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Cazador: 16

El hombre quemado apunta lejos, y de su dedo negruzco se desprenden costras. Con voz grave la momia sentencia:

Allá donde la tierra está herida y supurante, cruzando el valle que es tumba de hombres y de máquinas, queda la cúpula del trueno donde los esclavistas reposan sus cadenas.

Ansioso de reparar su blindaje y estar completo, Chester reanuda el viaje, y Nadjela lo sigue con la cerdita en brazos. La princesa continúa sin confiar en el hombre quemado, pero le relaja el alejarse de él. Según las distancias descritas por el científico, si van a paso tranquilo llegarían al campo de batalla a la mañana siguiente.

Nueva noche. Nadjela prepara la hoguera mientras Chester sale a cazar. Llevan escasos días juntos y ya se siente como una esposa enamorada. Porque sin duda es amor, el corazón le pesa de solo verlo, y un calor le crece en el vientre cuando se tocan.

—Mi padre nunca lo aprobaría —Dice para la cerdita y para sí, al mismo tiempo que echa una rama de un matorral para alimentar el fuego. —Somos de mundos distintos... ¿Tú qué crees?

La cerdita se acurruca en las piernas de Nadjela. La princesa interpreta el gesto como un intento honesto de calmar sus ansias, aunque más seguro es que el animalito solo tenga frío. La mirada de Nadjela se concentra en las llamas bailarinas... Medita. Está segura que si fuere una chica normal haría un trato con sus sentimientos, se aferraría a ese hombre, hasta escaparía con él.

«Pero no soy cualquier chica. Soy la princesa de La Cuna. Guardo un deber con mi gente»

—¿Por qué lloras? —Pregunta Chester al volver, arrastrando un buitre desde una pata echada sobre su hombro. Nadjela se excusa asegurando que está nostálgica, y que quiere volver pronto a casa.

—Disculpa, Chester. Necesito espacio para pensar... Y recordar.

Chester asiente y se sienta a desplumar el ave.

Por el resto de la noche mantienen la distancia y el silencio. Chester no parecía sospechar los verdaderos sentimientos de la joven. Con él las indirectas eran inefectivas, más valdría ir de frente con un puñal.

Dos horas después del amanecer, alcanzan el borde de un acantilado desde donde observan el valle prometido por el científico. Nadjela contiene el aliento y agarra la mano del Lancaster. Él levanta el visor y suelta un suspiro cargado de cansancio. Nadjela podrá imaginar qué sucedió, la cerdita con el instinto podrá sentir la carga de la muerte, pero es Chester el único del grupo quien lleva la guerra tatuada. Los cráteres de la tierra son igual de grandes que los cráteres de su alma.

Encuentran una bajada entre los barrancos.

Tres tipos de blindajes se apiñan en el cementerio bélico: Pesados (Lo más grandes, resistentes, y destructivos); Medianos (Más compactos y agiles, siendo el North Star de los equipos más voluminosos dentro de esta categoría); Y ligeros, armaduras que a veces convertían a un soldado de metro sesenta, en una bestia de dos o tres. Piezas de tecnología que empujan a sentirte como un semidiós colérico y aniquilador. Pero más allá de la sensación de poder que te imbuye el atravesar como una flecha un enjambre de fuego y ruido, y convertir las colinas en guijarros, o ascender y rasgar las nubes, los restos de blindajes desperdigados resultan testimonios claros que hasta los semidioses pueden morir.

La omnipotencia alcanza su tope cuando alguien más hábil, o más determinado, o más suertudo que tú, te logra colar un explosivo entre las articulaciones, o te saca del blindaje, o te atrae donde uno de los acorazados o destructores enemigos apunta los cañones. Entonces, con igual facilidad que la cepa más baja de la infantería (Esos protegidos solo con cascos, chalecos, fusiles, y una correa de explosivo que les hacía tener más valor como granadas andantes) pasabas a engrosar los números de los sacrificados en el arduo viaje. Alimentar al leviatán. Engrasar la gran apisonadora. Ingresar al Valhala. Firmar el Mortuorio. Eufemismos para morder polvo en la Guerra Divina existen a millares.

