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Así que el Héroe tuvo que tomar el poder de la diosa, pues sin él, no hubiera podido sellar el paso entre reinos, ni contener la Devastación. Debía ascender a la divinidad si quería proteger Edjhra. Debía ser un Dios.
Pero para ello tuvo que matar a Diane.
De Sangre y Ceniza: prólogo
Tras días de confinamiento, Azel finalmente encontró el valor necesario para explorar el mundo exterior.
Se movió con sigilo entre las sombras y evitó el contacto innecesario, mientras el nevrastar le graznaba al oído. Su primer intento resultó desastroso: escondió al pájaro bajo su capa, pero la criatura se revolvió furiosa. Para sorpresa de Azel, el bicho no era malicioso, sino entusiasta, como si disfrutara de la luz y la luz exterior. Sin embargo, nadie más parecía notar al nevrastar, como si sus movimientos fueran invisibles.
Aterrado, Azel regresó a su escondite, con el corazón palpitando. En sus siguientes intentos, fue más cuidadoso y descubrió la extraña verdad: el nevrastar era invisible para los demás. Lleno de dudas y preguntas sin respuesta, Azel decidió vagar sin rumbo, sabiendo que nadie vería al Nevrastar. Solo quería caminar y reflexionar, alejándose del parloteo constante en su mente.
«Comida. Azel necesita comida», le urgió la criatura en un murmullo.
Azel sabía que tendría que librarse de ella en el futuro. Por ahora, acataría sus órdenes, aunque no tuviera apetito. Mientras caminaba, se fijó en el sector norte, donde las calles estaban llenas de gente. Le inquietaban las aglomeraciones, pero se adentró en calles menos transitadas, consciente de su mente traumatizada.
Sin nadie a quien acudir, Azel recordó a Ziloh, su mentor y figura paterna, quien ya no estaba. Zelif también había sido importante, pero solo quedaba el sacerdote Malex. La idea de buscarlo lo asaltó, pero la culpa por la muerte de Zelif hizo que se echara para atrás. Recordó los llantos del anciano en el funeral y decidió seguir adelante sin buscarlo.
Azel se hallaba perdido, sin saber qué hacer a continuación. Se encaminó hacia la plaza central del sector norte, distante de las Calles Negras. Avistó la majestuosa catedral del Héroe y sus torres como colmillos.
Azel se sentía vulnerable sin su pañoleta roja de dianista alrededor del cuello, como si le faltara una parte de sí mismo o una armadura invisible. Las miradas inquisitivas de la gente lo seguían mientras avanzaba entre ellos. En el sector norte, los habitantes vestían andrajos, como mendigos y pedigüeños que deambulaban por las concurridas callejuelas. A ciertas horas, estos seres se mostraban desesperanzados, moviéndose mecánicamente con la mano extendida. Noches de vagancia y el acecho constante de las Lascas los dejaban sin un hogar al que regresar.
Como Azel, la mayoría buscaba refugio en lugares cerrados durante la noche. Las condiciones nocturnas eran devastadoras. La presencia de las Lascas forzaba a todos a buscar resguardo bajo techo, incluso a los O positivo, la escoria social. Estos refugios eran su salvación, pero a menudo estaban atestados, excluyendo a algunos.
Azel se topó con rondas de la guarnición. Hombres que, deducía, seguían las órdenes de lady Cather para investigar y examinar a los habitantes de la zona. Con precaución, evitó a los hombres mientras avanzaba hacia el bullicioso mercado sin ser detectado.
El mercado era un caos, con estrechas calles abarrotadas de personas. Empujones y codazos eran moneda corriente mientras todos competían por espacio. A pesar del ambiente sofocante, Azel sabía que era el lugar perfecto para conseguir algo de comida. Con destreza, se deslizó entre los puestos, buscando la oportunidad para obtener lo que necesitaba.
—¡Vegetales frescos y gris pálido! ¡Lleve sus lhut frescas y negras! — vociferaba un mercader, atrayendo a la multitud hacia su puesto.
Azel se sumergió en la masa de personas con movimientos precisos y fluidos, evitando ser arrastrado por la marea humana. Se deslizó como una sombra entre los compradores.
