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27 de corbeut a 3 de ceberimid, año 5778.

Está bien saber que tus manos no están del todo limpias, y que hay momentos en los que tu espalda ha sido lacerada. Nada termina bien si no sabes mediar entre los brazos de bestia y los brazos humanos.

¿Era hipócrita de mi parte estar molesta por el trato frío? Tal vez, y muy seguramente Darau tenía todas las razones en el mundo para ignorarme como a un poste. Pero, por motivos que directamente se me escapaban de cualquier razonamiento, tenía que verle. Bueno, no verle realmente, había estado conteniendo las ganas de gritarle cada vez que me daba una de esas miradas heladas que me paralizaban, cada vez que parecía estar con una mueca peligrosa al verme llevar una mano al costado. O como en ese momento, donde parecía estar considerando cuáles eran las mejores maneras de decirme que me fuera por donde vine.

Me paré frente a él, con las manos en la cadera, respirando hondo para que esto no se fuera más de las manos de lo que ya se había ido.

—¿Qué? —preguntó, como si escupiera la palabra.

—¿Se puede saber cuál es tu maldito problema? —Bien, el tacto lo tenía olvidado en mi habitación, en el cajón de las medias que olían a madera—. Estás con cara de que quieres matar a todo el mundo.

—Qué te importa —respondió, poniéndose de pie y, por las hierbas de Cirkena, el hombre era alto—. Es mí problema, quédate en los tuyos.

—Oh, pues adivina qué: ¡me miras como si yo fuera el problema!

Suponía que varios estaban mirándonos, pero me importaba poco y nada. Le gritaba en eduano si hacía falta. Darau me miró sin cambiar ni un ápice de su expresión, completamente impasible, haciendo que las ganas de gritarle hasta que se me fuera la voz aumentaran. Sus ojos se desviaron un poco hacia mi espalda antes de volver a mirarme.

—Parece que no has captado el mensaje entonces —dijo, con un tono tan grave que me dejó con los hombros tensos—. No te quiero cerca mío. Haz lo que quieras, pero no me molestes. Suficiente con seguirme a todos lados como una idiota.

El sonido de mi mano contra su mejilla resonó por todo el sitio. Ví que tensaba su mandíbula, volteando con la calma de un depredador en mi dirección. Qué se fuera a las sombras, si me había ido de un sitio por un imbécil, al menos lo sabía en ese momento.

—Si ahora vas a ponerte a insultar, ahórratelo, Darau —logré decir entre dientes, marchándome hacia mi habitación. Caminé con la frente en alto, tratando de mantener la compostura, de no dejar que nadie, ningún imbécil más que hubiera por aquí, siquiera se atreviera a... No iba a terminar esa idea. Era Morgaine de Yaralu, por todas las raíces de Baqaya, había vivido suficientes humillaciones como para tener que aguantar otra más.

Ignoré a todos, completamente a todos. No quería saber nada de lo que había pasado, de cómo estaba, nada. Así que cerré la puerta de mi habitación y me dejé caer contra esta. Quería gritar, tirar las pocas cosas que tenía a mi alcance, destrozar la habitación. Sobre todo quería tirarle una silla por la cabeza a Darau.

Dolía, dolía mucho más que mi caída en las montañas, que el golpe contra mis costillas cuando llegamos, más que la vez que se marchó. No sabía si dolía tanto como cuando el cuerpo de mi niño fue atravesado por el filo del cuchillo. Quería arrancarme el corazón, podía escuchar la voz de mi progenitora diciendo que había sido una estúpida al irme de Eedu por un hombre. Uno que parecía ser igual o peor que cualquiera que hubiera conocido.

Y eso puede que sea lo que más dolía. Qué ilusa fui, tendría que haberme quedado en ese sitio... «¿Y saber que tienes a tu hijo allí? ¿Ver las sombras de Darau en todos lados?» Porque sabía que eso podría haber pasado. Me encogí más, sintiendo que no podía seguir más, que mi cuerpo era demasiado grande, que todo estaba del revés. No pertenecía donde estaban las que eran como yo, no pertenecía a un pueblo donde el hombre que me había hecho recorrer medio mundo vivía.

Por un instante deseé tener mi invernadero. Tener mis plantas que cuidar, que me ocuparan la cabeza con fórmulas, que tuviera que cuidar. Ellas no me habrían hecho daño, no me habrían tirado como un trapo mugroso hacia un costado.

—¿Morga? ¿Estás ahí? —preguntó la voz de Sinta desde el otro lado. Maldije en mis adentros, decidida a no contestar—. Mira, no sé qué se han dicho con Darau, pero no porque él haya sido un insufrible nos eches a nosotras. Si necesitas, Sahi y yo nos encargamos de dejarlo en ridículo. ¿Te parece si lo colgamos de una rama o le hacemos comer algo picante? Creo que la de colgarlo será difícil, pero es un mensaje contundente.

