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35

15 de brial a 3 de amoy, año 5778.

Reino de Oucraella, Bangau.

Los nudos de la red son duros, pero delicados: córtalos y perderás la estructura.

Había pasado más de una semana desde el incidente en el muro, cuatro días desde que había dejado el reposo obligatorio, y tres desde que el ir a la biblioteca se sentía como caminar sobre cuchillas. No porque doliera, sino por la sensación de que todo estaba a un instante de cortarme en dos, entre Bláth y los otros.

El primer día que había ido, Ilunei me saludó con una sonrisa tensa y dejó escapar uno que otro comentario poco agradable sobre Bláth. Quizás tenía razón, pero se sentía incómodo, de alguna manera.

—¿Podemos hablar de la investigación? —pregunté cuando ya iba por el tercer comentario sobre su actitud. El alifien me miró con una ceja arqueada, el señor Gynvan se mantuvo en silencio, contemplándonos con sus ojos precavidos.

—¿Y qué estamos haciendo sino?

Sabía que habíamos estado intercambiando ideas sobre qué sombras era yo, sospechaba que tenía que ser uno de esos Elegidos que aparecían de vez en cuando en la historia. Con todo lo visto, ya simplemente me faltaba descubrir qué catástrofe estaba por ocurrir, ver si podría evitarla, aunque, tampoco tenía forma de saberlo, ¿no? Esa parte la tenía tan clara como podía, con una buena dosis de tener el pecho cerrado. Todo el mundo parecía estar apoyado sobre mis hombros, las cosas se habían vuelto imposibles de comprender y sentía que mis humildes diecisiete años eran una burla. ¿Qué cuernos sabía yo de guerras? Sabía cómo huir de un anánimo, sobrevivir (a medias) en medio de la nada y ahora tenía la capacidad de ver y controlar a lo que sea que me rodeara.

Esa parte la tenía entendida, podía actuar como cualquier persona que estuviera en medio de una situación así. Sin embargo, cuando, de alguna forma, salía Bláth en la conversación, era como si todo mi cuerpo se tensaba y tenía la impresión de que la cabeza se me volvía algo densa. Podría jurar que escuchaba una voz que me llevaba a querer defenderla, incluso tenía la impresión de que sus propias palabras empezaban a sonar como una melodía dulce, apoderándose de mi lengua. Varias veces me había obligado a cerrar la mandíbula con fuerza al notar que las palabras eran mucho más filosas de lo que hubiera considerado posible.

—Es... —Apreté los labios y dejé salir un suspiro. «Dile que no puede hablar así de Bláth, que no deberían faltarle el respeto a alguien tan importante», susurraba. Sacudí mi cabeza, reacomodándome en mi lugar. No importaba qué quisiera decir, qué otro tema quisiera tocar, cómo intentara justificarlo, siempre estaban esas palabras al borde de salir por mis labios.

Gynvan, considerando que ya habíamos encontrado todo lo que podíamos sobre el tema, declaró al final del día que iba a investigar un asunto que tenía pendiente. Algo sobre un diario o cosa así. Ilunei, por su lado, dijo que iba a aprovechar para recorrer la ciudad, y ver un poco más los alrededores, ahora que no debía pasar tanto tiempo encerrada.

—Ya que la vida sigue, quiero ver todo lo que pueda —dijo y tuve la impresión de que había sonado mucho más lúgubre de lo que probablemente debió sonar. No me atreví a preguntarle a qué se refería, sintiendo que la respuesta era más que obvia. Así quedé solo, sintiendo que por fin se levantaba la nube de mi cabeza y la voz se callaba del todo.

Esa noche regresé a la casa de Bláth y me dejé caer pesadamente contra el colchón que me habían preparado. Me habían dejado la cena en un carrito similar al que había visto el primer día. Comí un poco, sin prestar mucha atención a lo que me llevaba a la boca, y luego me paré junto a la ventana que tenía. El cuarto no era tan grande como el que pertenecía a Bláth, aún así, estaba seguro de que era el triple de la habitación que tenía en la posada. Afuera tenía vista hacia el muro, al bosque negro que parecía resguardar a toda clase de criaturas entre sus ramas.

Una mujer delgada y con todo el cuerpo cubierto, salvo el rostro, fue a buscarme con unas prendas de ropa que tenía que ponerme para poder ver a Bláth. Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza y pronto me encontré caminando por los pasillos vacíos, sin luces.

Yo...

