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Capítulo 7: No se puede escapar del pasado

Disclaimer: descripciones leves pero grotescas de tortura y/o suicidio. No continúes si no estás cómodo con esto.

Aquella mañana del 10 de septiembre, sobre las 12:00, Hamish y Rosie caminaban el uno junto a la otra en un silencio incómodo.

El día había comenzado siendo uno bastante monótono, tratando los dos jóvenes de encontrar un caso que pudiera interesar al detective en ciernes (puesto que había pocos que llegasen a cumplir su nivel de exigencia), hasta que encontraron uno lo bastante curioso como para llamar la atención de Hamish: por lo visto, hacía un mes una mujer de unos 43 años, viuda y en un estado económico decadente, había denunciado la desaparición de su hija mayor, de unos 20 años, y de su hija menor, de 11. Como era natural, Scotland Yard apenas había prestado atención a su caso, teniendo otros más apremiantes entre sus manos.

Los jóvenes investigadores, por el contrario, se habían dirigido a la casa de la mujer para recabar pistas.

Una vez hubieron llegado a la casa de la cliente, sobre las 9:00, tocaron el timbre y esperaron a que les abriese la puerta, sin embargo, no obtuvieron respuesta. Hamish intentó tocar una vez más, percatándose en ese instante de que ésta se encontraba abierta, con el manillar roto por un golpe contundente. Empujando la puerta con suavidad, un nauseabundo olor llegó hasta los jóvenes, quienes se taparon las fosas nasales con cierta molestia.

—¿Qué es ese olor tan asqueroso? —cuestionó Rosie, intentando no vomitar su desayuno—. Huele a

Cadáver —finalizó Hamish en un tono sereno, como si no le perturbase en absoluto la palabra ni sus posibles connotaciones.

—Deberíamos irnos de aquí, Hamish —dijo la rubia en un tono claramente nervioso—. Hay que llamar a la policía. Dejar que se ocupen ellos de esto

—Rosamund —la llamó con un punto de dureza—. Hemos venido aquí a investigar un caso, ¿recuerdas? —le indicó—. No pienso abandonarlo ahora que apenas hemos comenzado, solo para que mi padre pueda atribuirse el mérito de haberlo resuelto.

—¡Por Dios, Hamish! —se frustró la hija de Watson—. ¡Deja a un lado tu orgullo por una vez! ¡Esto no gira en torno a tu padre y tú! —le espetó, observando cómo su amigo se internaba en la casa, haciendo caso omiso a sus palabras.

A los pocos segundos, viendo que no iba a lograr nada criticando a su amigo de la infancia, Watson suspiró, internándose en la casa, siguiendo a Holmes.

Por su parte, Hamish acababa de comenzar a hacer uso de sus habilidades deductivas, observando varios puntos de interés por la casa.

El primero en la cocina: la olla que debía contener la comida estaba fría, lo que dejaba claro que el cadáver (a pesar de no haberlo visto aún) llevaba unas dos semanas allí, al menos por aquel olor nauseabundo que invadía el ambiente. Los ojos azules-verdosos del joven se posaron entonces en la puerta de la nevera, donde había una imagen de tres mujeres pegada con imanes. En ella se podían ver los nombres: Susana, Violeta y Lucía. Estaba claro que se trataba de la clienta y sus hijas desaparecidas. Por lo que se podía leer en la fotografía (había un texto al pie de la imagen), de izquierda a derecha, la hija mayor era Violeta (apodada Vi), mientras que la menor era Susana (apodada Susi), y por último, Lucía, la madre.

—Rosamund —llamó a su compañera, quien apareció a los pocos segundos a su lado—. Necesito que fotografíes con tu teléfono esta imagen de la nevera.

—Entendido —indicó Rosie, sacando su teléfono móvil, antes de observar cómo Hamish alargaba una mano al interruptor de la estancia—. Ya lo he intentado yo: no hay electricidad.

Estupendo —murmuró para sí el joven detective en ciernes—. ¿Te has puesto guantes antes de tocar nada? —le preguntó a su amiga, volviéndose hacia ella.

—Por supuesto, Hamish: no soy una aficionada —afirmó la rubia con cierto tono ofendido, terminando de hacer las fotos, guardando su teléfono en su chaqueta—. Es imprescindible que no dejemos pistas sobre nuestro paso por aquí.

