe, como si me hubieran tirado al agua helada, aclarando toda mi cabeza. En medio de la puerta, vestido con lo que era una simple camiseta de mangas cortas y un pantalón holgado del mismo color que apenas llegaba a la mitad de los muslos, había un chico calvo, de ojos verdes opacos y rasgos duros. Al notar mi largo silencio, esbozó una sonrisa de medio lado que me sacudió por completo todo el interior—. Imagino que es raro vernos así.
—¿Tú...?
—Trifhe, sí —asintió, entrando más en la habitación y echando una mirada indescifrable en dirección a Darau—. Venía a verlo.
Pasé la mirada de Darau a Trifhe, y fue como si algo emitiera un fuerte chasquido dentro de mi cabeza. Miles de preguntas empezaron a zumbar por mi mente, pero ninguna parecía ser suficiente para captar lo que quería decir. ¿Qué diantres había pasado?
—Entonces... —Mordí mi labio y desvié la mirada cuando volvió a centrarse en mí—. ¿Son dos?
Trifhe se quedó en silencio por un momento antes de soltar un largo suspiro, volviendo a ver a Darau. Como si no pudiera tolerar la idea de que estuviera fuera de su campo de visión.
—En lo más literal de la palabra —respondió al final. Y eso pareció bastar para que Darau se empezara a despertar. Me aparté sin saber dónde pararme para no resultar una molestia. Lo vi enderezarse, con sus ojos encontrándome por un momento antes de ir directamente hacia Trifhe—. Ya era hora de despertar.
Darau guardó silencio, parpadeando despacio antes de terminar de sentarse y apoyar los pies en el suelo. Se enderezó lentamente, siempre manteniendo una mano estirada en dirección a la cama. Era como ver dos gotas de agua, pero completamente distintas a la vez. Ninguno dijo nada, dejando que cayera un silencio denso donde me sentía completamente fuera de lugar. Sin emitir ruido, me deslicé hacia la puerta y salí. Quería quedarme dentro con ellos dos tanto como quería darles un momento a solas.
El pasillo estaba vacío, con uno de esos ventanales que daba a lo que Niobe, una chica que cada tanto iba a la casa de Dreika para ayudarme con los textos que había empezado a estudiar, había dicho que era las profundidades del océano.
—Aunque no lo creas, los seres más raros y antiguos se encuentran en las aguas de los mares. Cuanto más profundo vas, más antiguos mun —había dicho.
Me acerqué a la enorme ventana, contemplando todo lo que había del otro lado. El azul oscuro, cada vez más y más absorbente, pintaba todo lo que pasaba por allí. Cada tanto captaba destellos de luz que iban de un lado a otro, unas máquinas que la doctora Zethidou había mencionado como parte de la Citadela y sistema de vigilancia de Dusilica. Así como unas manchas oscuras que nadaban por allí, ahuyentando a los pocos peces que pasaban cerca. Por lo que habían dicho, habían varias personas viviendo en la inmensa torre que había bajo la ciudad submarina, pero que nosotros estábamos habilitados a caminar por los pasillos de investigación.
Dejé salir un suspiro al tiempo que contemplaba cómo pasaban nadando un montón de peces que parecían emitir un pequeño brillo, como si estuvieran hechos de metal. También me pareció ver algunos zibricos, las mujeres que reptaban entre las rocas, algunas criaturas se lanzaban ferozmente contra otros, otras que parecían mostrar algo de interés fugaz en mí antes de continuar con su camino.
—¿Has descansado?
Niobe apareció por mi derecha, caminando con esa seguridad que me hacía querer fruncir la nariz y gruñir, si es que tal cosa fuera posible en mí. Era como si tuviera una gracia firme como la roca, y su rostro marcado no hacía más que acentuar aquello.
—Dentro de lo posible —respondí, cruzándome de brazos. La chica esbozó una sonrisa de medio lado antes de pararse junto a mí y contemplar lo mismo que había estado viendo momentos atrás.
—¿Sabes? Estuve viendo un poco sobre las eduanas —empezó, haciendo que la mirara con una ceja arqueada—. Son los únicos magmelianos que tienen ojos verdes en esa tonalidad —añadió esbozando una sonrisa—. Y tu hermano...
—Darau no es mi hermano —le corté. Si la había sorprendido o no, jamás lo supe—. Es mi esposo.