Con blindaje o sin él, la calavera revelada cuando la piel se pudre tiene la misma mueca burlona en todos, ya sea de hueso o de metal, humano o autómata. Hasta existen casos donde manejar un blindaje acarrea destinos peores. Chester conoció a hermanos de armas cocinarse vivos dentro de sus máquinas, o terminar con los huesos rotos y los pulmones saliéndole por la boca al tener sus cabinas abolladas hacia dentro. Él mismo conoce a la segadora de la guadaña muy de cerca. Es un guerrero, acepta que morirá peleando. Las vidas violentas tienen finales violentos, ¿pero y qué pasa con los mundos violentos? ¿También terminan mal?

Chester cree que, si alguien no pone punto y final a la guerra, estarán todos jodidos. Aunque también se dice que cuando alguien gane y la guerra se resuelva, la humanidad alcanzará un periodo de armonía y prosperidad nunca antes visto, todo en un marco que los viejos llaman "Paz". ¿Paz? ¿Qué es eso? El Lancaster se lo imagina con una media sonrisa burlona y desgraciada, suponiendo que dentro de esa fantasía también repartirán unicornios.

—Chester, te tiembla la mano. ¿Qué pasa?

—¿Ah? ¿Sí? Perdón. Este ambiente me calienta la sesera —Suelta a Nadjela y se barre con la mano el sudor de la frente. —Me adelantaré a sondear la zona. Tú confía en el león —La risa que acompaña la frase sale hueca.

Nadjela sigue a Chester con la mirada. Ella también sufre y estremece, específicamente por los fantasmas aplastados entre el metal retorcido como emparedados de angustia. Cuando el viento sopla, no sabe diferenciar si lo que llora es el duro material o los espectros.

La tierra que Nadjela pisa, es roja por la sangre que alguna vez inundó el valle. El Lancaster le aconsejó mantenerse alejada de las trincheras, esas grietas kilométricas desde donde se elevan estelas negras de maldad, que tras un vistazo minucioso Nadjela reconoce como nubes de moscas, cultivadas en los miles de cadáveres fundidos en las paredes de las fisuras, y más por debajo del osario están los fósiles de peces y reptiles anteriores a los hombres, y todavía más hondo una línea incandescente herida abierta del planeta.

«¿Cómo es posible que en un solo campo pueda concentrarse tanto final...? ¿Es esto lo que llaman guerra...?»

Esqueletos de gigantes, orugas ciclópeas volcadas, y ballenas de hierro reventadas igual de anchas que montañas, forman los muros del espantoso laberinto. Los blasones raídos y chamuscados del Principado de Elon, y de la Alianza de Naciones Terrestres, todavía se yerguen desde distintos escombros de la masacre, como para dejar en evidencia quienes fueron los responsables.

«Quizás esto es de lo que ansía padre protegernos... Le preocupa que al aceptar lo extranjero, terminemos arrastrados a la barbarie»

Guarda tales pensamientos y mira a Chester con dolor, imaginándolo cabalgando en un rey de metal, destruyendo a diestra y siniestra a otros como él.

«Pronto, en el día que toque separar nuestros caminos, lloraré. Pero también entenderé que será lo mejor»

Penetran en el valle, mudos y reflexivos. La cerdita sufre un sobresalto que la deja mirando a un túnel formado por el pecho abierto de un blindaje pesado. Segundos después, lanza un chillido de advertencia.

Chester vuelve la cara en el momento justo que una sombra borrosa se le arroja encima, venida del túnel. Diez dedos con diez filos buscan su carne. Chester desenfunda en un segundo, y la experiencia lo lleva a poner la espada en horizontal cerca del rostro, con una mano en la empuñadura y la otra dando soporte en la parte sin filo del metal. Las palmas revestidas del enemigo son frenadas por la espada, dejando la punta de las garras a solo un par de centímetros de la garganta del Lancaster.

—¡Nadjela, para atrás! —Grita.

Nadjela carga a la cerdita y corre a esconderse entre los cadáveres de humanos y maquinas. Chester no tiene chance de ver donde la chica se mete, el enemigo con el que forcejea requiere cada gota de atención.

El adversario, en su blindaje ligero. se echa hacia atrás con un paso, después adelanta con otro, y las garras silban por segunda vez sobre el noble. Chester desvía la palma que le viene por la derecha con un espadazo, chispas saltan, y la katana vibra. Repite el tajo, esta vez desviando la palma izquierda, de nuevo chispas, y un estremecimiento para el arma.

