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3 de ceberimid a Erotmont, Día de los Ríos, año 5778.
Los héroes son tales porque incluso cuando no queda ni el polvo de sus huesos, siguen defendiendo al que los necesita.
Trifhe era un personaje que solía aparecer en las historias que me contaba mamá cuando vivíamos en Natham. Siempre que empezaba a narrar una historia era cuando ella había terminado de limpiar sus heridas, con los brazos vendados y estaba por ir a dormir.
El comienzo siempre era sobre algún monstruo que hubiera existido en los albores de Landon, cuando los dioses ya habían dejado de caminar en la tierra y nosotros nos habíamos convertido en quienes tenían que cuidar de lo que nos habían dejado. Mi historia favorita de Trifhe era la que se enfrentaba a Aburo, un yukuteriano imposible de vencer.
Solía imaginar a una criatura inmensa como las montañas, con ojos completamente dorados, sin pupila, que podían ver el presente y el mañana sin dificultad alguna. Una larga melena que ondeaba junto a la capa que cubría sus ropas y armas, diminutas al lado de aquel ser. Lo veía sentándose en una roca lejana, contemplando todo con la mente en paz, considerando la mejor forma de acabar con la amenaza.
Nunca recordaba el final, pero sí la sensación que me invadía cuando mamá me describía la pelea, la fascinación con la que escuchaba cada palabra. A veces soñaba con un hombre así, alguien que viniera y nos sacara a mamá y a mí de la casa de Chiena y nos dejara ir a otro lugar. De vez en cuando, luego de llegar a Jagne, me encontraba en la duda de si Cole era aquel hombre; daba miedo, pero tenía ese aire que siempre me había imaginado con Trifhe.
Y esa clase de hombre me gustaría ser, con o sin una melena al viento, pero que pudiera ver a la enorme bestia a los ojos y no huir.
Las palabras que le había dicho a Morgaine todavía sonaban por mi cabeza, a veces me encontraba contemplándola en silencio, estudiando cómo poco a poco se iba volviendo más ágil en los movimientos. Sabía que me miraba, así como varias otras, pero daba igual. No pensaba acercarme y ella tampoco hacía amagues, si era por miedo, odio o lo que sea, desconocía, tampoco era algo que me quitara el sueño.
No tenía problema alguno en devolverle los golpes a Elmer, los esquivaba mejor que antes, incluso.
—Eh, afloja un poco —murmuró en un momento y lo siguiente que supe es que Elmer estaba jadeando, doblado en dos y mamá estaba frente a mí. Tenía el ceño fruncido y la boca en una fina línea. Me alejé, bufando, dispuesto a pasar unas cuantas horas más en el bosque, donde el mayor peligro sería aquel que no entendiera de espacio personal.
Apenas había dado unos pasos cuando escuché que me llamaban. Lisbeth iba hacia mí con una mirada furiosa que me hizo rodar los ojos, deseando dejarla plantada exactamente donde estaba.
—¿Qué te pasa? Llevas actuando como un hijo de puta demasiado tiempo, Darau —empezó, con los dientes apretados. Incliné mi cabeza, mirándola con la misma calma helada que sentía.
—Tranquilamente podría serlo, Lisbeth —dije, poniéndome la chaqueta. Ella abrió la boca, las cejas ya juntándose más de lo que uno creería posible, todo el cuerpo tenso, lista para saltar en cuanto su control se perdiera—. Estoy bien, no es nada.
—¡Y una mierda que estás bien! —Rodé los ojos ante su alegato—. Entiendo que tengas algo con Elmer por lo de hace años, pero ya lo habían arreglado. ¿Qué mierda es ahora?
Gesticulaba con los brazos, las mejillas estaban rojas y el pelo atado en una trenza que dejaba libres algunos mechones. Imaginaba que estaba más despeinada por el entrenamiento.
—No es tu problema.
