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La Cuna: 45

Neddin se echa en la estera de pieles del dormitorio mayor, en el segundo piso. La habitación carece de ventanas, él sabe lo vulnerables que son aquellos líderes con gusto por el paisaje nocturno. Varias veces aprovechó tal capricho para eliminar caciques revoltosos. Todo sea en nombre de La Cuna, porque le enseñaron desde pequeño que la paz se mantiene y se lustra con una mano estricta sobre la gente, y con dolor, también de la gente.

Ganas siempre tuvo de echarles en cara a los sabiondos arrugados del templo, que sus plegarias no sirven para nada, y que es él, y su linaje, lo que mantiene a salvo La Cuna. Pero la mitología necesita mantenerse. En las situaciones de crisis, a veces firmes tradiciones son lo que ayuda al pueblo a seguir en el carril correcto. Su carril. El carril de hace más de 200 años, que el discurso altisonante multiplica a 1000.

«Si tan solo pudiera manipular del mismo modo el clima y doblegar la naturaleza» Piensa con los ojos clavados en el techo. Eran típicas esas cavilaciones. Los que carecían de poder, estaban lejos de entender los dilemas de los gobernantes. Para más inri, cuando todo empezaba a salir mal (No por su culpa, sino por jugarretas de agentes externos como la propia naturaleza), el pueblo, en vez de bajar la cabeza y soportar como las lecciones mandan, cantan alabanzas al cielo pidiendo un Mesías y mortificándose. «Todo lo que tienen que hacer es aguantar. ¿Acaso es tan difícil? No hay mal que dure cien años»

Con ese pensamiento de reproche a los gusanos inconformes, cierra los ojos para conciliar el sueño. En ese plazo indefinido en que la mente deja la oscuridad para tejer escenarios oníricos, la pesadilla inicia.

Legiones claman bajo una tormenta roja. Nubes violentas arremolinadas compiten para devorarse unas con otras, escupiendo rayos que iluminan un ejército de azul y oro. La infantería clama palabras que la pasión desbordada convierte en ruido. Los innumerables rinden culto a un palco construido con hueso y metal. Tirados a un lado del atril de cadáveres y chatarra, están los blasones raídos del Principado de Elon y de la Alianza de Naciones Terrestres, cerca de un epitafio de piedra que dicta:

AQUÍ YACE LA GUERRA DIVINA

Entre las hileras de cráneos usados cómo mortero para el palco, reconoce unas cuencas que le hablan desde el fondo de la negrura, gritando una advertencia silenciosa. En aquella mirada vacía Neddin reconoce el matiz de su propia esencia.

«¡Mi mirada! ¡Mi cabeza! ¡Mi sentencia de muerte!»

Ingrávido como está, flotando en ese escenario hambriento de pelea, Neddin levanta los ojos asustados hacia el hombre de pie sobre la torre de gloria y muerte. Chester Lancaster con el pecho descubierto para mostrar las cicatrices; la mano en alza esgrimiendo una espada; un parche negro en su ojo izquierdo; el cuerpo envuelto por telas blancas que ondean y le aportan el aura de un héroe griego; su corona nacida de un oro que fue fundido junto las cadenas de esclavistas muertos; Y la disposición de combate impregnada en la orden que suelta a su Yehad.

—¡La libertad duele! —Ruge el león. —¡Pero vale la pena aguantar ese dolor!

Los soldados y las maquinas permanecen atentos. El orador intensifica su discurso.

—¡No hay un paraíso allá afuera! ¡Hay muchos! Pero nada viene gratis. ¡Toca ponerse los pantalones y sangrar, y pelear, y tomar lo que es nuestro! Pero les diré algo, mis tropas. Yo ya estoy en el paraíso. ¡Vivo sin arrodillarme ante nadie! ¡¿Qué más cielo que ese?!

La masa explota en ovaciones, pero la voz de Chester continúa por encima del tumulto.

—¡Sus destinos son el mío! ¡Mi destino es el vuestro!

El Lancasteriano extiende las manos como buscando abrazar el mundo.

—¡Justicia! ¡Sabiduría! ¡Honor! ¡Gloria! ¡Libres más allá de esta tierra...!

Apunta al cielo con el filo de metalcorona.

—¡Y más allá de las estrellas!

La tormenta crece, y después del parpadeo de un rayo, Neddin vislumbra detrás del Lancaster a Nadjela, la mayor de sus hijas, más madura y templada, sonriendo feliz, con cuatro pequeños bastardos de cabello azul aferrados a sus brazos y tobillos. Pero lo que llenó de terror a Neddin no es la visión de su descendiente convertida en la puta de un diablo, sino una figura más etérea y fantasmal, cubierta de un negro traslucido, que le devuelve la vista desde más atrás: La madre consorte Nadjela, igual de hermosa que el día que la exilió.

—¡No era mi intención!

Neddin le grita.

—¡Envíe a Tashala y a Bironte a buscarte...! ¡Convencería al pueblo de que el cielo te perdonó y te curó!

Aprieta sus temblorosas manos.

—Pero ya era demasiado tarde... Me avisaron que los esclavistas te tenían entre sus cadenas. ¡No podía arriesgar a mi gente y combatir contra ellos! ¡Destruiría nuestra paz!

La voz se le rompe, pero no parece alcanzar a nadie.

—¡Solo quería que pensases en tu error, que entendieses que lo que hago es por el futuro de todos nosotros, y luego volvieses devota a mis brazos!

La única mirada que repara en su existencia es la su esposa. Neddín deseó encontrar cualquier sentimiento en aquellos ojos, incluso el odio le valdría para calentarse las entrañas, pero solo haya una helada indiferencia que no acepta ni espera nada de él.

Neddin despierta. Se sienta en la estera, empapado de sudor frío por encima de la cintura y por algo tibio por debajo. El corazón le golpea desde adentro, y la sangre en la boca le deja entrever que se masticó la lengua.

—¡Zell! ¡¿Dónde está Zell?! —Clama con desespero.

El campeón del halcón aparece pocos segundos después, mantiene un estoico semblante incluso frente el profundo hedor a amoniaco que contamina el dormitorio. Encuentra a Neddin cambiándose de prendas a unas más nobles y colocándose su larga corona de plumas.

Neddin poco se interesó en las razones por las que Zell llegase tan pronto, tenía temas más apremiantes que los gustos de cama de su hombre más leal. Encara al campeón, y con todo el aplomo que le confirió la ira hacia Chester, ordena usando frases cortar para evitar cualquier duda.

—Hay que actuar. Esta noche. Sin dilación.

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