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Cúpula del trueno: 23

Esta semana fue mi cumpleaños. Como obsequio, hoy dejo dos capítulos en vez de uno. Disfruten.

***

Máscara de la muerte está cansado. Le duelen las piernas y la lumbar. Eso de ir de aquí para allá aterrorizando aldeas y poblados, y dirigiendo legiones de desalmados, te revienta las rodillas. ¿Pero qué más puede hacer? Es un cadenero, con eso se gana la vida. Nunca le dijeron que debía rendir pleitesía a Lord Esclavizador, pero eso lo aprendió rápido cuando vio a compañeros ser usados de blasones en vehículos y blindajes. Siendo justos, y comparándole con la mayoría de habitantes de Australia, su vida es de lujo. Cuando se cansa de robar, matar, dominar, y violar, puede hacer lo que le plazca, y lo que le gusta a Achú es echarse en su cuarto del hombre y ver películas hasta el amanecer.

Inserta la cinta dentro del VHS, un antiguo dispositivo que el hombre quemado le arregló. Otra muestra del genio de aquella vieja momia, normal que Lord Esclavizador lo solicitara, y que Achú tuviese que mandarlo a morir.

«Lord Esclavizador ya es bastante poderoso... No hacía falta agregar más peligro con el hombre quemado en juego»

La excusa que envió con sus mensajeros, es que descubrieron un plan del hombre quemado para asesinar a Lord Esclavizador, y por tanto tuvieron que actuar y castigarlo. Achú pensó en empalarlo, pero le tenía simpatía al viejo, que había trabajado muy bien para él. Optó por ser simpático y dejarlo morir frente a los elementos, de manera que el científico tuviera tiempo para pensar y estar en paz consigo mismo.

«Shura tiene razón... A veces soy demasiado blando»

Se deja caer en su sofá orejudo, ubicado frente al grueso televisor analógico, uno de esos "Culones" de la antigüedad. La pantalla azul se estremece mientras el VHS lee la cinta, siendo un aparato mañoso que demora de segundos a minutos.

«Con Rocky 4 tardó diez minutos... Y valió la pena cada maldito segundo»

Estira la mano hacia la mesita junto al sillón, encima está un bol de cotufas y un vaso de jugo de cucaracha con hielo. Toma el vaso y da un largo sorbo. El jugo de cucaracha es un buen remplazo para el jugo de naranja, muy nutritivo, aunque a veces se te queden trozos atorados entre los dientes.

—Muy bien, bellas mías, ¿quién de ustedes me acompañará en esta nueva velada? —Dice en voz alta, y contempla a su estante colmado de cintas, cada una correctamente etiquetada con su nombre, incluyendo varias joyas exóticas como la versión extendida y sin censura de "Galaxy of terror", o "Casablanca" con su final alternativo. Pero no se fija en sus tesoros cinematográficos, sino en sus tesoros óseos. En el tope del estante hay una seguidilla de cráneos blancos que le devuelven la mirada. No son cabezas cualquiera, sino las de sus favoritas, las mujeres que más amó, empezando con la de su madre siendo esa la primera a la izquierda y la más antigua de la colección, adornada con un grueso velo azul marino tal y como Achú la recuerda en vida. —¿Qué pasa? ¿Ninguna dice algo? Parece que tendré que levantarme, ir para allá, y hacerles la pregunta de nuevo. No, no es ninguna molestia. Como verán, la pantalla sigue azul.

Se alza del sofá y se aproxima al estante. Examina a cada una, pasa la yema de los dedos por los adornos que dotan de personalidad a las inertes expresiones de marfil. Recuerda que quiso conseguirle a Lorena una cachucha de la Femenina Marina Española, pero solo encontró una genérica de la ANT, con su emblema del mundo dentro de un escudo.

Con Vigdis no fue necesaria tanta búsqueda, era una chica simple de vida simple, con una sonrisa bellísima, que pasaba los días encargándose de las vacas de su padre. Vigdis salvó a Achú de una patrulla de la Compañía Libertaria. Cuando él llegó a su granja a mitad de una noche tormentosa, le tuvo que mentir, le dijo a la chica que la herida en su abdomen se la hizo en un accidente, y ella tan ingenua le creyó y lo salvó. Una semana después, cuando la campesina se enteró realmente de lo que es Máscara de la muerte, y Achú vio el espanto en sus ojos, comprendió que tocaba aplicar el filo.

