55
1 a 18 de corbeut, año 5779.
Montañas Tao, Paso de la Garganta - Magmel, Zimbra, Shina - Dusilica
El rugido del mar era algo que de vez en cuando se confundía con los rugidos del viento en las Montañas. En un par de días llegaríamos a un territorio que Lekten había llamado Zibra. No sabía mucho, aparte de que rogara encontrarme con las mujeres de por allí. «Mientras no sean como las eduanas...»
Miré a mis alrededores, encontrándome con las entradas de cavernas que los mapas solían poner. Estaban lejos, bastante más abajo de dónde íbamos caminando nosotros. Morgaine me seguía en silencio, con el pelo atado en una trenza que ya se había desarmado parcialmente. Abrí y cerré las manos, respirando hondo antes de seguir adelante. Intentaba no pensar en sus mejillas sonrojadas por el esfuerzo y el sol, en la resistencia que tenía, caminando sin poner quejas más que para avisarme cuando no podía más.
Y al intentar no pensar en eso, volvía a las palabras que me había dicho hacía meses. Me hervía la sangre, podía sentir que estaba a un instante de llamar al fuego que tenía dentro, decir su nombre y quemar hasta los cimientos de Eedu. Podía notar un rastro de culpa, no era mía, pero estaba, y era como echar leña a la furia. Imaginaba a Morgaine en ese entonces, sin su cabello, con la ropa que apenas marcaba algo de su figura femenina, dejándome marchar, y, meses más tarde, pariendo. ¿Habría querido al niño? Si me guiaba por lo oscura que había estado su luz ese día, además de las lágrimas y las ganas de echarme lejos, sospechaba que sí.
No podía dejarle de dar vueltas desde que me lo había contado. Fue incluso peor cuando me encontré con Ruaridh. Sí, me alegraba porque hubiera nacido, de la misma forma en la que me alegré por Nele, pero seguía sintiéndose ajeno. Ver a mamá, papá y mi hermana juntos alrededor del bebé, fue una daga. Una que se sumaba al saber que Morgaine no había tenido eso. No me había tenido a su lado. «No habría podido hacer nada», me dije, apartando el lamento de un manotazo.
Eedu me odiaba, me quería reducido a nada. Ella había tenido más posibilidades de seguir viviendo allí. Supongo que era uno de esos errores que sueles cargar hasta el final de tus días. Respiré hondo, sabiendo muy bien qué decisión había tomado.
Y en eso me concentré durante el resto del viaje. Era lo que me repetía una y otra vez cuando la observaba en silencio. No dudaba de que ahora pudiera devolverles el dolor a esas carroñeras, incluso esperaba que convirtiera a las ciudades en una selva. Pero quería mostrarle que estaba allí, que me iba a asegurar de que nadie más le hiciera daño.
Tres días después de avistar las cavernas, llegamos al otro lado, al bosque que había cerca de las montañas. Sin decir nada, tomé a Morgaine de la mano, asegurándome de que estaba donde podía cubrirla. Contemplaba los árboles, encontrándome con marcas a distintas alturas, algunas parecían cruces, otras varias líneas verticales u horizontales. Había un ligero olor fuerte en el aire que no terminaba de identificar.
—No te separes —murmuré, dando un ligero apretón a su mano. Ella se pegó más a mí y me tuve que obligar a no sonreír. Era mediodía y me pareció ver que algo se movía a la distancia.
Frené, entrecerrando los ojos.
—¿Darau?
—Algo se acerca —sentencié, mirando a los árboles que teníamos cerca. Todos sin ramas a las que alcanzar. Maldije por lo bajo cuando sentí un sonido fuerte que me sacudió hasta los huesos—. Trepa.
Los ojos de Morgaine se abrieron de par en par, incluso parecía lista para decirme algo, pero no le di tiempo. Estaba por murmurar la orden para que las plantas hicieran lo que quería, pero un nuevo estruendo me hizo perder la concentración y girarme con Morgaine en brazos. Sentía que se removía, pero no pensaba soltarla.
Pronto aparecieron unas siluetas enormes, casi tan altas como las marcas que habíamos visto. Todas tenían un color terroso, y mi cuerpo no pudo moverse ante el nuevo estruendo. No pasó mucho tiempo hasta que se hicieron más claras sus figuras. «Cuernos benditos...», pensé al distinguir rostros femeninos en lo que creí que habían sido cuerpos masculinos. Frenaron frente a nosotros, y, por un momento, me pregunté qué clase de rumores había escuchado Lekten para rogar que me encontrara con ellas.
