Capitulo 1: El intruso.
El sonido metálico de las espadas resonaba en el aire, entrecortado por jadeos y movimientos rápidos. La chica, sudorosa pero decidida, trataba de bloquear cada golpe con precisión. El chico, mayor y más experimentado, avanzaba con firmeza, con su espada amenazando con terminar la pelea en cualquier momento.
Con un giro ágil, el chico la desarmó, su filo quedó a centímetros de la garganta de la joven. Ella dio un paso atrás, tambaleante, mientras su tutor, Raymond, observaba con los brazos cruzados el entrenamiento.
—Te falta mucho para ser siquiera decente —dijo Raymond con frialdad, con sus ojos clavados en la chica.
Ella sonrió, a pesar de estar sin aliento, y alzó las manos en señal de rendición.
—¡Euu! —protestó en tono bromista, pero con una pizca de verdad en su voz—. Cuesta no usar mis poderes, no es tan fácil ser una simple mortal.
Raymond soltó un gruñido, pero una sonrisa apenas perceptible asomó en la comisura de sus labios.
Los guardias irrumpieron en la sala de entrenamiento con pasos apresurados, sus rostros tensos y preocupados. Uno de ellos se inclinó hacia Raymond y le susurró algo al oído. El tutor, siempre calmado, frunció el ceño y luego se dirigió a Nan con seriedad.
—Tenemos que irnos —dijo con firmeza—. Estamos en situación de alarma, ya sabes qué hacer.
Nan asintió, sin un atisbo de miedo en su rostro. No era la primera vez que atravesaba una situación como esta; ya había pasado por cuatro, tal vez cinco, de estas alarmas. Y aunque la primera vez había sido aterradora, con cada una de ellas había aprendido a mantener la calma.
Recordaba vívidamente la primera vez que el castillo había sido puesto bajo alerta. Tenía apenas ocho años, y fue arrastrada junto a su madre hacia una sala oculta, un lugar oscuro, sin ventanas, donde los guardias las rodeaban en silencio. El aire era denso, cargado de miedo reprimido. Nan, aunque pequeña, comprendía la gravedad de la situación. No pudo evitar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas, aunque su madre le lanzaba miradas severas, indicándole que debía mantenerse en silencio. Sentía un mal presentimiento, uno que se confirmaría más tarde.
Cuando finalmente salieron de la sala oculta, la noticia los golpeó con la fuerza de una tormenta: su padre, el Rey, había sido asesinado por el intruso.
Ese día algo dentro de Nan cambió para siempre. Desde entonces, nada parecía poder herirla de la misma manera. Esa oscura habitación, que alguna vez le había causado terror, ahora no significaba nada para ella. Había aprendido a enfrentarse a la muerte, al miedo, y a la realidad de que la seguridad del castillo jamás sería perfecta. Aunque, desde aquel trágico día, los guardias y las defensas del reino habían sido reforzadas. Ningún intruso había logrado pasar más allá de las primeras puertas... hasta ahora.
A los quince minutos, el mensaje que todos esperaban llegó. El intruso había sido capturado, y la alarma fue levantada. Nan salió de la sala sin mirar atrás, caminando con pasos decididos hacia su habitación, aunque notó que esta vez había más guardias acompañándola. Su seguridad era lo primero, pero para ella, ya no había más que temer. Había pasado por lo peor que podía pasar; nada volvería a doler tanto como la pérdida de su padre.
Aldorian permanecía inmóvil bajo la cama, su respiración contenida mientras el eco de los pasos de los guardias desaparecía lentamente por el pasillo. Todo había sucedido tan rápido. Él y Faelric habían logrado atravesar las defensas exteriores del castillo. Faelric, siempre impulsivo, decidió encargarse de los guardias de la entrada mientras Aldorian buscaba un punto vulnerable para infiltrarse. Se habían separado tras cruzar el umbral, y aunque había luchado con un par de guardias, la resistencia había sido mucho más débil de lo anticipado. Eso lo inquietaba, pero no habia tiempo para cuestionar la suerte. Debía mantenerse oculto.
