50
Azel observaba cómo la ciudad se derrumbaba.
El asesino escapaba con un niño en brazos. Jadeaba, sintiendo el calor de las llamas rozar su piel, aunque ninguna le había alcanzado. Detrás de él, una muchedumbre de creyentes enardecidos vociferaba y bramaba furiosamente. El odio y el caos imperaban. Azel era consciente de que enfrentarlos a todos era imposible.
El niño sollozaba y su llanto se mezclaba con el estruendo del incendio, creando una sinfonía de desesperación. El agotamiento hacía tambalear la mente de Azel. Ya no recordaba cuántas personas había salvado ni en cuántas casas había irrumpido para rescatar a los inocentes. Había instado a cada persona salvada a dar la voz de alarma y huir hacia la catedral. Gracias a ello, encontró menos víctimas de la ira de los dianistas, pero muchos habían perecido. Azel caminaba sobre centenares de cadáveres, con los adoquines teñidos de sangre y los dientes apretados por el peso de la muerte, mientras sostenía al niño. Corría, dejando atrás a la muchedumbre enardecida, mientras el fuego crecía y la ceniza caía del cielo como lágrimas divinas.
Azel apenas conocía a Loxus, el anciano, pero en ese momento sentía una profunda pena por él. ¿Qué se suponía que debía hacer? Podría haber intentado salvar tanto a Loxus como al niño en el caos. Sin embargo, lo que el hierático pretendía era vital para su salvación. Azel lo supo desde el principio. Loxus quería ser para los heroístas lo que Zelif había sido para los dianistas.
Gracias al hierático, el enemigo había sido detenido durante mucho tiempo. Sin él, muchos más habrían muerto en sus hogares. Exhausto, Azel finalmente divisó la enorme catedral a lo lejos. Más adelante, una barricada improvisada bloqueaba el camino, hecha de carromatos y madera. Detrás de la barricada, oyó voces susurrantes y maldiciones.
—¡Ayuda! —gritó Azel, sosteniendo al niño—. ¡Tengo un niño conmigo!
No recibió respuesta. Azel podría haber atravesado la barricada fácilmente, desvaneciéndose entre sus angosturas, pero el niño no podría hacer lo mismo. Además, el pequeño no estaba en condiciones de caminar o correr, menos aún de sortear un obstáculo así. Su única opción era que alguien les abriera paso.
Empezaba a sentirse mareado.
—¡Por los Creadores, abran la devastadora puerta! —exigió nuevamente.
Nuevamente, no hubo respuesta. Azel calculaba que solo tenían unos minutos antes de la llegada de los dianistas. El fuego se extendía rápidamente, devorando los edificios. La barricada contenía las llamas y les daría tiempo.
¿Qué había sido de todos los demás a quienes había salvado? Deberían haber cruzado de alguna manera. Si no, estarían obstruyendo el camino. Se preguntaba cuántos había ayudado. La imagen de los cadáveres volvía a su mente.
«No a los suficientes», pensó con tristeza.
El niño, cuyo nombre aún desconocía, lo miraba con ojos hinchados y asustados. Estaba confundido y aterrado, aunque había dejado de llorar. La lluvia se calmaba y la oscuridad empezaba a cernirse sobre ellos. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que cayera la noche? ¿A alguien le importaba siquiera?
«Ahí», dijo Daxshi en su mente.
Azel se giró hacia un crujido leve. Una figura conocida apareció tras la barricada, empuñando una espada.
—¿Gezir?
—Halex... Azel —corrigió Gezir con una mueca—. Pasa, pasa. ¿Hay alguien más fuera?
Azel negó con premura.
—No lo sé. Todos los que vi están...
—Muertos —completó Gezir.
Azel asintió y cruzó el muro improvisado, sosteniendo aún al niño. Al hacerlo, la sorpresa se reflejó en los ojos de quienes lo rodeaban. Los heroístas, armados con lanzas, espadas, picas, rastrillos y palas, se agrupaban en distintos escuadrones. A pesar de sus posturas encorvadas y gestos vacilantes, había un fuego en sus miradas, una decisión profunda de luchar por sobrevivir y proteger a sus seres queridos.