Una de ellas, asumí que era la líder, caminó hacia nosotros con su nariz atravesada por un hueso y con intrincadas pinturas que parecían converger sobre su nariz. Una lanza marcaba sus pasos, en su cintura llevaba una larga espada curva que bien podía alcanzarnos desde lejos. Tenía la cabeza pelada, apenas con un mínimo de ropa que cubría su busto y parte de las piernas.
—Agú-moko munsée.
Estaba levantando las manos, casi llamando al viento, cuando Morgaine me agarró del brazo. La miré, encontrándome con su mirada alarmada que iba de mi rostro a los brazos. Suspiré, dejándolos caer, intentando relajarme en lo que ella caminaba hacia el frente.
—Estamos de paso —dijo en un ventino algo trabado, pero entendible. La mujer enorme la miró con una ceja arqueada, diciendo algo más en el idioma que sonaba a cualquier sonido menos algo que pudiera asociar a cualquier otro lenguaje que pudiera dominar. Crucé mis brazos, midiendo a las otras presentes, encontrándome con que todas eran mujeres, la mitad con cabello que llevaban en múltiples trenzas o como una inmensa nube que les hacía ver la cabeza diminuta.
Morgaine seguía intentando entablar una conversación, cuando una palabra que dijo la mujer me sonó familiar.
—¿Prohibido? —repetí en sembeino. Eso pareció llamar la atención de la líder, quién me dirigió una mirada que podría haber intimidado a otros. Se tomó un momento para estudiarme antes de hacer crujir su cuello, y caminar hacia mí. «Sé diplomático», murmuró la otra parte de mí. Solo porque estaba Morgaine cerca iba a tener la delicadeza.
—Hablas el idioma de nuestros hermanos del este —dijo al detenerse frente a mí con un golpe seco de su lanza. Asentí una vez—. Explícate.
—Mi madre es sembeina —respondí, sintiendo que salía con más veneno de lo que esperaba. Me escudriñó una vez—. Soy un isleño, de la isla de Eedu, adoptado por una sembeina —expliqué ante el ceño fruncido.
En vano. Un escupitajo fue a parar a mis pies y me contuve de dar un paso atrás frente a la cosa enorme que se erguía frente a mí.
—Nuestros hermanos no caen tan bajo. —Y probablemente era cierto, aunque mi respuesta fue un silencio absoluto, manteniendo la mirada en ella por completo—. Y viajas con una de los tuyos. En buena forma. —Apreté la mandíbula, intentando no pensar en lo que sea que quería insinuar con ello—. ¿Por qué te metes en nuestras tierras?
Me tomé un momento para pensar mi respuesta antes de dársela.
—Estoy en nombre de la Madre Cirensta, Señora de la Vida y Muerte. —No hacía falta saber que me consideraba un desgraciado, menos que me insultara. Casi me reí a carcajadas ante la mirada de malestar en su rostro—. Ella es mi esposa. Viaja conmigo a Eedu.
—Las carroñeras no veneran a la Vida, solo a la Muerte —y dio otro golpe con su lanza. Miré a Morgaine, recordando a la inmensa planta que se había comido a unos cuantos hombres sin dificultad, el terror que había sentido de solo pensar que iba a acabar en aquellas fauces—. La Madre no elige a los carroñeros.
«La diplomacia no sirve. Demasiado lenta», bufé, extendiendo mi palma y concentrándome en llamar al viento. La mujer frente a mí retrocedió un paso, apuntándome con su lanza junto con las otras, todas apuntándome. Me pareció escuchar a Morgaine decirme algo, pero la paciencia se me había agotado. Sentí el conocido chisporroteo en la punta de mis dedos, sobre mi piel, y el calor del fuego dentro de mí.
«Levántenme», ordené, y mis pies se separaron del suelo. Una sonrisa amplia vino a mis labios al ver cómo los ojos de todas se abrían a más no poder.
—¿Pones en duda la sabiduría de la Madre? —Casi me reí al verlas retroceder—. Soy el que viene a hacer la voluntad de la Madre. Piensen bien a quién se ganan como enemigo, hermanas de Taka y Rett.