El hermano de la pelirroja simplemente asintió, antes de percatarse de varios detalles: faltaban varios cuchillos en la cocina, y la mesa de la estancia había sido arrastrada con evidente fuerza.

—¿Qué ocurre, Hamish?

—Esto no es una muerte natural, Rosie —le indicó, comenzando a caminar hacia la sala de estar, su segundo punto de interés, y cuya puerta encontró atrancada; tras hacer la suficiente presión, logró abrirla, intensificándose el olor nauseabundo que habían notado al entrar a la vivienda—. Es un asesinato.

Frente a ellos se encontraba ahora un cadáver en claro estado de descomposición. Rosie apenas pudo contener las náuseas, provocando que el muchacho de cabello castaño colocase su brazo frente a ella, como si quisiera evitar que se acercase más aún a aquel lugar.

—Quédate aquí, Rosie —le indicó en un tono suave—. Yo me encargo del cadáver.

Dicho y hecho, Rosamund decidió salir de la casa a tomar aire fresco, mientras que Hamish se acercaba al cadáver de Lucía, arrodillándose junto a él, tras haberse colocado unos guantes.

Dando un leve suspiro, pese a tener que oler el aroma del cadáver en descomposición, comenzó a examinarlo: estaba completamente desprovisto de ropa, en una posición comprometedora, con las manos extendidas hacia los lados, encontrándose las piernas atadas por los tobillos; había signos claros de tortura a base de cardenales y heridas profundas que ya habían comenzado a infectarse; de igual manera, había sido penetrada con evidente salvajismo y aunque no podía asegurarlo, el joven estaba seguro de que había habido eyaculación sobre el cuerpo, aunque no post mortem.

La han torturado mientras aún estaba con vida —murmuró para sí mismo.

Los ojos azules-verdosos de Holmes se posaron entonces en el estómago de la mujer, el cual se encontraba abierto de una forma muy particular: el corte se había iniciado desde el lado izquierdo del abdomen hasta el lado derecho en una línea recta, casi perfecta; después había vuelto al centro del abdomen, hasta iniciar un ascenso vertical, el cual no había logrado completarse, seguramente por el dolor de aquella práctica.

Hamish cerró los ojos con dureza al dejar entrar esa imagen en su Palacio Mental, por lo que tuvo que apartar la mirada unos instantes, antes de posarla en la parte superior del cadáver. No poseía la cabeza.

—El corte ha sido rápido y experimentado —dedujo el joven castaño—: con un arma extremadamente afilada, la cual ha logrado también cortar el hueso de cuajo.

La sangre ya se había secado por completo, pero el rastro que la cabeza de la clienta había dejado aún era claro, logrando vislumbrar aquella parte del cuerpo a apenas unos metros de su cuerpo de origen. Se encontraba cerca de la chimenea de la estancia, a la cual se acercó el muchacho de cabello alborotado, encontrando algo un tanto peculiar: rastros de un documento incinerado, de cuyos datos solo pudo leer una parte.

En aquel instante, tras haberse levantado del suelo, cuando estaba a punto de encaminarse hacia otra de las habitaciones de la casa, Scotland Yard irrumpió en el lugar, junto a Sherlock Holmes y John Watson, quienes sacaron casi a rastras al joven.

—Hamish, por favor, háblame —le pidió Rosie, mientras caminaba a su lado.

Su compañero ni siquiera se dignó a mirarla a los ojos, airado.

¡Has echado a perder el caso, Rosamund! ¡No me vengas con esas! ¡No tengo que entender nada! —estalló en un momento dado el muchacho, encarando a la hija de John, quien se amedrentó por su tono de voz—. ¡Me da igual que tú estuvieses aterrada! ¿¡Te crees que los cadáveres no son cosas habituales para los detectives!? ¡Pues vete acostumbrando! —indicó, aumentando el ritmo de sus pisadas—. ¡No tenías derecho a llamar a nuestros padres para que vinieran a apartarnos de él! ¡No necesito una ayudante que no está dispuesta a afrontar conmigo este tipo de eventualidades en los casos!

Rosie se detuvo en aquel instante, dejando de caminar tras su amigo, con la cabeza gacha, las lágrimas y los sollozos haciéndose presentes a los pocos minutos, debido al tono de voz empleado por Holmes, así como sus hirientes palabras y acusaciones.