«La fiable cuchilla... Ella sí que nunca me falla» Reflexiona mientras acomoda la peluca rubísima de doble coleta puesta sobre Vigdis. Continúa la revisión, y frunce el entrecejo al encarar a Martha. Su mano derecha, su eslavista preferida, y una víbora que intentó derrocarlo una noche antes de Navidad, eso sí que no lo pudo perdonar. Para pasar el mal trago de los recuerdos, Máscara de la muerte salta directo a su cabeza favorita.

—Oh, amada mía —Dice con cariño a la mujer más hermosa que conoció en la vida. Fue un flechazo instantáneo, despojada como estaba, golpeada por el incesante ambiente y soledad de la cruel Australia, conservaba en su postura recta y cabeza alta una innegable dignidad. ¡Salvaje! Es el consenso de buena parte de los cadeneros para las tribus del yermo, y Máscara de la muerta compartía esa opinión, pero luego descubrió que, comparados con su musa, todos esos "hombres cultos" tienen la decencia de las garrapatas. Ella, con su piel de cobre, su larga coleta de tinta, y sus adornos de huesos que le otorgaban su merecido lugar como dama de lo primitivo, los superaba por mucho. —En un mundo más justo, tú y yo habríamos sido felices.

Pero ella lo catalogó al primer vistazo como un tirano más, y aunque en el mundo existían mujeres lo bastante indecentes para compartir los pecados, Nadjela era demasiado noble para aceptar. Queriendo evitarse desaires con la mujer que le arrebató el aliento, él le arrebató la cabeza. Eso sí, necesitó más de tres golpes en vez de su habitual tajo certero, otra prueba de lo nervioso que le ponía incluso frente la pila.

—¡Achú!

El sonido de la puerta abriéndose de golpe lo sobresalta. Vira para encontrar a la única persona que puede llamarlo por su verdadero nombre sin sufrir las consecuencias: Su hermana Shura.

—¿Otra vez jugando con esas calaveras? ¡Espero llegue el día en que madures y eches esas cosas feas a la basura!

Máscara de la muerte se le queda viendo con ojos de muerto, a esas alturas lo único que veía de Shura eran sus labios, demasiados grandes, demasiado llamativos, le recordó a los de un pez, y siempre se los pintaba del mismo color de su ondulado cabello. Verdes, rojos, dorados, imitación de las melenas naturales de los que viven encima de la atmosfera. ¡Principado de Elon! Para mujeres como Shura eso de venir del espacio como que te daba caché, aun cuando luego vomites sangre las primeras veces que te estés acostumbrando a la presión de un planeta de verdad.

—Falta poco para que comience el torneo. Por todos los cielos, ponte algo decente antes de salir —Dice ella como si el cuero tintado en violeta que se le aferra como una segunda piel, y deja al aire libre notables zonas de piel como su escote, espalda, muslos, y caderas, fuese algo que una esclavista decente llevaría.

«¡Picos y cadenas, maldita sea! ¡Picos y cadenas! ¡No se les pide más! Y un color que no te apuñale los ojos» Achú se ahorra decir esos pensamientos en voz alta, no quiere discutir. Menos ese día, donde por fin encontrará a alguien que se haga cargo de ella. «Que Dios me de fuerza...»

Todo empezó hace un par de semanas después del cumpleaños número 30 de Shura. Achú, como buen hermano, le preparó una fiesta con todo lo que sabía que le gustaba: Torta marquesa; Globos; Osos de peluche de dos metros; Y un puñado de macizos jóvenes esclavos que la satisfagan. Pensó que con eso Shura estaría de humor durante un tiempo, pero entonces uno de los guardias interrumpió su maratón de los Cazafantasmas para decirle que algo ocurrió en el dormitorio de su hermana. Achú fue, se plantó delante la puerta del cuarto, abrió, y el potente y familiar olor a oxido le abofeteó, precediendo la visión de su hermana acurrucada en un círculo de cuerpos cercenados. Shura hundió la cara entre sus rodillas, meciéndose atrás y adelante en la sangre aún caliente, su látigo laser de cinco cabezas apagado y flácido en su mano. Achú recuerda haberse pasado la mano por el rostro, entrar y preguntar qué sucedió. Shura subió la cara y exclamó.