El mercader tenía todo tipo de vegetales, pero las lhut eran las más buscadas. Grandes como el puño y negras como el carbón, tenían un sabor agrio que Azel apreciaba. Se mezcló con la multitud, haciéndose pasar por un comprador más, pero su verdadero objetivo era otro. Tras un breve encuentro, aprovechó el momento para robar tres lhut al hombre barbudo con el que chocó. Este ni siquiera se percató del hurto y continuó su camino amablemente. Azel se retiró del bullicio y encontró refugio en un oscuro callejón. La corrupción lo cubría todo, otorgando al lugar un ambiente espeluznante y silencioso.
—¿Cuándo se va a hacer de noche de una vez? —masculló.
En un par de horas, a lo sumo. Los días eran demasiado cortos en la Tierra Corrompida y las noches eternas. Azel descansó un poco mientras pudo, pero su estómago seguía rebelde y esa lhut casi le hace vomitar.
—La condenada Octava Ceremonia se avecina de nuevo, ¿eh? —rezongó Azel—. ¿Y qué diablos saco yo con meterme en esa sarta de idiotas? Ahora solo me ven como un puñetero asesino. ¡Ja! No soy más que un condenado paría por aquí.
«Azel no solo matar, también proteger», dijo el nevrastar.
Un estremecimiento le erizó la nuca; era sorprendentemente fácil olvidar que la presencia del nevrastar perduraba. Trató de ignorar la idea, tal vez todo aquello no fuera más que una ilusión fugaz.
—Eh, tú —llamó alguien desde atrás.
Azel tardó en comprender que no se trataba de la voz en su mente. Se volteó y sintió un escalofrío de miedo al ver al Guardia Negro acercándose. ¿Habrían descubierto finalmente que Azel era el asesino? Pensó en huir de allí, correr a toda prisa, pero se quedó paralizado.
—Te he visto antes —dijo el guardia al llegar. Azel no lo reconoció—. ¿Eres uno de los nuevos refugiados que llegaron estos días de los pueblos cercanos? Muchos se encuentran deambulando por el sector norte de la ciudad, sin ir a ningún sitio. Llegaste en mal momento, Nehit no es tan segura como antes, imagino que te has enterado, ¿no? ¿Tienes a dónde ir?
Azel no respondió de inmediato.
—Me las arreglo por mi cuenta—masculló con desgana.
—¿No has ido a los refugios? —preguntó el Guardia Negro.
—No me gustan esos sitios —murmuró Azel, con desdén.
El hombre frunció el ceño.
—Pues ahora te gustará —declaró—. Gracias a lady Xeli ahora hay más espacio para los refugiados. No es bueno estar solo en estos tiempos. Los heroístas debemos cuidarnos los unos a los otros. Ven, sígueme.
Azel aceptó reacio y siguió al hombre.
¿Por qué estaba haciendo esto? No debía involucrarse demasiado con los heroístas y no quería que lo descubrieran por casualidad, lo que podría hacer que la culpa recayera en todos con los que había hecho contacto. Además, seguía sin sentirse cómodo con los seguidores del Dios Negro.
Aun así, continuó siguiendo al Guardia Negro.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.
Azel esperó unos momentos antes de responder
—Halex.
«Mentira», dijo el nevrastar.
Azel ignoró al ave sobre su hombro, convencido de que no existía. Si existiera, todos en la ciudad lo observarían con pánico y horror.
—Y tú, ¿cuál es tu maldito nombre? —inquirió Azel, mostrando un interés genuino.
El guardia arqueó una ceja con una mirada de advertencia.
—Mejor vigila tu lengua si no quieres problemas —respondió guardia, aumentando la tensión de Azel—. Me llamo Taler. Ya casi llegamos, a partir de ahora todo irá bien.
Llegaron pronto al refugio, un edificio inmenso y abovedado que podía albergar a cientos de personas. Sus grandes ventanales tenían postigos y sus muros de piedra, relieves de guivernos. Azel observó cómo la Devastación había corroído la roca, dejando grietas negras y sinuosas que brillaban con una luz espectral. Era extraño que, pese a su aspecto, el refugio fuera más resistente que el granito.
El nevrastar graznó varias veces, imitando un canturreo imposible para él y parecía demasiado contento al acercarse al refugio.