La líder pareció pensarlo un poco antes de soltar un bufido y chistar a las otras. Despacio, intercambiando miradas entre ellas, volvieron a poner las lanzas en vertical. Satisfecho, ordené al viento que me bajara y lo liberé. Ni bien puse pie en el suelo, la zibreña me dijo que las siguiéramos. Morgaine me miraba con una expresión indescifrable antes de dar paso a una expresión confundida, dudosa, y vi que esa última aumentó cuando extendí mi mano en su dirección.
Sus ojos iban de un punto a otro, haciendo que empezara a desear saber qué pasaba por esa cabeza. Al final, dejó salir un suspiro y tomó mi mano, haciendo que quisiera acercarla mí de un tirón y darle uno de esos besos que la dejaban sin aliento. Solo el hecho de que probablemente me había metido con unas mujeres que quizás era mejor no meterse, hizo que me frenara y las siguiera entre los árboles. En ningún momento aparté mi vista de nuestras guías, dando ligeros apretones a la mano de Morgaine, y uno que otro tirón cuando se quedaba atrás.
Lo que no esperaba era la ciudad. No tenía idea de cómo era Sembei, mamá jamás se había molestado en contarme cómo era allí, y tampoco había tenido la oportunidad de pasar por esas tierras. Entramos por una especie de calle principal rodeada por casas que parecían inmensas columnas de barro terminadas en punta. Mujeres caminaban por nuestros alrededores, algunas con una o dos armas encima, casi todas con vasijas y fuentes inmensas donde cargaban desde piedras preciosas hasta frutos. Había niños corriendo con ropas sencillas que hacían notar más lo delgado que eran sus cuerpos, comparado a los de los adultos; y los pocos hombres que vi, eran el doble de grandes que las mujeres que nos guiaban. Acerqué a Morgaine a mi costado cuando me encontré con uno observándola con detenimiento. Un intercambio breve de miradas bastó para que siguiera caminando por su cuenta.
Nuestro recorrido terminó en una construcción que parecía una extraña forma de árbol. Era abierta, dejando a la vista las idas y venidas de las personas, con un techo que se extendía como si fueran ramas de la copa, sin hojas, entrelazadas en un extraño patrón. Adentro de aquella construcción hacía un poco más de fresco que afuera, y varias se volvieron hacia nosotros. Un olor picante fuerte, mezclado con el de otras hierbas y tierra seca, me invadió la nariz. No estaba seguro si era de mi agrado o no, pero el tiempo de decidirlo se acabó en cuanto llegamos al centro.
Una mujer, vestida con telas que caían por sus hombros, superpuestas a un vestido corto. En cuanto sus ojos celestes se centraron en mí, fruncí el ceño. Dejó de hablar con quien estuviera hasta ese momento, caminando en nuestra dirección. Probablemente preguntó quiénes éramos a la que nos había guiado hasta ese momento, y nos dio una mirada de pies a cabeza.
Alcé el mentón, poniendo a Morgaine ligeramente atrás mío.
—Dice mi hermana Safika que eres el imetumwa —empezó y todas las otras se marcharon en cuanto hizo un gesto con la mano. Los collares con cuentas coloridas hicieron un ligero sonido cuando se movió en nuestra dirección—. ¿Qué buscas en estas tierras, eduano?
—Vamos hacia Dusilica. —No hubo ni un cambio en su expresión, nada aparte de pasar su mirada hacia Morgaine.
—Creo que esto es una conversación entre mujeres —dijo, en cambio, volviéndose hacia Morgaine. Apreté los dientes, cuando caminó hacia ella. Estaba por ponerme en frente, pero se me adelantó, dándome una mirada dura antes de enfocarse en la zibreña. Viéndolas una frente a la otra era como ver a un gigante y un ratón, no ayudaba que la local tuviera el cabello voluminoso y se inclinara un poco hacia Morgaine, a quién debía de sacarle unas tres cabezas. Quizás más.
Intercambiaron palabras en ventino. Distaba de ser la conversación más fluida, pero parecían tener la comprensión suficiente como para no meterse en líos. Crucé mis brazos, contemplando en silencio las explicaciones y negociaciones antes de que todo terminara en un acuerdo de que podíamos quedarnos un par de noches antes de seguir camino.
Nos dieron una habitación en una de las construcciones cercanas a la del centro, estaba algo alta, y a Morgaine no le hacía ni un poco de gracia. Apenas había echado una mirada para volver y sentarse en la pared más alejada, sacando algunas cosas de su bolso.
