Tierra de nadie: 11
Paredes de mármol. Suelo de granito. Vajilla de porcelana china. Copas de cristal. Cubiertos de platino. Una mesa de madera hecha de árboles ya extintos en la Tierra, con un mantel de seda encima. Paneles de dos metros con marcos de estilo victoriano, ofrecen un vistazo al espacio exterior, oscuro y profundo, salpicado por luces, y con el arco de un planeta azul en un costado. Más allá del Cydonia, se ven otras naves y colonias espaciales desdibujadas por las distancias.
Tres puertas dobles permanecen abiertas hacia un amplio salón de plataformas giratorias, donde las parejas danzan al ritmo del vals de la orquesta. La servidumbre sirve el banquete y desaparece sin ser vistos ni oídos. La orquesta cesa. El anfitrión hace sonar una campañilla y señala el comienzo de la cena.
Chester toma lugar en su asiento designado. Viste un impoluto traje blanco con bordes tejidos por hilos bañados en oro. Tiene la mano derecha enguantada de blanco. Sus gemelos son zafiros auténticos. Calza zapatos celestes, y un moño del mismo color. En su bolsillo se asoma un pañuelo de seda roja, destinado solo relucir. Malo si lo tocaba, porque ni sonarse los mocos tenía permitido. Tampoco peinarse a su gusto, es decir no peinarse. Su salvaje melena queda aplastada hacia un lado, domesticada por lociones de moda y muchas horas de trabajo de las sirvientas terráqueas. Si una sola hebra salta de su sitio, serían castigadas con dolor, frío, hambre, o las tres combinadas.
Con la boca vuelta una mueca, gira el anillo de compromiso en su dedo anular izquierdo. Está seguro que le brotará sarpullidlo y que se le caerá desde la base de la mano. Más allá de su incomodidad, luce impecable. Es una muestra de la crema y nata de la aristocracia, como sus hermanos, primos, y tíos, presentes en la larga mesa. Avatares de la vanidad. Muskitas. Príncipes del cielo. Leones azules y reyes de oro. Lancaster. Una de las once grandes casas del Principado de Elon. Se reúnen para celebrar el compromiso entre dos de sus integrantes, que como dicta la tradición comparten lazos de sangre.
Ermengarde como buena prometida, ocupa el asiento a su izquierda. Le dedica a Chester miradas esporádicas y sonrisas falsas, aunque se le nota más centrada en charlar con las otras primas, o hacer ojitos a Dorian, el primogénito del líder de la casta. Dorian, al otro lado de la larga mesa, corresponde esos furtivos gestos con medias sonrisas de ave rapaz. Chester lo nota, pero si fuera por él, que se dejen de medias tintas, forniquen sobre el fondue, y lo conviertan en trío sumando al pavo.
Con un dedo se estira el moño para tomar aire. La punta de su pie no deja de tamborilear. Sus ojos buscan cualquier visión medianamente interesante que le distraiga de los brindis cada vez más pomposos y lameculos. Mira al blasón de los Lancaster: Un escudo de plata con una base de olas en un amanecer dorado, flanqueado por los leones azules que dan el apodo a los miembros de la familia (Junto al color de pelo distintivo, como todo linaje respetable). Se le ocurre que el blasón quedaría mejor con un par de calcomanías de flama.
Chester pasa del escudo y ahora contempla a su madre, quien alza una copa y sonríe a su favor, llevando ese ancho vestido con remolinos de crema que le otorga el empalagoso aspecto de un pastel. El espadachín llevaba años sin ver orgullo en el semblante de su progenitora, y no se le ocurre cómo reaccionar. En vez dedica un vistazo a su padre, el hombre que ocupa su merecido lugar en la cabecera de la mesa. El mandamás Lancaster le observa de regreso con una media sonrisa que clama la victoria dentro de esa peculiar batalla bilateral por ver quién sucumbía. Si el padre al aceptar un hijo tan rebelde, o Chester convirtiéndose en otro noble soldado que vive por y para la gloria de un objetivo mayor: Guerra divina. ¡Salve Principado de Elon!