Lo que pasó esa noche no es algo que podría considerarlo terrible. Recuerdo que entré con una sensación de nervios y anticipación que me hacía sentir una piedra en el estómago. Me abrió Bláth, vestida con un vestido corto que bien podría no haberlo tenido puesto, sonreía como siempre y me tomó de la camisa que llevaba, arrastrándome al interior con un movimiento fluido. Sé que demasiado pronto me encontré con la espalda pegada a la pared, ella murmurando que era hora de que viera lo que tenía que hacer, y luego de dejarme completamente desvestido, me encontré con otro hombre en misma condición que yo.

Así como la primera noche que pasé con ella, sentía que tenía la mente nublada, que no era más que un manojo de sensaciones y sonidos incoherentes. El único pensamiento mínimamente tangible que tenía..., bueno, uno de los dos pensamientos que tenía, era sobre el disfrute de ella. Poco me importaba mi situación, siempre y cuando ella quedara con una sonrisa en los labios y sus ojos brillando. Siempre y cuando siguiera diciéndome palabras dulces al oído.

Desconozco cómo hice para regresar a mi habitación. Esa y las noches siguientes.

Después de quedar sin nada que investigar, empecé a leer lo poco que había de las eduanas. Tenía el recuerdo más o menos fresco, pero lo que leía se iba un poco más de las ramas. Era espantoso vivir allí, no lo ponía en duda, y sospechaba que debía de haber un poco más de sangre corriendo por las manos de las mujeres de lo que yo creía, pero dudaba que fueran caníbales.

"Durante mis más recientes expediciones a la Isla de las [brujas] Muertas, donde la tierra ha sido corrompida, me encontré con sacrificios donde se comen a los hombres ofrecidos a una burda versión de Cirensta, diciendo que los hombres eran animales e iban a cumplir tales funciones. Cabe resaltar que los sacerdotes y monjes que me han acompañado en esas incursiones a tan peligroso territorio, mencionaron ver cierta similitud con lo que hay bajo las Montañas Equilibrantes*.

(En los años 1500 se tenía la férrea creencia de que el reino de las sombras se encontraba en aquel inmenso accidente geográfico, por las gargantas...)."

Intenté imaginar a Morgaine haciendo siquiera alguna de esas cosas y, si bien era posible, considerando que alimentaban a una planta gigante con hombres apresados, no creía que fueran a comer literalmente carne de otro humano.

«Han mejorado con los siglos», me dijo Cire esa vez. Sentí que me recorría un escalofrío a la vez que suspiraba de alivio por no haber ido en ese entonces. Si ya me ponía la piel de gallina el recuerdo de mi experiencia... Sacudí la cabeza, negándome a terminar aquel pensamiento. Ya había pensado demasiado en las viejas prácticas eduanas. Tampoco es que hubiera mucho más que esas cosas.

A medida que continuaba leyendo los escasos fragmentos que había, más me encontraba considerando el recuerdo del cuaderno que Morgaine solía tener junto a ella. Recordaba que la mayoría de sus ingredientes eran plantas (cuyos nombres no podía recordar) y, de vez en cuando, alguno que otro elemento que era, por lo menos, inquietante.

"Cuando una bruja consume una de las pócimas hecha con fragmentos de otro ser vivo no-vegetal, pareciera que se conecta con la herencia que tenemos de Cirensta," decía otro texto, menos escandalizado por lo que había visto. Mi mente volvió a la primera vez que había intentado escapar, la apariencia de Morgaine y lo fuerte que había sido su agarre, completamente distinto a otras situaciones.

Durante quince días estuve entretenido con ese tema, además de que me enfocaba en mejorar un poco el poder ver las luces esas. Esa era mi actividad durante el día, acompañado por una que otra caminata por la ciudad. Cada tanto me cruzaba con Ilunei, y el tema que ella parecía conocer era Bláth, que si había dicho o hecho algo, que si un rumor, que si la ropa...

—Deja de insultarla —gruñí un día. El alifien me miró con los ojos abiertos como platos, tan transparentes que me costaba más y más poder distinguir sus rasgos. Ya me era normal tener que usar la visión de luces para poder verla mejor.

—Decir que está haciendo cosas raras no es insultarla —señaló, frunciendo el ceño e inclinando la cabeza hacia un costado—. Comentar que estás actuando extraño desde que la conociste no es insultarla.

Lo sabía, muy bien lo sabía. Sin embargo, esa voz, que se había convertido en una especie de compañía constante, me insistía en que tenía que defenderla.

