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La llegada: 4

Nadjela abre los ojos, e inmediatamente los vuelve a cerrar por el dolor. Todo su cuerpo arde y palpita como recién salido de una paliza. ¿Dónde está? ¿Cuánto tiempo pasó? Necesita un minuto para recordar su aventura con Majani en el subsuelo. El fulgor del collar, el gigante elevándose al cielo...

Busca sentarse, pero "algo" le impide separar los brazos del tronco. Un material grueso y cálido se le ciñe como un capullo hasta los hombros. Es calentito y cómodo... Hasta que rememora las leyendas de arañas gigantes y peludas, de ojos rojos, que utilizan sus patas delanteras para envolver a sus presas en bultos de tela. Nadjela aprieta los dientes para contener los chillidos. Gira en el polvo, y sin pretenderlo se acerca en exceso hasta una fogata recién percibida. La lamida del fuego la asusta. Rueda en dirección contraria hasta pegar la espalda en una superficie dura. Logra sentarse. Espía a la derecha, no hay arañas a la vista. Espía a la izquierda, ve un pie de tamaño imposible. Espía arriba, y la visión del gigante la asusta.

—¡D-Disculpe usted! ¡Le juro que no era mi intención pegarle! —Dice la princesa. Desde su posición resulta imposible sondear el semblante del ídolo que, al contrario de antes, permanece indiferente frente su toque.

Nadjela toma aire y recupera un poco el autocontrol. Se percata que la materia que la envuelve no oprime, solo abraza. Es fácil empujar la boca del capullo para salir. Tras zafarse de la materia extraña, oye el trueno de una voz viniendo del cielo. ¿El gigante? No exactamente.

—¡Cuidado abajo!

Cuatro trozos de algo pegan contra el suelo. Nadjela entona los ojos. A diez pasos de distancia queda la cabeza de un lagarto de grandes dientes relucientes, con ojos en blanco libres de piedad. Nadjela chilla, y busca el collar con las manos en anhelo de seguridad. Otra figura, más completa, cae de cuclillas cerca del lagarto despedazado, levantando una palmada de polvo que perturba el fuego.

Alto como Zell, pero en vez del bronce su tono de piel es rosado y cremoso como la pulpa que las madres sacan de El-nido-de-todas-las-plantas para alimentar a los niños. Los brazos fuertes y las piernas gruesas, abultan la ropa con delineados músculos, y su espalda ancha parece capaz de soportar el peso del mundo. Su pantalón cuenta con tres correas en cada pierna que bien ajustan, y que evitan que la sangre se acumule en la parte baja del cuerpo al volar. Sus botas son de campaña todoterreno. Encima de una elástica camisa viste una chaqueta con exterior de cuero e interior de pelaje sintético que se asoma por las mangas. En el cuello de la chaqueta lleva bordada una insignia con una estrella de plata, en el hombro derecho un rectángulo con una X, y en el pecho sobre el corazón el emblema de un león azul en un rectángulo dorado. Dos arcos enlazados de cristal opaco cubren su mirada, el visor tiene en los extremos asas con puntas curvas que descansan en las orejas.

Nadjela piensa que la luz del fuego la engaña, porque la melena desaliñada del sujeto parece de color azul. El desconocido enseña una sonrisa de dientes blanquísimos, semblante amigable y encantador que contrasta con la espada enfundada al lado izquierdo de su cintura. Arma larga, delgada, y con una ligera curvatura. Aunque La Cuna guardaba guerreros más musculosos que él (Véase Bironte), ninguno tuvo un aspecto semejante.

«¡Un demonio!» Deduce Nadjela.

Demonio, como esos que según cuentan los padres y las nanas, se disfrazan de piel humana para asesinar o raptar a los niños y niñas que se portan mal. ¿Eso pasó? ¿Fue raptada...?

Algo le rueda por el medio de las piernas. La cabeza de komodo, más grande que la suya, queda entre sus muslos. Nadjela grita y levanta de un salto. Patea la cabeza, mandándola a la oscuridad más allá de la fogata. Una marabunta de criaturas rastreras con formas indistinguibles, gruñen y corren detrás del botín. El hombre, de cuclillas delante del fuego, habla con informalidad.

