Capítulo 34
Narrador omnisciente
Los eventos se desarrollaban como una tormenta imparable, una marea de caos que envolvía a todos los involucrados. Dareck y Joa, dos hombres unidos por el mismo objetivo, pero separados por una desconfianza feroz, se encontraban atrapados en el centro de esta vorágine. Cada uno cargaba con el peso de sus propios demonios, con la culpa y la traición latiendo en sus corazones.
Dareck, arrastrado por su lealtad dividida y el amor por su familia, se encontraba en una encrucijada peligrosa. Había traicionado a Adriá al asesinar a su padre bajo las órdenes de Don, pero lo hizo creyendo que era la única forma de proteger a los suyos.
Mientras tanto, en el territorio de los demonios, otro conflicto se desataba. Los seguidores de Don, esos hombres y mujeres que se habían entregado a sus ambiciones y traiciones, fueron uno a uno eliminados por Joa, Dillon y sus seguidores, junto con Dareck. Habían planeado meticulosamente cada ataque, golpeando en los puntos más vulnerables del imperio de Don. Joa, implacable en su sed de justicia, no mostró piedad. Cada enemigo caído era un paso más hacia su objetivo de destruir al hombre que había corrompido todo lo que tocaba.
Dillon, un aliado inesperado, había traído consigo a un grupo de leales que habían sufrido bajo el reinado de Don. Los llamados sujetos de pruebas, o prototipos se habían revelado contra Don, quien contaba con su ejército. Todos ellos unidos luchaban con una intensidad alimentada por años de opresión y resentimiento. Dareck, por su parte, luchaba con una mezcla de desesperación y rabia. Había perdido tanto: a Adriá. Cada golpe que daba era una forma de canalizar ese dolor, una forma de intentar redimirse por las decisiones que lo habían llevado a este punto.
Dareck avanzaba hacia Don con pasos lentos pero firmes, como si cada movimiento fuera el resultado de años de traiciones, pérdidas y decisiones mal tomadas. Sus puños aún dolían por los golpes recientes, y su mente estaba atrapada en un torbellino de emociones. Adriá, Enger, su madre, todo aquello que había intentado proteger, se desmoronaba lentamente. Pero ahora, frente a Don, todo se reducía a este momento.
Don, acorralado, retrocedía con los ojos llenos de miedo, un contraste evidente con el poder y la arrogancia que había ostentado durante tanto tiempo. El hombre que había manipulado a reyes y clanes ahora se veía pequeño, indefenso.
—Dareck, ¿me estás traicionando? —preguntó Don, su voz temblorosa, cargada de un temor que nunca había mostrado antes. Retrocedía lentamente, buscando con la mirada un lugar donde esconderse, donde escapar del destino que sabía le aguardaba.
Dareck lo miró con una frialdad que jamás pensó que sería capaz de sentir hacia alguien a quien, en algún momento, consideró casi como un líder, tal vez incluso una figura paterna en los tiempos más oscuros.
—Para traicionar debía estar contigo, Don —replicó Dareck con una voz baja pero cargada de rencor—. Sin embargo, no es así. Nunca lo fue. Me utilizaste, me manipulaste para cumplir tus fines, pero has caído en tu propio juego. Todo lo que has construido con mentiras se desmorona, y hoy es el día en que pagarás por todo.
Don tropezó, cayendo de rodillas mientras sus ojos buscaban alguna salida, alguna posibilidad de escapar a la muerte que se acercaba. Pero no había ningún lugar donde correr, ningún aliado que acudiera a su rescate. Los ancianos y los aliados que encontró en el reino, sus creaciones lo habían matado. Sus propias creaciones se habían revelado contra su creador.
—Piensa en lo que estás haciendo, Dareck —suplicó, su voz quebrada por el miedo—. Piensa en tu familia, en lo que puedes perder si me matas. Puedo darte lo que quieras, todo el poder, todas las riquezas... ¡Lo que sea! No tienes que hacer esto. Brister matara a tu familia si no se comunica conmigo.
Pero Dareck no movió un solo músculo de su rostro, ni una chispa de vacilación apareció en sus ojos. Las palabras de Don ya no tenían peso. No había promesa que pudiera redimir al hombre que había destruido tantas vidas.
—Mi familia ya lo ha perdido todo por tu culpa. —Dareck dio un paso más hacia él, su sombra cubriendo la figura de Don. La rabia y el dolor que lo habían acompañado todo este tiempo se condensaron en un solo pensamiento: Esto debía terminar aquí. —Pero tengo que decirte que no te queda nada. Brister, se ha apoderado del clan y esos leales soldados que dejaste atrás han sido erradicados. Ahora, estas solo.