—Bueno, ella es importante y cercana a mí, así que, mídete —me hizo decir aquella voz con el tono más duro que podía usar. La expresión de Ilunei era un calco de la sorpresa que sentía por dentro, al punto en que me tapé la boca con la mano, como si así pudiera frenar lo que estuviera listo para salir.

No hablamos más las siguientes veces que nos encontramos. Si nuestros caminos se cruzaban, la acompañaba en silencio, siempre con la impresión de que incluso con la visión extraña me era difícil de verla. Ya resultaba complicado pensar que era algo tangible. De tanto en tanto, cuando caminábamos por calles más concurridas, y, casualmente le decía algo, no se me pasaba por alto la mirada confundida, a veces incluso asustada, de los que andaban por allí.

«Que se muera, no es más que un lastre», susurró la voz a la noche, cuando volvía a mi habitación. Dejé la ropa que tenía en la mano a un costado, dejándome caer en el colchón. La luz de las antorchas creaba relieves en el techo, debía de haber una leve brisa que entraba por algún lado, haciendo que la llama titilara, dándome la impresión de que estaban moviéndose. Veía una torre rodeada por una inmensa serpiente, luego un lobo que apresaba a una mujer en medio de un bosque, garras que se aferraban a un capullo. No sabía si era o no un sueño, pero lo último que creí ver fueron unos ojos que me miraban directamente, como si estuvieran estudiándome.

Al día siguiente, sentía que me dolían los hombros, como si estuviera cargando un peso sobre ellos. Solté un largo suspiro mientras me levantaba, al mismo tiempo que entraba una de las tantas sirvientas, dejando el carrito con mi desayuno. Como ya venía siendo costumbre, eran frutas, brebajes y panes. Apenas probé lo mínimo y necesario, poniéndome la ropa que usaban de vez en cuando cuando quería salir de la Mansión. Eran refinadas, pero tenía la sensación de que en ellas podía caminar sin problema, que mis movimientos no estaban restringidos.

Fui hacia el muro, subiendo por unas escaleras que habían puesto para las reparaciones de la pelea que había sido. Ya casi estaba reparada del todo, como si nada hubiera pasado. No había ningún constructor en ese momento, pese a que el sol ya se había alzado bastante en el cielo. Observamos lo poco que podía notar entre las ramas de los árboles, sintiendo que mis hombros se tensaban y una piedra se iba formando en mi estómago.

—Pareces estar a punto de ir a cazar —dijo Ilunei a mis espaldas. Me volví hacia ella, sintiendo que se me anudaba la garganta al no poder distinguir bien su silueta. Sonreía, y no pude evitar pensar en todo lo que había estado pasando entre nosotros hasta entonces—. No me mires así, haces que se sienta peor de lo que es.

—Es complicado verte —fue mi respuesta, tragándome las lágrimas que empezaban a trepar por mi garganta. Una risa cantarina salió de ella, envolviéndome como si fuera un manto. No dije nada más, ni ella lo hizo, simplemente caminamos hasta una de las ramas que daba a otro árbol que estaba fuera de la ciudad. La ayudé cuanto pude, rogando que no fuera a darme vuelta y encontrarme con la nada misma, aire vacío.

Nos sentamos cuando estuvimos cerca del tronco, mirando hacia el bosque, como si pudiéramos ver el Mar Boreal desde donde estábamos. Seguramente habían aves cantando, pero se sentía bastante contrario a lo que pasaba por mi cabeza.

—Sabías que iba a pasar de todas formas —comentó Ilunei, siempre mirando hacia el horizonte. Asentí con los labios apretados—. No me arrepiento de haber acelerado mi partida. —Volví a asentir, luchando por mantener las lágrimas lejos de los ojos, incapaz de mirar en su dirección.

—¿Por qué lo hiciste? ¿En serio no te arrepientes? —murmuré, con la mirada fija en el pantano que había a mis pies.

—Darau —me llamó y tuve que verla—. No me marché de Solis para vivir eternamente. Me habría quedado allí si ese fuera mi deseo.

Tragué saliva, sintiendo que mi cara ardía a más no poder. Nada de lo que había dicho en las otras semanas parecía haberle afectado, pero esa pregunta había sido una ofensa mayor. Estaba por formular una disculpa cuando escuché una risa grave detrás de nosotros. Miré sobre mi hombro, intentando no caerme, buscando al responsable de tal sonido.

A unas cuantas ramas de distancia, con una capa que cubría su cuerpo, dejando nada más que su cuello y cabeza a la vista. Tenía el cabello oscuro y me parecía que su piel se veía más rojiza por debajo de la mandíbula.

