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51

Enemigos al frente, enemigos detrás.

El campo de batalla vibró con la llegada de Azel, un ser que parecía emergido de leyendas antiguas. Su silueta se destacaba contra el cielo teñido de sangre, envuelto en una niebla carmesí que lo hacía parecer un espectro. Ostentaba los estandartes de la Deidad Inmortal y del Dios Negro, símbolos de dualidad que lo convertían en guardián de los Héroes y amenaza para el Hierático de Diane.

Un silencio sepulcral dominó el lugar y el aire se hizo denso, como si el mundo entero contuviera el aliento. Azel había llegado en el momento preciso. Tras recuperar su poder, marchó para auxiliar a los supervivientes. Su mirada se fijó en Xeli, tendida junto a Voluth; en Loxus, encogido sobre sí mismo; en los soldados que los protegían y en Ziloh, fortalecido por la Solidificación. La escena resultaba dantesca, por decir lo menos.

Una lágrima descendió por la mejilla de Azel al observar a Gezir yacer sin vida en el suelo.

Azel respiró profundamente y dio un paso adelante. El poder crepitaba en su interior, el segundo latido, rejuvenecido por la onda de la Devastación, vibraba con un ritmo desafiante. La melodía de su ser se armonizaba con el poder glorioso que lo impregnaba. Ziloh retrocedió, mostrando un temor inédito en él. Se encontraba en su punto más vulnerable.

Azel apretó su espada, firme en su resolución. No temblaba, pues su objetivo no era asesinar sino proteger. Las palabras de Diane le infundieron valor y su arma resplandeció, cual llama en su puño.

—¡Atáquenlo! ¡Mátenlo! —bramó Ziloh, empuñando su espada con furia—. ¿No lo ven? ¡Él fue el asesino de Zelif! ¡Él mató a los sacerdotes! ¡Acaben con él!

Nadie se movió. Azel había escuchado el plan, relatado por Kazey en persona. Xeli acababa de confesar su culpabilidad. Ella era la asesina. Al mismo tiempo, Ziloh también era un asesino, su voz sonaba despiadada, carente de compasión y repleta de ira contenida.

Ziloh, al ejercer sus poderes, se había convertido en un Silenciador de la Memoria. La gente dejó de seguirlo, paralizada por el temor que Azel infundía en sus corazones.

—¡Inútiles, todos ustedes! —rugió el Hierático—. ¡Diane está decepcionado de ustedes! ¿No lo ven? ¡Son la escoria de este mundo!

—Nunca has hablado con Diane —replicó Azel con voz suave, pero cargada de significado.

«Cuidado», advirtió Daxshi desde el hombro del protector.

Azel exhaló hondo y, en ese momento, las espadas colisionaron en un estallido de chispas y destellos.



Xeli cerró los párpados ante el fragor de las hojas y percibió cómo el viento hendido se enroscaba a su vera. El poder estalló, semejante a un trueno lejano que estremecía su mente. La sangre de los dos Hacedores de Sangre fluía en sacudidas violentas, un torbellino carmesí que se agitaba al compás de su contienda. Se enfrentaban como tormentas en choque, danzando con pujanza y furia que conmovía la tierra.

El intercambio de golpes debía favorecer a Ziloh; su arma golpeaba con la fuerza de un mazo, creando ondas de impacto que vibraban en el aire. Pero la espada de Azel centelleaba con intrincados arabescos de poder, resplandeciente y etérea. La energía que emanaba de ella era incontenible, una claridad sin luz que envolvía todo a su paso.

Azel se desplazaba con soltura sobrenatural alrededor de Ziloh, girando cual derviche en arrebato. Para Xeli, parecía como si el Hierático blandiera su espada al vacío, aunque cada tajo de Azel encontraba su blanco con precisión inaudita. La batalla parecía trascender la realidad misma.

Era la primera vez que Xeli veía a Azel luchar con todo su poder, empuñando el arma divina. Se asombró al darse cuenta de algo insólito: Azel no temblaba. Sus movimientos eran fluidos y seguros, en perfecta armonía con el viento.