Una risa floja se me escapó al imaginar a Darau colgado desde una rama, lejos del suelo, retorciéndose hasta poder bajar.

—No colgaremos a nadie —intervino la voz de Sahisa a lo lejos, apenas amortiguada por la puerta. Cerré los ojos, respirando hondo. Consideré un momento si dejarlas entrar o no. Me mordí el labio antes de dejar salir un suspiro, poniéndome de pie para abrir la puerta. Ambas me miraron, Sinta apenas logrando contener la sorpresa de su rostro antes de extender sus brazos hacia los costados—. Iré a preparar algo. ¿Dulce o amargo, Morga?

—Lo que sea —logré responder con una voz rasposa, siendo rodeada por los brazos de la oucraella sin que pudiera evitarlo. Tampoco que hiciera intento alguno para que me soltara.

Entrenar como lo hacían aquí era una de las cosas que se escapaban de mis sueños más alocados. Había pensado que toda mi vida sería dentro de las paredes de un invernadero, con un hombre ocupándose de las cosas que hicieran falta y una o dos hijas, con suerte. Pues en ese momento estaba bajo el sol, tenía un poco de pelo, que en cualquier momento iba a ser trenzado por Sinta (no había forma de hacerle cambiar de opinión), andaba vestida con pantalón y camiseta, corriendo en círculos y haciendo flexiones.

—¡No aflojes ahora, bruja! —gritaba Nero desde la otra punta de la arena. Me frené de darle una mirada molesta. Me temblaban los brazos y me sentía sudar tanto que en cualquier momento estaba segura de que iba a convertirme en un charco.

De haber sabido que así estaría un año después de conocer a Darau, habría temblado. Sonaba a una pesadilla, pero tenía un encanto peculiar. No era mi invernadero, pero el regresar a la casa y dormir tan profundo que apenas notaba el paso del tiempo, hacía que mi cabeza y cuerpo estuvieran más relajados.

Evitaba a Darau desde la última vez que habíamos cruzado palabra, y estaba dudando si Nero era más exigente conmigo por lo que le había hecho, más la cachetada nada privada que le había dado, o si estaba siendo paranoica. Al segundo día decidí tomarlo como las clases, donde mi mente debía enfocarse en las fórmulas, recordar la teoría y los datos, pero con el cuerpo.

«Si mezclo semillas de cardamomo con un poco de sangre dusilicana, puedo hacer una pócima que permita la respiración bajo el agua. Si lo hago como una crema, añadiendo un poco más de polvo de huesos, puedo crear un efecto hidratante e impermeable...» Iba por la flexión quizás veinte, demasiado concentrada en todas mis fórmulas, ignorando por completo los alrededores. Me obligaba a apartar los ojos cuando me daba cuenta de que estaba mirando, sin ver, en su dirección.

Las sesiones de meditación que hacía con Sahisa y Kadga solía hacerlas más cerca de la tarde. Durante una semana, me parecía sentir que tenía las voces del bosque en las periferias de mi mente, como un susurro que escuchaba a lo lejos. Me concentraba en mis respiraciones, en cómo latía mi corazón, en los ligeros temblores de mis músculos. Solíamos practicar cerca de los lindes del pueblo, bajo unos pinos que siempre me daban la sensación de que esperaban algo de mí.

Poco a poco le fui encontrando el encanto a esos momentos del día. A veces me encontraba yendo a sentarme bajo ese mismo árbol, más si era uno de los días donde Nero se había puesto particularmente exigente o los otros que entrenaban estaban colmando mi paciencia. Era como dormir, solo que siendo mucho más... consciente. A veces podía captar los ligeros movimientos de la tierra bajo mi cuerpo, cómo latía, cómo el peso de los demás la sacudía como si fuera la superficie de una laguna. Y, a veces, creía entender mejor los susurros de los pinos.

«La sangre ata la vida, y la vida deseamos», entendí que me dijo a la tercera semana de ir a meditar con más religiosidad que con la que había ido a un culto de Cirkena en Eedu. Seguía sintiendo esa sed de sangre en lo más profundo de mi ser, aunque también podía sentir algo más en lo profundo de sus voces. «La Madre y el Señor nos han susurrado sus secretos. Ella pide sangre y paz a la vez. Él ha ocultado su esencia de todos menos nosotros. Tu sangre es la de la Hija, la única y verdadera hija». Así me susurraba el viejo árbol cada vez que cerraba los ojos y me enfocaba en cómo se movía el mundo. Tenía una voz pausada, distante, una que me hacía sentirme como recién nacida a su lado.

«Tienes los colores del bosque, Marcada y elegida. Pero no eres Su Elegido, no».