Eso sí pareció descolocarla, pues sus ojos se abrieron de par en par y su cabeza se inclinó hacia un costado. Pasó un largo rato antes de que volviera a hablar.
—Supongo que es raro tener estas reacciones en tu gente —dijo en un tono suave, casi inaudible. Fruncí el ceño por un momento antes de ver de reojo la puerta y enfocarme en ella una vez más—. Ninguna eduana que conozco, o conocí, tiene un hombre. Menos aún actúan así.
Un sentimiento de amargura se apoderó de mi estómago ante aquello. Apreté los labios y suspiré. ¿Debía decirle sobre cómo éramos? ¿Y ganar qué? No era como si a ella le importara realmente si estaba con Darau o no, ¿verdad?
—Es una forma de verlo —terminé diciendo. Niobe asintió, desviando la mirada al final.
—Si quieres, puedo enseñarte un poco lo que hay en esta planta.
Consideré la opción seriamente antes de asentir. Desconocía lo que estaba pasando en la habitación, pero claramente no era algo que debía concernir a mi persona, hasta donde tenía entendimiento. Aún así, sentía que una parte de mí seguía yendo a la habitación, a los dos espejos que se habían estado midiendo todo este tiempo. No quería pensar en el peor escenario posible, me obligué a escuchar las palabras de Niobe mientras estaba paseando por los pasillos que se habían formado entre las mesas llenas de frascos coloridos. Hablaba en esa mezcla rara que no podía seguirle, por lo que no me esforcé mucho en prestarle atención.
Eso, hasta que mis ojos se toparon con un dibujo en medio de una de estas superficies que se hacían en el aire y con luces. Allí había notas que se escapaban de mi comprensión, los símbolos eran una mezcla de círculos y líneas que iban en cualquier dirección.
—Una investigación que llevamos haciendo con la doctora —dijo Niobe a mis espaldas, haciendo que pegara un brinco. Me giré justo para encontrar una sonrisa de disculpa, y pronto sus rasgos se volvieron igual de fríos—. ¿Qué sabes de los magmelianos?
—¿Aparte de que viven en el continente? Se transforman en bestias, según de qué dios desciendan —respondí abrazándome y dando un paso para atrás. Ella asintió con la cabeza y deslizó sus dedos por la pantalla, haciendo que esta se deslizara como las puertas que había en aquel sitio, dando paso a más anotaciones ilegibles, con dibujos que me resultaban vagamente familiares, aunque no del todo.
—Se puede decir que los magmelianos, incluyo a las eduanas, tenemos la habilidad de cambiar —dijo y fruncí el ceño, ganándome una expresión altiva por parte de la joven. Bufé, esperando a que continuara—. Ustedes lo hacen con las plantas, supongo que ya lo sabes, y el resto con un animal particular. Ambos con consecuencias nefastas, ¿verdad? —Deslizaba sus dedos por la superficie a la vez que hablaba, hasta que quedó en blanco. Con un dedo empezó a dibujar dos líneas que se entrelazaban cada tanto, unidas por diversas líneas más finas que las mantenían unidas—. Nuestros cuerpos pueden tolerar con facilidad los cambios de forma, y las mentes también, pero eventualmente nos "perdemos".
—¿A dónde quieres llegar?
Niobe me dedicó un instante de atención antes de terminar el dibujo y dibujar una flecha hacia un costado.
—¿Trabajaste con los cristales que se forman en el cuerpo de los magmelianos una vez pasados por los cuatro elementos?
Si me hubiera hablado en tagtiano entendía muchas más palabras, o al menos esa era la impresión que me quedó entonces. La miré sin parpadear por un largo rato, sintiendo que estaba una vez más en las clases de Eedu, viendo las distintas plantas, aprendiendo las leyendas, las profecías, sobre Weined de Fel, Cirkena y Baqaya, sobre los hombres y nosotras.
—¿Hablas de las "cenizas"? —dije al final de un largo rato en el que intenté pensar en algo remotamente parecido a un cristal. El ojo normal de Niobe brilló y una sonrisa de emoción se apoderó de su rostro mientras asentía.
Inmediatamente empezó a relatarme lo que dentro de todo había estudiado en Eedu: el poder de los restos orgánicos de un magmeliano. Nosotras era como si nos convirtiéramos en ellos, me habían dicho, mientras que ellos tenían un efecto muy distinto, según me contaba Niobe en su pizarra extraña.