La ventaja estaba claramente del lado del protector, algo evidente incluso para el más insensato. Sin embargo, esa ventaja comenzó a desvanecerse a medida que avanzaba el enfrentamiento. La criatura de oscuridad que rodeaba a Ziloh se mostraba cada vez más inquieta, casi eufórica, mientras danzaba alrededor del Hierático. A los ojos de Xeli, había dos figuras de niebla rodeando a Ziloh: la oscuridad exangüe del ser de mil voces y la claridad deslumbrante de Azel. Juntos, creaban una lid épica que amenazaba con desgarrar el tejido mismo de la realidad.



Azel se deslizó como una sombra, esquivando por poco el tajo mortal que buscaba segar su vida. La danza del combate entre los dos Hacedores de Sangre se convertía en una sinfonía de destreza y reflejos sobrehumanos. Ziloh no solo dominaba su habilidad contraria, sino que la potenciaba con un misterio incomprensible para Azel. El Hierático desafiaba las reglas de un duelo honorable, optando por barridos y mandobles que parecían desatar terremotos.

A medida que Azel esquivaba los implacables ataques de Ziloh, el agobio crecía en él y encontraba cada vez más difícil hallar una oportunidad para contraatacar. Sorprendentemente, el anciano parecía cobrar más vigor conforme avanzaba el enfrentamiento.

—¿Piensas que no me duele enfrentarte? —siseó el Hierático con pesar—. ¡Fuiste como un hijo para mí! Te crie, ¡yo te crie!

—¡Me convertiste en un asesino! —rugió Azel.

En ese momento, Azel asestó un espadazo contra Ziloh. Su hoja de sangre centelleó, irradiando un poder puro e imponente, como si cientos de corrientes de aire se arremolinaran en un torbellino de energía. Las armas chocaron con un estruendo semejante al rugido de un guiverno encolerizado.

Sin vacilar ni esperar, Azel estaba listo para usar su espada. La empuñaba sin titubeos ni miedo, como una extensión de su ser. Realizó una finta ágil para recuperarse del impulso del primer golpe. Sus pasos, ligeros como si flotara, llevaban consigo una fuerza imparable. Ziloh retrocedió, intentando esquivar, pero Azel mantuvo la presión con su ataque.

Un paso adelante, otro al costado y la hoja de Azel se abalanzó nuevamente. Ziloh gruñó y extendió su espada en defensa. El choque resonó como si la hoja de Azel hubiera impactado un muro de granito. El Hacedor de Sangre intentó posicionarse para un segundo golpe, pero Ziloh lo impidió con un gruñido furioso y un tacleo de hombro.

Una onda de choque lanzó a Azel por los aires, haciéndolo rodar y caer entre polvo, ceniza y sangre. Azel se incorporó con dificultad, un zumbido en los oídos y un sabor metálico en la boca.

—¿Te arrogas el derecho de hablar por Diane y el Héroe? —bramó el Hierático—. ¿Qué clase de falacia es esta? ¡No sabes nada de Diane! ¡No tienes voz para pronunciar su nombre!

—Diane nunca mandaría un exterminio —replicó Azel, fijando su mirada en sus enemigos—. ¡Diane no asesinaría a inocentes!

Por un instante, el remordimiento y el miedo asomaron en las miradas de los dianistas.

Azel se lanzó al ataque, su arma trazando un torbellino de cortes que harían palidecer a un Hacedor de Sangre. Ziloh retrocedió con una agilidad pasmosa, esquivando cada golpe como si una fuerza oculta lo moviera.

Ziloh contraatacó con estocadas a una velocidad abrumadora, superando incluso la fuerza de Cather. Azel gruñó y se deslizó por el suelo, evitando por poco un golpe devastador.

—¿Me apóstatas, dices? —se burló Ziloh con soberbia—. ¡Soy el Hierático del Dianismo! ¡Nada está por encima de mí! Hablas de niños, pero yo veo renegados y futuros asesinos. Es necesario extirpar el mal desde su origen.

