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49

Día de los Ríos, Erotmont, año 5778.

Me dolía la puta mano. Había sido una buena y mala idea recurrir a la sangre, pero no se me ocurría una mejor salida. Pero había logrado que no muriéramos.

«Danos más, Aaren, más, mucho más...» escuchaba que repetían los pinos y abetos. Tenía el estómago revuelto y el mundo se sentía algo inestable bajo mis pies, y no sabía si eran las plantas haciendo de las suyas o era yo. Estaba por apoyarme en un tronco cuando sentí que me agarraban de la cintura, acercándome a un torso firme.

—Vas a terminar humillándote luego de tu demostración —murmuró la voz de Darau en un tono tan grave que me sentí arder por dentro, más pareada que antes, si era posible. Eché una mirada en su dirección, encontrándome con su expresión estoica, ojos fijos al frente. Respiré hondo, tomando la mano para apartarla. Inmediatamente sentí la pérdida de calor, pero su presencia hacía que todo diera más vueltas, si es que era posible.

Di dos pasos, apoyando mi antebrazo contra un árbol y el vómito subió de inmediato. «Fantástico», pensé al escupir un poco del sabor ácido, como si eso fuera a ser de ayuda. Respiré hondo, sintiendo que me temblaban todos los músculos, que el mundo se alejaba de mí. «Vamos, Morgaine, has estado peor», me dije, intentando separarme del tronco sin caerme, lo cual era difícil, pero no imposible.

Me aparté, imaginando que mi espalda era tan firme como los árboles que me rodeaban. Alcé la barbilla y caminé lo más tranquila que pude, manteniendo la vista fija en el horizonte, decidida a que no iba a darle motivo alguno para que... «No se sobrepase de nuevo». Y eso bastó para que llegara a mi casa, sin voltear ni una vez en su dirección. En cuanto cerré la puerta a mis espaldas, dejé salir un suspiro. Cerré los ojos, encontrándome con el recuerdo de la criatura que se había distanciado de las otras. El terror que había sentido cuando comprendí hacia quién iba y la furia que me llevó a cortarme la mano.

«Limpia la herida, Morgaine», y me separé de la madera, yendo hacia la pequeña mesa que había en el centro de la sala principal. Había unas cuantas cosas que utilizaba Sahisa para sus entrenamientos particulares con Kadga. Reconocía las hojas y flores violetas de acónito, algunas raíces de jengibre, unas ramas de pino... no, ciprés. Había también mandrágora, hiedra helix y retazos varios de espatifilo. Tomé las ramas de ciprés, un poco del tomillo que parecía haberse apropiado de la ventana más cercana a la mesa, una rama de equinácea y fui hacia la cocina. Saqué las ollas que iba a necesitar y empecé a preparar las plantas.

—¡En mi cocina no! —chilló Sinta en cuanto abrió la puerta. Rodé los ojos, terminando de pelar las hojas para la infusión de ciprés y luego empecé a trocear el tomillo—. ¡Y en mis ollas! Morga, entiendo que tengas nostalgia por hacer tus pociones, ¡pero no quiero terminar envenenada!

—No vas a morir por ingerir ciprés o tomillo...

—¡No lo quiero en mi comida! —terminó diciendo—. Hagan sus cosas raras con Saisha en las ollas que ya han arruinado, ¡por las plumas de Alo! Anda, fuera, fuera —dijo mientras me empujaba. Intenté protestar, sabiendo que era en vano, así que agarré al vuelo unas ollas que Sahisa había usado una vez y ya habían quedado como "inservibles para comer sin peligro" según la oucraella. La ventina sacudía la cabeza, mascullando algo que sonaba a exasperación mientras me daba una sonrisa de lado antes de darme el pedernal que habíamos tenido que aprender a usar luego de que se nos prohibiera entrar a la cocina.

Salí de la casa con las dos ollas bajo el brazo y las ramas, junto con el pedernal, dentro de estas. Sahisa me había llevado a un arroyo que corría no muy lejos de allí, diciendo que necesitaba ayuda en caso de que apareciera una especie de criatura blanca con ojos raros. Rogaba que no fuera la que yo conocía, era difícil saberlo y ninguna de las dos iba a sacar el tema.