Hamish se detuvo también a pocos pasos de ella, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, antes de dar un suspiro, levantando la vista al cielo. Tras tomarse unos segundos para calmarse, volvió sobre sus pasos, quedando frente a su amiga de la infancia.

—Yo no —comenzó a decir la rubia, siendo interrumpida por el detective en ciernes a los pocos segundos.

Perdóname —murmuró, antes de secar con sus pulgares las lágrimas que caían por las mejillas sonrosadas de su ayudante—. Tendría que ser más consciente de que no tienes el mismo aguante que yo con estas cosas —suspiró—. No pasa nada. No has hecho nada malo —le aseguró—: tenías miedo y reaccionaste de una forma lógica—intentó calmarla—. Vamos, no llores más —le dijo en una voz suave, antes de chasquear la lengua, desconcertado—. Me siento un inútil siempre que te hago llorar —admitió, dejando que la rubia lo abrazase, rodeando su espalda con sus propios brazos en un gesto tranquilizador.

Pasaron unos minutos así, hasta que finalmente la rubia pudo calmarse.

—Pero Hamish Me temo que te estás equivocando de cabo a rabo —rememoró la rubia de pronto, en un tono extrañado, mientras terminaba por secarse las lágrimas—. ¿A qué te refieres con lo de «llamar a nuestros padres»? —cuestionó—. Yo no he sido la que los ha avisado —le indicó.

—¿Qué? —se sorprendió el castaño—. Pe-pero ¿Entonces quién? —de pronto se interrumpió, pareciendo que se le encendía una bombilla—. Claro. Cómo no —su tono estaba ahora lleno de una ira irónica, pateando una lata vacía en el suelo.

—¿Qué ocurre?

Mycroft —sentenció Hamish con evidente molestia—. Ha sido él —dijo antes de darse una palmada en la frente—. ¿¡Cómo he podido ser tan simple!? ¡Estaba claro que tú jamás habrías roto nuestro acuerdo de no involucrar a nuestros padres! —se dijo a si mismo, comenzando a murmurar para sí.

Rosie suspiró aliviada al escuchar de su boca aquellas palabras, dejando claro que él no pensaba nada mal de ella, y que inclusive, aunque no de forma directa, acababa de pedirle perdón por sus palabras y sus conclusiones precipitadas. La rubia lo abrazó entonces, besando su mejilla con una sonrisa agradecida.

—No es lo que esperaba, pero acepto tus disculpas, Holmes —lo informó, colocando sus manos en sus caderas.

¿Perdona? ¿Cómo que mis disculpas? —dijo Hamish, quien claramente no estaba consciente de lo que acababa de salir por su boca entre tanto monólogo propio—. En fin, eso ahora no tiene importancia: si el tío Mycroft nos está vigilando tendremos un problema para investigar el caso

—¿Seguimos en el caso?

Por supuesto. No voy a dejar de investigar este asunto solo porque Papá, el tío John o el tío Mycroft decidan que no es de nuestra incumbencia —afirmó Hamish con una sonrisa confiada—. Nosotros aceptamos el caso, y nosotros lo resolveremos —aseguró—. Si estamos los dos juntos no habrá nada ni nadie que pueda pararnos, ni siquiera nuestros padres —le indicó, ofreciéndole su mano derecha—. Y ahora es el momento de revisar las pruebas que tenemos en un lugar seguro —concluyó, antes de comenzar a correr con ella por las calles londinenses, sorteando con cuidado las cámaras de vigilancia que Mycroft usaba para supervisar todos sus movimientos.

—¿Qué lugar seguro? —le preguntó la rubia entre jadeos, mientras lo seguía a la carrera.

El 221-B de Baker Street.

Transcurrieron varias horas hasta que los muchachos llegaron al 221-B de Baker Street, ya que Mycroft Holmes parecía haberse empecinado en no dejarlos sin vigilancia ni dos segundos, aunque por fortuna, y gracias a los conocimientos de Hamish de los mapas de Londres, habían logrado llegar sin problema. Ahora se encontraban sentados en la sala de estar, con la Sra. Hudson preparándoles un té a cada uno.