—Iré a bañarme. Sola —remarcó, mirándome fijamente. Rodé los ojos antes de asentir, volviendo la vista hacia la ventana. Contemplé el movimiento de todos los que andaban por la calle, a las mujeres que caminaban de un lado a otro, a los hombres que siempre iban solos, abriéndose paso con su presencia. Pero eran los niños lo que más podía ver corriendo de un lado a otro, dando alaridos de risas, corriendo tras alguna pelota o entre ellos.
Había perdido noción del tiempo cuando el caos empezó a desatarse. Empezó como unos gritos a la distancia, los sonidos de los niños se consumieron y de un momento a otro aparecieron dos hombres que se empujaban con fuerza. Me arrimé un poco más, apoyando ambos codos en el borde. La tierra volaba bajo el sol que empezaba a ponerse, los gruñidos de los hombres sonaban más y más fuertes, y habría jurado que sentí que vibraba todo el suelo.
Oí a Morgaine que entraba y me preguntaba qué veía. Creo que le mencioné algo justo cuando empezó la transformación. Los ví brillar como si fueran la flama más brillante que jamás hubiera visto, y así como emitían luz, se iban consumiendo, volviéndose más translúcidas, perdiendo fuerza. Era pequeño el cambio, pero sabía que estaba.
Criaturas enormes salieron de donde estaban ellos parados antes, agitando unas orejas inmensas, gruñendo y empujándose mutuamente. La criatura que había visto hacía... creo que poco más de dos años, volvió a mi memoria.
—Increíble —murmuré, viendo cómo se empujaban mutuamente. Ya había sangre en el suelo, colmillos que chocaban gruñidos que me hacían retumbar el pecho. Algunos niños parecían estar llorando a lo lejos y todo se veía a punto de irse a una pelea más... La mano de Morgaine se sujetó a mi brazo, sacándome momentáneamente de mi tren de pensamientos. Me volví hacia ella, notando que sus ojos estaban ligeramente abiertos por el miedo y no sabía si miraba a la pelea con espanto o era la altura. Estaba por decirle que volviéramos adentro, cuando escuché más gruñidos.
Tres mujeres caminaban hacia ellos, convirtiéndose en unas versiones similares a los que ya se encontraban chocando contra algunos edificios. Agitaron las largas narices, haciendo que un estruendo me invadiera los oídos. Morgaine se aferró más a mí y yo la acerqué a mí.
No aparté la vista de lo que ocurría, ni siquiera cuando los hombres chocaron contra el edificio donde estábamos. Más bramidos resonaron a la distancia y me pareció ver que otras tres mujeres se acercaban por el lado contrario a las primeras. Los dos hombres ya estaban empezando a dar golpes menos fuertes, empujándose y regando todo el suelo con la sangre que perdían. Sogas salieron volando en dirección a ambos, frenándolos antes de que volvieran a arremeter. Cada grupo de mujeres sostenía a un hombre.
Casi tan pronto como empezó todo, se llevaron a los hombres una vez llegaron más refuerzos. De a poco, se fueron calmando y vi cómo los cuerpos volvían a su forma original, aún así, la luz de ellos había disminuido. Abracé a Morgaine con un poco de fuerza, sin dejar de observar la calle.
La encargada de dirigir la ciudad de Shina, Umaji, nos dio un ligero asentimiento de cabeza cuando llegamos a su lado.
—Imagino que el imetumwa tiene algo de curiosidad por nuestras tradiciones —dijo, dándome una mirada que me hizo fruncir el ceño. Morgaine se aclaró la garganta y me obligué a asentir con la cabeza una vez. Eso pareció bastarle a la zibreña, pues volvió su atención sobre un hombre que caminaba con la cabeza gacha, maniatado y con ropas mucho más sencillas que las del resto.
La mano de Morgaine se entrelazó con la mía, haciendo que cayera en la cuenta de la tensión en mi espalda y puños. «No estás en Eedu, no te preocupes», repetía, casi sintiendo que iba a quebrarme los dientes de la fuerza que hacía con las mandíbulas. se suponía que el juicio, dos días después del incidente, era justo, que probablemente hubiera sido una disputa y terminaría con una sanción intermedia. Acerqué a Morgaine más a mi cuerpo, desesperado por sentir su calor.
El hombre se arrodilló frente a Umaji, quien avanzó con seguridad hasta pararse frente a él. Intenté concentrarme en el toque de Morgaine, distraerme con los reflejos de luz en los adornos de las gruesas trenzas de la zibreña, cualquier cosa, menos volver mi atención sobre el hombre.
