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27 a 28 de tepsemireb, año 5778.
Solo una sangre es la que domina a cada individuo. Ahora, no sé qué pasa con aquellos que no son uno, sino dos.
El pueblo era casi tan activo como lo había sido Shishén, aunque aquí parecían estar listos para la guerra. Caminaban de un lado a otro con la misma tranquilidad con la que cualquiera lo haría en su hogar, pero siempre tenía la impresión de que sus ojos no se apartaban del todo de los alrededores.
Sinta y yo habíamos quedado en una casa cercana al Edificio. Era pequeña, todavía con rastros de que alguien la había ocupado hacía no mucho tiempo. Había algunos muebles, vajilla y cierto aroma que se perdía un poco al abrir las ventanas para ventilar. Tenía tres habitaciones, una que claramente había pertenecido a la pareja (reclamada de inmediato por Sinta), otra a un par de pasos de esa y una tercera, que parecía haber sido de invitados, en la planta baja. El primer día nos permitieron quedarnos dentro de la casa para poder acomodarnos luego del viaje.
Tampoco había mucho que hacer, aparte de comprender qué era lo que teníamos para nosotras. Eventualmente, Sinta salió a explorar, dejándome sola dentro de aquel sitio. Aproveché para recorrer bien cada habitación, de contemplar cada marca en las paredes, como si así pudiera comprender algo de lo que había sido de los anteriores dueños de aquel sitio. Era entretenido volver a concentrarme en las muescas de la madera, los sitios donde quedaron marcas.
Pasé mis dedos por la superficie, sintiendo que mis mejillas empezaban a tirar al pasar los dedos por una muesca en el suelo al sentir al familiar calor pasar a través de mi piel. Estaba en la planta baja, cerca de una ventana. Al principio intenté imaginarme a un niño pequeño jugando con algún cuerno ahuecado, quizás un diente pulido y liso tras años de uso, pero estaba en Tagta. Y no era una sola muesca. Las otras tres eran menos visibles, una incluso cortaba de inmediato y quedaba en nada. Inmediatamente entorné más mis ojos, como si así pudiera ver algo más en el suelo, pese a que se veía tan limpio como el resto.
—¿Qué haces oliendo el piso?
La voz de Sinta hizo que saltara en mi lugar, poniéndome de pie al instante con las mejillas encendidas. Pasé las manos por mis pantalones, sacando el polvo que podría haber quedado en la tela.
—Estaba rezando. —Fue lo primero que pasó por mi cabeza.
—Así no se le reza a ningún dios... Y no me mientas, que bastante bien conozco los ritos —dijo, señalándome con el dedo. Rodé los ojos, volviendo para mirarla. Estaba vestida con esas ropas que le quedaban mal en su cuerpo, haciendo que se viera desaliñada. Nadie podría adivinar que era una oucraella, ni siquiera mirando los collares y pulseras tejidas que tenía alrededor de su cuello y brazos.
La miré en silencio antes de inclinar la cabeza hacia un costado.
—¿Algo interesante en el pueblo? —pregunté, alejándome de las marcas. Sinta me miró con los ojos entrecerrados, mientras me contaba sobre su exploración. No había mucho que sacar, nada aparte de que era hostil hacia cualquier magmeliano e iban más armados que los monjes. Mantuve mis ojos fijos en la oucraella, obligándome a no mirar hacia las marcas, empezando a sentir que una nueva historia se desplegaba cuando pensaba en lo que había.
Más tarde, mientras Sinta se ocupaba de cocinar algo, me encontré caminando hacia donde estaba Morgaine, esperando encontrarla un poco mejor en comparación con su estado la noche anterior. Caminaba rápido, con la mirada fija en el suelo, intentando no encogerme hasta desaparecer frente a las miradas de los locales, demasiado atentas a cada movimiento que hacía. Atravesé la sala principal con la misma celeridad, sintiendo que en cualquier momento iba a perder el equilibrio.
Abrí la puerta de Morgaine, recién entonces levantando la cabeza. Estaba de costado, con una sábana hasta la altura de sus costillas, una camisa que le quedaba demasiado grande cubría su parte superior.
—¿Qué hace aquí? —preguntó una voz masculina a mi izquierda en un ventyno mezclado con lo que solo podía interpretarlo como sembe. Un joven estaba sentado contra la pared, estaba con los brazos y piernas cruzadas, vestía una chaqueta de colores terrosos, sus ojos verdes eran mucho más inquietantes que los de Morgaine, casi podía imaginarme que ardían por dentro.