«¡Vamos, vamos!», dijo la criatura.
A la vera de la entrada, se erguía otro de los Guardias Negros. El hombre saludó marcialmente a Taler, inflando el pecho e impertérrito mientras alzaba la frente con orgullo.
—Descansa, soldado —dijo Taler—. ¿Qué nuevas hay?
—Ninguna, capitán —replicó el guardia—. ¿Es ese el hombre del que habló?"
Taler asintió.
—¿Sabes si Kuxa está aquí?
—Sí, se ocupa de los niños junto a Favel.
Taler posó una mano en el hombro de Azel.
—Ahí dentro hay gente buena, Halex. Solo busca a Kuxa, ella te ayudará. Estarás bien, te lo juro. Y si necesitas algo, puedes buscar a Jekil—señaló al Guardia Negro.
—Por supuesto que puedes contar conmigo si necesitas algo, Halex—dijo Jekil con tono jovial.
Taler se alejó y Azel se quedó en la entrada del refugio, desconcertado. Le costaba asimilar lo que sucedía y entender la actitud de Taler solo lo llenaba de inquietudes.
—Este tipo está chiflado —murmuró Azel observando al hombre alejarse—. Es el devastador capitán de los Guardias Negros, ¿verdad? ¿Por qué está haciendo estas cosas? ¿Por qué se preocupa por mí? No debería perder su tiempo así. Debería ocuparse de asuntos más acordes a su posición.
—¿Pero no es eso lo que haría un buen capitán? —dijo Jekil, sonriendo. Azel se volvió hacia él, frunciendo el ceño—. No hay trabajo indigno. Si él puede hacerlo, todos nosotros también podemos. Después de todo, el capitán es O positivo como nosotros. Me parece inspirador lo que hace. Ayuda a los demás, sin importar qué. Protege a todos.
» Él me rescató de las calles. Estaba solo y las Lascas dañaban mi mente. Me salvó. Mira dónde estoy ahora. Ven, te acompañaré adentro.
Azel pensó que eso no tenía sentido.
«¡Es bueno!», dijo la voz en su mente.
Azel siguió al guardia, vacilante. Jekil abrió las puertas carcomidas por la oscuridad y el interior sorprendió a Azel más que contemplar directamente las Lascas o el día en que se convirtió en Hacedor de Sangre. Había demasiadas personas; niños correteaban felices e inocentes, como si el mundo fuera hermoso y libre de maldad. Los ancianos reían al ver jugar a los críos y algunos sacerdotes deambulaban por allí.
De repente, Azel se sintió invadido por una calma profunda, como si toda la presión que había sentido se esfumara como una brizna de viento. Dio un paso adelante, lleno de incógnitas, y sintió la calidez del refugio, un ambiente hogareño y puro que lo hizo temer importunar. Aun así, avanzó, embelesado por una melodía que parecía instarlo a seguir. No tardó en darse cuenta de que incluso los susurros en su mente se desvanecieron.
El nevrastar canturreaba felizmente.
Varios niños corretearon a su alrededor, usándolo como pilar en su juego. Ninguno se disculpó cuando corrieron lejos, ni siquiera aquel que lo agarró de la ropa para mantenerse en pie.
— ¡Tranquilícense! —gritó una chica acercándose a los niños.
Ellos rieron, gritaron y huyeron de ella a carcajadas. La chica pareció a punto de soltar una maldición, pero se contuvo y soltó un leve puchero junto a una rabieta al ver cómo los niños no le hacían caso.
Jekil rio a carcajadas. El nevrastar pareció reír también. "
«¡Buenos, todos buenos!», dijo.
—Están muy inquietos hoy, Favel —comentó Jekil a la chica.
—Solo el Héroe sabe por qué están así estos demonios—respondió Favel, llevándose las manos a la cadera—. Acabo de llegar después de ayudar a Xeli a ordenar cientos de libros en la biblioteca de la catedral y me encuentro con esto. ¡No puedo descansar ni un segundo y estos niños son tan impredecibles como las Lascas!
—¿Xeli? —susurró Azel.
¿Había escuchado bien?
—Ah, sí —dijo Jekil—. Nuestra joven Favel es muy buena amiga de lady Xeli, se ayudan mutuamente siempre que pueden.