—Oh, sí lo es, Supkum —gruñó, parándose más cerca. No me moví, pese a que mi espalda se tensó ligeramente y empecé a sentir el conocido pulso sobre mi piel—. Eso no fue un combate, fue una puta humillación a mi novio.
—Haber elegido uno mejor —repliqué, apartándome justo antes de que la mano impactara contra mi cara. Apreté los dientes, sonriendo de medio lado mientras sentía que el veneno se iba acumulando en mi lengua—. ¿Qué pasa? ¿Él no puede defenderse solo que tiene que venir su novia?
—No me sorprende que Morgaine te haya golpeado —dijo y mis manos empezaron a tensarse, podía escuchar al viento y el suelo esperando que les diera la orden—. Sea lo que sea que estás haciendo, Supkum, será mejor que pares. Ya estás siendo ridículo.
Y con eso, se fue. Ahogué un gruñido mientras me daba la vuelta y caminaba hacia el bosque. El silencio era bienvenido, aunque seguía echando miradas de reojo alrededor, atento a cada cosa que pasaba por allí. Respiré hondo, concentrándome en los olores del bosque, cerrando los ojos para poder escuchar cada susurro.
Era lo único real.
Caminaba por el bosque con Elmer y Lisbeth. Completamente tranquilos. No recordaba hacía cuánto estábamos caminando, y me tomó un momento saber dónde estaba.
—¿Qué opinas? —preguntó Elmer, haciendo que lo mirara. Intentaba recordar qué me había dicho hasta entonces. Sabía que era algo importante, pero se me escapaba. Me encogí de hombros, sin dar una respuesta del todo comprometedora.
—¿En serio no tienes problema con que estén las novatas con nosotros la siguiente vez? —fue el turno de Lisbeth, mucho más fría de lo que jamás la había visto. Esperable, suponía.
—No es como si pudiera cambiar algo —dije, contemplando los árboles, buscando algún punto donde pudiéramos subir y vigilar por un tiempo desde lo alto. En cuanto llegamos a un buen sitio, trepamos y nos quedamos allí por un buen rato.
Sentía al bosque al alcance de mis dedos, no lo escuchaba, era como una conciencia, de la misma forma en que sabes dónde están tus manos cuando no las miras. Trepé a un tronco con más facilidad de la que recordaba hacerlo alguna vez, acomodándome en la rama con el arma al alcance de mi mano.
Parte de mí quería hablar, conversar con Lisbeth y Elmer sobre lo que sea, pero no me apetecía. Contemplaba el horizonte, sin nada más que la intención de ver si algún anánimo decidía venir o no.
—¿Realmente no te molesta en nada?
—¿Y qué importa si me molesta que esté o no la bruja dando vueltas? —gruñí, sintiendo que la paciencia se me agotaba—. Mi padre ya fue suficientemente claro, yo no tengo nada que hacer —y di la conversación por terminada. Morgaine había mejorado, pero no dudaba en que iba a ser comida de anánimo si llegaba a cruzarse con uno.
O tal vez no. No tenía idea.
Suspiré, volviendo a fijar mi vista en el frente. No había nada, y no sabía si eso me aliviaba o enfadaba.
Estaba en mi sitio de siempre, arriba del laboratorio, contemplando mi mano con una silenciosa fascinación. Veía unas marcas que corrían por mi piel, nacían de mi pecho y terminaban en mis dedos. Mi cabeza recreaba a la llama que había sentido en Eedu. No tenía idea por qué estaba volviendo a ese entonces, pero regresaba.
Cerré mis ojos, enfocándome en encontrar aquel pulso que seguramente estaba dentro de mí. Era importante, desconocía el motivo, pero debía aprenderlo. Intentaba lograr que apareciera una vez más, aunque se sentía como querer atravesar un muro hecho de piedra.
Respiraba hondo, buscando algo que se suponía que tenía que ser familiar. Era sutil, tanto que estaba seguro de que era un producto de mi imaginación. Desconocía cuánto tiempo llevaba practicando, simplemente que la paciencia estaba quedando corta, que estaba cada vez más y más convencido de que estaba perdiendo el tiempo.