—Me costó separar esa cabeza. No la desperdicies así, mujer —Regaña a la par que reúne las patas traseras y la cola del gran depredador. —Sí que tenía huesos fuertes. Pero nada corta más que mi espada, ni los machetes.

Nadjela se mueve despacio, silenciosa y con las manos por delante para robarle el arma de la cintura ahora que está distraído. Si todo lo relatado sobre los demonios es verdad, no faltaría mucho para que ese hombre buscase arrebatarle la pureza, y eso ella no lo permitiría. Con cada centímetro menos entre sus dedos y la empuñadura, mayores eran sus latidos por segundo.

«Es mi oportunidad. O lo apuñalo ahora, o...»

—¡Ey!

La exclamación repentina hace que Nadjela se asuste y caiga de culo.

—¡La espada de un guerrero es su alma! No la tomes a la ligera —El hombre ladea el rostro hacia ella con la boca torcida en una mueca. —¿Qué pasa? ¿Te tropezaste? Primero pateando la cena y ahora esto. Sí que eres torpe.

La princesa se sonroja. Quiso abrir la boca y decirle que no fue sin querer, que no comería esa basura y que tampoco es torpe. Pero recuerda que no trata con una persona, sino con algo ajeno la educación de las buenas gentes de la tribu. Nadjela corta la línea de pensamiento sobre esas nimiedades, al ver como el tipo utiliza la espada, su proclamada alma de guerrero, para pinchar un trozo de maloliente komodo y ponerlo a asar en el fuego.

—¿Quieres probar? —El demonio le extiende el grueso muslo de lagarto, con escamas aun quemándose. Nadjela cubre su boca con una mano y aparta el rostro. El hombre sonríe. —Que no te engañe su aspecto. Oí decir a un tipo en la calle que mientras más feo, más sabroso.

Nadjela retrocede a gatas para quedar lo más lejos posible de esa carne. El dragón es una criatura carroñera y venenosa, con una mordida capaz de pudrir la madera. Consumir esa carne es peligroso, y Nadjela supone que aquel demonio conoce ese dato, y todo se trata de un juego sádico para destruirle el cuerpo y la mente.

—¿Pero por qué el tipo contaba eso a un par de colegialas? —El espadachín sigue divagando. —Es sabiduría que ellas jamás absorberán. Las chicas prefieren los dulces esponjosos con crema de colores. Los hombres nos conformamos con el simple ponqué. Un ponqué no necesita nada más que el propio ponqué para ser sabroso.

Nadjela se cubre las orejas para protegerse de aquellas palabras inentendibles que el demonio usa para hundirla en un laberinto de incógnitas.

—Que estés viva es un alivio —Continua el hombre. — ¿Pero por qué no dices nada? La boca está para hablar, para gritar todo lo que sientes y que el mundo se entere. ¡Vamos, habla!

La princesa se escuda en el silencio. Igual queda sin palabras tras presenciar como él hunde los dientes en el cuerpo del komodo, tira hacia atrás con el cuello, y arranca un buen trozo grasiento, que luego de un par de mordidas desaparece en su boca. Le debe gustar el sabor, o tal vez carece de sentido del gusto, porque continúa devorando.

¡Ningún humano realizaría esa hazaña sin morir! Nadjela lo tiene claro. Vuelve su atención al gigante y reza para que se la lleve. Pero el gigante calla, y el hombre parlotea.

—Cuando desperté y vi el cielo, y luego a ti, sostenida a la pierna de mi blindaje como si tu vida dependiera de ello, realmente no supe qué pensar. Creí que intentabas robarme.

—¡Eso jamás! —Nadjela alza la voz, rechazando ser catalogada como una vulgar ladrona. Nota como la sonrisa del hombre crece. La chica se ruboriza al entender que esa era justo la reacción que él esperaba.