—Vengo a verla —respondí con un hilo de voz, haciendo que las cejas del chico se alzaran. Pasó la vista de la chica a mí un par de veces antes de preguntarme si quería algo de privacidad. Mordí mi labio inferior, considerando mi respuesta antes de negar con la cabeza. Él asintió una vez y cerró sus ojos, acomodándose en la silla, como si estuviera durmiendo.
Fui hasta Morgaine, sentándome a un costado de la camilla donde descansaba. Ante el cambio de peso, ella abrió sus ojos, primero enfocándose en el frente antes de dirigirse hacia mí, con expresión confundida. «Parecen hermanos», pensé por un momento, esbozando una sonrisa de medio lado. Le pregunté cómo estaba, a lo que ella respondió que podría estar mejor. Me quedé un rato más, quizás menos de una hora, pero en todo ese tiempo, la mirada de ella no paraba de ir hacia el hombre que descansaba en la silla.
En voz baja, acercándome hasta rodar la oreja de Morgaine, le pregunté si ese era su esposo que andaba buscando. Ante la palabra, el rostro de ella se puso rojo a más no poder, girando ligeramente para no mirarme.
—Una forma retorcida de decirlo —contestó él, haciendo que mis propias mejillas se volvieran rojas. La expresión de su rostro era indescifrable, sus ojos ardiendo más que antes. Ante mi reacción, se puso de pie, diciendo que nos iba a dejar a solas, así podíamos conversar. La puerta se cerró a sus espaldas, tan suave que por un momento temí que volviera a entrar de la nada.
Apenada, empecé a formular alguna forma de disculpa hacia Morgaine, o pedir explicaciones, no tenía idea. Pero ella no parecía querer decir ni una palabra, pidiéndome dejarla descansar. Dudé, mordiendo ligeramente mi labio e interior de la mejilla, levantándome para volver a la casa.
Estaba a medio camino de la casa cuando me pareció sentir que la piel entera se me ponía tensa, como si algo estuviera despertando a la bendición de Cirensta. Supe que estaba a unos cuantos metros, así como que iba mermando la sensación con cada instante que pasaba. Parte de mí no sabía si ir a ver, o correr de regreso a la casa.
«¿Y si es otro anánimo?»
Ese pensamiento bastó para que retomara el paso, cerrando la puerta con más fuerza de la que esperaba, haciendo que Sinta se acercara a preguntarme qué había pasado. «Estás inventando cosas, Sahisa, nada más», me repetía, alejándome del picaporte con manos temblorosas. Murmuré algo sobre que Morgaine estaba mejor antes de ir a encerrarme en la habitación que había apartado para mí.
A la noche, mientras me revolcaba entre las sábanas, volví a sentir esa sensación que me hacía querer arrancarme la piel, solo que desapareció antes. Me removí en la cama, tratando de conciliar el sueño, pese a que sonaba a tarea imposible en ese momento, no importaba cuánto me concentrara en mi respiración, en los latidos de mi corazón o en recordar las hierbas que solían usar en la botica. Terminé pateando las sábanas y escabulléndome de la casa, logrando no hacer ruido por alguna extraña razón que no iba a averiguar.
El aire se sentía frío, el olor ácido de los árboles se mezclaba con uno que jamás había sentido, pero me tenía intrigada hasta el punto de adentrarme al bosque en medio de la oscuridad. Si bien allí no tenía a los árboles grandes de Marel, seguía teniendo la impresión de que las ramas estaban a punto de cerrarse sobre mí, creando una caja de la que no podía salir por más que lo quisiera. No sé cuánto tiempo estuve caminando, sintiendo que me ahogaba lentamente, hasta que llegué a un arroyo. Arbustos crecían alrededor, dando la sensación de que estaba en una especie de santuario, con el agua corriendo suavemente cerca de donde estaba.
Escuchaba algunas ranas y grillos que poco a poco iban envolviéndome. Me senté, levantando la mirada. Volvía a estar en la casa, con el olor del estofado que se hacía, disfrutando de la luz de la tarde que se colaba por la ventana. La persona que había estado allí sonreía, haciendo que mis mejillas se estiraran a la vez que sentía el cuerpo mecerse en la antigua silla mecedora, tejiendo un pequeño saco de lana. Todo iba bien, hasta que un pitido empezó a resonar a lo lejos.