—¡Estoy vieja!

Darle un puñado de macizos esclavos no fue mala idea, el problema resulto que fuesen jóvenes. Treinta años sin hijos y sin amor le cayeron a Shura como bolas de cañón, ella hasta amenazó a lanzarse de lo alto de la cúpula luego del incidente. Achú, harto de sus berrinches, le gritó: ¡Vamos, hazlo! ¡No me importa!

Acto seguido Shura dejó la barandilla y empezó a molestar con que quería un marido. Máscara de la muerte, con la idea de zafarse de ella, aceptó... Pero sin palabras quedó al descubrir que nadie quería casarse con ella. Conocidos mujeriegos corrieron a sentar cabeza justo el día después de esparcirse la noticia. Dick Buenatranca, el famoso semental que según decían provocaba orgasmos a cualquier mujer de una sola embestida, anunció su homosexualidad. Incluso entre hombres dados a esparcir terror, Shura era demasiado cruel y aterradora.

—¡Moriré vieja, gorda, y sola!

Luego de esa declaración Shura en secreto empezó a encargar por el mercado de cadenas varias ojivas nucleares. Los infames comerciantes, temiéndose lo peor, pasaron la novedad a Achú quien comprendió que solo tenía dos soluciones para evitar una desgracia. O decapitaba a Shura, o le encontraba un marido...

Como siempre, la idea de decapitar era la que más razonable le resultaba, pero Shura es lista, sospecharía en cuanto le pidiera recoger algo del suelo, y si le adivinan sus intenciones, Achú estaba seguro que ella lo mataría primero.

«Tiene que existir una manera de lograr que algún pobre diablo se case con ella»

Amenazar de poco sirvió, todos preferían el rápido corte de una cuchilla que una larga vida junto a Shura. Un millón de ópalos tampoco bastó para incentivar a los desalmados. Por suerte a Achú le alcanzó la inspiración cuando veía Corazón Valiente.

«Libertad... ¡Claro! ¡Ahí está la respuesta!»

A lo largo de los años sus jaulas contuvieron personas de todo tipo: Tribales; Chatarreros; Soldados; Mutantes; Y uno que otro noble caído en desgracia. Con esas gentes comerciaba, o él mismo los usaba como mano de obra, o entretenimiento, y unas que otras veces como carne de cañón cuando tocaba ir a la guerra. Algunos de ellos sabían cómo pelear, unos pocos hasta podían vérselas de frente con los mejores cadeneros.

«Los que llevan tiempo bajo mi dominio no servirán, seguro ya conocen la mala reputación de Shura... Pero los recién llegados podrían servir»

Y tenía la opción de regresarles los más anhelaban... ¡La libertad! Ese será el premio principal, y de complemento la mano de una bella reina cadenera. La idea empezó a cobrar formar en la cabeza de Achú, y cuando se la presentó a Shura, esta frunció el ceño ya que no quería codearse con un hombre débil, pero Achú se lo vendió de la siguiente forma:

—¡Jamás permitiría que unos genes débiles contaminen tu esencia, querida hermana! Por ello le daré el chance a héroes valientes, derrotados sí, pero muy valerosos, de luchar y, con esfuerzo y bravura, cambiar su destino sellado por uno más brillante... Uno junto a ti.

Sabía que a Shura le gustaban esos dramas de romance baratos, esas pasiones difíciles. A la mujer se le iluminó la cara tras imaginarse un varonil gladiador en cadenas luchando por ser un hombre libre, por ser SU hombre. Desde entonces los hermanos trabajaron en el evento: Achú regando la noticia de que estaba dispuesto a dar importantes sumas por los esclavos más fuertes y apuestos; Shura ejercitando los glúteos e instruyéndose en clases de cocina, su idea de vida matrimonial era una donde ella misma prepararía la comida de su esposo, no alguna esclava vulgar.