Azel guardó silencio.



Con cautela, Xeli se deslizó entre las sombras, apretando su daga que aún conservaba un brillo tenue. Esperaba que Ziloh no percibiera su aliento. El sacerdote y el asesino libraban un combate feroz, una liza que era un espectáculo fascinante. Se enfrentaban como dos maestros de la sangre en un duelo épico, pero Xeli conocía la verdad detrás de esa fachada. Ziloh combatía con la ayuda del Caído que lo envolvía.

El temor le crispaba las manos, y el pavor la corroía por dentro. Sin embargo, si querían alguna posibilidad de triunfo, era esencial despojar a Ziloh de esa entidad, en caso de que fuera posible.



Azel detuvo su ofensiva, abrumado por la misma sensación de impotencia que había sentido al enfrentarse a Cather. Contemplaba cómo Ziloh se lanzaba con destreza pasmosa, movimientos impecables y fuerza descomunal. En un instante, Azel pasó de ser el cazador para convertirse en la presa, incapaz de plantearse siquiera la idea de contraatacar al sacerdote, consciente del alto precio que eso implicaría.

Murmuró una maldición mientras bloqueaba el filo de Ziloh, notando cómo su brazo se endurecía al máximo. Daxshi emitió un graznido de alerta y Azel lanzó una mirada rápida hacia donde la criatura señalaba. Una figura se aproximaba en silencio, acercándose sigilosamente hacia ellos.

«Devastadora muchacha», pensó Azel para sí.

Sin embargo, no tuvo tiempo para dedicarle más atención, pues Ziloh atacó de nuevo con renovado ímpetu. Esta vez, Azel apenas esquivó el ataque, sintiendo el golpe rozar peligrosamente cerca de segarle una extremidad.

El temor lo invadió.



Terror.

Xeli se había acercado lo suficiente como para contemplar el rostro de la abominación que los acechaba y un escalofrío helado recorrió su espalda. Su corazón latía con fuerza, marcando el ritmo de su espanto. Respiraba de manera entrecortada y le costaba tragar el aire viciado. La criatura la había percibido y la miraba con ojos penetrantes. Una sonrisa malévola torcía sus labios.

Era una sonrisa que prometía destrucción y muerte, y Xeli notó cómo su pecho se oprimía. No solo era miedo lo que sentía, ni siquiera horror; era una sensación de fatalidad ineludible, de un fin inminente. Parecía como si todas las pesadillas que había tenido se materializaran ante sus ojos, atrapándola con garras implacables.

Sin embargo, Xeli no se detuvo. Hirvió su Sangre, sintiendo el poder fluir en su interior, aunque era débil e inestable frente a la enormidad del enemigo que enfrentaban. Continuó avanzando, extendiendo su brazo hacia el Caído. La sangre se agitaba a su alrededor mientras tocaba al ser.

Un estallido de mil alaridos llenó el aire.



Un alarido de dolor escapó de Azel cuando el despiadado talón de Ziloh se hundió en su vientre. La Evaporación se tambaleó y su fuerza interior vaciló hasta que finalmente Azel se desplomó en el polvo, vencido por el tormento. A lo lejos, los lamentos de Xeli rasgaban el aire, cargados de angustia e incomprensión. ¿Qué había pasado?

—¿La escuchas? —espetó Ziloh con una mueca malévola mientras presionaba su pie sobre el pecho de Azel—. Esto es lo que sucede cuando alguien osa retar a Diane.

Ziloh levantó su espada, preparándose para asestar el golpe final.



Tinieblas.

Xeli se encontraba sumida en un abismo de tinieblas infinitas. No lograba vislumbrar ni un destello de luz, solo flotaba en esa negrura impenetrable, sintiendo cómo el miedo desgarraba su pecho de manera implacable. La sensación era escalofriante.

—Te he estado acechando —resonaron mil voces por todas partes—. Voy a aniquilarte.