Las manos del depredador no dan tregua, tienen a Chester retrocediendo un paso por cada nuevo ataque que el joven león logra bloquear a duras penas. Ninguna falla está permitida dentro de ese baile letal, el cazador siempre ataca a herir de muerte. Chester evita parpadear, aunque las chispas le entren en los ojos. Fuerza el agarre lo mejor que puede sobre la katana, aun cuando el vibrar de la misma hacía que milímetro a milímetro se le escapase de las manos.

Solo quedan tres dedos de empuñadura entre palmas. El siguiente zarpazo de su rival mandaría el arma por los aires. En esa situación, correr a recuperarla seguro significaría que le atraviesen por la espalda. ¿Qué hacer? ¿Cómo sobrevivir...?

Chester suelta la hoja. Antes que la espada toque el suelo y se acueste, las garras del depredador ya llevaban medio camino sobre él, una apuntando al cuello y la otra apuntando a las tripas. Con la derecha Chester atrapa la primera mano desde la muñeca, y con la izquierda atrapa la segunda. Los huesos de los brazos del noble rechinan por la terrible presión que ejerce el blindaje de su enemigo. Chester percibe que debajo de esa armadura hay una persona muy menuda. Ahora más que nunca se niega a perder, menos contra un flacucho que no le llegaba ni a la frente.

—¡¿Quién coño eres?!

—Soy la muerte —Responde el cazador con la voz agravada por su yelmo. Mismo yelmo que precipitó como un martillo. La frente de metal liso embiste contra la frente de Chester. Algo cruje, y la cabeza de Chester es empujada hacia atrás, su melena azul se agita, pero el agarre de sus manos nunca titubea o cede bajo las fuerzas del otro. Chester endereza la cabeza con la carne de la frente roja y el interior de la piel palpitándole. Enseña una sonrisa de monstruo.

—¡Y yo soy un maldito cabeza dura! —A esas palabras les sigue un pie. La bota embiste de lleno contra el vientre del cazador, que se encorva y del casco brota un jadeo. Chester sigue con un nuevo puntapié, y un tercero con el que tensa todavía más los ligamentos de los brazos del cazador. Se oye el rechinar de las articulaciones del blindaje.

Chester retrae la rodilla para una cuarta patada, pero ese resulta un juego donde dos pueden participar. La pierna metálica sube a una velocidad que la vuelve una estela borrosa, y aplasta la entrepierna del espadachín.

Estrías sangrientas impregnan las corneas de Chester, y sus pupilas se contraen. Las manos pierden toda su fuerza, y con una delicadeza involuntaria suelta a su oponente. Chester retrocede con la boca entreabierta, la garganta muda, y afectado por oleaje de dolor que le impide pensar. Tras los brazos, las piernas son las extremidades que pierden fuelle, y las rodillas se le planta en el polvo rojo. Su pecho es lo siguiente que terminar en el suelo, sobre el mismo lugar donde quedó la espada. A duras penas Chester conserva el sentido para llevar las manos debajo y entre las piernas para contarse los testículos. Siguen siendo dos, eso le alivia. Pero el alivio se esfuma cuando un nuevo espinazo de dolor le salta las lágrimas.

—¿No tienes honor, b-basura...?—Pregunta con un ojo cerrado y el otro abierto, espiando al cazador de pie frente a él, tapándole el sol.

El visor del mercenario brilla con un verde fosforescente. La luz esconde los ojos más allá del cristal y le arrebatan cualquier rastro de humanidad.

—El honor es tan útil como pezones en un blindaje. En una batalla solo importa quién vive y quien muere, y yo siempre vivo —Levanta una garra sobre su cabeza, los dedos apuntando abajo, hacia Chester. —Apenas acabe contigo, iré y mataré a esa chiquilla que llevas. ¿Pero quién sabe? Tal vez tome un par de días para divertirme con ella, hasta que me abu-.

Chester le calla de una estocada en el casco, justo en el respirador, y el cazador cae hacia atrás. Pero en vez de terminar de espalda en el suelo, este echa los brazos, planta las palmas en el polvo consiguiendo soporte, equilibra el cuerpo dejando sus pies apuntando al cielo, deja que la gravedad actué y que sus pies regresen a tierra. El mercenario se endereza, concluyendo la voltereta perfecta. Al reconcentrar los visores sobre el Lancaster, lo descubre escalando el costado de una nave de guerra, con dos pies y una mano, mientras la otra la deja aferrada en la ingle.

—¡Me cagó en tus muertos! —Grita Chester como si eso le ayudase a enfrentar el dolor que derretía sus pelotas... Y cierto, le ayuda.