«¿Qué coño hace una noble como la señorita Xeli juntándose con una piltrafa como Favel?»
Xeli debería pertenecer a la cúspide de la jerarquía aristócrata, juntarse con alguien como Favel era como si las Lascas salieran durante el día. Antinatural.
—¿Y él quién es? —preguntó Favel, curiosa y con una sonrisa amable—. Nunca lo había visto por aquí.
—Él es Halex —respondió Jekil, dándole una palmada a Azel en la espalda. El Hacedor de Sangre se sorprendió—. No tenía a dónde ir, así que Taler lo trajo aquí. Nos pidió que lo ayudáramos. ¿Podrías llevarlo con Kuxa?
—Desde luego —respondió Favel—. Ella estará encantada de recibirlo, ya sabes cómo es. Ven, Halex, acompáñame.
Azel no se movió.
«¿Qué mierda les pasa a todos? —pensó Azel—. Esto no es normal. Esto no es lo que hacen los Heroístas. Estos cabrones sin corazón deberían ser ...»
«¿Malvados?»
Jekil se despidió de él con una sonrisa agradable y volvió a su puesto. Azel se quedó un rato más, incrédulo ante la paz que brotaba de su pecho. Favel le dedicó una sonrisa.
—¿Vienes? —le preguntó, ya caminando.
Azel la siguió.
—¿Dónde están los adultos? ¿Es esto una maldita guarida de huérfanos? —preguntó Azel y luego miró a los ancianos—. ¿O quizás un puñetero asilo?
—¿Siempre hablas así con la gente? —Favel arqueó una ceja, mostrando extrañeza.
Azel se encogió de hombros, imperturbable.
—Xeli ya ha mencionado algo parecido. Con tantos niños corriendo, este lugar podría parecer un orfanato—comentó Favel—. Pero no lo es, es un refugio.
» Los adultos trabajan en los campos o como purificadores. Algunos incluso se han convertido en Guardias Negros. Los niños se quedan aquí, nosotros los cuidamos. Es lo menos que podemos hacer.
» Ven, Kuxa debe estar cerca.
El refugio se mostraba humilde y austero. Las paredes desnudas y sin adornos. Ventanas abiertas permitían la entrada del aire frío y el ruido de la ciudad. La vista era desoladora: edificios en ruinas, calles sucias y gente hambrienta.
Azel recorrió los pasillos, evitando miradas curiosas. En cada habitación, varios lechos albergaban a personas durmiendo o recuperándose. ¿Cuántos vivían aquí? El Hacedor de Sangre no había visto algo así en el sur, donde los refugios de los dianistas eran más lujosos, pero carecían del calor humano y la paz de este lugar.
Al final del pasillo, Azel encontró a Kuxa, una anciana de cabello cano regañando a dos niños traviesos. Los pequeños habían roto algo. Kuxa los castigó y luego los envió a sus habitaciones con un beso en la frente.
—Ay, Héroe, bendito sea tu nombre, dame paciencia —suspiró Kuxa y se secó el sudor con el delantal—. ¿Qué haré con estos niños? Ah, Favel. ¿Qué pasa? Dime que no te vas otra vez.
Favel negó con la cabeza, apresurada.
—No es eso, lo prometo. Esta vez tengo prisa.
—Has estado mucho tiempo fuera últimamente. ¿Algún problema?
Favel negó de nuevo.
—Xeli me necesita para unas tareas, nada más.
—Ten cuidado, Favel. Las calles están peligrosas. Pide siempre a un guardia sacerdote que te acompañe y si necesitas algo, pídemelo.
—Por supuesto —respondió Favel sonriendo y señaló a Azel—. Él es Halex. Taler nos pidió acogerlo.
—Oh, claro. Ven, Halex —dijo Kuxa con entusiasmo—. Te esperaba. Casi todos nuestros ayudantes son ahora purificadores o granjeros. Quedamos pocos y hay más niños. Gracias al Héroe que has llegado.
Azel permaneció en silencio, abrumado por tanta amabilidad. Nunca se había preparado para tanta bondad.
—Me voy, mamá Kuxa —dijo Favel—. Si no, los niños se harán daño.
Favel se fue corriendo con una sonrisa.