—En el Monasterio te enseñan a consumir dosis justas para que nuestras capacidades naturales se vuelvan más fuertes, pero igual son complicadas. —Suponía que lo siguiente era algo sobre origen de palabras y me arriesgaba a decir que de los famosos anánimos—. El punto es, Morgaine, que lo de los cristales que hay en el cuerpo de los magmelianos de forma natural, hay una forma de que se pueda potenciar. ¿Te imaginas poder transformarte sin que peligrara tu vida? —había un tinte de anhelo en aquellas palabras que me hizo observar de reojo a las marcas que tenía en el rostro—. No tendríamos que recurrir a las psicoterapias, las ánimas podrían desplegarse por completo...
Apreté los labios y contemplé los dibujos, dando un paso hacia atrás.
—Creo que no sería posible —murmuré, sintiendo que mi cabeza saltaba de un trazo a otro. Avancé dos pasos y apoyé mi dedo sobre la superficie, sintiendo una ligera resistencia allí donde estaba la yema. Tracé el símbolo de Baqaya, un círculo con tres líneas que convergen en tres ángulos—. Hay un equilibrio en la naturaleza, y los dioses son sabios, pese a que nosotros creamos que no —dije, sintiendo que estaba repitiendo las palabras de mis profesoras. No tenía ni la más remota idea de dónde venían, era como si mi cuerpo actuara mucho antes de que mi cabeza supiera lo que estaba diciendo—. Si intentas actuar como una divinidad, puede que termines encontrándote con algo tan grande que te termine recordando cuál es tu sitio.
Terminé de dibujar unos símbolos que reconocí como la Marca que me habían dado Nag y Vyn, otra que era de los dioses que me habían apurado cuando estaba en Marel, a punto de entrar en las Montañas Tao. Las ideas se iban terminando de unir como las raíces de los árboles.
—Las cenizas potencian, como lo hace cualquier cristal que pongas bajo la luz del sol —dije, mirándola de reojo antes de seguir—. Pero también es como una rama al fuego, se pierde la mente más rápido, incluso si sabes cómo usarlo.
Niobe no me dijo nada por un momento, simplemente se limitó a contemplar los dibujos de ambas con una expresión vacía. Cruzó sus brazos e inclinó la cabeza hacia el costado. Retrocedí, haciendo lo mismo, sintiendo que estaba frente a un pasillo sin salida.
—¿Y si no fuera de los muertos? —La pregunta me deja en completo silencio. Niobe asintió para sí, murmurando algo en su rara mezcla de idiomas que cada tanto se volvía comprensible. Dejé salir un suspiro, sintiendo que la cabeza me daba vueltas y nada tenía sentido.
Aparte, ¿qué esperaba hacer? No conocía ni la mitad de las cosas que había respecto a las eduanas, ni qué decir de los magmelianos. El que Darau jamás pareciera tener esa situación de convertirse en parte del bosque ayudaba. Sacudí la cabeza, diciendo que iba a regresar a la habitación, estuviera o no Trifhe todavía allí.
No me dijo nada en un primer momento, simplemente se limitó a acompañarme de regreso hasta que pasamos la primera puerta.
—Espero que tu... esposo, esté bien.
—¿Por qué lo dices? —pregunté con el ceño fruncido. El nudo que se había ido de mi estómago volvió de golpe, dándome náuseas, y que Niobe me dedicara una mirada de lado con su ojo malo, no ayudaba. El aire se me atascó en los pulmones, podía sentir que el frío me devoraba y me empujaba a correr hacia Darau.
—Las psicoterapias son peligrosas, lo sé muy bien —dijo y me respondió al instante la duda que flotaba en mi cabeza—. Sí, la psimnesis es por eso. No, no puedes saber más.
—Sólo quiero saber si... —La palabra me abandonó antes de que me atreviera a pronunciarla. ¿Qué podía pasarle? Todo lo que mi cabeza podía crear eran momentos más y más horrendos. No lo quería ver de la manera en que veía a Niobe, con esa impresión de que había perdido algo, que todo lo que había quedado era una cicatriz mucho peor que la que ya le había dado yo antes. ¿Había fallado de nuevo? ¿Había dejado que alguien más cercano a mí terminara así de mal? Intenté aguantar las lágrimas, pero la voz me salió estrangulada—. Sólo quiero saber si puedo cuidarlo.