Abría los ojos luego de las conversaciones y me encontraba acurrucada entre las raíces del árbol, con las luces del atardecer a punto de desaparecer. Volvía con pasos dudosos a la casa, donde Sinta y Sahisa ya se habían empezado a acostumbrar a mis apariciones crepusculares. Cenábamos lo que cocinara alguna de las tres, normalmente cocinaba Sahisa, y luego me quedaba un rato más contemplando el techo de mi habitación, rumiando las palabras que había escuchado en mi cabeza.

Entendía tanto como había entendido a mis encuentros con seres que solo podían entrar como sobrenaturales.

—Ey, tú —me llamó un tagtiano una mañana al cabo de un mes desde que había tenido mi "conversación" con Darau. Era gigante y de pelo tan claro que parecía blanco, tenía un rostro que me hacía mantener una distancia prudencial, aunque eso podía aplicar a la gran mayoría de los presentes. Lo esperé, cruzándome los brazos, lista para lo que sea que me fuera a decir. No había causado problemas, ellos habían sido claros con sus opiniones y yo no tenía ganas de meterme en donde no era bienvenida—. Las entrenadoras dijeron que deben venir con nosotros.

No negaré que una parte de mí, una parte muy estúpida, no pudo evitar pensar en Darau. Era ridículo, considerando que los dos seguíamos sin hacer nada para hablar. Todo había quedado claro en nuestra última conversación.

—No creo que sea buena idea —dije al final. Menos considerando que apenas podía seguir el ritmo que imponía Nero. El hombre rio por lo bajo, poniéndome tensa.

—De casualidad, ¿no eres la hermana perdida de Darau?

Bufé, indignada con la idea por demasiadas razones. Tenía el pelo más largo, casi rozando mi mandíbula y con unas ondas que no sabía qué pensar al respecto, y ya había tenido que empezar a implementar técnicas de peinado para poder mantener mi rostro despejado. Ahora, de eso a parecerme a Darau, distaba bastante.

—No tengo nada que ver con él —escupí, haciendo que el hombre alzara las manos desnudas.

—Era una pregunta inocente —se justificó, mirando hacia un costado antes de volver a verme—. Se parecen mucho.

—Como tú y la chica de allí —repliqué señalando con la cabeza a la chica que solía estar con Darau y él. Una risa ronca, sin mucha gracia, salió de su garganta—. Buen punto. La entrenadora Supkum me ha encargado que te enseñe algo de patrulla. Así vas familiarizándote con el terreno.

Dejé salir un suspiro cansado antes de aceptar mi derrota. Ya me había empezado a acostumbrar a aquel sitio, a las miradas poco discretas de las hiedras venenosas que estaban cuchicheando sin parar a mis espaldas y a los imbéciles que me miraban con diversión. Con ese asunto zanjado, me volví hacia donde sentía que estaban las tres ridículas, quienes me dedicaron una sonrisa maliciosa.

—Luego dime a qué hora y en dónde te encuentro —le dije al hombre, yendo hacia donde estaban Sinta y Sahisa, ya haciendo las flexiones. Él asintió, diciendo que pasaría a buscarme.

Ni bien estuve junto a mis dos amigas, empecé con las flexiones, bloqueando por completo cualquier sonido ajeno a mi cabeza. Repasando una vez más fórmulas, razonando un poco sobre lo que me había dicho el árbol, y ahogando con todas las fuerzas cualquier emoción por Darau. Sabía que no merecía mi tiempo, ni un ápice de mi atención, pero parecía que el muy desgraciado se había cavado su sitio en mi pecho y no planeaba irse.

«Aaren, has pedido y se te ha concedido», me dijo el árbol con lo que parecía un ligero tono de reproche cuando me senté entre sus raíces. Contuve la sorpresa al notar sus palabras con tanta claridad en mi cabeza, así como el escalofrío ante el nombre que empezaba a hacerse familiar. «La Madre te aprecia, tú sigue dando motivos por los que seguir manteniendo las promesas». Y luego me dejó en silencio. Era uno de los que me dejaban como en una nebulosa, contemplando todo lo que había a mi alrededor sin tener un solo pensamiento. Tranquilamente podría haberme convertido en parte del bosque, con esa sensación de que había un mundo concentrado en mi ser, y no me habría dado cuenta hasta que apareció la figura del muchacho.

Me llevó por los alrededores del pueblo, en completo silencio. Vestía la chaqueta de camuflaje, igual a la que llevaba yo, una de él que me quedaba enorme. Tenía que doblar las mangas para poder sacar mis manos de ellas y el borde inferior me llegaba hasta la mitad de los muslos. Por suerte, no dijo nada por un buen rato. Nada más que sus pisadas, pesadas al lado de las mías, rompían con aquel silencio tan pesado.

Habíamos caminado bastante cuando emitió la primera palabra.