Estaba a mitad de camino cuando lo sentí. Las voces de todos los árboles empezaron a susurrar que Darau estaba cerca. Consideré darme la vuelta, sin ganas de volver a lidiar con lo que sea que tuviera, hasta que miré la mano y, si tenía que ser completamente honesta conmigo, evitarlo jamás era la mejor de las opciones en un pueblo. Me preparé para mantener la distancia que había, porque claramente no iba a cambiar nada que su hermana menor lo hubiera alterado, que le dijera un apodo que definitivamente no quería que yo lo oyera ni... «Ay, Morgaine, raíces benditas, ¡ya cálmate!»

Y una mierda me iba a calmar.

Las ollas estuvieron a punto de caerse de mis manos cuando me topé con él. Había esperado verlo como en los entrenamientos, con una camiseta ajustada o algo así, no desnudo de la cintura para arriba. No debía sorprenderme nada de lo que veía, ya tenía que estar más que acostumbrada, y aún así estaba clavada en mi lugar, viendo descaradamente cómo se movía mientras hacía su... lo que sea, y con las mejillas a punto de estallar.

«Quizás tengo suerte y no me note...»

—¿Vas a seguir mirando o vas a usar tus ollas?

«Hiedras...»

—Dudo que te interese lo que haga —repliqué, caminando con los hombros echados hacia atrás y la vista fija en el agua. Simplemente tenía que ir, llenar de a poco las ollas y encender el fuego. Nada complicado.

—Puede ser —dijo con un tono grave que me puso los pelos de punta y el corazón latiendo con fuerza—. Pero no te has curado la herida por cubrirme la espalda.

—Cualquiera lo hubiera hecho —repliqué, arrodillándome.

—Elmer y Lisbeth están en desventaja frente a anánimos —empezó—. Tus amigas tendrían posibilidad una vez que puedan controlar su transformación de la misma manera en que lo hacen mi mamá y Kadga. —Fruncí el ceño, intentando no voltearme y decirle que para la próxima se ahorrara el asunto de señalar lo obvio—. Y tú eres quien menos razones tiene para ayudarme.

Saqué la olla del agua con cuidado, considerando sus palabras. Ninguno de los dos dijo nada por un buen tiempo, porque, de acuerdo, a simple vista no tenía ni una puta buena razón que justificara el no dejarlo morir. «Que tu entrenadora te mire con promesas de muerte es buen incentivo», pero seguía sin ser suficiente motivación.

—Mi buena acción del año, supongo —dije, apartando con fuerza el llanto que sonaba a la distancia, la sensación de ahogo que amenazaba con convertirse en lágrimas. «No aquí, no con él».

—De todas formas —dijo, colocándose a mi lado, todavía con esa expresión que no traicionaba en nada. Lo vi tragar saliva, mirar a cualquier punto, antes de dejar salir un bufido—. Aprecio que no hayas dejado que me maten.

Asentí una vez, apartando la mirada antes de que viera nada. Tenía la impresión de que las palabras iban a salir en cualquier momento, que todo lo que no quería, iba a volver. «Dudo que le importe, y si le importa, ¿qué gano? Puede que nada».

Pasó un rato más en el que terminé de llenar las ollas y empecé a armar una pequeña fogata a unos pasos del agua. En lo que colocaba las piedras, él se fue a buscar ramas, dejándolas a un costado de donde estaba y volviendo a sentarse. Encendí el fuego y coloqué las ollas encima.

—¿Lo extrañas? —Ante mi expresión confundida, añadió:—. Eedu, tu isla.

Consideré las palabras por un buen rato, no porque no tuviera respuesta a su pregunta.

—Extraño como quien se siente fuera de lugar. —Sus ojos me quemaban, pero no decía ni una palabra—. Dudo que alguna vez volviera a una tierra que no... perdona.