Achú se mira en el espejo: Su pelo al ras; La barba bien recortada, pero con una franja pálida recuerdo del puñal de Martha; sus hombreras gemelas con púas; una tira de cuero negro cruzándole desde el hombro izquierdo al costado derecho sobre su abdomen desnudo, y sus pectorales marcados por los puñales de sus enemigos; la fuerte espalda cubierta por una placa de acero; un pantalón también de cuero que le remarca sus firmes posaderas; y unas botas de combate pardas. En la mano izquierda sostiene el mango de su cuchilla, poseedora de un lomo de hierro para darle más peso a los golpes estilo guillotina. De un busto de Julio Cesar Achú saca el detalle que le da su nombre, una careta de metalcorona reluciente, con la forma de un diablo de largos cuernos laterales. Con esa Máscara puesta, Achú se vuelve más monstruo que hombre.

Sale del dormitorio. Los guardas en la puerta se tensan al verlo, saludan, y Achú sigue de largo. El pasillo de cemento armado se curva con los contornos de la cúpula. Alcanza las escaleras que suben al parco, respira hondo, y da el primer paso.

El parco es una caja de metal picudo encajada en la cabeza del inmenso tazón, con un balcón sin baranda flanqueado por altavoces y gárgolas de ojos llameantes, y en el seno dos tronos de hueso tallado, siendo el de Achú más alto y estando más al frente que el de Shura por alguna razón. Las gradas están llenas, hay vítores pidiendo violencia.

Cámaras de televisión trasmiten en vivo a quienes pagan por ver sangre desde la intimidad del hogar. La cúpula también graba para producir el mejor contendido de luchas y gladiadores. Algunos directores compran las filmaciones para usarlas en montajes de películas, considerándolo un material más contundente y efectivo que el generado por inteligencia artificial.

El fondo del coliseo, con su suelo formado por polvo, dientes, y sangre, está vacío de momento. Shura se pone de pie para darle la bienvenida a su hermano, extendiendo la mano en un ritual tácito, que Achú acepta, estrechando los dedos, y ambos vueltos a los espectadores levantan sus manos unidas. Un clamor brota del gentío hacia sus tiranos. Shura se sienta, y Achú va hasta el amplificador en el balcón.

—¡Que entren los sacrificios en nombre de la libertad!

Las verjas del interior de la pulula abren, y once atléticos prospectos salen a la escena.

«¿Once...? ¿No compré solo a diez?»

Aparecen en dos filas, la primera de seis y la segunda de cinco, cada uno ataviado con ropajes que personificaban los diferentes trasfondos de cada cual, haciéndoles lucir galantes, apetecibles para su hermana, quien los sondeaba con seriedad. Máscara de la muerte levanta un puño para dar su discurso de apertura, pero se le quedan las palabras en la boca cuando ve al sexto hombre adelantarse a sus semejantes.

—Ese cabello como el cielo...—Murmura Shura a su izquierda, quedando con sus sensuales labios ligeramente entreabiertos, impresionada por la espalda erguida de aquel hombre que se movía tan libre entre guerreros de orgullo vencido. Shura dedica una sonrisa satisfecha a su hermano. —Lleva las prendas de un pordiosero y el aura de un aristócrata... Un príncipe vagabundo. Ese y el rosado, dos nobles para mí. Por fin me entiendes, hermanito. Espero que uno de esos dos gane.

Achú no contesta, estaba demasiado ocupado pasando su pulgar por el mango de la cuchilla, preocupado, porque algo muy en el fondo le decía que ocurrió un grave desbarajuste. Primero, solo había logrado echarle el guante a uno de la casa Nixx, ese de cuerpo delgado al que metió en un traje impoluto con una rosa en el cuello. Segundo, dejó muy clara las instrucciones de esperar a su discurso, pero aquel hombre de oscuros lentes no pareció entender el mensaje, y para más inri le apunta con la espada, ¡al trono del jefe esclavista! Achú parpadea repetidas veces sin comprender.

—¡Máscara de la muerte! ¡Achú! —Grita sin que le asuste usar el verdadero nombre del tirano. El irrespeto enmudece las gradas, solo el león continúo rugiendo. —¡Yo, Chester Lancaster, te desafío a un duelo! El que venza se queda con todo.

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