Cather tenía razón: el Caído aún debía estar debilitado, o al menos parte de su poder estaba aprisionado tras los siete sellos del Héroe. Eso explicaría por qué no actuaba directamente, por qué aún no había destruido a Xeli y en su lugar dirigía todo su influjo hacia el control de Ziloh y los dianistas.

Xeli sabía que necesitaba tiempo, era consciente de que enfrentarse de frente a este Caído no era una opción. Pero no era necesario. Podían derrotar a Ziloh y, con ello, expulsar al Desterrado de la Eternidad, siempre y cuando tuviera el tiempo necesario. Jadeó mientras contemplaba los ojos sin vida de la criatura, una mirada que parecía consumir sus recuerdos.

Todo cobró sentido cuando el nombre del ser de infinita oscuridad, Zal'gorath, el Consumidor de Verdades, se materializó en la mente de Xeli.

—Le temes al Héroe —musitó—. Siempre lo has temido, por eso intentabas deshacerte de él...

—¿Temor? —siseó la criatura, pero en su voz se percibió una vacilación.

Esa era la razón por la que el Héroe le había otorgado su poder a Xeli, para intentar detener a Zal'gorath, quien había persistido durante dos mil años en su empeño por eliminar a los Heroístas. Esta era la razón por la que Xeli había despertado sus poderes en ese momento, y no nueve años atrás. De haber sido antes, nunca habría podido acudir al Héroe y habría quedado a merced de ese ser.

Zal'gorath había sido el artífice de un odio inquebrantable hacia los heroístas durante dos mil años, engañando a todos. Pero el pueblo del Héroe se destacaba como el único que, sin importar cuántos años transcurrieran, nunca dejaba de alzarse en contra del Portador del Olvido.

Xeli distinguió una fisura distorsionada en el pecho del Caído, una herida eterna de oscuridad profunda que nunca había terminado de curar. Era un vacío entre las dimensiones de la existencia. En ese espacio entre los tiempos, la doncella comprendió que Cather había infligido esa herida a la criatura. Esta luchaba con tenacidad por ocultarla, como un secreto oscuro que ansiaba mantener bajo llave.

Así que Xeli hizo lo que estaba en su mano. Hizo hervir su sangre, sintiendo cómo los pilares internos sollozaban mientras exprimían las últimas gotas de poder. Se encendieron con el resplandor de un auténtico Hacedor de Sangre.

Luz. Destellos.

Y Xeli se abalanzó contra la criatura, la daga resplandeciendo en su mano, como una luz etérea enfocada en la herida de Zal'gorath.



Ziloh vaciló.

Azel no perdió tiempo y arremetió contra el sacerdote, que retrocedió trastabillando. El asesino asestó su golpe con presteza. La hoja de sangre se desvaneció en bruma, al igual que su cuerpo. Cada partícula de humo se transformó en una espada adicional. Las armas colisionaron cuando Ziloh intentó bloquear el ataque, pero su arma, reforzada por la Solidificación, fue lanzada por el aire sin apenas resistencia, como si fuera de vidrio.

Entonces, la hoja de Azel siguió hundiéndose en uno de los brazos del Hierático, como si mil hojas de acero cayeran en un solo instante. Si hubiera sido Cather, tal vez la piel endurecida por la experiencia habría resistido el golpe, dejando solo un corte superficial. Pero Azel notó la inexperiencia del sacerdote con el poder al atravesar gran parte del brazo de Ziloh, impactando directamente en el hueso.

Ziloh bramó, ululando de dolor. Los ojos del anciano centellearon de ira y la sangre expuesta ardió, humeando por el calor. Azel rara vez había visto una fuerza tan desorbitante en una Habilidad Complementaria. Sin embargo, no esperó más. No deseaba que el furor del momento se extinguiera.

