La Cuna: 47
—Una cosa más... Si fuera tú, vigilaría al tal Zell. Es igualito al tribal que me contrató para matar a Nadjela.
—¿Cómo? —Por reflejo Chester lleva una mano a la empuñadura y enseña cinco centímetros de filo, dispuesto a salir corriendo a buscar a Zell.
—Relájate. Nada me gustaría más que la cagues y te metan una flecha por atrás, pero Nadjela no merece que montemos un show. Habla con ella en cuanto puedas, e investiguen si mi intuición es correcta. Como ya dije, a mí todos los tribales me parecen idénticos.
El Lancaster vuelve a envainar.
—¿Si quisieran matarnos, no habrían intentado algo ya? —Cuestiona Chester. —Durante el baño, y después en la cena, todos estábamos muy vulnerables.
—Es difícil de decir o saber lo que piensan, apenas conocemos a estos nativos. Quizás el sujeto aquel, el de la máscara de cerdo, se confundió, o su plan era engatusarnos para realizar un golpe de estado.
—Para mí Tashala era sincero...
—Puede, no lo sé. Indiferentemente de eso, vencer a Shura es nuestra principal prioridad. Su blindaje pesado es más peligroso que cualquiera de estos tira-flechas.
Las palabras de Erika le dejan profundas dudas. ¿En verdad es Shura lo más peligroso?
...
Chester tirado en la hamaca, tiene que hacer uso de toda su prudencia para mantenerse acostado. Transcurre una hora, o puede que dos, y en ese plazo es incapaz de dormirse. Cada vez que cierra los ojos y promete descansar, alguna imagen construida por su cerebro sobre lo que pueda suceder mañana, lo zarandea y le quita el sueño. Intentando relajarse lleva la mano a su pantalón queriendo despertar al amigo, masajea, pero es fútil.
—Maldita sea... —Dice para sus adentros.
Oye un gruñido de alarma. Chester observa de reojo al suelo oscuro, donde la porcina chilla con los pelos crispados.
—¿Qué pasa...? —Pregunta. Momento cuando se percata de la otra presencia en la habitación.
La silueta avanza entre las sombras, sin hacer ruido, esbelta como una pantera. Chester, preocupado de que se trate de un asesino enviando por Shura, se sienta y estira la mano hacia la espada que reposa cerca de la pared. La silueta se arroja y lo tumba de vuelta a la hamaca.
—¿Pero qué coño?
Entre la escasa claridad de la noche, descubre un rostro grácil y moreno, de grandes ojos y sonrisa traviesa, con pelo muy liso cortado a la mitad del cuello. Los aretes de perlas, la gargantilla de cuero tintada de rojo, y lo etéreas de sus prendas que poco protegen a ese cuerpo menudo de pecho plano, dejan sospechando a Chester de que no es una muchacha que se perdió. Además, puede jurar que la conoce, ¿pero dónde le vio? En la aldea, eso es seguro, ¿pero cuándo? Antes de hospedarse en la casa, lo tiene claro.
Ella en vez de disculparse o retroceder, se sube a horcajadas. La estrecha cercanía le permite a Chester olisquear un perfume peculiar, empalagoso, que le impide pensar, pero a su vez pone cada uno de sus nervios como escarpias.
—Señorita, váyase a su cuarto —La toma de los brazos para apartarla, pero ella en vez corta la distancia con un beso. Es más que un inocente piquito accidental, la lengua le invade la boca, y las pequeñas manos, más fuertes y callosas de lo que Chester habría esperado, recorren el cuerpo del Lancaster con ansia, desabrochando cada prenda, casi como si lo cacheara. Chester pronto queda sin camisa.
—Qué fuerte —La intrusa pasa la yema de los dedos por las líneas de los abdominales.
—En serio, ¿cuál es tu nombre? —Pregunta el Lancaster, soportando el desconcierto. En ese fugaz descanso se percata por el rabillo del ojo que la cerdita ya no está, cómo si algo la hubiese espantado, posiblemente el potente perfume de la desconocida.
—Eso no importa. Solo relájate, y disfruta de esta noche cómo si fuese la última.
Dicho eso vuelve a fundirse con él. Chester, que hasta recién se mantenía como una tabla, empieza a responder luego de sentir un cosquilleo de vida entre las piernas. Sus ojos se humedecen de alegría y se le ocurre que tal vez su adversario de la cúpula tenía razón, y existe un Dios.