—Llámalo y vendrá —oí que murmuraban cerca de mi oído. Contuve un insulto al no poder recordar la palabra que había usado entonces.
Veía al niño de nuevo sobre la tarima, sujetado por manos firmes, demasiado grandes sobre su pequeño brazo. Sus ojos me encontraron entre la multitud y la palabra simplemente salió de mi boca, envolviéndonos a ambos para luego escupirnos en el bosque, lejos de todo cuando ya era demasiado tarde.
Bajé la mano, exhalando fuerte. Salí y me marché a casa, sospechando que mamá y papá se preocuparían si no volvía pronto para cuidar de Nele en lo que ellos salían a patrullar. Salí de mi pequeño refugio echando un vistazo hacia los costados, sintiendo que me observaban pese a que no había nada que pudiera estar causando aquella impresión.
—¡Dau! —chilló Nele desde la cocina cuando llegué. Tenía su cabello atado y un poco de harina en la nariz—. Mami y yo estamos haciendo lanicta, ¿me ayudas?
Sentí una ligera chispa de alivio al saber en qué día estaba viviendo. Asentí, dejando la capa a un lado y yendo hacia la cocina con una Nele sonriente por delante. Mamá me dio una tenue sonrisa antes de dar un último gruñido al hundir la masa en el aceite, siempre bajo la atenta y emocionada mirada de mi hermana.
—Denle por un rato más —dijo mientras se limpiaba las manos con un trapo—, está bastante integrado, pero todavía debe absorber bastante aceite —añadió. Me miró fijo a los ojos, dándome una orden que inmediatamente asentí. Conocía muy bien la expresión de "cuida a tu hermana, porque si algo le pasa, no me importa tu edad, igual vas a ser sermoneado".
—Iremos hacia la zona de las ruinas —avisó papá al bajar las escaleras—. Luego cuelga tu abrigo —me dijo, sin mirarme ni enojarse—. Volveremos en un par de horas.
La puerta se cerró y ya me encontraba terminando de doblar las mangas, listo para seguir con la tarea que habían dejado, cuando llamaron a la puerta. Fruncí ligeramente el ceño, extrañado de que volvieran tan pronto mis padres a buscar algo. Nele, quizás ante mi duda, reaccionó antes, bajándose de la banqueta de un salto, que me hizo estirar la mano en su dirección por puro reflejo, y corrió a abrir. Me llevó un momento soltar un suspiro antes de ir tras ella.
—Oh, hola.
—¿Qué haces aquí? —La pregunta salió antes de que pudiera contenerla. Morgaine separó la vista de mi hermana para dirigirla a mí. Tenía el cabello atado a medias, dejando su rostro despejado, pero con unas hondas que, de alguna manera, le quedaban demasiado bien con la forma de sus facciones. Sus ojos pasaron de la sorpresa a una tranquilidad absoluta.
—Venía a dejarle esto a Nero —dijo, sacando un frasco con lo que parecía una solución acuosa. Como si eso fuera todo lo que tenía que saber, se agachó hasta quedar a la altura de Nele—. Escucha, sé que parece agua, pero no lo tomes, te va a hacer sentir muy enferma, ¿si? Es para tu progenitora.
—¿Progen... pogenit...? ¿Quién?
Apreté los labios de la repentina risa que me invadió al ver el intento de Nele y cómo Morgiane se tensaba ligeramente. Me echó una mirada, no sé si para pedirme que me callara o que le diera una mano con la palabra que mi hermana comprendiera. Crucé mis brazos, sintiendo una sonrisa de lado y levantando el mentón ligeramente.
—Si serás... —dijo en eduano, entrecerrando los ojos por un momento antes de soltar un bufido—. Nero. No recuerdo la palabra.
—Ah, ¿mamá?