Kuxa examinó a Azel y se cruzó de brazos, negando con la cabeza.
—No puedes seguir vistiendo así —dijo—. Ven, te conseguiré ropa.
—Yo voy como me da la gana—gruñó en respuesta.
Kuxa se puso las manos en las caderas.
—Modera tu lenguaje, muchacho, o pediré a Taler que te enseñe modales. Y necesitas un baño y ropa limpia. No me repliques. Date prisa, pronto serviremos la comida.
Azel frunció el ceño y siguió a Kuxa a una habitación estrecha. ¿Cómo un Hacedor de Sangre como él obedecía a una anciana? La habitación mostraba signos de desgaste y humedad. Kuxa buscó en el armario, tarareando. Finalmente, encontró lo que buscaba y se giró hacia Azel.
—Esto era de mi hijo —dijo, ofreciéndole la ropa—. Vete a bañar y cámbiate. Te espero.
Azel tomó las prendas y miró a Kuxa, notando la calidez en su mirada. Se preguntó cuántas personas había ayudado antes que él.
—Gracias —dijo.
Luego se dirigió al baño, sorprendido por cuánto tiempo había pasado sin lavarse. Se quitó la ropa mientras el ave permanecía quieta, observándolo con una mirada inquisitiva. La Piedra de Sangre brillaba intensamente, como un rubí encendido, emitiendo una luz que no era de fuerza, sino de calma. Recordó el momento en que casi la rompió, un recuerdo que ahora le parecía muy lejano.
Le resultaba ridículo que solo hubieran pasado unos días desde entonces. Azel sacudió la cabeza. Después de lavarse, encontró a Kuxa en la misma habitación de antes y, al verlo, ella le regaló una sonrisa cálida.
—Te ves mejor, me recuerdas a mi hijo, era tan alto e igual de mal mirado que tú. —dijo Kuxa, riéndose ante el ceño fruncido de Azel—. No te enfades, es broma. Deberías relajarte.
Incluso el ave pareció reírse con sus sonidos extraños.
—Ven, ayudemos a repartir la comida.
En la cocina, una pareja terminaba de preparar la comida. Azel sintió un aroma insípido y agrio, pero su estómago rugió. La sopa tenía un aspecto especial, no por el olor o especias, sino por algo intangible que la mejoraba.
—Ah, el recién llegado —dijo la mujer revolviendo la sopa—. Los niños hablaban de un vagabundo mal encarado que sobrevivió a algo peligroso. ¿De dónde eres? Dicen que Laville está mal y muchos han huido. ¿Eres de Orland? Muchos han llegado de allí, como Gezir y su hijo.
Azel no respondió.
—¿Eres tímido? —preguntó la mujer.
Kuxa respondió en su lugar.
—No es alguien de muchas palabras, déjalo, Kula.
—Sí, eso veo —dijo la mujer, con una mano en la cintura y con la otra apuntando a Azel con el cucharón—. Más te vale comenzar a hablar pronto, o todos empezarán a hostigarte con preguntas.
» Bueno, basta de cháchara. La comida ya está lista y hoy me tocó a mí la cocina, nuevo. Ahora prepárate para ayudarnos.
Azel no rehusó, aunque sintió algo extraño en su pecho. ¿No quería hacerlo? ¿Qué le pasaba? Permaneció en silencio, obedeciendo sin cuestionar, como era su costumbre. Kula se movía con gracia por la cocina, preparando más manjares y pasando la gran olla a Azel que antes reposaba en una de esas extrañas maquinas que emitían calor.
—Ve al comedor —ordenó ella.
El Hacedor de Sangre obedeció, abrumado por los rápidos acontecimientos. Todos confiaban en él sin dudar. Al llegar al comedor, tuvo el impulso de retroceder. Vio filas de niños y ancianos esperando la comida, y algunos adultos más pacientes. Pronto, Kuxa y los demás llegaron con más ollas, cuencos y cucharas. Los niños ulularon de júbilo al destapar las ollas, llenando la estancia de aroma.
—Primero a los niños —instruyó Kuxa—. Y diles que no pueden repetir, no hay suficiente comida para eso.