—¿No se te hace extraño el estar aquí? —preguntó Rosie—. A mi desde luego —admitió la rubia—: es como si este lugar formase parte de mis recuerdos, pero no puedo evocar ninguno específico Creo que es la primera vez en mucho tiempo que me siento segura en un sitio, además de en mi casa, claro.

Yo me siento en casa aquí —afirmó Hamish—. Sé que mi padre abandonó el piso tras la Desaparición de mi madre —continuó, no utilizando la palabra designada para los no vivos—, pero si por mi fuera, nunca me iría de aquí.

¡Cu-cu! —exclamó la Sra. Hudson, entrando a la sala de estar con una bandeja repleta de pastas, una tetera, una jarra de leche, un cuenco con terrones de azúcar y dos tazas de té—. Aquí tenéis jovencitos —les indicó, dejando la bandeja en la mesa cercana al sillón en el que el castaño se encontraba sentado—. Ay, no puedo creerlo Es como volver al pasado una vez más.

Mientras escuchaba las palabras de la casera del piso, el hijo de Sherlock comenzó a preparar el té, echando la leche y los terrones de azúcar.

—¿Disculpe? —cuestionó Rosie, extrañada por sus palabras—. ¿Qué quiere decir, señora Hudson?

—Veros aquí a los dos, sentados en esos sillones que antaño ocupasen vuestros padres —la amable casera suspiró—. Es como si volviese la alegría a esta casa. Como si las aventuras fueran a empezar una vez más.

—Es un sentimiento muy bonito, señora Hudson —apreció Rosie, tomando la taza de té que su compañero le tendía.

—Dígame, señora Hudson —comenzó Hamish, tomando la otra taza en sus manos, revolviendo con la cucharilla su contenido—, ¿podría contarme algo sobre mi madre? Parece que todos los que nos rodean a mi hermana y a mi han decidido mantenerse silenciosos respecto a su destino —argumentó—. Ni siquiera sabemos si está muerta o no —indicó, posando su mirada azul-verdosa en la mujer, quien perceptiblemente tragó saliva.

—Bueno, hay poco que puedo decirte, querido —suspiró la mujer con una voz queda, como si quisiera evitar que alguien la descubriese hablando sobre ello—. Tu madre era una persona maravillosa, capaz de traer la luz hasta en la más profunda oscuridad, y fue la responsable del cambio que sufrió tu padre.

—¿Mi padre?

—Así es —afirmó Martha—. Desde que lo conocí siempre se mostró como una persona indiferente ante los padecimientos de otros, incluso cuando conoció a tu padre, Rosie —continuó contándoles—; pero esto cambió cuando ella apareció en Baker Street.

Entonces no es muy distinto ahora de como era entonces —murmuró el chico para sus adentros.

Una sonrisa suave cruzó los labios ancianos de la casera de Baker Street, posándose sus ojos en el sillón adyacente en el cual Hamish estaba sentado. Su mirada pareció volverse vidriosa, como si estuviera contemplando un fantasma del pasado.

—¿Señora Hudson? —apeló a ella la hija del Dr. Watson, sacándola de su trance.

—Oh, disculpadme chiquillos —musitó Martha con una voz emocionada—. Solo estaba recordando —les indicó—. Tu madre se sentaba en ese sillón de ahí, Hamish—confió, antes de encaminarse hacia la puerta—. Lamento no poder decirte mucho más.

—No se preocupe, señora Hudson —negó el muchacho de cabello castaño—. Solo tengo unas últimas preguntas: ¿por qué mi madre tenía ese color de ojos? Y ¿Le importa si registramos el apartamento en busca de objetos personales que le pertenecieran a ella?

Ante aquella primera pregunta por parte del niño, el cuerpo de la casera fue recorrido por un escalofrío, lo que hizo que las sospechas de Hamish se acrecentasen: definitivamente estaban ocultando algo que atañía a su madre. Algo, que seguramente tuviera relación con su desaparición. De igual manera, la casera del 221-B no parecía nada tranquila con su segunda pregunta: como si tuviera miedo de que descubrieran algo que no debían; o más bien, que alguien fuera a castigarla por su indiscreción.

—No se preocupe, solo bromeaba —dijo Hamish sonriendo a Martha, quien se relajó visiblemente.

—Vaya, está claro que tienes el sentido del humor de tu padre, Hamish —indicó la casera—. Voy a ver mi culebrón. Avisadme si necesitáis algo.

