
La Cuna: 48
Irrumpe en la casa del líder, iluminando con la linterna y gritando el nombre de Nadjela, por cada habitación en la que entra. El vestíbulo, el comedor, la cocina, los baños. Sube las escaleras de arcilla en dirección a los dormitorios, planeando despertar a las otras princesas si hace falta. Tal plan queda a medias cuando casi se da de bruces con una mole de dos metros a mitad del pasillo.
Chester prepara un tajo, pero Bironte ya tenía la mano levantada cerca de su cara. El guerrero del dragón sopla, y el veneno en polvo choca la faz del noble. Chester retrocede con los ojos ardiendo y la nariz picándole. Tose, suelta la linterna, pierde el equilibrio, y al intentar agarrarse de la pared termina sentado en el suelo.
—¡Mierda! ¡Molesta! —Se talla los ojos con los puños.
—Hace más que molestar —La voz de Bironte es particularmente tranquila y suave, en contradicción a su ciclópea musculatura que aventuraba un tono grave. —Tal polvo es un veneno de mi propia creación, mezcla de diferentes plantas, frutos, y vísceras de animal, entre los que se incluyen varios de los más tóxicos de las tierras prohibidas. En los siguientes segundos se trancará tu garganta, y la falta de aire no tardará en matarte. Recomiendo que aproveches el poco tiempo que te queda y reces a tus dioses. Luchaste bien, forastero.
Confiando en la letalidad de su producto, Bironte le da la espalda a Chester para dirigirse a los dormitorios y tranquilizar a las princesas, quienes seguro estarán inquietas por el alboroto. No da ni dos pasos cuando la punta de una porra electrificada se le hunde entre las costillas, sacudiendo todo su cuerpo y convirtiendo la saliva de su boca en espuma. El Lancaster mantiene la porra clavada y encendida a máxima potencia, hasta que el cese del zumbido indica que se consumió toda la carga.
Bironte deja de sacudirse y, con ojos nublados, planta una rodilla. Chester tira al piso la porra descargada, agarra la segunda porra de la pistolera, y lanza otra estocada en el costado. La mano de Bironte atrapa la muñeca del noble, y lo fuerza a soltar la nueva porra. Chester tira, zafándose del agarre, retrocede un paso, y propina una patada contra la sien del campeón, mandándolo rodando.
El campeón se aporrea repetidas veces contra los escalones antes de quedar de espaldas en el suelo. Parpadea, su oído izquierdo zumba y sangra, y al fijarse, ve a Chester de pie en la cima de las escaleras. El Lancaster, todavía con ojos llorosos, desenfunda una MAC-10 con silenciador y, desde la cintura, abre fuego. La ráfaga dura menos de un minuto. Chester parpadea, observa, y descubre a un Bironte estupefacto mirándolo de vuelta, rodeado por pequeños puntos humeantes.
—Joder.
Arroja la MAC-10 y desciende con pasos apurados.
Al mismo tiempo que Chester iba a mitad de la escalera y sacaba un revolver Taurus Raging Bull de la pistolera modificada, Bironte desenfunda desde su manto escamado un cuchillo arrojadizo, cuyo filo reluce con un potente veneno. Chester apunta la pistola, Bironte lanza. El cuchillo silba y golpea el revólver antes de que Chester pueda disparar. La pistola salta de entre los dedos del león.
—¡Joder!
El Taurus Raging Bull rebota y termina sobre Bironte. El campeón lo toma y estira el brazo. A sus dedos gruesos cómo troncos se les dificulta entrar al gatillo, y cuando finalmente lo logra, la katana le cercena el antebrazo entero. Bironte aprieta los dientes.
—¿Cómo es posible...? —Pregunta Bironte con ojos desorbitados. —Mi obra maestra es capaz de exterminar a las más grandes bestias, un humano no sería problema... ¿Cómo puedes ser más que humano?
—Magia —Contesta Chester. Por primera vez en mucho tiempo está agradecido de que su familia jugara con sus genes. De pie sobre el primer escalón, apunta a Bironte con la espada. —Dime donde está Nadjela.
El semblante de Bironte pasa de la sorpresa a un ceño fruncido y congestionado por el dolor.
—El líder la tiene en la cima de la montaña. Ella cumplirá su castigo, y yo cumpliré mi misión. Tal vez no pueda llevarle tu cabeza, pero al menos... —Planta la única mano que le queda, y se levanta poco a poco hasta quedar de pie. De entre el manto de escamas negras obtiene una bolsita atada con mucha firmeza.
—Para ya, soy inmune a esa basura —Dice Chester.
—Lo eres... Pero yo no.
Rasga la bolsa con los dientes y echa la cabeza atrás para tragar el contenido, siendo este un polvo amarillo. Bironte se estremece, el muñón le empieza a humear.
—¿Te estás suicidando? —Chester aquea una ceja.