La fe de Chester crece al ritmo de su erección, que no tarda en marcarse a plenitud, por poco rasgando la tanga. Palpa el cuerpo de su pareja, y entrando en confianza, propina una resonante nalgada en el trasero de burbuja de la intrusa, que suelta un chillido. Al contrario que él, la desconocida parece estar llenándose de dudas.
—Déjame ponerme más... Cómoda —Se da la vuelta como queriendo abrir distancia entre su cuerpo y ese prominente miembro que le presiona.
—Estás perfecta —Él la atrae entre sus brazos, pecho con espalda, besa su cuello. Bajo las prendas la intrusa nota como si un pistón se restregara contra su retaguardia.
—Q-Quizás es demasiado —Dice con un dejo de pánico.
—¿Ah, sí?
La intrusa busca disimuladamente la aguja de hueso de 15 centímetros que esconde en su cabello, y que bien sabe puede perforar hasta el cerebro del objetivo a través de los ojos, las orejas, o las fosas nasales. Pero no le da chance de cumplir su misión, las atenciones del Lancaster aumentan, y de los labios de la morena florecen tiernos jadeos traicioneros que intenta ahogar con su propia mano, pero pronto se vuelven imposibles de contener, convirtiéndose en largos jadeos al ritmo de las embestidas cada vez más veloces del león. Primero con dolor, y luego insoportablemente deliciosas.
La desconocida cae rendida luego de la tercera ronda. Chester no puede culparla, quizás se pasó con la rudeza, pero el tiempo reprimido y la esperanza revivida lo convirtieron en una auténtica locomotora. Decide que cuando amanezca le pedirá disculpas y pensará cómo pagarle la noche, pero de momento, se pone los pantalones y las botas, y sale a refrescarse con el aire de la noche. Apenas cruza la fachada, ve aparecer entre las casas a un hombre ataviado con el manto de un halcón. El Lancaster lo saluda con la mano.
—Eres Zell, ¿a qué sí? Linda noche.
El arquero le dedica una mirada de pocos amigos antes de preguntar:
—¿Acabaste con Maaca?
—Je, es una forma de decirlo. Entonces Maaca era su nombre —Responde con una sonrisa vaga para después fruncir el entrecejo, algo molesto con el campeón. —¿Pero tú no sabes que un caballero jamás pregunta sobre las andanzas de una dama soltera?
Zell entrecierra los ojos.
—¿Dama soltera...? —Los abre de par en par. — Espera, ¿no te diste cuenta?
—¿Cuenta de qué?
Zell bufa y niega con la cabeza.
—Neddin estaba en lo cierto, eres solo un idiota. Hasta aquí llegan mis esperanzas de enfrentar a un guerrero de la misma habilidad e ingenio que yo.
—¡Ey! —Lo señala con un dedo acusador. —Eso no es muy amable por tu parte.
—Cállate y... —Carga una flecha en el arco y apunta al noble. —Muere.
La cuerda vibra. La flecha traza su trayectoria a una velocidad capaz de desmembrar. Chester, en vez de apartarse o dar la vuelta como cabría esperar, se abalanza, y lo siguiente que ocurre escapa de la compresión de Zell. A menos de un segundo que la flecha golpee al noble, este mueve una mano borrosa y la flecha desaparece. Chester sigue corriendo, llega delante de Zell y le entierra un puñal hasta la empuñadura.
Las rodillas de Zell golpean el polvo. Con un semblante descolorido y confuso mira hacia abajo, y descubre el culetín de su propio proyectil sobresaliendo del pectoral izquierdo. El campeón del halcón termina de costado en la tierra. Desde esa posición, ve a Chester apresurarse dentro de la casa de Tashala.
El Lancaster termina de vestirse, agarra la espada y las pistoleras, además de cubrir a la intrusa dormida con una piel que encontró. Sopla de alivio, porque fue un regalo que tal mujer apareciese, de lo contrario, ¿quién sabe? Seguramente algún asesino de Neddin lo habría sorprendido en la hamaca.
Chester ya entiende que el padre de Nadjela es malvado, y ahora su único objetivo es ir y protegerla de ese hombre cruel. Sale de la casa y corre en dirección a la guarida del jefe de La Cuna. Poco se percata que Zell no está donde lo dejó.
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