Se aferró a la sangre que había arrebatado del anciano, la que aún brotaba de la hoja de su espada. Empleó la Reducción. Al instante, el calor que emanaba de Ziloh se apagó, como si alguien extinguiera una vela con los dedos. Los ojos del anciano finalmente reflejaron pavor. Ziloh era muy fuerte, sus poderes superaban a los de Azel, pero su habilidad era inexperta.

La fuerza del anciano se debilitó y cayó al suelo, agotado.

—¿Qué están haciendo, inútiles? —rugió Ziloh, escupiendo las palabras con ojos ardientes—. ¿No ven que intenta matarme? ¡Diane está muy decepcionada de ustedes! ¿En qué la han ayudado? ¿¡En qué me han ayudado!?

Nadie respondió.

—Mátenlo... ¡Mátenlos a todos!

En ese momento, Azel supo que había triunfado.



Fuego.

Xeli se incorporó con esfuerzo, su mente nublada por el dolor. Zal'gorath la había azotado con una furia implacable, como una tormenta salvaje golpeándola sin cesar, con una lluvia de golpes que la castigó sin compasión, como el peso de una montaña aplastándola. No la mató, quizás porque no podía, pero la hirió de gravedad, tanto que pensó que no sobreviviría.

El poder que una vez corrió por sus venas se había apagado, y la idea de manipular la sangre le parecía tan lejana como las estrellas en el cielo nocturno. Una sensación de vértigo la asaltó, como si el suelo se moviera bajo sus pies, al borde de un abismo que la llamaba a caer.

Se sentía al borde de la muerte.

Pero, a pesar de su agotamiento, la escena que se desplegaba ante sus sentidos era asombrosa. Azel se erguía imponente sobre Ziloh. Un extraño estatismo envolvía a los dianistas, temblando de temor e incertidumbre. Azel se había erigido en un nuevo ídolo, un símbolo que infundía pavor y respeto. La gente lo veía como una manifestación divina, una fuerza imparable que había surgido de la nada, derribando a cualquiera en su camino y protegiendo a los heroístas mientras portaba el estandarte de Diane.

Nadie sabía cómo asimilar aquella información, pero todos sentían una renuencia innata a enfrentarse a Azel.

—¿Qué estáis esperando? —bramó Ziloh una vez más, antes de que sus ojos perdieran su fulgor—. Diane... ¿Diane?

Y entonces, Xeli lo vio.

Zal'gorath se deslizó, separándose del sacerdote. Aquella entidad de oscuridad abismal la miró con desprecio, a ella y a Azel, sus ojos reflejando caos y destrucción. Emitían un odio profundo e insondable hacia la humanidad, como la personificación de la aniquilación. Xeli sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor, que todo se fracturaba en pedazos. Aquellos ojos eran la encarnación de la ruina.

El Caído se separó y, en un parpadeo, se disipó en la oscuridad que la rodeaba. Como resultado, los ojos llameantes de Ziloh y los demás dianistas también desaparecieron, esfumándose junto con la criatura.

Un silencio pesado se apoderó de la multitud, todos expectantes.

—Diane... ¿por qué me has abandonado? —murmuró Ziloh, al borde del llanto—. He seguido todas tus órdenes. ¿Por qué me has abandonado?

» ¡Tú! —rugió mientras señalaba a Xeli—. ¿Qué le has hecho a Diane?

Xeli esbozó una sonrisa burlona, incapaz de moverse.

—Mataste a demasiados hombres —intervino Azel con voz firme, elevando el tono para que todos lo escucharan—. Mira a tu alrededor, ¿cuántos más deben morir por la codicia de un hombre? Diane nunca deseó esto. Traicionaste la confianza de la Deidad Inmortal. Quebrantaste el tratado. Eres un asesino, el más vil en la historia de Sprigont. Y un Hacedor de Sangre fuera de los registros.

Entonces, de manera imprevista, decenas de sacerdotes de Diane arrojaron sus armas al suelo y comenzaron a gritar:

—¡Asesino!

—¡Nunca fuiste un verdadero Dianista!

—¡Traidor!

—¡Silenciador de la Memoria!