—¡Buen grito! ¡Suena a metal! —Usando la espada reintroduce el trozo de carne en el fuego. —Maniobré con estilo para atajarte en plena caída, y bajarte hasta el suelo antes que mi compa se echara a dormir. Estuvo emocionante.

Nadjela no recuerda nada de eso, y por lo magullado que siente el cuerpo sospecha que hubo más prisa que estilo.

El demonio continúa zampando durante todo el rato que Nadjela le ve. La chica aguarda sentada, abrazándose las piernas, lo más lejos posible de él, pero sin aventurarse a salir del círculo de luz. El demonio se entretiene mordisqueando la carne de los huesos y chupando el tuétano, mientras con la mano libre toma más ramitas cosechadas de los matorrales cercanos para nutrir el fuego. Nadjela, cansada de esos sonidos pegajosos y de la incertidumbre, reúne el suficiente valor para preguntar.

—¿Qué eres?

—¿Qué soy? —El desconocido la mira, y con la mano se levanta el visor. Por la cercanía al fuego, el carmesís de sus ojos se convierte en un suave amarillo, que refleja calor, franqueza, e iniciativa. Se apunta a sí mismo con el pulgar. —¡Me llamo Chester Lancaster! ¡El que gana! ¡El que manda! Subteniente de... ¡Bah! De nada. Soy lo que ves.

Las palabras raras le entran por una oreja a Nadjela y le salen por la otra. Queda perdida en la mirada de ese rostro que siempre parecía tener una sonrisa secreta, como si nada pudiese empañar su buen humor o su relajo. ¿De verdad un hombre con ese semblante es malo? ¿Acaso no está ligado con el manantial que sació la sed de su pueblo? Es un hombre extraño y único que cayó del cielo, como cuentan las leyendas de La Cuna que el profeta llegaría.

—¿Chester Lancaster, el salvador...?

—¿Yo? ¿Un salvador? —El calificativo le saca una carcajada. Niega con la cabeza antes de echarse de lado en el suelo polvoroso, con la mejilla en la palma. —Eso sería demasiado. Solo soy un tipo que busca vivir bajo sus propias reglas. Tengo mi espada, mi blindaje, y mi libertad. No necesito más.

Al decir la palabra "Blindaje", Chester mira de reojo al cielo. Nadjela sigue sus ojos hasta el gigante.

—¿Viniste de él? —Pregunta ella.

Chester asiente.

—Entonces es tu padre.

—¿Qué...? Mi viejo no era genial. Este es North Star. Como mi espada, representa otra parte de mi espíritu. Pero como se dañó durante mi última batalla, ya no responde —Se rasca la melena. —En serio no debí subestimar a esas dos...

Suelta una escueta explicación sobre cómo, por encima de las nubes, dos pilotos lo flanquearon y golpearon por ambos costados, atravesando la cabina de su North Star y llevándolo a iniciar un protocolo de aterrizaje de emergencia. Se estrelló por el descontrol y perdió el conocimiento. La idea de darle la espalda al enemigo le resultaba deshonrosa, pero en ese entonces su espíritu de lucha estaba mitigado tras entender contra quienes combatía.

—¡Yo no mato mujeres o niños! Que se queden en casa, y dejen a los hombres hablar tranquilos y en paz con nuestros puños.

—No entiendo. ¿Mujeres guerreras...? ¿Acaso donde vuela la madre de todas las aves siguen existiendo luchas por la supervivencia?

Nadjela abraza aún más sus rodillas y hunde el rostro, preocupada por la absurda posibilidad. El cielo se supone es un sitio lleno de armonía donde los sufrimientos y ambiciones terrenales poco valor tienen. La misma madre de aves levanta fuertes vientos con su aleteo que se llevan los pesares, y castiga los gritos de ambición del corazón con zarpazos relampagueantes y canciones divinas que a oídos mortales suenan como truenos. Otro detalle que la descoloca es que exista una mujer guerrera, cuando en La Cuna a las féminas siempre las instruyeron en el quehacer del cocinar, del tejer, del lavar, del buscar agua, del recoger la cosecha cuando está madura, y del encontrar un buen hombre para casarse y tener hijos. La guerra, el pelear, el cazar, siempre fue cosas de varones. A Nadjela le cuesta imaginarse plantada en una batalla y zarandeando una lanza.