Miré por la ventana, encontrándome con una muralla que se estaba cayendo a la par de gritos que solo podían ser del mundo de las sombras. Jamás había esperado encontrarme con una escena digna de los cuentos que contábamos en nuestros tiempos infantiles. Criaturas que podían destruir muros que nos habían mantenido seguros durante siglos, desde las primeras hordas, antes incluso. Los veía sobrevolando, saltando a las casas cercanas.
Unos ojos rojos se posaron en mí antes de que la ventana se rompiera frente a mí. Sentí el vidrio y los colmillos hundiéndose en mi carne. Una mano blanca me tomó por el cuello.
Volví al arroyo con una fuerte inhalación, sintiendo que regresaba a la vida. Sentía que las manos temblaban y el corazón latía con tanta fuerza que parecía decir "sigo aquí, todavía sigo aquí". Me hice una bolita en mi sitio, como si así pudiera protegerme de la sensación de que mi cuerpo iba y venía. Abrí y cerré las manos, temerosa de que no me respondieran, de que mi cuerpo no fuera mío.
Inmediatamente me quité la ropa, metiéndome en el agua fría del arroyo, cerrando los ojos ante la sensación al recostarme en el fondo. La mitad de mi cuerpo estaba sumergida, dejando mi cabeza y frente al descubierto. Atenta a las estrellas, a lo que había entre aquellos puntos que contemplaban todo desde la lejanía. La idea de transformarme, de dejar que mi cuerpo se volviera el de una bestia, pasó tan fugaz como la estrella que cayó del cielo. Estaba por descartarla cuando sentí de nuevo ese estallido de calor abrasador, quemando mi piel hasta dejar nada más que las escamas al descubierto.
Me alejé, maldiciendo y sintiendo que el veneno empezaba a fluir hacia mis colmillos. Giré sobre mí, lista para soltar una rociada hacia lo que sea que estuviera allí.
Era delgado, mucho más alto que la mayoría de las personas que conocía, de largo cabello que parecía rozar el suelo, cambiando de colores constantemente. Piernas que terminaban en dos dedos, salían de unos pantalones que parecían desgarrados a la altura de la rodilla, una cola se sacudió por detrás de él. Avanzaba hacia mí sin inmutarse, con una expresión calmada, haciendo que me concentrara en sus ojos, lista para tirar todo el veneno que empezaba a molestar. Siseé una advertencia, sintiendo que los costados de mi cabeza se extendían hasta ser tan anchos como mis hombros.
Se detuvo, mirándome con una ligera inclinación de cabeza. Una sonrisa de medio lado empezó a formarse en su rostro, revelando un montón de dientes que se veían filosos. Tardé demasiado tiempo en notar el frío contra mi piel, así como la tranquilidad con la que él avanzaba a la vez que me tapaba lo más rápido que podía con mis brazos y la ropa.
Retrocedí hasta que mi espalda chocó contra un árbol, sintiendo que la piel seguía escociendo, más cuando la distancia entre ambos se fue acortando. El... sujeto me miraba con una sonrisa que dejaba a la vista unos dientes filosos. Dijo algo, pero todo sonaba a un chasquido de lengua, o a un intento de ventino que se quedaba muy lejos de ser una palabra completa.
En cuanto su mano rozó mi mejilla, mi cuerpo entero cambió, haciendo que él retrocediera con los ojos abiertos de par en par, mostrando por completo unos iris del color del arcoiris. Con la ropa en la mano, me apresuré a reptar hacia el pueblo, volviendo a encerrarme en la habitación de inmediato, incapaz de dormirme.
—¿Podemos entrenar? —le pregunté a Sinta a la mañana siguiente. Ella me miró con los ojos todavía hinchados por el sueño, el pelo revuelto por la almohada y la ropa puesta como para decir que estaba vestida.
—... desayuno —logré entender que dijo mientras bajaba las escaleras con pasos lentos y aferrada a la baranda. Dejé que buscara algo en las cajas que nos habían dejado unos hombres locales, junto con una ventina, antes de empezar de nuevo con mi pedido de entrenar—. ¿Por qué? No te ves como a la que le gusta entrenar.
Me frené de decirle que no era por gusto, porque eso llevaría a tener que explicarle la sensación de estar expuesta a fuego, el ver cosas que pasaron antes, y a la cosa que se había aparecido la noche anterior. En su lugar, dije que había cambiado de opinión, que sí quería. Sinta me miró por un momento antes de soltar un suspiro y terminar la fruta que había estado comiendo.
—Vamos, las magmelianas que viven aquí me dijeron que hablara con ellas.