—Por supuesto, señora Hudson —afirmó Rosie, contemplando por el rabillo del ojo a su amigo con cierta incredulidad—. Gracias.

En cuanto la mujer cerró la puerta de la sala de estar, Watson no pudo contener su voz.

¿¡Estás mal de la cabeza!? —le espetó—. ¿Cómo se te ocurre preguntarle algo así? ¿No ves que podría haberle dado un ataque?

—Es obvio que solo se ha inquietado, Rosamund. Y, de todas maneras, no ha pasado nada, así que déjalo estar —indicó el de ojos azules-verdosos—. Tengo mis razones para haber preguntado esas cosas.

—¿Qué razones? —cuestionó Rosie.

—Pronto las sabrás —afirmó Hamish, antes de levantarse del sillón, dejando la taza de té en la bandeja, encaminándose hacia la puerta de la sala de estar, bloqueando esta con una silla cercana—. Así no nos molestará —murmuró, volviendo al sillón—. Creo que lo mejor será empezar a revisar las pruebas que tenemos sobre el caso que nos atañe.

—De acuerdo —concordó la rubia.

Sé que te parecerá una locura, pero por las pistas que he encontrado, mi única deducción es que el responsable de la muerte de nuestra clienta, y por consiguiente de la desaparición de sus hijas, es la Yakuza, o al menos una rama de ella.

Rosamund casi escupió el té al escucharlo decir eso.

—Pero Hamish —la joven dejó la taza en la bandeja tras tragar el líquido con dificultad—, la Yakuza fue desmantelada según recuerdo, hace 8 años —argumentó—. Salió en las noticias, creo.

—Sí, lo sé —afirmó Hamish—: una familia anglo-rusa comenzó con su objetivo de acabar con las mafias japonesas hace muchos años, mucho antes de nuestro nacimiento —rememoró el castaño—. Hace unos 8 años, la hija de ese dignatario tomó el relevo de su padre en la lucha contra las mafias japonesas, logrando su objetivo de erradicarlas —finalizó antes de cruzarse de brazos—. ¿Pero y si no hubiera sido así? ¿Y si hubiera remanentes de esa mafia, aún desperdigados por el mundo?

—Entonces sería un problema —admitió Rosie—. ¿Pero cómo es que has llegado a esa conclusión?

—El cadáver presentaba claros signos de tortura, y una muy concreta si soy sincero. Un corte horizontal en el estómago demás de uno vertical por el torso: el llamado seppuku. Tal vez reconozcas el término.

—Es el ritual japonés de suicidio por desentrañamiento, ¿verdad?

—Y no solo eso —dijo Hamish, cruzándose de brazos—. En la época de los samuráis era también una forma de pena capital para aquellas personas que habían cometido serias ofensas o se habían deshonrado —la informó—. Y a nuestra clienta le faltaba la cabeza.

—De modo que había más de un asesino en la escena del crimen

Corrección, mi querida Watson: más de un Yakuza estuvo presente en la escena del crimen —la interrumpió, antes de continuar con sus deducciones—. Sin embargo, esta práctica no era la corriente en aquella época para las mujeres. Sí, sus piernas estaban atadas, pero no de forma honorable Sino de forma despectiva, como si quisieran deshonrarla incluso en la muerte —reflexionó—. De igual manera, en lo que a las mujeres respecta en la época de los samuráis, éstas no realizaban el seppuku como tal, sino una variante de éste: en la antigüedad, las mujeres realizaban el rito conocido como jigai. La diferencia con el seppuku radicaba en el hecho de que la mujer no realizaba ningún corte en su vientre, sino en su cuello, donde se encontraba la arteria carótida.

»¿Qué podemos concluir con esto? Lo primero: que alguien estaba castigando a nuestra clienta por un acto que cometió en el pasado. Un acto que se considera impío y digno de la pena capital por los Yakuzas, un acto que ella conocía de antemano; lo segundo: a la clienta se le negó la posibilidad del suicidio correspondiente a las mujeres, deshonrándola por completo al no solo no permitírselo, sino que la obligaron a permanecer de brazos y piernas atadas mientras un hombre le practicaba el seppuku en contra de su voluntad, por lo que la pena debió ser una correspondiente a la traición; lo tercero: había al menos tres hombres en la escena del crimen a juzgar por la forma del asesinato (el amordazamiento, la katana y la realización del seppuku), los restos casi invisibles de semen en su cuerpo, conducto vaginal y suelo; y tercero: nuestra clienta no solo es de origen japonés, sino que encubrió su identidad para escapar de sus perseguidores Y no vino sola.