—Kiira —dijo y el sujeto apenas hizo un movimiento. Dejé de escuchar lo que dijo a continuación, atento a cada gesto que hacía el rostro. Habría esperado encontrar desesperación, tristeza incluso, pero todo lo que veía era una seguridad y una frustración que me hacía querer cubrir a Morgaine.
Hubo una pregunta final, suponía que era un momento para dejar que él hablara, y cuando levantó la mirada, simplemente empecé a llamar al viento y la tierra en mi cabeza. Sus ojos se posaron en Morgaine, en mí, antes de decir algo a Umaji y lanzarse hacia nosotros, rompiendo las finas sogas que lo habían retenido hasta ese momento.
Antes de que siquiera le toque un pelo a mi More, lo atrapé con la tierra. Sentía las chispas de rayos danzando sobre mi piel. El zibreño se retorcía, sus ojos cada vez más enloquecidos, la luz de su alma más y más brillante.
La cabeza del hombre no estaba más. Un olor a carne quemada invadía mis fosas nasales y había un silencio sepulcral. Todas las miradas estaban sobre mí, apuntando sus armas. Veía al cuerpo que tenía enfrente. Era enorme, casi el doble que el de papá. Y había querido atacar a Morgaine.
—Nos marcharemos pronto —dije, con una voz que no era mía, mirando sólo a Umaji. Sus ojos estaban abiertos de par en par, retrocedió un paso tembloroso y me pareció ver cómo su piel se volvía blanca. Solté un suspiro cansado antes de volverme hacia Morgaine, quien tenía una expresión similar.
Ahogué el nudo que sentí en el pecho cuando no aceptó la mano que le extendí, y la seguí. Rápidamente empacamos todo, sin decir nada en todo momento. Avanzamos hacia el noroeste durante dos semanas, evitando a cualquier patrulla que viniera en nuestra dirección, así como las ciudades.
Estábamos cerca de la costa, estaba seguro de que llegaríamos a las costas dusilicanas en uno o dos días. La comida venía siendo mayormente frutos de árboles y algunos pequeños animales que lograba cazar. Tampoco nos faltaba el agua y el clima era mayormente pasable, por lo que dormir a la intemperie no era peligroso por ese lado.
Sin embargo, me notaba mordiéndome las uñas. Tenía un nudo en el estómago y no paraba de echar miradas en dirección a Morgaine. Había intentado explicarle, decirle... «¿Qué?» Apreté los puños, bufando para mis adentros.
Normalmente dejaba estar el asunto, no tenía sentido intentar decir cosas que no eran: creí que ella estaba desprotegida, actué en consecuencia. No dudaba de su habilidad para cubrirse, pero no quería que se lastimara para poder estar segura. A mí manera de ver, estaba siendo racional, pero eso no quitaba el hecho que había entre nosotros: ella no quería hablarme.
Y en ese silencio llegamos a la costa, donde una mujer de cabellos negros, ojos azules, y ropas vaporosas nos esperaba junto a una que tenía cabellos blancos como la nieve y ojos dorados que parecía estar a punto de ir a entrenar para la guerra. La primera alzó la barbilla, haciendo que quisiera apretar los dientes y enterrarla. «Ni se te ocurra.» Amargados.
—Vaya, por fin llegan —bufó la morena, mirando a la de pelo blanco, Rei, como si todo fuera culpa de ella—. ¿Esto es la porquería que querías mostrarme?
—Cuida tus palabras, Aokina —dijo con una voz baja, fría, una amenaza en silencio. Sus ojos incluso parecieron emitir un ligero destello ambarino. Ante aquello, la otra simplemente dio media vuelta y se marchó con la mayor dignidad que pudo. Rei sacudió la cabeza ligeramente antes de enfocarse en nosotros—. Vamos, Galyon ya me avisó sobre su visita.
—¿Y usted es...? —preguntó Morgaine.
—La responsable de ustedes en Dusilica.
Y con eso caminamos hacia el agua, exactamente donde estaba parada la mujer morena, quién no nos dirigió ni una mirada, demasiado enfocada en lo que sea que le interesara, probablemente el mar que había frente a nosotros. En cuanto entramos con Morgaine en el círculo, hubo un ligero murmullo antes de que unas paredes translúcidas se levantaran al tiempo que nos sumergíamos.
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