La palabra se sintió como un nudo. Si seguía, sabía que iba a sacar todas las lágrimas, que iba a quebrarme frente a la única persona que quería pedirle perdón de rodillas y a la vez salir corriendo en dirección contraria. De nuevo las sentía a las manos heladas que me sujetaban, que me impedían hacer algo hasta que todo fuera demasiado tarde.

—Hay un sitio —empezó, sacándome de mis cavilaciones—, es aquí en Jagne... Será más fácil si te lo muestro —dijo, poniéndose de pie.

—Tengo que...

—Apágalo, creo que esto te puede servir mejor.

Lo miré de hito en hito, y, Cirkena me tuviera piedad por seguir metiéndome en los mismos enredos de siempre, terminé aceptando. Apenas se había calentado la olla, por lo que no fue difícil sacarla y apagar con un poco del agua que Darau tiró sobre las llamas. Tomó la otra, la que tenía la que tenía el tomillo, antes de decirme que le siguiera.

Fuimos hacia la parte abandonada del pueblo, entrando a una casa que estaba en relativas mejores condiciones que las otras, pero había algo peculiar dentro. Inhalé e inmediatamente creí reconocer el olor que solía haber en el invernadero de mi progenitora cuando me enseñaba algunas pócimas. Dejé la olla y caminé hacia un sitio, tocando con cuidado un pequeño montón de lo que parecía una arena grisácea. Llevé un poco a mi boca, sintiendo de inmediato que todo mi cuerpo empezaba a reaccionar como si hubiera abierto todas las puertas de una casa.

Me aparté de inmediato, casi escupiendo las cenizas saladas.

—¿Mal sabor? —preguntó él, riéndose por lo bajo.

—Ojalá fuera el mal sabor —gruñí, escupiendo una vez más—. Es más... —Y el mundo empezó a darme demasiadas vueltas. Sentí la sed de sangre de los árboles, volvía a estar solo en mi cuerpo, me costaba distinguir donde estaban mis pies y lo siguiente que supe es que me sujetaban.

—Respira. —Intenté inhalar, haciendo que volviera a vomitar. «Dos veces seguidas delante de él en menos de una hora... Patético»—. ¿Quieres agua, recostarte...?

Asentí despacio ante lo último, aferrándome a él frente al repentino cansancio que me invadió, aflojándome las piernas. Creo que me tomó en brazos o algo, porque sentí que mi cuerpo se reclinaba y luego quedaba pegada a él y el mundo se balanceaba un poco hasta que me encontré acurrucada. Escuché que me indicaba el ritmo de las respiraciones, y no podía siquiera pensar en no hacer lo que decía. Inhala, exhala, inhala, exhala...

De a poco, las ideas se me fueron aclarando, dejando un cansancio y malestar lejano que me invitaba a acomodarme más contra él.

—¿Qué pasa con las cenizas?

—Es... como si todo el bosque se metiera en mi cabeza.

Lo escuché considerar mis palabras, como si así pudiera terminar de decidir algo. El brazo que me sostenía los hombros me acercó más a su pecho y mis ojos se cerraron casi de inmediato. Sentí el olor como dulce y algo fuerte, demasiado tentador como para no querer quedarme dormida allí mismo.

—Supongo que tiene sentido —dijo, y abrí un ojo, mirándolo desde aquel ángulo, encontrándome con una expresión algo más relajada de lo usual—. Mamá comenta que potencia lo que está en ella, de ahí a que pueda endurecer su piel.

—¿Nero puede hacer qué? —pregunté, separándome de su cuerpo de inmediato. Una sonrisa de medio lado salió como respuesta y un brillo que reconocía—. Pero, eso no debería ser posible. Los sembeinos no tienen nada que permita endurecer la piel. Dan fuerza, y un poco de descontrol, pero no... No tiene sentido.

Él se encogió de hombros.

—Si quieres, pregúntale. Yo no me atrevía a tomarlo porque... —apretó los labios y mandíbula por un momento, dejando salir un suspiro, dejando caer la cabeza contra la pared, cansado—. Simplemente no pasó por mi cabeza.

Asentí y no dijimos nada por un buen rato, hasta que Darau señaló mi mano e inmediatamente fuimos a por las ollas. Encendimos un fuego en un brasero viejo rudimentarios, dejamos las dos ollas sobre el fuego y, por un momento, tuve la sensación de que volvía a la cocina en mi anterior casa.

—¿Necesitas una venda? Creo recordar haber visto un poco en mi casa. Iré a buscar, ya vuelvo —anunció y, antes de que pudiera terminar de captar las palabras, ya estaba poniéndose de pie. Lo vi salir con paso rápido, casi trotando.

No sé cuánto tiempo me quedé mirando la puerta cerrada, tratando de comprender cómo es que habíamos pasado de las pocas palabras a... eso. Volví a concentrarme en las ollas, en cómo el agua recién empezaba a mostrar algunas pequeñas burbujas en el fondo.

—Bueno, es algo, creo que puede servir. —Casi salté sobre el agua que empezaba a hervir cuando entró Darau. Llevaba un rollo de vendas y un cuchillo en la otra mano—. Por cierto, mi mamá dice que muchas gracias por el tónico, le confirmó unas dudas que tenía. ¿Puedo saber de qué era?

—Eh... —tomé las vendas mientras él se sentaba a mi lado, cruzando las piernas y apoyando las manos en su espalda—. Gracias.

—De nada. Por cierto, ¿no te parece que mi mamá anda rara? Anda más malhumorada que de costumbre y cansada. Me parece que también anda un poco más sensible de lo usual.

Lo miré largo y tendido, tratando de seguir al menos un poco la conversación. «¿Desde cuándo compite con Sinta en hablar sin parar a respirar?» En algún momento notó mi silencio prolongado, porque frenó lo que estaba diciendo y me miró, alzando las cejas momentáneamente.

—¿No vas a usarlas? Dame, te ayudo. Y se te va a quemar eso —dijo, tomando las vendas y el cuchillo mientras señalaba con la barbilla las ollas.

—Tiene que enfriarse un poco antes de que pueda usarlas —respondí, mirando a mis alrededores, como si allí fuera a encontrar algo para poder sacar las infusiones sin que me quemara la mano. «Podría sacarme la camisa...» Ni había terminado de formular el pensamiento y Darau ya se encontraba tendiéndome su abrigo.

—Aguanta bastante bien las temperaturas altas —explicó, sin bajar el brazo en ningún momento—, y dudo que quieras quedar en ropa interior frente a mí. No que no haya nada que no haya visto antes... —Sus mejillas se colorearon en el instante que las palabras salieron de su boca, al igual que las mías—. ¡Cuernos! Lo que quiero decir es... ¡Agh! Me refiero a que no tengo problema en que uses mi abrigo, tolero mejor el frío que vos, creo.

—En Eedu hace bastante frío.

Lo vi abrir y cerrar la boca un par de veces antes de desviar la mirada, todavía con las mejillas rojas, sin dejar caer en ningún maldito momento el abrigo. «¡Por los libros sagrados, tómalo, Morgaine!» Todavía tenía algo de su calor cuando lo agarré, y me obligué a no acercarlo a mi nariz. Ya era demasiado rara la situación como para que la estuviera complicando más.

Saqué la sollas del fuego y las dejé a un costado. Por suerte, no quemé el abrigo y se lo devolví con un poco más de brusquedad de lo que hubiera querido.

—No te agradecí por lo de hoy —soltó él en un momento, haciendo que mi cuerpo entero se tensara—. Dudo que hubiera podido sobrevivir si no me cubrías con las raíces. Gracias.

—Ya te dije, no es nada en particular.

—Mora. —Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies al escuchar el diminutivo—. Habré metido la pata, tengo mis cosas, pero no tengo ganas de... —apartó la mirada, sus ojos emitiendo un suave brillo verde—. ¿Podemos tomarlo como estar en igualdad de condiciones?

Parpadeé, sin saber cómo hiedras había pasado de estar hablando sobre que le había cubierto las espaldas a que estábamos en igualdad de condiciones. No me atrevía ni a reírme, no cuando me miraba como si estuviera a un instante de abrir el pecho. «Demasiado pronto», chilló una parte de mí.