Increíble —Rosie escuchaba las palabras de su amigo de la infancia con una gran admiración y perplejidad, pues daba igual los años que pasasen: sus deducciones siempre lograban maravillarla—. ¿Pero cómo sabes que era japonesa? Imagino que debido a la descomposición del cuerpo no habrías podido averiguarlo, ya que el rostro debería estar prácticamente irreconocible.

—Así es —afirmó Hamish—. Cerca del lugar en el que encontré su cabeza, hallé esto —señaló, sacando un objeto de su chaqueta tras colocarse los guantes—: carnés de identidad. Seguramente falsos, al menos los más recientes.

¿¡Has robado eso de la escena del crimen!? —exclamó la rubia, consternada—. ¡Si nuestros padres se enterasen, estaríamos castigados para toda la eternidad!

—Exacto. ¿Por qué crees que he cerrado la puerta entonces? —cuestionó con una sonrisa confiada, observando los carnés—. ¿Lo ves? Lucía Smith no es su verdadero nombre, sino Akako Miyamoto —leyó con calma.

Rosie observó el carné con evidente interés, percatándose de que tras el objeto parecía haber una fotografía escondida.

—Hamish, mira —le indicó, llamando su atención sobre la imagen, sacándola con cuidado de la parte trasera del carné (habiéndose colocado primero unos guantes) —: parece antigua. Muy antigua.

Hamish se levantó del sillón y se acercó a su compañera. Una vez lo hizo, se sentó en el reposabrazos del sillón de ella, observando la imagen, en la cual se podía ver a Lucía—es decir—a Akiko, junto a una pequeña niña de cabello rubio y ojos azules. De igual manera no parecían estar solas, ya que, junto a ellas, aunque ahora ya quemada por el fuego, se vislumbraba una tercera figura, vestida con un traje oriental, casi parecido al de los ninjas. Lo único que podía entreverse de esa tercera persona era su cabello, el cual sobresalía bajo una capucha. Era de color carmesí.

—No puede ser. Ese cabello —murmuró el joven detective en ciernes, logrando captar la atención de su amiga—. No puedo creer que haya acertado.

—¿Qué sucede Hamish? ¿Tiene que ver con las preguntas que le has hecho a la señora Hudson?

—Así es —afirmó el joven—. Cuando le he preguntado acerca de mi madre, ¿recuerdas que he mencionado si podíamos revisar sus objetos personales? Hace tiempo, cuando estuvimos aquí por primera vez, con Shirley y nuestros padres, me llevé una foto del álbum que mi hermana encontró en la habitación que antaño era nuestra —rememoró, sacando la fotografía de un bolsillo interior de su chaqueta—; y encontré esto —indicó, enseñándole una página que parecía haber sido arrancada de un diario—. No hay nada escrito, pero está claro que pertenecía a un diario Y me juego el cuello a que está aquí, escondido, y pertenecía a mi madre.

—¿Y sospechas que la tercera persona en esta fotografía se trata de tu madre, no es así? —cuestionó Watson, logrando atar los cabos de la deducción de su amigo de la infancia—. ¿Pues a qué estamos esperando? —indicó, levantándose del sillón—. Vamos a buscarlo.

¿En serio? —se sorprendió Holmes—. Creí que estarías en contra

—Hamish, mi padre tampoco habla sobre mi madre. Ni siquiera sé por qué falleció —admitió la muchacha—. Sé perfectamente lo que sientes respecto a tu madre —admitió—. Si a mi se me presentase la oportunidad de averiguar más sobre ella, como es este caso, la aprovecharía al máximo.

Ambos muchachos comenzaron entonces a investigar por el piso de Baker Street, centrándose en la sala de estar. Sin embargo, no tardaron en dirigir su atención hacia la habitación que hubiera pertenecido antaño a Cora y Sherlock Holmes. Ambos se miraron a los ojos, como si quisieran darse ánimos para lo que estaban a punto de hacer. Hamish alargó la mano al manubrio de la puerta, tomándolo con firmeza antes de girarlo.

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