—No es cierto, Brister es leal a mí. —gruñe con rabia, mirando a Dareck desde el suelo como se elevaba sobre él.
—Brister, te odia por lo que le hiciste a sus hermanos. ¿Crees que se quedaría de brazos cruzados? Se gano tu confianza para después destruirte.
—No es cierto.
—Estoy cansado de esta chachara.
Don intentó levantarse, pero Dareck lo empujó hacia abajo con una fuerza que parecía no provenir solo de su cuerpo, sino de toda la rabia acumulada durante los años. Don cayó de nuevo al suelo, esta vez sin intención de levantarse.
—Dareck, por favor... —susurró Don, sabiendo que el final era inevitable.
Dareck lo miró por última vez, una mezcla de furia y resignación en sus ojos. Había cruzado demasiadas líneas para detenerse ahora.
—Ya no eres el rey de nada, Don. Solo el rey de tus propias mentiras. —Y, con esas palabras, Dareck levantó su catana, preparado para ejecutar la justicia que tantos, incluyéndose él mismo, anhelaban.
Dareck, con la catana alzada y el rostro endurecido por la furia y el cansancio, se preparaba para dar el golpe final que se había prometido a sí mismo. El acero de la espada brillaba con una luz fría en el ambiente sombrío, y la tensión en el aire era palpable. Este acto de justicia, tan esperado y deseado, parecía estar al alcance de la mano.
Sin embargo, el sonido de una voz familiar, cargada de autoridad y dolor, rompió el momento.
—¡Detente, Dareck! —ordenó Adriá, su voz resonando con una firmeza que parecía desarmar incluso la furia más intensa.
Dareck se detuvo en seco, su mirada se desvió hacia la figura que se alzaba en la entrada de la habitación. Adriá, a quien había herido más de lo que cualquier arma podría hacer, estaba allí, con una expresión de resolución en su rostro. Su presencia, en medio de toda la desolación y la destrucción, parecía como una tormenta de emociones contradictorias.
—Lo necesito vivo para hacerlo sufrir por todo lo que ha hecho —continuó Adriá, su voz temblando ligeramente, pero cargada de una intensidad que no se podía ignorar.
Dareck bajó lentamente la catana, su corazón golpeando con fuerza en su pecho. El deseo de venganza que lo había impulsado durante tanto tiempo se tambaleaba ante la decisión de Adriá. La furia y el dolor que lo habían consumido ahora se mezclaban con la comprensión de su desesperada necesidad de justicia.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Dareck, su voz rota por el conflicto interno—. ¿Acaso quieres que viva después de todo lo que ha hecho?
Adriá dio un paso más cerca, sus ojos fijos en los de Dareck. La tristeza y la determinación se entrelazaban en su mirada.
—Sí —respondió Adriá, con firmeza—. Quiero que sufra. Quiero que viva con el peso de sus acciones, con el dolor de cada vida que ha destruido. Quiero que vea cómo todo lo que construyó se desmorona frente a él, ahora que se encuentra sin poder y sin seguidores.
Dareck miró a Don, que yacía en el suelo, su cuerpo temblando de miedo y desesperación. El hombre que había manipulado y traicionado ahora enfrentaba el final de sus días, pero Adriá deseaba algo diferente. Quería una justicia que no fuera simplemente el fin, sino un castigo prolongado y tortuoso.
—Adriá, tú... —Dareck comenzó a decir, pero se detuvo, su mente lidiando con la decisión que tenía ante sí.
Finalmente, Dareck dejó caer la catana a su lado, el acero haciendo un sonido sordo al chocar con el suelo. Su decisión estaba hecha. No por él, sino por Adriá, por el dolor que ella sentía, por la justicia que ella buscaba.
—Está bien —dijo Dareck, su voz quebrada pero resoluta—. Lo mantendremos vivo. No será un final fácil para él.
Adriá asintió, su expresión suavizándose ligeramente mientras su mirada se mantenía fija en Don. La determinación en sus ojos no se desvanecía.
Don, al ver que su destino estaba sellado de una manera diferente a la que había esperado, miraba a Adriá con una mezcla de odio y desesperación. Su súplica y sus intentos de manipulación ahora parecían frágiles y vacíos.
—No te saldrás con la tuya —dijo Adriá, con voz firme—. Vivirás para enfrentarte a las consecuencias de tus actos.
Con esas palabras, Adriá se volvió hacia Dareck, sus ojos llenos de una resolución que le daba a su corazón el alivio que necesitaba. El proceso de justicia que seguiría sería largo y tortuoso, tanto para Don como para todos los involucrados. Pero, por fin, había un propósito claro, una dirección que daba sentido al dolor y al sufrimiento que habían enfrentado.