Los sacerdotes liberaron a Loxus y se alinearon junto a Azel, protegiéndolo y rindiéndole homenaje. Xeli contuvo el aliento, maravillada al observar cómo cada vez más sacerdotes abandonaban a Ziloh para unirse a Azel y a los Heroístas. Recordó las palabras de Malex y Felix de tiempos atrás, quienes le revelaron que no todos los Dianistas apoyaban a Ziloh. Estos sacerdotes que se unían ahora a la causa eran la respuesta a sus antiguas dudas.

—¿Traición? —bufó Ziloh—. ¿Qué saben ustedes de traición? He seguido las órdenes de Diane —susurró con lágrimas en los ojos—. Soy más digno que todos ustedes, insensatos. No entienden a Dios, ni las tradiciones, ni la pureza. ¿Qué se puede esperar de aquellos que protegen a los Heroístas?

Ziloh se levantó nuevamente, con la lentitud de una bestia herida. Ya no desprendía solidez ni desencadenaba poderes, simplemente sangraba, como si hubiera perdido sus habilidades.

—¿Qué saben ustedes sobre lo que he hecho? —acusó Ziloh, con lágrimas rodando por su rostro—. No merecen vivir. ¡No merecen a Diane! Ella volverá conmigo... Si los mato a todos, ella estará conmigo si los destruyo.

Azel adoptó la postura del Evaporador mientras el grito gutural de Ziloh resonaba en la plaza. Los soldados y trabajadores retrocedieron asustados, viendo en Ziloh a una bestia enloquecida. Los sacerdotes permanecieron firmes, renegando de Ziloh.

Xeli contuvo un grito, temiendo lo que estaba a punto de suceder.

El Hierático agarró una espada del suelo y, gruñendo una vez más, cargó como si estuviera a punto de desmoronarse por el dolor y el agotamiento. Todas las miradas se centraron en Azel, en sus ropajes rojos y negros, en su divina espada. Azel no utilizó la Evaporación ni sus poderes, necesitaba que todos presentes lo vieran con claridad, que comprendieran lo que estaba sucediendo, quién era Ziloh en ese momento y quién era él.

Xeli contuvo la respiración.

Ziloh atacó, descargando su espada mientras aullaba de ira. El tiempo pareció detenerse y, al mismo tiempo, todo sucedió con tal rapidez que nadie pudo articular una sola palabra. Azel se deslizó elegantemente hacia un lado, esquivando el golpe mientras contraatacaba.

Una cabeza rodó por el suelo, alejándose varios palmos y dejando charcos de sangre en su estela. El cuerpo inerte de Ziloh cayó, pero Azel no le dedicó ni una mirada, sino que volvió su rostro hacia la audiencia, hacia todos los testigos de aquel acto.

Silencio.

La cabeza seguía rodando y las miradas estaban clavadas en ella, luego se desplazaron hacia Azel y, de Azel, a Xeli, para regresar finalmente a la cabeza de Ziloh. Xeli percibió el miedo, la inquietud y la confusión que dominaban a la multitud.

¿Qué significaba todo esto?

Ziloh podía haber sido un asesino, un Hacedor de Sangre no registrado, incluso un psicópata mentiroso. Los sacerdotes de Diane habían respaldado a Azel. Todo había funcionado para que la muerte de Ziloh no avivara la llama, sino que la extinguiera. Pero aún quedaba algo incompleto.

Después de todo, Xeli se había declarado la verdadera asesina de Zelif y, además, ¿cuántos había matado durante este combate? ¿Cientos? Había sido en defensa propia, ciertamente, pero aun así era una asesina a los ojos de todos. Y Azel, ¿qué era realmente? Había llevado las capas de Diane y del Héroe, sí, pero también había acabado con el Hierático. ¿En qué bando estaba realmente? ¿Podría la gente afirmar que era imparcial después de lo que acababa de hacer?