Asentí, apretando mis manos para no empezar a retorcerme los dedos. «Entrenas y dejas de preocuparte por el extraño», me dije, respirando hondo. Si me concentraba en eso, si me enfocaba en eso, y no en todo lo demás...
—Alguien parece haber visto a las sombras alzarse —comentó Nero, quien parecía ser la encargada del entrenamiento, cuando llegamos a un descampado. Estaba la otra mujer, vestida como ventina, con la falda larga hasta el suelo, pero parecía como si uno de los costados estuviera abierto, mientras practicaba una serie de movimientos que no llegaba a ver del todo. Me sentí encoger ante la mirada de ambas, como si fueran capaces de ver todo, hasta mi encuentro con el extraño anoche—. ¿Vienen a entrenar?
—Si logran que esta logre pelear, voy a considerarlas diosas —comentó Sinta, señalándome. Fruncí el ceño a la vez que Nero soltaba una carcajada potente. La otra simplemente alzó momentáneamente la ceja antes de volver a una expresión ilegible.
—Aunque no dudo que podría entrar en esa categoría —empezó la más grande, limpiándose una lágrima que se escapó de su ojo—, distamos de serlo. Y, lamento informarles, que están obligadas a entrenar, así sea para apuntar con un pequeño cuchillo de cocina.
Tragué saliva antes de asentir. Pronto me encontré corriendo, haciendo fuerza de brazos, llenándome de tierra y sintiendo que el aire se me escapaba de los pulmones antes de que pudiera entrar siquiera. Nero nos preguntó sobre lo que sabíamos, ganándose una pequeña lista de Sinta que incluía control sobre su transformación, manejo de armas pequeñas y habilidad con las manos.
—Lo último no te recomiendo usar, a menos que quieras una ejecución rápida —dijo, sonriendo de medio lado y arqueando una ceja antes de volver a una expresión seria que me dio escalofríos—. Muéstrame lo primero luego de que tu amiga hable.
Apenas podía juntar dos ideas seguidas, me pitaban ligeramente los oídos y, sinceramente, no me encontraba con ganas de admitir que todo lo que sabía hacer eran brebajes de hierbas. Nero esperó, sin apartar nunca sus ojos de mí. Mojé mis labios antes de decirle eso mismo.
—Yo la entrenaré —dijo la ventina, analizándome con sus ojos. Inmediatamente me enfoqué en el piso, incapaz de mantener el contacto visual, aterrada de lo que había en su tranquilidad inquebrantable. Nero dijo algo que se escapó de mi conocimiento y pronto me encontré con la mujer frente a mí. Era media cabeza más baja que yo, lo que hacía a la situación más incómoda de lo que ya era.
Me llevó hacia un costado, sentándose con las piernas cruzadas, en lugar de arrodillarse, cosa que me pidió que imitara. Ahogué una protesta, haciendo lo que me pedía.
—Será mejor empezar. —Cerró sus ojos y empezó a guiarme, diciendo que me concentrara en los alrededores, cada sentido por separado—. Conoce tus habilidades. El mundo teme a los seguros de su naturaleza. Domina tu ser, no al revés.
Hice un esfuerzo por no morderme el labio, concentrándome en los olores, en cómo se sentía el calor del sol sobre mi piel, los sonidos que venían del bosque, la textura de la tierra bajo mis manos. Luego fue en el aire que entraba por mi nariz, luego en el corazón que latía erráticamente y los músculos que estaban listos para salir corriendo.
Fue un instante. Mi cuerpo pareció chasquear en simultáneo, haciendo que dos ojos rojos cortados por la mitad se lanzaran hacia mí. Un olor a quemado llegó a mi paladar, tiñéndose de rojo hasta volverse blanco. El veneno estaba en mis colmillos, volvía a estar en el arroyo, con el sujeto extraño frente a mí, listo para despedazarlo. Cerré las mandíbulas en el aire, convirtiendo todo hasta que veía a Yuda, con sus ojos rodeados de sangre, sonrisa que prometía todos los males del mundo en mi nombre, en cómo me había sacado de casa antes de que llegara Soun y ya no pudiera salir nunca más.
Un agarre ardiente me sacó de allí, haciendo que me encontrara con los duros ojos de la ventina.
—Domina tu ser —repitió, mirándome, como si así pudiera asegurarse de que iba a hacer lo que debía. Tragué saliva, asintiendo rápidamente con la cabeza, pese a que no tenía idea de qué se suponía que debía hacer—. Enfócate.
Cerré los ojos, intentando ignorar la sensación de que dos ojos me miraban, sacudiendo una lengua bífida. Esperando.
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