Y así, Azel, quien había matado a Zelif con sus propias manos, comenzó a servir comida a cientos de personas. Era su primera vez en una tarea así, la primera vez en su vida que interactuaba con gente tan humilde. ¿Cómo podía tacharlos de malvados después de ver esto? ¿Cómo podía llamarlos traidores y asesinos? Se ayudaban entre sí; había risas y felicidad. Nadie insultaba, nadie causaba problemas. Todos disfrutaban del momento.
Los niños seguían sonriendo a Azel. Algunos curiosos se acercaron para preguntarle sobre su tiempo en las calles, sobre las noches y si había visto algún espectro. Los más valientes hacían estas preguntas, muchos otros parecían aterrados con la idea de que Azel hubiera dormido afuera en plena noche. Algunos adultos lo miraron horrorizados cuando los niños mencionaron las noches.
—Me arrinconaba en algún maldito rincón durante las noches —rezongó Azel, tratando de calmar a los asustadizos. Algunos de los niños más curiosos parecían un poco desilusionados—. Las noches son un puro infierno.
«Te obligan a escuchar cosas que preferirías no oír», pensó Azel, guardándoselo para sí.
Ancianos le agradecieron al servir la comida, algunos contentos por ver una nueva cara, otros molestos por su tono con los niños. ¿Nadie iba a dejarlo en paz en este devastador lugar?
La estancia se llenó de más gente, desconocidos para Azel. Adultos llegaron tras un duro día de trabajo, reuniéndose con sus hijos. Niños señalaron a Azel; los padres sonrieron y agradecieron. Al caer la noche en Nehit, Azel terminó su tarea. Las mesas estaban llenas, algunos comían en el suelo. Nunca había visto tanta gente junta, ni siquiera en fiestas nobles a las que había asistido.
Lo sorprendente era que no había caras largas ni desánimo. Todos reían, cantaban y bailaban. Alguien tocó un laúd, los demás aplaudieron. El sonido era áspero y desafinado, como el graznido de un cuervo, pero la melodía transmitía sentimientos vivaces, llenando la estancia de una emoción vigorizante.
—¡Quiero dar la bienvenida a alguien nuevo en la familia! —anunció Oburn, el marido de Kula—. Halex, ven, preséntate.
Azel examinó al hombre, pero no se movió ni dijo una palabra.
—¡Ven, vamos! —insistió Oburn.
El asesino salió del gran comedor, incapaz de soportar la situación más tiempo. La música se detuvo momentáneamente, luego continuó. Azel caminó sin rumbo, alejándose de la falsa felicidad que lo rodeaba. Encontró una oscura y deteriorada despensa, donde la música no llegaba. Se derrumbó en el suelo, temblando. ¿A nadie le importaba el conflicto? Todos parecían tranquilos, y Azel sintió compasión y envidia por ellos.
«¿Tristeza?», susurró la voz en su mente.
Azel se estremeció; había olvidado al nevrastar.
—¿Qué saben ellos de bondad? —casi espetó Azel al nevrastar, con una voz que apenas salía de su garganta como un leve raspeo—. Son unos hipócritas... ¡Malditos, falsos son! Ellos siguen al Traidor...
«¿Traidores? Ellos son buenos. Tú bueno. No comprendo», dijo la criatura.
—No... no son buenos —insistió Azel—. Eso no es natural. Eso está mal.
«¿Por qué?», preguntó el nevrastar.
—Porque... —Azel buscaba las palabras—. El Héroe mató a Diane y ellos lo siguen a pesar de eso. La gente buena no sigue a un traidor y a un asesino.
«No comprendo. Ellos buenos. Tú bueno. No comprendo», dijo.
Ese bicho inclinó la cabeza, parecía... ¿triste? ¿Sentía algo? ¿Qué era eso?
—No tienes que estar solo y apartado —dijo Kuxa, apareciendo de repente con un cuenco de sopa humeante—. Estamos felices de que estés aquí. Gracias al Héroe, bendito sea su nombre, por traerte a nosotros.
Azel tomó el cuenco que Kuxa le ofrecía y observó su sonrisa cálida.
—¿Cómo? ¿Cómo pueden estar todos tan felices a pesar de lo que sucede afuera?
—Lo vemos y tenemos miedo —respondió la señora—. Pero confiamos en que todo saldrá bien. El Héroe nunca nos ha abandonado.