—Muy conmovedor, casi me suelta una lágrima —comentó, dando un paso hacia el muro—. Nada como dos amantes que se confiesan verdades antes del final.

—No es... —empecé, pero él me cortó.

—Aprecia un poco el efecto dramático, muchacho —gruñó, mirándome directamente con unos ojos dorados y rojos—. ¿O debería llamarte Darau, el Señor del Viento?

El título no me sonaba en lo absoluto, pero de todas formas me sentí pálido. Por supuesto que era un secreto a voces quién era yo, eso no quitaba que quisiera salir despavorido ante la mención de mi nombre. Había una amenaza en la forma en que lo decía.

Lo vi sonreír, complacido con mi silencio, y retomó su caminar hacia el muro, me daba la impresión de que me había metido en su corte, pese a que no tenía ninguna corona. O algo que lo volviera diferente al resto.

—Verás, me ha contado una amiga en común que has estado haciendo de las tuyas por aquí —empezó, dando un salto que lo dejó en otra rama, una que provenía de la pared recién arreglada—. Creo que tú y yo entendemos que lastimar a seres cercanos a nosotros no es nada agradable, ¿no? —Abrí la boca para decirle que no tenía sentido nada de lo que estaba diciendo, pero él no me dejó decir nada—. Ah, no, los muertos no hablan, Darau.

Chasqueó los dedos y escuché como los árboles se sacudían, revelando unas cuantas cabezas reptilianas que se asomaban como serpientes. Las había de varios colores, algunas más verdosas, otras más oscuras, azules o amarronadas. No llegué a contarlas, pero al menos eran unas cinco. Tragué saliva, sintiendo que mi respiración se atoraba momentáneamente en mi garganta.

—¿Kong? —Subiendo por el muro, el señor Gynvan caminaba hacia nosotros con los ojos abiertos como platos.

—Ah, Lekten —dijo, como si se divirtiera el hecho de decirle así—. Parece que has husmeado donde no debías, ¿o me equivoco?

—No es asunto tuyo —respondió, con una voz firme, mirándonos de reojo. Kong no parecía estar de acuerdo—. Déjalos, no te han hecho nada —añadió, y juraría que su piel empezó a fragmentarse.

—Oh, el fantasma no me ha hecho nada, sí —concedió, haciendo un gesto hacia Ilunei, como si no importara en lo más mínimo—. El muchacho, en cambio, ha lastimado a Kalabi. —Una cabeza verde con puntos marrones me gruñó—. No puedo dejar que aquellos que lastiman a los míos salgan impunes. Sería un fracaso como gobernante, una falta tan grave como abandonar a mi gente.

El ventino no dijo nada, simplemente lo miró de hito en hito, respirando hondo. Repentinamente, la familiaridad de sus rasgos me resultó un poco más clara. De no haber tenido a varios seres observándome como si fuera un cordero, habría dicho algo respecto a mi tía Kadga.

—Atacaron a una ciudad con inocentes —replicó Lekten.

—Daños colaterales. Siempre alguien sale perjudicado; niños, ancianos, pobres, mestizos... —La palabra salió como un insulto y su atención volvió a mí—. Mi gente quiere sangre, y tienen todo su derecho a reclamarla.

Antes de que pudiera reaccionar una de las cabezas se había descolgado del árbol, lanzándose en mi dirección con las fauces abiertas. Oí que Ilunei me gritaba algo antes de que cayera al vacío. Un destello cegador de luz ocupó toda mi visión, sacándome del trance en el que estaba.

El viento rugió debajo de mí, los árboles se sacudieron y las bestias se volvieron los destellos de luz que ya reconocía perfectamente. Dejé que el aire me llevara hasta el muro de la ciudad, e inmediatamente busqué cualquier rastro de Ilunei, que no había sido lo último de ella.

Ni siquiera estaban sus ropas.

Sentí que ardía por dentro y mi piel se erizaba. No podía escuchar nada, ni siquiera mi propia voz. Sabía que un vendaval estaba cerca de mí, que las luces se alejaban con aleteos erráticos y una en particular se tomaba su momento para marcharse. Una llama se aproximó a mí, gritándome algo antes de envolverme. Intenté soltarme, desesperado por dejar salir todo lo que tenía dentro, pero el fuego me tenía firme.