Niobe no dijo nada por un buen tiempo, mirándome con su ojo sano de pies a cabeza antes de que la pupila emitiera un ligero destello y sonriera de medio lado.
—Afortunados —murmuró luego de una pequeña frase en sembeino que se me escapó de la compresión—. Puedes cuidarlo, estar para él, porque lo que el Profesor quiere es ser lo que tú has dicho: moi nu dios.
Y se dio la vuelta, retomando la marcha. Tardé en reaccionar, antes de seguirla con pasos apresurados. Sin decirme más, me dejó en la puerta, dándome una última sonrisa de medio lado antes de marcharse. No esperé a perderla de vista, simplemente entré a la habitación, encontrándome con Darau con el ceño fruncido y sentado con los codos apoyados sobre las rodillas.
Corrí hacia él, sintiendo que el corazón se me cerraba hasta ser del tamaño de una semilla. Y peor fue cuando no pareció reaccionar ante mi presencia. Lo llamé, dudando si tocarlo o no.
—¿Me consideras débil, Mora?
—No, para nada —dije, acomodándome junto a él, rozando con mis dedos su hombro, notando una ligera marca negra que bajaba como una enredadera—. Dudo que hubiera... hecho lo que hice si fueras débil.
Soltó un suspiro y me miró. Tenía la barba ligeramente desprolija, el pelo desordenado y estaba segura de que en cualquier momento le iba a pedir que se diera un baño, pero en todo lo que podía pensar era en tenerlo cerca, tanto como me fuera posible.
—Trifhe nos acompañará hasta Oucraella —empezó, desviando la mirada. Bajé la mano que estaba en su hombro hasta su mano—. Y luego partimos cada uno por su lado.
Sonaba como el aviso de que alguien iba a morir. Mis ojos fueron momentáneamente a la marca de su brazo, sintiendo que quería decir de nuevo un torrente de palabras que no eran mías. Cerré la boca, dejando que él hablara. Él era quien había hecho no sé qué hiedras y estaba con la piel marcada, yo no tenía eso. «Ojalá no le haga nada malo», pensé, todavía sintiendo que el corazón lo tenía cerrado a más no poder.
—¿Iremos allí directamente?
Darau negó con la cabeza.
—Por lo que me contó, saldremos cerca de Lerán. No hay portales en Oucraella. Dicen que la actividad de los bukavac impide que hagan un portal allí.
Abrí la boca para preguntar, pero él me detuvo diciendo que no tenía idea tampoco de qué quería decir aquello. Pasó un rato en el que no dijo nada y me animé a soltar la pregunta más inocua que podía formular:
—¿Y luego de ir a Oucraella?
Se pasó la lengua por los labios y me dio un ligero apretón en las manos.
—Iremos a Eedu. —Y de nuevo me daba la impresión de que estaba escuchando el anuncio de una muerte próxima. Mordí mi labio por dentro, dudando un poco de lo que estaba por hacer, pero... «Son rumores, algo de verdad deben tener, ¿no?» Bueno, también los rumores me habían dicho que los hombres eran todos unos animales.
Dejé salir un suspiro antes de llevar una mano a la mejilla de Darau, haciendo que me mirara. Ninguno de los dos dijo nada, ni una sola palabra. Me preguntaba qué veía en mí, qué era lo que pasaba por su cabeza cuando tenía que contemplarme. Quizás veía a la eduana que le había dejado una espalda marcada, una que le había ocultado algo tan importante como la muerte de su hijo. Porque debía de importarle mucho, ¿no? «Otro rumor a confirmar: qué tanto peligra su orgullo respecto al tener hijos», me dije antes de acercar mi rostro al de él.
Sus ojos me recorrieron el rostro entero antes de que su mano libre fuera a mi nuca y terminara de acercarme. El primer toque fue suave, una caricia que me aflojó la garra que estaba estrujando mi pecho. Intenté mantenerlo así, nada más que un toque, quizás mi manera de decirle todo lo que tenía dentro, aunque me parecía que no había mucho más, solo repetir.
Y así quedó, hasta que sus caricias empezaron a acercarme más a su cuerpo. Hasta que su espalda se acomodó sobre el delgado colchón y la ropa empezó a molestar.
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