—Te estoy matando —Dice Bironte con voz ronca y ahogada.
Ahora cada orificio de Bironte echa humo. De un segundo a otro, la química en su interior sufre un trastorno y el campeón se convierte en una antorcha humana. La luz y el calor espontaneo e intenso, hacen que Chester ladee la cara y apriete los dientes. El campeón, vuelto una bola de fuego, estira su mano para atraerlo y que las llamas también le consuman. Chester se aparta y aleja fácilmente de los dedos encendidos. A Bironte se le atora un grito, y solo logra dar un par de pasos antes de precipitarse de cabeza contra el primer escalón, quedando encima del brazo cortado. Arde sin vida.
—Los venenos son para maricones —Dice el Lancaster.
Cómo es consciente que el fuego y el humo serían peligrosos para las hermanas de Nadjela, se baja el cierre y deja que todo fluya.
...
Gaita espía desde la puerta de su dormitorio. Chester rebana una parte del cadáver calcinado de Bironte, y se va. La princesa aguarda un minuto para que se tranquilice su pecho, entonces baja, y descubre a Suri sentada cerca del charco de diferentes sustancias, jugando con los casquillos de balas. La mezcla de carne quemada, orín, y sangre, hace que Gaita se vaya a una esquina a vomitar la cena.
Se limpia la bilis de los labios con el antebrazo, y al regresar la cara, descubre que Suri también se marchó. Evitando mirar el fiambre, decide salir de la casa y gritar por la ayuda de sus súbditos, pero apenas cruza el umbral descubre tirado cerca del pórtico a un hombre que le quita el aliento.
—¡Zell! —Se arrodilla delante del campeón, y repara en la flecha encajada en su pecho. Por reflejo lleva una mano para intentar arrancársela, pero Zell le atrapa los dedos y se los aprieta tanto que le saca un quejido de dolor. La princesa mira con ojos bañados en lágrimas a su amante favorito. —¿Quién te hizo esto? ¿Fue el demonio?
—Escúchame con atención —La voz de Zell es rasposa, y las esquinas de su boca brillan por la sangre filtrada de su interior. —Dirígete a las barracas y busca mi bolsa, tráeme todo lo que encuentres. Rápido... Y no avises a nadie.
Gaita asiente, aunque no entiende por qué debería rehuir de los cazadores, en vez de pedir ayuda para matar todos juntos al extranjero. Igual obedece y corre descalza hasta cuartel. Sin despertar a nadie, encuentra la estera y debajo de esta una bolsa. La abre para cerciorarse que dentro está lo que supuso sería ungüento medicinal, pero en vez su rostro es iluminado por un brillo morado ominoso. Un mal aliento venido de otra dimensión.
Por el susto suelta la bolsa y retrocede. Hiperventila con una mano sobre su pecho agitado. Reúne coraje y la vuelve agarrar, con manos todavía temblorosas. Echa un segundo vistazo, traga saliva. No hay dudas, es una semilla maldita.
—Primera vez que veo una sin sembrar —Susurra para sí.
Pero el aspecto coincide con las descripciones de los sabios ancianos, aquellos únicamente autorizados por el cielo para manipularla. Es un crimen que el campeón del halcón llevase una, podría merecer el exilio por ello, incluso la muerte. Gaita duda si llevársela, pero bajo las pieles de la cama no hay más. Regresa donde el guerrero tumbado, se arrodilla a su lado, pero no se atreve a entregarle el envoltorio.
—Zell, esto es...
—Dámelo —El campeón le arrebata el saco. Con una mano saca un ovalo negro con bulbos carnosos que brillan con tonos amatistas. Gaita siente nausea de solo verlo, aunque últimamente siente nauseas de todo. Zell contempla la semilla como si fuese su salvación.
—Esto es una locura. Buscaré a la vieja Zakary para que te cure y-
—Zakary ya no está. Ninguno de los ancianos está. Todos murieron.
Gaita enmudece y observa a Zell sin entender. Bajo el brillo profano de la semilla, la piel del campeón luce cada vez más mortecina, como si ya estuviera muerto.
—Tu padre los mató. Y todos somos cómplices en su blasfemia.
—¿Cómo...?
A pesar de las aterradoras palabras, Zell no se muestra acongojado, y en vez su perfilado rostro esboza una sonrisa burlona tanto para sí como para el mundo.
—Jamás pensé que así terminaría. Pero no volaré alto así sin más. Mataré a Chester Lancaster, aun si deba cometer una blasfemia todavía mayor que la de Neddin.
Hablando como quien ya no teme perder nada, Zell hunde los dientes en la semilla. Gaita se crispa, levanta, y se aleja del campeón como si la presencia de este estuviera electrificada. Se pasa la mano por el vientre antes de dar media vuelta y escapar.
Zell termina de engullir el núcleo de El-nido-de-todas-las-plantas.
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