No sé qué fue, si el cansancio o alguna palabra que murmuró Lekten, pero dejé de ver todas las luces, dejé de escuchar al mundo, y volví a enfocar mis ojos en la rama donde había estado antes. El único rastro de que había ocurrido algo allí, era una mancha más oscura en la corteza y algunas ramas chamuscadas.

Esa noche no fui al cuarto de Bláth. Ni siquiera regresé a la Mansión. Lekten me había tomado por los hombros con fuerza, obligándome a verlo a los ojos. Podía ver la tristeza en sus ojos, y, sin embargo, se mantenía firme, sin alterar su rostro ni un ápice.

Volvimos a la posada, esa que parecía tener una pésima higiene, dispuestos a vaciar el cuarto de Ilunei. Dudaba que hubiera llevado algo consigo, aparte de las ropas que de vez en cuando cambiaba. Abrimos la puerta, encontrando el cuarto completamente vacío, como si jamás hubiera estado allí.

Eso fue un poco más doloroso de lo que hubiera esperado.

Pasé la noche en aquel sitio, como si así pudiera tener una mejor memoria, algo que me permitiera tener la cabeza en orden de nuevo. Desayuné allí, tomando la infusión que no sabía a nada, comiendo una rodaja de pan sencilla que se había quemado al momento de tostarla. No regresé tampoco a la tarde a la Mansión, incluso iba a quedarme en la posada una noche más cuando Eko apareció en la biblioteca, donde me había encerrado para leer algo sobre las hadas, y quizás ayudar un poco a Lekten con su investigación, diciendo que Bláth quería verme.

Sin opción a decir que no, fui con él, completamente callado. No me pidió respuestas, yo no le dí ni un intento de explicación. Sabía que estaba molesto conmigo, y podía imaginar que tenía algo que ver con Bláth, siempre que me daba esas miradas reprobatorias era porque no había actuado como él consideraba que debía hacerlo.

Y así me lo hizo saber ella cuando quedamos a solas en su habitación. Estaba vestida con ropas más finas de lo que solía verla en las últimas semanas; un vestido con bordados que se veía incómodo con tantos detalles bordados, gemas que colgaban de su cuello, orejas y ropa misma. Eran un montón de estrellas que me dejaban ciego. Tomó un sorbo más de su taza antes de dejarla y mirarme con sus ojos amarillos.

—¿Qué tienes para explicar tu comportamiento?

«Morgaine habría tenido un poco más de cuidado», pensé, recordando cómo me había mirado todas las veces que había estado a punto de estallar. Aparté sus ojos verdes de mi memoria, especialmente cuando el recuerdo me llevaba a Ilunei. Dudaba que me hubiera preguntado sobre todo el desastre que me parecía tener dentro, pero al menos habría... «Ahora no, Supkum Darau.»

—Ilunei murió.

—¿Y qué? —replicó, mirándome con el ceño fruncido. Crucé mis brazos, enderezándome y sintiendo que tenía que poner unas cuantas puertas alrededor de mi corazón—. Tendrías que haber vuelto. Me preocupé por tí, Darau —dijo, apartándose de la silla y caminando en mi dirección. La miré en silencio, sintiendo que todos mis recuerdos de las últimas semanas pasaban como un relámpago por mi memoria—. Temí que te hubieran hecho algo grave.

Aparté su mano cuando quiso tocarme.

—Nos atacaron, a Ilunei y a mí.

—No la menciones en mi presencia —masculló. Respiré hondo, tratando de recordar a papá, a su manera de permanecer firme cuando mi mamá estaba alterada.

—Entonces supongo que tendré que marcharme. —Porque definitivamente, allí me iban a convertir en lo mismo que habría sido en Eedu. Las palabras de Ilunei no habían estado fuera de lugar, casi podía imaginarla sonriendo y carcajeándose ante la expresión atónita de la mujer frente a mí—. Casi me matan, estoy con el cuerpo adolorido, he visto morir a alguien cercano a mí, ¿y mi preocupación tienes que ser tú?

No la dejé terminar, simplemente me di vuelta y me marché, esquivando a Eko, quien me miraba con un odio palpable. Mascullé que dejara de mirarme así, sin apartar la mirada del frente, pidiéndole a una de las sirvientas que me trajera sin demora mis cosas. Escuchaba a Bláth llamándome, corriendo en mi dirección, y podía sentir que el mundo volvía a alterarse a mi alrededor.

—Por favor, al menos, déjame...

—Ya he pasado por esto antes, Menawan —la corté—. Acepta un no cuando te lo dan.

En cuanto tuve mi pequeña bolsa de viaje, salí por la puerta, sin mirar atrás.


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