Ahora, escondido debajo de una cama en la primera habitación que encontró, esperaba pacientemente a que el peligro pasara. Los pasos resonaban en sus oídos como martillos, cada vez más lejanos. Se preparaba para salir de su escondite cuando, de repente, escuchó el crujir de la puerta. Contuvo el aliento. Una chica entró en la habitación. La observó en silencio mientras ella, sin notar su presencia —o eso pensaba él—, se tumbaba en la cama justo encima de su escondite.
Por un momento, Aldorian pensó que la suerte lo había acompañado. Todo lo que necesitaba era esperar a que ella se durmiera o se fuera, y entonces podría salir. Pero algo en el aire cambió. La habitación, que hasta entonces había sido solo una cárcel temporal, comenzó a oprimirlo de manera extraña. Sus sentidos se agudizaron, pero su cuerpo comenzó a traicionarlo. La energía que lo mantenía alerta comenzó a desvanecerse como arena escapando entre sus dedos.
Intentó moverse, pero su cuerpo se volvió pesado, y su vista se nubló rápidamente. Un pensamiento fugaz cruzó su mente: “Esto no es normal“. Y entonces, todo se apagó.
Nan, desde su lugar en la cama, esbozó una sonrisa mientras se inclinaba para observar el cuerpo inmóvil del caballero que yacía en el suelo. Apenas había entrado en la habitación, había sentido su presencia, una vibración distinta en el aire que solo alguien con sus habilidades podría percibir. Con un simple gesto, había drenado su energía vital lo suficiente para dejarlo dormido, aunque vivo.
Se levantó con tranquilidad, sus movimientos calculados, y se agachó para arrastrar el cuerpo de Aldorian fuera de su escondite. Mientras lo observaba, aún respirando, pensó en lo fácil que sería llamar a los guardias. Podría acabar con esto en cuestión de minutos. Pero algo en ella se resistió a la idea.
Era la primera vez que alguien de fuera del castillo llegaba tan cerca, y la curiosidad la invadía. Este hombre no era uno de los suyos, no pertenecía a la rutina monótona de la vida en el castillo, y la oportunidad de interrogarlo por su cuenta se presentaba como un juego irresistible.
Aldorian abrió los ojos lentamente, su visión aún algo borrosa mientras intentaba ubicarse en el espacio. Sentía el cuerpo pesado, debilitado, aunque podía moverse lo suficiente para notar que sus brazos estaban atados firmemente a su espalda. Estaba sentado en una silla, y frente a él, la figura de la joven que lo había neutralizado se materializaba con mayor claridad.
Era delgada, pero había una fuerza evidente en su postura y en la forma en que lo miraba, como si hubiera nacido para controlar la situación. Su cabello negro caía sobre sus hombros, y su piel, de un tono intermedio, contrastaba con sus ojos marrones oscuros, llenos de determinación. Aunque Aldorian intentó moverse, comprendió de inmediato que no tenía suficiente energía ni para liberarse ni para luchar. La chica lo había dejado en un estado de vulnerabilidad preciso, manteniéndolo consciente, pero débil.
Nan se inclinó hacia él, sus ojos fijos en los suyos, sin rastro de la diversión que había mostrado antes. Ahora era puro control y firmeza.
—¿Quién sos? —le preguntó con una voz que, aunque tranquila, exigía respuestas.
Aldorian parpadeó un par de veces, su mente estaba aún aturdida por lo que había sucedido, pero pronto recuperó la compostura. La miró directo a los ojos, tomando aire profundamente antes de hablar.
—Me llamo Aldorian —dijo, con un tono pausado, medido—. Y vine a rescatarte.
Nan lo observó en silencio, la sorpresa apenas visible en su expresión mientras las palabras resonaban en la habitación. El aire parecía volverse más denso, cargado de preguntas sin respuesta.
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