Voluth y Kazey comprendieron lo que pensaba Xeli y se posicionaron a ambos lados del antiguo asesino. De repente, todo se tornó aún más confuso, pero al mismo tiempo, más simbólico y sagrado. Azel brillaba en medio de la calle, ataviado con las túnicas de los dianistas y de los Heroístas, empuñando una espada que centelleaba con la esencia de la divinidad.

«¿Dianistas y Heroístas? Es impío... como pertenecer a ambas religiones. Es como ser... dos partes de algo opuesto. Imposible», pensó Xeli.

Pero así era. Cather era la balanza entre las religiones, manteniéndose al margen y guiándose solo por el Gran Consejo. Sin embargo, Azel había elegido otro camino. Servía a ambas religiones, siendo la única forma de juzgarlas sin perder la empatía por ambas.

El fuego devoraba la catedral, cuyas piedras seculares crujían y se desplomaban bajo el abrazo infernal de las llamas. Xeli, impávida, estaba rodeada de un silencio sepulcral. El aire se cargaba con el hedor de la madera calcinada y el polvo que se elevaba de los escombros. Una multitud de rostros, tanto de soldados como de civiles dianistas, la observaba desde una distancia prudente. Un carro destrozado, víctima del caos, yacía deshecho bajo los golpes de los que intentaban huir. Loxus, con una mirada de cansancio y dolor, se levantó entre las ruinas.

La sorpresa inicial en los rostros de los espectadores se transformó en una mezcla de estupor, admiración y recelo. Y también la miraban a ella, Xeli, con ojos que pretendían escrutar su alma.

Xeli, por instinto, buscó un colgante en su cuello que ya no estaba allí. Había creído librarse de ese tic nervioso, pero su presencia latente se imponía ante lo inevitable. Aunque Ziloh había caído, aún quedaba un Silenciador de la Memoria, la asesina de Zelif.

Desde el cielo, ceniza caía lentamente, cubriendo todo con un velo gris.

Xeli sabía que podía escapar, buscar una forma de proclamar su inocencia. Las pruebas eran muchas, pero, aun así, el tratado roto seguía siendo su mayor preocupación. Su restauración era imprescindible, y solo se le ocurría una manera de lograrlo.

«Lo siento, Favel, Ril, no podré despedirme de ustedes», pensó Xeli, con un suspiro de corazón roto.

Sabía que no sobreviviría. La única manera de que Azel fuera aceptado como un ser milagroso, un personaje sacado de las leyendas, y de restaurar la paz, era que él eliminara a los Silenciadores de la Memoria, tanto a Ziloh, el servidor del dianismo, como a ella misma, la campeona del heroísmo.

Xeli, aparentando serenidad y decisión, ocultaba una tormenta de emociones: miedo, tristeza, resignación. Sus manos temblaban levemente, pero las ocultaba tras su espalda. No existían soluciones mágicas para su dilema.

«En la historia dirán que Ziloh y yo conspiramos para destruir ambas religiones. Eso fortalecerá el tratado de paz para las generaciones futuras al revelar que puede haber maldad en ambos bandos», reflexionó, con una última chispa de esperanza.

—Ziloh mató a cientos, entre ellos a lady Cather. Estuvo a punto de perpetrar un genocidio —declaró Azel, con voz firme pero carente de emoción—. Su castigo por violar las doctrinas de Diane fue la muerte.

» Lady Xeli Stawer, Hacedora de Sangre sin registro, asesina de Zelif, Malex, Felix y decenas o centenares de inocentes. Creadora del caos y portadora de muerte —Azel se acercó a ella hasta quedar a un palmo de distancia—. La justicia no olvida, no perdona. El Héroe es justo y misericordioso. Pero tú te alzaste contra tus propias creencias por soberbia. La justicia no perdona. La justicia no olvida.

Xeli aceptó su destino. En su muerte, salvaría mejor a los heroístas de lo que nunca podría en vida. Solo esperaba que nunca más volvieran a agachar la cabeza.

Entonces Azel levantó la espada y la clavó en el pecho de lady Xeli.


FIN DE LA QUINTA PARTE

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