—¿Verdad que no deberían haber? —El tal Chester toma la incredulidad de Nadjela como una aprobación a sus creencias. —Yo no sé de ninguna madre de aves. Pero el mundo está ardiendo arriba y abajo. ¿Cómo no lo notas? Si el calor se siente desde aquí...

Chester cierra los ojos, su mente desplazada a otro ambiente, uno donde la tierra se abre, los mares hierven, el cielo llora, y los hombres perecen a millares. Nadjela no comprende, de hecho, se muere de frío.

—Nos estamos quemando. Alguien tendría que enseñar un par de cositas dolorosas a esos idiotas que lo empezaron todo. ¿Guerra divina? ¡Mis pelotas! —Abre los ojos y mira a Nadjela. —¿No te enteraste del quilombo? ¿Vives en una cueva?

—La Cuna. No una cueva. Soy de la gente de La Cuna.

—Primera vez que lo escucho.

—Necesito volver —Desvía la mirada a los alrededores. —Estamos en zona prohibida. Mi padre, mi amiga Majani, la venerable Zakary, todos deben estar preocupados.

—¿Zona prohibida? ¡No existe algo como la zona prohibida! —Se echa de espalda y levanta una mano hacia las estrellas y satélites. —¡Este es el mundo! Y el mundo es de todos, y está hecho para disfrutarse, explorarlo, y vivirlo. Salir y tomar lo que ofrece sin importar los pronósticos.

Nadjela calla frente esas ideas que contradicen las enseñanzas dadas por generaciones a las gentes de su tribu: Obedecer a la sangre del fundador, y rehuir de las maldades foráneas. Claro que a veces negociaban con otras tribus, mercaderes que llegaban ofreciendo miel, o algodón, o rollizos wombats, y en cambio La Cuna entregaba las bondades de El-nido-de-todas-plantas (Exceptuando las semillas), o la pesca, de cuando el rio corre. Pero jamás salían como tal, y siempre existía una tacita desconfianza hacia lo extranjero.

—¿Puedes usar tu gigante y llevarme casa? —Pregunta Nadjela.

—Necesito un mecánico para ponerlo a andar. Ni sé cómo diantres logró volver en sí tras el choque —Se pasa una mano por la cabellera. —Solo sé que todo estaba negro, y entonces vi una luz y oí una voz.

—¿Qué es un mecánico? ¿Cuál voz?

—¿Cómo no sabes lo que es un mecánico? Y la voz sonaba como tú, más o menos. ¿Qué edad tienes?

Chester la recorre con la mirada. La princesa capta esa creciente atención, y se acurruca como queriendo empequeñecer y restarle a ese hombre sitio donde echar su vista a andar.

—Cumplí quince vueltas la temporada de fuego pasada.

—¡Quince vueltas! Supondré que esos son años. ¿Y le han dado zanahoria a tu conejito?

Nadjela toda colorada, le arroja una mirada de desprecio. La pregunta era tan trasparente que ni requería familiaridad con los ejemplos para entender.

—¡No me mires así! —Chester muestra las manos. —¡No hay manera delicada de preguntarlo! Como sea, entonces no fuiste tú.

—¿Tienes el poder de identificar a una virgen con solo escucharla? —Se le filtra la sorpresa. Una habilidad como esa, sumado al hecho de oír voces, daban pistas de ser un ente sagrado. Como Neddin cuando oye la voz de la madre ave en momentos de disputa, y se requiere intervención divina para esclarecer el camino único y correcto.

—¡Qué va! —Chester se apresura a quitarse lo celestial como quien quiere zafarse de una piel hedionda y recién desollada. —Es simple. La voz que oí me pidió un favor. Pidió que protegiera a su hija. Entiendo que tú serás la hija de alguien, ¿no?

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