—¡Esa misma! —sonrió Morgiane, como lo hacía ella, apenas visible pero el cambio estaba y... me encontré estudiando un poco cómo era su rostro con aquella expresión. De no haberla conocido antes, habría creído que su realidad era otra, similar a la mía. Pero la había vivido y sabía de qué era capaz. Apenas había dado un paso y su rostro regresó a la misma imparcialidad que conocía, dándome una mirada que bien podía ser de desprecio, indiferencia o ganas de tenerme encerrado en un laboratorio. Todo se veía posible—. Los dejaré tranquilos.
—¿Quieres ayudarnos a hacer lanicta? —preguntó Nele antes de que la eduana se hubiera dado vuelta de todo. De nuevo, la sorpresa tomó control de su rostro, dulcificando un poco su gesto—. Dau suele quemar mucho la comida.
—Yo no quemo la comida —protesté, sintiendo que las mejillas me ardían ligeramente ante la ceja alzada de la castaña. Por supuesto, mi hermana iba a sacar la única vez que me había despistado y terminé quemando las papas. Y, cómo no, eso iba a ser lo que atrajera a Morgaine al interior de la casa, con una muy feliz Nele que le contaba de todo mientras me daba el frasco para mamá.
Dudé si dejarlas solas por un momento, temeroso de que si me despistaba un instante, todo se saldría de control, pero no iba a dejar algo que no tenía idea si me iba a terminar pulverizando, o no, cerca de la comida. Resignado, subí los escalones de dos en dos, dejando el frasco en la mesa de luz de mamá y bajé casi corriendo de regreso.
Me encontré con mi hermana explicándole a la bruja qué teníamos que hacer, a Morgaine ya arremangada y metiendo las manos en la masa y aceite.
—Entonces, Dau me dijo que le mostrara cómo me convertía y ¡puf! Se rompió la ventana —estaba diciendo Nele, gesticulando con sus manos al lado de Morgaine. Caminé hacia ella en cuanto la vi tambalearse, agarrándola.
—Sentate, cabezona.
—No me iba a caer —dijo, haciendo puchero e inflando las mejillas.
—Por supuesto, porque te agarré antes —repliqué, y recién entonces noté que los hombros de Morgaine se relajaban ligeramente—. Papá ya te dijo que tengas cuidado.
—Y mamá dijo que el cuidado es para tontos.
Me crucé de brazos, apoyando la cadera contra la encimera.
—Ajá, ¿si sabes que si vos te lastimas, los dos vamos a ir al rincón, no?
Nele lo pensó por un momento, antes de decidir que su mejor respuesta era sacarme la lengua. «Mocosa malcriada», moría por decirle.
—¿Rincón? —preguntó Morgaine, sin dejar de amasar. Nele no tardó ni un segundo en contarle las veces en las que ambos habíamos terminado bajo castigo. Intenté intervenir, para que un poco de mi dignidad no quedara pisoteada, pero las dos parecían complotadas a hacerme oídos sordos.
Las dejé seguir conversando, pidiéndole a Morgaine que me dejara a mí amasar en lo que ella conversaba con mi hermana. Corrijo, mi hermana se encargaba de hablar y la otra escuchaba con una tenue sonrisa que tironeaba de sus facciones. Mientras tanto, la masa se tragaba mis intentos de defensa y un poco del malhumor que venía arrastrando.
Al día siguiente, mientras esperaba a que llegara el grupo para la patrulla, contemplaba el bosque, teniendo la impresión de que los árboles y el aire mismo estaban conteniendo el aliento. La noche había terminado tranquila, con Morgaine marchándose en cuanto Nele mostró un poco de sueño, y parecía que habíamos seguido con la rutina de siempre. Mejor.
—¿Esperando encontrar alguna presa, Darau? —preguntó Lisbeth a mis espaldas.
Iba junto con Elmer y, detrás de ellos, Sinta, Sahisa y Morgaine. La primera tenía los ojos brillantes de emoción, casi saltando sobre la punta de sus pies, la segunda parecía estar evaluado todas las formas posibles de morir y la última estaba aburrida a todas luces.