Peinado y perfumado, participando en aquel festival de vanidades, donde cuesta ver venir las palmadas o los puñales, y casi casado con una mujer que ni conoce ni desea... Chester cuestiona para sus adentros: ¿Este soy yo? Parpadea boquiabierto tras encarar su reflejo en la superficie del vino. ¿Dónde quedaron sus juramentos? ¿Su libertad? ¿Su manera de ser?
«Tío, cuanto quisiera que estés aquí... Tío, de verdad, que falta me haces»
Una voz aguda y dulce lo llama. Mira atrás y encuentra a su pequeño hermano, Simon, ataviado con sus mejores prendas, extendiendo sobre sus manitos una katana enfundada. Simon era el único ahí que parecía verlo con ojos curiosos y honestos, y detrás de esa mirada infantil se dejaba entrever verdadero aprecio. Chester, por primera vez desde que llegó a su fiesta de compromiso, esboza una sonrisa. Toma la espada con una mano, y con la otra desordena el cabello de su hermano en una caricia. Le da las gracias por habérsela traído, tal y cómo se lo pidió. Quería decirle a Simon tantas cosas, aconsejarle sobre la clase de hombre que tiene que ser, y también disculparse de antemano. Pero la rapidez resultaba esencial...
De un salto queda sobre la mesa. El comedor se contagia de silencio e inquietud. Todos los ojos caen sobre él. Es como estar de pie sobre un corazón que teme volver a latir. Pero Chester corre y lo obliga a palpitar.
Quiebra la porcelana. A patadas convierte manjares en suciedad derramada sobre las caras y las ropas de los nobles. El semblante severo y reprochador de su padre está cada segundo más cerca. Su madre ruega a gritos que se detenga. Varios pares de manos buscan frenarlo, pero él las aparta con puntapiés. Pega uno especialmente fuerte a Dorian, quebrándole una muñeca. Queda a dos pasos de distancia del objetivo. Apenas el rostro de su padre pasa del enojo a la sorpresa, y de la sorpresa a ojos teñidos de espanto, Chester desenfunda.
Julius, su tío y mentor, una vez le dijo que los japoneses no compran eso de atravesar personas de un tajo. Si golpeas a un hombre con una katana y no te esfuerzas por detener la hoja, probablemente quedará atascada en el esqueleto, y te encontrarás ahí, en mitad del campo de batalla, con un pie sobre la cara de tu difunto enemigo, tirando para liberarla, mientras su hermano de armas se te abalanza por al lado o por atrás. Por eso Julius aconsejó siempre detener la espada por completo, justo después del impacto, matando sin excesos, y luego sacarla y buscar otro rival.
Pero Chester en ese día de presunta celebración, estaba más rebelde que de costumbre.
La cabeza cae a un lado y el cuerpo al otro. Cunden los gritos. Alguien llama a los guardias. Su madre observa con ojos desorbitados la fuente roja en la que se convirtió su marido. Chester permanece congelado en la pose con la hoja extendida, esgrimiendo una sonrisa bestial, e invadido por una libertad que embriaga.
Abre los ojos. El sueño del recuerdo acaba, reemplazado por la boca de la saliente. Colinas rojas, arbustos deshojados, y un amanecer que cuece en un horizonte amplio. El mundo hiede a tierra y a vapor, y suena a desolado, desnudo de destinos. Chester respira hondo, satisfecho con la sensación áspera que deja el aire al pasar por su nariz y garganta. Luego mira al fondo de la guarida, e inconscientemente dibuja una sonrisa enternecida al ver a Nadjela dormir junto su mascota. El sentimiento incuba en su mente una pregunta incomoda. Se cuestiona si podrá protegerla, o si tocaría vengarla. Lo que le amarga, es que lo segundo le sabría más sencillo y liberador.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro