La llegada: 1
En el yermo cae un gigante. Corta el cielo a la mitad vuelto una bola de fuego, y al impactar, poderoso, traza en la tierra una grieta como una boca inmensa. El temblor consecuente inquieta a las bestias, y aquel que saldría de allí estremecería a los poderes dominantes del mundo. ¡Que teman los oligarcas, los tiranos, y los cobardes...! ¡Larga vida al Lancasteriano!
El choque del gigante libera agua del subsuelo. Liquido valioso y muy escaso en la superficie de ese continente carcomido. La tribu de La Cuna, el asentamiento más cercano al incidente, envió un equipo de exploradores equipados con arcos y flechas, estos descubrieron al gigante durmiente y al fresco regalo que fluye. La vieja Zakary y el resto de venerables ancianos, señalaron el evento como la llegada del héroe profetizado en las leyendas. Historias trasmitidas durante generaciones sobre aquel que los guiará en un éxodo a un paraíso sin igual, donde la comida y el agua abunden, la hierba sea verde, y la muerte invisible, esa que devora la piel, se mantenga lejos.
Los tribales, a la par que llenan sus recipientes de barro con agua, dan ofrendas y rezos de rodillas en los cantos rodados de la nueva fuente. ¡Despierta! ¡Muéstranos el camino! Claman al titán, sin recibir respuesta y sin desanimarse. Solo uno de ellos estuvo distante y receloso: Neddin, el líder de la aldea. ¿Los motivos de su desconfianza? Desconocidos para la mayoría.
Es la quinta noche desde el arribo del gigante. Acaloradas discusiones continúan dentro de la cámara cilíndrica del templo de las contemplaciones, ubicado en la cima de la cara plana de la montaña que acobija con su sombra a la tribu. El templó posee un vago parentesco con un ave decapitada, tanto por sus alas gruesas extendidas en diagonal, como por su boca dentada y circular justo en el borde.
«¿Serán las alas del templo y el consejo de los sabios capaces de guiarte, padre?» Piensa la princesa Nadjela, mirando por la ventana del cuarto, con sus lindos ojos pardos fijos en la cima, y las manos estrechando las cuentas de hueso tallado del collar obsequiado por su madre (Con quien comparte nombre).
Nadjela deja la ventana y se desliza como un puma por la estera de pieles de bestias. El aura lumínica que llega del cielo, revela la preocupación en su semblante.
«Sé que es incorrecto contrariarte y dudar. Pero si la oportunidad de acabar con meses de tierras crueles se presenta, ¡debemos aprovecharla!»
Fueron años duros. De los 500 habitantes que se cuenta, eran hace una década, ahora quedan menos de 200. El pueblo se esforzó, luchó por la esperanza, se mantuvo fiel... Pero el azote de la enfermedad, el hambre, y otros demonios, no daban tregua. Solo el gigante reflejó una posible mejora. ¿Entonces por qué, cuando todo apuntaba a un futuro más brillante, su padre Neddin lucía como un cuerpo al que arrancan la vida?
«Papá, ¿conoces algo del gigante que los demás no? ¿Un secreto imposible de revelar, incluso a tus hijas?»
Las incógnitas le quitan el sueño. Nadjela decide actuar.
Sale del cuarto. Baja las escaleras, muda y en puntillas, consciente de que Zell, el guerrero de mayor confianza de su padre, estaría patrullando por la casa. Nadjela toma la salida trasera. Rodea el corral de los avestruces. Sus pies descalzos dejan huellas en el camino de tierra. Alcanza el hogar de la servidumbre, y aparta las cuentas de una ventana para entrar.
Llega al lecho donde, suspendidas en hamacas, duermen las sirvientas de su familia. Mueve con suavidad los hombros bronceados de una: Majani. Joven como ella, pero de pelo corto, y bonitas facciones acompañadas por aretes de perlas que no se quitaba ni para dormir. Majani abre los ojos primero con lentitud, y después de par en par al reconocer el perfil de su majestad.
—¿Princesa? —Pregunta en voz baja, nerviosa de encontrarse con su ama y amiga a esas horas de la noche y sin avisar. —¿Qué hace deambulando? Si su padre la descubre me regañará. Nos regañará a todas.
—No hay tiempo que perder —La princesa corresponde los susurros. —Esta noche bajaré a la grieta, y averiguaré qué bien o mal esconde el gigante. Confío en ti para que me guíes. Has ido y cargado agua estos días, conoces el mejor modo de alcanzar la fuente y al caído.
—¿Y la prohibición de su padre? Él nos reunió y lo ordenó. No quiere verla ni a usted ni a sus hermanas en la grieta. Si descubre que la llevé, puede que me castigue, o peor, me exilie.
La princesa con una mano rodea los dedos de Majani, y con la otra le calla los labios temblorosos. El gesto y la cercanía con alguien que quiere y admira, calma la turbulencia interior de Majani.
—Lo sé, pero es necesario —Dice Nadjela. —Tal vez consiga una respuesta que disipe las angustias de mi padre. Es un hombre fuerte... Pero hasta los fuertes necesitan apoyo. Ayer lo encontré mirando por largos minutos el fuego de la chimenea, sin parpadear, luciendo desolado -La princesa baja la cabeza. —Temo que se derrumbe.
A Majani eso último le suena a fantasía. Neddin, aquel que comparte nombre con el fundador, es la base de la tribu, un pilar incuestionable e indestructible al igual que sus antecesores. Pero como aprecia a Nadjela y no quiere verla triste, Majani termina por asentir y ceder.
—La llevare.
—Mil gracias, Majani.
Intercambian sonrisas.
Echándose a los hombros frondosas capuchas negras de piel de demonio de Tasmania, y actuando como sombras de la noche, marchan. Cruzan de un salto las murallas de arcilla que miden un metro de altura, y que delimitan la zona residencial. Se mezclan en las plantaciones de El-nido-de-todas-las-plantas, de tallos grandes como personas. Enfilan por la orilla del rio seco, al que Nadjela observa con la cara pesada.
Adelante vislumbran una decena de picos de vidrio, que reflejan el resplandor de las apretadas, móviles, y coloridas estrellas del firmamento gris. Los picos señalan el comienzo de la apertura donde el gigante aterrizó. La grieta es un corte kilométrico e irregular, como producido por una cimitarra oxidada y de grandeza imposible. La entrada intimida, primero con sus cristales altos y luego con su boca oscura. Nadjela respira hondo, cierra los ojos, y reúne ímpetu para superar el miedo. Antes de sumergirse toca uno de los cristales de ángulos duros, quedándole las yemas heladas. Majani suelta un dato.
—Hace días la entrada estaba más hirviente que las termas de la montaña. Pasó tiempo antes de poder acercarnos y revisar. Sin duda es un poder divino como nunca antes vimos.
—Y es lo que salvará nuestro futuro —Dice Nadjela, convencida.
Descienden.
El techo del pasaje es abierto y dentado. Para penetrar en esas sombras que devoran, Nadjela se saca el collar y lo levanta. La gema que cuelga de las cuentas, esfera perfecta, extraterrestre y blanca, prende con el deseo mental de obtener claridad. Proyecta una luz pura y cálida como el abrazo de un ser querido, lo bastante intensa para dispersar la oscuridad. Majani se queda embobada viéndola, hasta que Nadjela le pasa la mano frente la cara y la saca del ensueño.
—Nunca dejará de impresionarme -Dice Majani con los labios entreabiertos.
—Ni a mí. Siempre que la guarde estaré segura -Nadjela repite las palabras que le heredó su madre.
Oyen el agua correr antes de verla, y pronto el toque fresco se desliza como una tela entre sus pies. La altura del agua pasa del talón a las rodillas. Toca ir saltando sobre las rocas húmedas, actividad en la que muestran una soltura animal. Cada nuevo paso acelera el corazón de la princesa, cuya imaginación vivaz dibuja colosos en las distancias, hasta que se revela el verdadero.
Majani salta a la roca en el centro del manantial, y Nadjela aterriza después, inclinando las rodillas para absorber el impacto. Contemplan mudas y solemnes al ser capaz de aplastar a un hombre adulto con la mano. De aspecto sólido y cuerpo color zafiro, cruzado por líneas que, dependiendo del ángulo de mira, cambian de tono entre el rojo, el amarillo, y el naranja. Las líneas suben y acaban en las zonas puntiagudas del cuerpo: Codos, rodillas, muslos, muñecas, antebrazos, hombros. Tales detalles le otorgan una semejanza a un caballero ataviado con relámpagos. Su cara de momento está escondida por las sombras que proyectan el muro de roca. Nadjela se lo imagina guapo. Con los ojos anclados en el ídolo, junta las manos e implora.
—Rayo azul que duerme en la tierra, sobre un trono de piedra que tú mismo creaste al tocar. ¡Te ruego, cumple mi pedido de auxilio!
Repite la oración varias veces, cada intento con mayor pasión que el anterior. Pero el gigante sigue durmiendo. El agua, fluyendo. Majani, igual de tensa. Pero Nadjela esta empecinada en irse con las manos llenas.
—¡¿Qué hace, princesa?! —Los ojos espantados de Majani siguen a Nadjela. La princesa escala la pared de roca cercana a la pierna derecha del gigante. La cola de la capucha de piel se le engancha en la superficie rustica de la roca, y ella se desembaraza de la misma para continuar.
Nadjela alcanza un reborde a tres metros de altura, donde se sostiene con una mano. Balancea el cuerpo atrás y adelante. Salta, y planea con el impulso, encaramándose en la saliente angulosa que forma la pierna más cercana del titán, justo en el borde que da a la rodilla. Sus dedos sufren ligeros cortes, y su fino abdomen choca contra un tacto liso y robusto, como las zonas menos erosionadas del templo de las contemplaciones. La zona azul de la armadura es tan helada que por reacción natural le erecta los pezones bajo la tela. En cambio, las líneas incandescentes poseían cierta tibieza.
Majani abajo pide a gritos que regrese, pero Nadjela se adhiere a su misión con el mismo ímpetu con el que se adhiere al gigante. Aplicando fuerza con los brazos, la princesa invade las articulaciones tras la coraza, aporreándose un poco la frente al caer. Sobándose la cabeza, levanta y encara una serie de conectores, tubos, y mangueras ascendentes, hechos de un material negro y brillante como los soportes metálicos donde está de pie. Tuvo que pisar con cuidado para no deslizarse por los espacios del esqueleto que, según ve, sostienen la armadura.
Pronto la atención de sus ojos es robada por lo brillante, casi cegador, que se vuelve la gema de su collar. Antes de musitar cualquier sonido de sorpresa, el blanco le obliga a cerrar los ojos. Nadjela abraza el tronco metálico que tiene delante. Alrededor todo tiembla. Ella grita, pero su voz se pierde en el rugir de los motores.
El color zafiro pasa del letargo a un tinte vivo de meteoro o cometa. El rostro en lo alto se ilumina para revelar una cara vagamente humana, que donde debería tener la boca y la nariz, en vez lleva dos placas de metal unidas. Los ojos del ser prenden de rojo. Pedruscos se desploman, causando una reacción en cadena de cantos que ruedan. Majani retrocede para evitar morir aplastada.
La voluminosa figura se endereza, cruje en el molde. Primero libera los brazos. Las enormes manos suben y se entierran en las paredes de la grieta. A espaldas del titán, una explosión de fuego atómico lo empuja. En un segundo libera el resto de su cuerpo y asciende, reventando la boca de la grieta con un estallido.
«¡Moriré!» Piensa Nadjela sin atreverse a abrir los ojos. Soporta una lluvia de guijarros que le amorata la espalda y los hombros. «¡Desperté algo incomprensible! ¡Perdónenme, todos!»
Un impulso desde arriba la presiona con brutalidad, arrebata su aliento, y le pulveriza las ideas. Queda con la cara pegada al pilar, ahora caliente. Aprieta los dientes, soporta el castigo del ruido y del viento...
Hasta que la presión que la empuja pierde fuerza.
El gigante alcanza cierta estabilidad, y el vendaval se convierte en brisa. Nadjela necesita de unos segundos para levantar la cara. Cuando lo logra, tiritando, observa con ojos enrojecidos y el aliento entrecortado un paisaje que la coloca más alto que nunca.
La montaña, la tribu, el templo. Más allá: Las zonas prohibidas, donde solo hay muerte y demonios. Más allá: Una horda de jinetes de caballos de hierro que levantan un telón de polvo y smog a sus espaldas. Más allá: Un jardín de cráteres y picos de metal. Más allá: El infinito... ¿Desde cuándo el mundo es tan ilimitado? Bajo esa nueva perspectiva, y con la tribu luciendo minúscula, casi un punto, Nadjela siente a la tierra capaz de competir de tú a tú con el cielo.
Un traqueteo la saca del asombro. El gigante pierde estabilidad y reanudan las sacudidas. El brillo en la superficie del ser se apaga, y el calor de sus entrañas se disipa. Nadjela vuelve a aferrarse de brazos y piernas al esqueleto. Pierden altura, primero con pausa, luego con vértigo. El suelo precipitándose es lo último que Nadjela ve antes de que, por el estrés excesivo, perdiese la conciencia.
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