—Dudo que encuentre algo hoy —mascullé, acomodando el arma sobre mi hombro, apartando mi mirada de inmediato de la eduana.
Recorrimos la zona sur y sudeste del bosque sin mayores inconvenientes. Algunos pájaros, quizás un ligero sobresalto de Sahisa que nos ponía a todos con los pelos en punta. Y, por todo lo bello del mundo, tenía la impresión de que estaba a segundos de escuchar un estallido.
El silencio era pesado, tanto que podía escuchar mi propio corazón latiendo con fuerza en mi pecho, listo para empezar a correr en cuanto todo se fuera para el lado de las sombras. Escudriñaba los alrededores, prestaba atención incluso a la falta del sonido de los ocasionales pájaros o el correteo de algún pequeño roedor entre la hojarasca y el barro.
Una mirada hacia Elmer y Lisbeth bastó para confirmar que ellos también estaban algo inquietos. Nada bueno podía venir del silencio absoluto.
Y, como si ese pensamiento fuera el gatillo que hacía falta disparar, el viento pareció enloquecerse. Lo escuchaba susurrar palabras incomprensibles mientras azotaba mi cara, haciéndome retroceder un paso hacia el costado.
«Desvíate hacia los costados», murmuré a la vez que intentaba hacer el gesto de apartar en dos a una cortina. Ni bien separé un poco mis manos, las hojas se aquietaron, y me pareció escuchar una carcajada en la lejanía. Miré hacia arriba, captando un destello rojizo, pero bastó que captara la palabra anánimo en el viento para que mi atención regresara al suelo. Al mismo tiempo que lo hice, Elmer me llamó, desenfundando el arma.
A unos metros de donde estábamos, una manada de anánimos, vagamente familiares, corrían hacia nosotros. «Cirensta bendita...» Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera comprender, dando un paso hacia el frente, sin desenfundar el arma, ordenando a la tierra que se abriera, que entorpeciera su avance. Sentí que el aire empezaba a chisporrotear a mi alrededor, esperando la orden para hacer su parte.
Estaba listo, esperando que se acercaran más, conteniendo hasta la respiración en lo que veía a las fieras acercarse.
—¡Darau!
Apenas miré hacia un costado, encontrándome con unas fauces y al segundo siguiente, una rama atravesaba el cráneo con una fuerza brutal. En un parpadeo, más ramas y tallos envolvieron al cuerpo. El bosque entero pareció sacudirse.
Por instinto, dirigí los rayos hacia el frente, matando al anánimo más cercano de un golpe. Apenas había tocado el suelo cuando unas raíces lo envolvieron, encerrándolo como si fuera en una crisálida en lo que tardaba en parpadear. «Luego», pensé mientras ordenaba a la tierra a que atrapara a los otros anánimos. En cuanto sus patas quedaban atascadas, sus bocas se abrían en un grito de dolor. Ni salía un murmullo cuando ya estaban siendo destrozados por las raíces como si fueran lanzas.
Y todo terminó tan rápido como empezó. Jadeaba un poco, dándome vuelta para encontrarme con Morgaine de rodillas, sus manos apoyadas en el suelo. Finas marcas de un verde oscuro recorrían su piel, similar a las que yo sentía en la mía. Alzó su mirada, dejando a la vista unos ojos tan verdes como las hojas en primavera, las mejillas ligeramente sonrosadas y con una ligera falta de aire. Ni llegué a pensar nada cuando ella se puso de pie, mirándome con el mentón ligeramente elevado.
—La próxima presta atención a tus alrededores —soltó y se fue hacia el pueblo con tanta seguridad que casi me hizo reír entre dientes.
—Alguien acaba de quedar congelado —se carcajeó Lisbeth, sacándome del ligero estupor. Negué con la cabeza, volviendo a mirar hacia el bosque. Ni de broma parecía normal el paisaje, con aquellos montículos de tierra y raíces apretadas. Ignoré los comentarios de los demás, regresando al pueblo sin dirigirles la palabra.
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