El Lancaster percibe el ataque asesino que se le echa de un salto. Con el instinto pulido de quien sobrevivió a casi un centenar de batallas, suelta su ingle para agarrarse de la carcasa de la nave, y la otra mano, la que usa para escalar y que también sostiene la espada, la lleva para atrás y la zarandea, golpeando una segunda vez el casco del mercenario. El contacto violento de ambos metales retumba sacando nuevas chispas. El cazador regresa abajo y aterriza en una honda sentadilla. Chester sigue trepando.

...

El cazador sube la mirada por donde ve huir a la alimaña de pelaje azul. De un brinco amplificado por la tecnología, supera el estribor del navío arruinado, y alcanza la cubierta que se extiende como un agujereado paramo verde y marrón. A mitad del aire, los lentes en el interior del casco guían con flechas y líneas brillantes los ojos del cazador, colocándolos en segundos sobre Chester, a quien ve arrastrándose como un gusano dentro de uno de los cañones cortados de la nave. ¿Se esconde? Eso sí que decepciona al mercenario. Empezaba a creer que Chester sería uno de esos idiotas honorables, pero parece que se equivocó. Tampoco es un detalle que marque la diferencia, fuera honorable o fuera patético, igual planea matarlo. Aterriza, y con los brazos echados atrás, corre al tubo gigante.

—Sistema, activa las zarpas de uranio empobrecido.

Las garras prenden de un verde fosforescente, tanto capaz de cortar lo que sea como de pudrirlo. Otro salto con los pies por delante, y se guinda a la boca circular el cañón. Un vistazo adentro, y los sensores ubican a Chester 15 metros más abajo, esperando en la recamara sellada. El cazador sonríe tras imaginar al noble golpeando el muro de metal, desesperado y sin salida. Relame sus labios, y se introduce girando y patinando en el tubo de metal, con sus garras de uranio surcando el contorno y raspando chispas que preceden a la luz exterior, filtrada por las rendijas recién creadas.

Dos metros, cinco metros, ocho metros, diez metros. Penetra en la oscuridad al mismo tiempo que deja pasar la luz, y entre la negrura del fondo del arma, espera encontrar la cara de un hombre asustado. Pero en vez consigue a un loco feliz...

La punta del filo centellea y se hunde el pecho del cazador. Traspasa las placas, al elástico y ajustado traje de debajo, corta carne y toca en hueso. El mercenario en pánico, toma la espada desde el medio, aprisionándola entre las zarpas verde brillante.

Maldice en alemán.

...

Chester aprieta los dientes hasta que crujen, y las nalgas hasta que le duelen. Empuja con todo lo que pueden dar sus piernas, corre con la katana extendida y al mercenario clavado en el extremo. La estocada del Lancaster los lleva a recorrer la longitud del cañón una vez más, esta vez río arriba, cruzando los haces de luz que abrieron las garras. Quince metros en diagonal después, escapan por la boca de la colosal arma, disparados con la fuerza de la arremetida del león azul.

Caen...

Ante los ojos del mercenario se despliegan avisos de un golpe crítico recibido, señales parpadeantes de que las defensas del blindaje fueron traspasadas. Prácticamente el sistema le grita que haga algo, pero el Lancaster no le da espacio para reaccionar.

Chester desencaja la espada del cuerpo de su enemigo, toma la empuñadura con ambas manos, levanta el filo sobre la cabeza, y propina un tajo firme contra el yelmo de su contrincante. Una línea fina crece hacia los polos del casco, y este abre por la mitad como un melón. Una marea roja se libera, coronando un rostro pálido de mejillas pecosas, una perfilada nariz, labios rosados, y unos ojos azules como de ninfa o hada, mirada desconcertada entre la que baja un hilito carmesís nacido del corte profundo en la frente.

La sorpresa de vérselas con un rostro de mujer frena a Chester. La cazadora frunce el entrecejo, causando que la herida supurante bañe su expresión con una máscara de sangre, cobrando su mirada la furia y amenaza de un siervo de Satanás. El noble, llevado por el sentido de la preservación, atiza la sien izquierda de la colorada con el lado plano de la espada.

El choque del metal contra su cráneo la aturde, pero no basta para noquearla. Lo que si la manda al mundo onírico es la roca que se le incrusta en la nuca al golpear suelo. Tan así que ni siente cuando Chester se le desploma encima.

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