«Todo estará bien. Diane nunca nos ha abandonado», solía decir Malex.
Pero Azel negó con la cabeza, aún confundido.
—Las cosas no son tan simples...
—No lo son, nunca lo han sido —acordó Kuxa—. Pero vivir siempre con miedo no es sano. No sé qué has sufrido, hijo, pero te ayudaremos. Ahora estás a salvo. No quiero molestarte más hoy, pero si necesitas algo, estamos aquí para ti. Come y descansa. Puedes quedarte o marcharte, siempre serás bienvenido aquí, sin importar tu fe.
Tras estas palabras, Kuxa se marchó, dejando a Azel petrificado y atónito. Ella sabía que no seguía la fe del Dios Negro, pero aun así le extendía la mano. ¿Cómo lo había descubierto?
—¿Por qué no son como me dijeron? —murmuró Azel—. ¿Por qué no pueden ser crueles y despiadados?
Los temblores de Azel se intensificaron, temiendo que el cuenco se le escapara de las manos. Sin embargo, no lo soltaba.
«Ella es buena, muy buena. ¡Sí! Lo es», susurró la criatura.
—Maté a Zelif —murmuró Azel, con voz apenas audible—. No soy bueno...
La imagen de la catedral volvió a su mente: el cuerpo sin vida de Zelif, los fieles llorando, Malex desplomado en el suelo...
La criatura inclinó la cabeza, mostrando extrañeza.
«No entiendo. Eres bueno, lo sé», afirmó—. Ellos también son buenos. Protégelos».
¿Protegerlos?
Azel miró el cuenco, la sopa se enfriaba. Comió con avidez, a pesar del sabor insulso y amargo. La comida era repugnante, pero algo lo impulsaba a seguir comiendo: el cariño con que fue cocinada. La música aumentó de volumen, y Azel percibió el ambiente de emoción y alegría, las risas de los niños y la paz del refugio.
Observó a la criatura, que lo miraba con curiosidad. Sintió un encogimiento en el corazón. Los dianistas querían destruir esta felicidad, según el nevrastar. Azel debía proteger a esta gente, no por culpa o deber, sino por deseo de preservar su felicidad.
Pero, ¿podría hacerlo? ¿Estaba traicionando a los Dianistas? ¿Existiría una forma de pertenecer a ambos bandos?
Deseaba confiar en Ziloh, pero necesitaba comprender por qué le ordenó matar a Zelif. Si cuestionaba a Ziloh, ¿estaría cuestionando también a Diane? Ziloh era la mano derecha de la Deidad Inmortal. Si el anciano detectaba su duda, reaccionaría mal. Azel podría desencadenar el caos en Sprigont. Necesitaba encontrar otra forma de descubrir la verdad. Por primera vez se sintió lúcido, notando la brisa gélida y suspirando.
Se recostó contra el muro, suspirando de nuevo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Azel.
«¿Nombre? ¿Qué es un nombre?», inquirió la criatura.
—Un nombre es... lo que te gritan cuando te quieren. O cuando te odian —escupió Azel, recordando las duras palabras de Malex—. Es lo que te hace ser alguien. No una cosa. Un nombre es... poder.
La criatura lo miró con mayor curiosidad.
—¿Quieres uno? —preguntó Azel.
El nevrastar asintió.
Azel se sintió ridículo por querer nombrar a esa cosa, pero continuó. ¿Cómo llamar a algo así?
—Daxshi —propuso.
La criatura asintió con entusiasmo. Azel asintió para sí mismo, sabiendo que no era el mejor nombre. «Dax» significaba oscuridad y «shi» era un sufijo para un animal volador. El nombre significaba algo como «ave de la oscuridad».
De pronto, Daxshi se quedó casi inmóvil, luego saltó sobre su hombro y extendió sus alas de brea. Parecía emocionado.
«¡Viene! ¡Viene! ¡Viene!», exclamó.
—¿Viene? —preguntó Azel.
Entonces lo sintió.
Era un aullido desgarrador y siniestro, como la brisa fría que anuncia una tempestad furiosa. El segundo latido retumbó en su interior, advirtiendo de lo que se aproximaba. Era una advertencia, un aviso.
La onda de la Devastación se acercaba.
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