—Sé que suena idiota decirlo...

—Entonces ahórratelo —corté, haciendo que él bufara.

—No, conozco a Darau y tengo un amigo al que defender —replicó, haciendo que lo mirara de lado. Estaba por decirle que se lo ahorrara, que no me interesaba en lo más mínimo conocer lo que él era cuando yo no estaba. Pero me estaría mintiendo a mí misma, negando que moría por conocer una faceta que definitivamente no había visto, que quizás me había perdido por la poca historia que teníamos juntos. Terminé suspirando y aceptando que empezara a hablar—. Entiendo que han tenido una pésima experiencia juntos.

—Por decirlo de alguna manera.

—No diré que no tengo mis reservas contigo. Incluso habría estado del lado de Darau todo este tiempo, pero si algo sé de mi amigo, es que él no es de los que van por el trato frío de la noche a la mañana —dijo, y yo no me atrevía a pronunciar una palabra, temerosa de que fuera a meter la pata de nuevo. Asentí despacio, mi atención puesta por completo en el gigante junto a mí—. No sé qué le pasa, pero te aseguro que él no es como lo has visto hasta ahora.

Me mordí el labio, considerando la información. Daba algo de esperanza, pero, a la vez, me partía en millones de pedazos. Respiré hondo, ahogando las lágrimas mientras iba a por las peores ramificaciones de lo que me estaba contando. Yo lo había visto durante todo un año, o casi, y quería creer que ese era el Darau que conocía este chico, pero no podía negar la posibilidad de que todo fuera una mala broma. Asentí despacio con la cabeza, incapaz de hablar por el resto de la caminata.

A partir de esa conversación, me encontré estudiando a Darau como lo haría con las plantas por una semana. Miraba de reojo cómo se movía, cómo reaccionaba ante distintas palabras y personas, incluso la cadencia de su voz. Si cuando lo vi por primera vez me había resultado ágil como un gato, ahora me daba la impresión de que estaba viendo a un lobo; seguía con aquella gracia natural en su andar, pero se movía distinto, su rostro se comportaba de una manera diferente, los gestos eran mucho más sutiles. Me arriesgaba a decir que incluso caminaba más recto.

Conmigo había mantenido la distancia, una bastante notoria y que no pensaba acortar en lo más mínimo luego de que quedara claro de que cualquier interacción entre nosotros era equivalente a una pelea. Mucho menos cuando Elmer, el chico con el que había hablado antes, y él se quedaron con unas camisetas pegadas al cuerpo, casi como segunda piel. Definitivamente había una diferencia entre ambos, Elmer era un roble, grande y con una resistencia a los golpes que competía con Nero; Darau era un sauce, más delgado y pequeño en comparación, pero parecía moverse a una velocidad anormalmente rápida.

No era el primer combate que veía de ellos, si me ponía en lo estricto de la palabra. Normalmente había uno cada dos días, a mí me solía tocar contra Sinta o Sahisa, y en ambas solía terminar en el suelo, en particular con la primera. Incluso con Sahisa, con la que solía tener un poco más de posibilidades de no acabar volando por los aires, terminaba agotada. Y por esa misma razón, porque Sinta acababa de dejarme como un trapo remojado, es que me encontraba sentada en el suelo, piernas cruzadas y analizando cada movimiento como si fuera a tener examen al día siguiente.

El primero en lanzar un golpe fue Darau esta vez, yendo a por la cara. Con un manotazo, Elmer esquivó, contraatacando con una patada a la altura del estómago. Vi cómo las piernas de Darau se doblaban ligeramente, antes de salir con una pirueta que terminaba con una patada en la cabeza del rubio.

—Estás disfrutando mucho del espectáculo —canturreó Sinta a un lado mío—. Una pena que estén en una situación tan complicada... Con lo bonita pareja que serían...

—¿De quién hablas? —No estaba con las mejillas rojas. Tenía que ser por mi combate, y claramente tenía el corazón dando fuertes golpes contra las costillas porque todavía no me recuperaba el aliento. Sí, tenía que ser eso.

—Estás mirando a Darau como si fuera lo más fascinante de tu vida —dijo Sinta, pinchando mi mejilla con un dedo. Le dí un manotazo, haciendo que se riera por lo bajo—. No te culpo, es entretenido ver cómo se dan como si no sintieran dolor.

Abrí y cerré la boca por mi propio bien. Segura de que si empezaba a intentar explicar que no estaba haciendo nada de lo que ella decía, iba a terminar, de alguna forma, soltando más de lo que quería. Y eso sería como echar leña al fuego que era Sinta.

—Hay que aprender de los que saben, ¿no?

La sonrisa de Sinta sólo confirmó lo que más temía: la muy desgraciada había visto exactamente lo que no quería que viera.


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