La figura de Adriá se alejó, y Dareck se quedó allí, mirando a Don, la catana descansando a su lado. El camino hacia adelante sería incierto y lleno de desafíos, pero al menos en este momento, la justicia había tomado una forma que, aunque dolorosa, prometía ser más completa y significativa.
Finalmente, Don fue capturado, reducido a un hombre acorralado, su poder desmoronándose como un castillo de naipes. El hombre que había controlado tantas vidas, que había manipulado y traicionado a su antojo, ahora estaba a merced de aquellos a quienes había traicionado. Pero el conflicto no había terminado.
Con Don atado y sometido, Joa y Dareck se enfrentaron una vez se encontraron. La tensión entre ambos había llegado a su punto más alto. Joa, frío y calculador, lo veía como un traidor, un hombre que, a pesar de luchar a su lado, había sido responsable de la muerte del rey, el padre de Adriá, y de tantas otras tragedias. Dareck, consumido por la culpa, no podía ignorar su propia responsabilidad, pero tampoco podía permitir que Joa lo aplastara sin luchar.
El combate entre ambos fue feroz, una explosión de emociones contenidas durante demasiado tiempo. Cada golpe resonaba en el aire, como un eco de todas las heridas que habían sufrido. Joa, implacable, quería justicia, pero Dareck no iba a caer sin pelear. A pesar de su cansancio, de su agotamiento emocional, sabía que este era el único momento en el que podía liberarse de su carga o ser consumido por ella para siempre.
En medio de esa pelea, mientras sus cuerpos chocaban y el sudor caía por sus frentes, Tamara apareció. La mujer, devastada por la pérdida de Enger y la destrucción de su familia, pero fuerte en su determinación, se presentó como una figura imponente en el campo de batalla.
—¡Basta! —gritó, su voz cortando el aire y deteniendo a ambos hombres en seco.
Joa se detuvo, sorprendido por su presencia, pero sin apartar su mirada fría de Dareck. Adriá había entrado con esta mujer quien desesperada buscaba a Dareck. Dareck, jadeante, se quedó paralizado al ver a su madre allí. Ella se acercó a ambos, con lágrimas en los ojos, pero con una fuerza que no podía ser ignorada.
—¿Acaso no han sufrido ya lo suficiente? ¿No es suficiente batalla? —susurró, mirando primero a Joa y luego a su hijo—. Hemos perdido a Enger... hemos perdido todo. Y ustedes dos, peleando como enemigos, cuando deberían estar unidos para ponerle fin a todo esto.
La presencia de la madre de Dareck parecía calmar la tormenta por un momento. Joa bajó sus puños lentamente, aunque la furia seguía ardiendo en sus ojos, y Dareck, al borde del colapso emocional, también bajó su defensa. Ambos sabían que, a pesar de todo el odio y la desconfianza entre ellos, Don seguía siendo la verdadera amenaza.
Joa no dejaba de ver a esa mujer que tan familiar le resultaba. ¿Pero dónde la había visto antes?
La guerra aún no había terminado. Pero en ese instante, ambos comprendieron que el siguiente paso no era entre ellos. El destino de Don estaba sellado, y ahora todo dependía de cómo decidieran enfrentarlo.
—¿Qué dijiste sobre Enger? —Preguntó Dareck, una vez entendió lo que su madre trataba de decir.
—Tu hermano, Enger, ha pagado el precio más alto. Después de ayudarnos a escapar de las garras del clan, su destino fue trágico y repentino. Brister, quien pensaba era leal a Don, comenzó una revuelta dentro del clan para consolidar su poder, buscando aplastar cualquier intento de resistencia. En medio de ese caos, Enger había sido la última esperanza para nosotros, un faro de luz en medio de la oscuridad.
Enger, valiente hasta el final, había logrado poner a salvo a los suyos, pero el destino fue cruel con él. Matías, el hermano de Don, furioso y cegado por la lealtad al clan, lo persiguió sin descanso. La confrontación fue inevitable, y en un fatídico enfrentamiento en el borde de un acantilado, ambos se enfrentaron en una batalla mortal. La furia de Matías y la desesperación de Enger chocaron, y al final, ambos cayeron al vacío, sus cuerpos desapareciendo en la oscuridad del precipicio. Dareck, devastado por la noticia, sintió cómo su mundo se desmoronaba aún más. Su hermano, la única persona que verdaderamente había intentado proteger su honor y su familia, se había ido para siempre.
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