—Dudo que estemos en igualdad de condiciones.

Gruñó algo que no comprendí antes de empezar a juguetear con el pequeño cuchillo. Lo miró por un segundo antes de mirar mi mano.

—Al menos deja que arregle un poco el daño —terció, ofreciéndome la palma de su mano. Reticente, se la di, ganándome una pequeña sonrisa de su parte antes de poner la hoja en el fuego que quedaba, calentándola—. Quizás sea mejor tirar un poco de agua o algo para limpiar tu herida antes de cauterizarla.

—El tomillo es para desinfectar, Darau —señalé, sintiendo que todo mi cuerpo se tensaba al pensar en que me pondría aquella hoja contra la piel. Asintió una vez con la cabeza antes de colocar el mango del cuchillo entre sus dientes, moviéndose hasta quedar junto a la olla con tomillo (se la tuve que señalar). Sus mano libre, la que no sostenía mi muñeca, empezó a pasar con cuidado el agua tibia por la herida, sacándome una ligera queja ante el contacto.

Inspeccionó la herida, satisfecho con el resultado y volvió al fuego, calentando un poco más la hoja antes de apoyarla. Grité, casi tiro todo lo que tenía hecho, solté todos los insultos que conocía, ganándome una expresión divertida por parte de Darau. Y antes de que le diera un golpe a él, me apartó la hoja, dejando una cicatriz más grande en la mano. Consideré gritarle, pero de inmediato fue a por las vendas y cortó unas cuantas tiras, remojándolas en la infusión con hojas de ciprés.

Trabajó murmurando algo para sí entre dientes, tan bajo y rápido que me resultó imposible comprender qué decía. Mis ojos saltaban de su expresión concentrada hacia la facilidad con la que sus manos trabajaban sobre el vendaje, envolviendo mi mano con unas cuantas tiras antes de pasar una que las mantenía a todas presionadas contra mi palma.

—No creí que fueras tan malhablada —comentó cuando terminó de atar el vendaje.

—Sinta puede ser pintoresca cuando tiene que enseñarle algo de combate a Sahisa.

Una sonrisa de medio lado acompañó su asentimiento de cabeza. Ninguno dijo nada por un buen rato. Yo no quería romper la burbuja que se había formado, menos perder aquel brillo de vista.

—Me alegra que tengas amigas que se preocupan por ti —soltó, poniéndose de pie, recogiendo su abrigo del suelo. Abrí la boca para protestar, pero él me ganó—. Entiendo que eras cercana a... No me voy a acordar del nombre, la gorda.

—Kadensa.

—Como sea —dijo, sacudiendo la mano—. Te ves más... tú cuando estás con ellas.

—¿Y cómo sería eso?

La pregunta pareció hacerle gracia, aunque se frenó de contestar.

—Vamos, se hace tarde —dijo, ayudándome a ponerme de pie—. Cualquier cosa, ven aquí si quieres descansar de ellas.

—Es tu sitio, Darau —señalé. Él se rascó la nuca y torció la boca, mirando a los alrededores antes de volver a enfocarse en mi.

—No tengo problema en compartir. Creo que tú podrías aprovechar mejor esta parte.

Y, con eso, salimos del edificio con las ollas abajo de los brazos y el pedernal en el bolsillo de mi pantalón. Estaba tan perdida en mis pensamientos que no noté que habíamos llegado a mi nueva casa y Darau me despedía con una sonrisa fugaz. Quedé como idiota contemplando su espalda en lo que se volvía a su casa, a unos metros de donde estaba.

—¿Te diste un fuerte golpe o tus plantas te dejaron tonta? —preguntó Sinta, sacándome de mi ensoñación. Antes de que pudiera negarlo todo, miró hacia donde había estado viendo y me dio de nuevo la sonrisa pícara—. Tendré que acostumbrarme a verte babear.

Me abstuve de responder que yo no hacía tal cosa. «Porque definitivamente vería la mentira».


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