Azel avanzó, capturado por la escena, pero se detuvo al ser señalado y murmurado. Las miradas de pánico e ira lo observaron y se sintió acorralado. La culpa lo golpeó de lleno.
Retrocedió, abrumado por la angustia. La noche caía y las sombras adquirían formas extrañas. Lo rodearon, juzgándolo.
—Asesino...
—Por su culpa nos están matando.
Dejó al niño en el suelo, temiendo que pensaran que quería hacerle daño.
—¿Vamos? —preguntó Gezir.
Azel asintió, ausente. Gezir tomó al niño de la mano y avanzaron entre las filas. Azel no podía culparlos ni juzgarlos. Si no hubiera asesinado a Zelif, las cosas habrían sido diferentes. Sabía que nadie se atrevería a hacerle daño, siendo un Hacedor de Sangre.
Entonces, una mujer cenicienta y manchada de hollín se acercó.
—Gracias... Por salvarnos, lord Azel —dijo.
Fue entonces cuando Azel la reconoció. Era la madre de esos niños, la primera persona a la que había salvado ese día. La mujer había estado al borde de la muerte a manos de aquellos hombres. Azel había llegado a tiempo y luego había ido a salvar al esposo de ella y a muchos otros.
—¿Dónde está él? —preguntó Azel.
—Junto a los cirujanos. Los niños lo cuidan. Gracias, de verdad.
Azel asintió mientras ella se alejaba.
«Gracias», dijo Daxshi de repente.
Azel frunció el ceño.
—¿Por qué?
«Por proteger», respondió Daxshi.
—Salvaste a muchos —dijo Gezir mientras se aproximaban a la catedral. Azel guardó silencio—. La desesperación nos invadía por aquellos atrapados fuera de la barricada. Creíamos imposible su salvación. El fuego se acercaba con peligro, y de repente, uno tras otro, los supervivientes llegaron. Todos relataban cómo un hombre o un espectro les había auxiliado.
—No fue...
De pronto, hubo una explosión de luz.
Azel hirvió sangre y se giró hacia la fuente de luz. Esta impactó la barricada como si una carroza desbocada colisionara contra la madera. Las llamas crecieron, rugiendo con una intensidad amenazadora. Representaban el poder absoluto, la mayor amenaza en la Tierra Corrompida. Los soldados se aferraron a sus armas mientras el miedo se dibujaba en sus rostros.
Los líderes de pelotón trataron de mantener la formación, aunque sabían que era un esfuerzo vano. Azel comprendió que no podrían resistir. Ante esa amenaza, todos los grupos se desmoronarían y no soportarían un enfrentamiento.
Loxus... ¿Qué habría sido de Loxus?
El fuego avanzó, devorando la madera y la piedra. Rodeó y consumió todo a su paso. El asesino se quedó paralizado, ahogado por la angustia. Sus manos temblaron y no logró apartar la vista del fuego voraz. Se escucharon ruidos. La gente se movía, y la puerta de la catedral se abrió de golpe. Gritos, llanto y desesperación inundaron el aire. Azel sacudió su cabeza, afectado por un dolor agudo, y se desplomó contra el muro.
Imaginó la masacre que pronto se desataría.
Las voces se elevaron, pero él no prestó atención. Luego, el dolor en su pecho se intensificó y su mente se nubló. No era miedo, sino pánico absoluto. Solo había experimentado esto una vez, al enfrentar al nevrastar. No durante la batalla, sino en su huida, cuando Ziloh se acercaba con aquella presencia ominosa. Azel sintió un asco paralizante. Sentía muerte, destrucción, ruina, pérdida.
Y no podía hacer nada al respecto.
Miró de nuevo a los heroístas dispuestos a luchar. Todos ellos perecerían, incluidos aquellos a quienes acababa de salvar. Más allá de las llamas, fuera de la barricada, no solo acechaban personas con intenciones asesinas, sino algo más profundo, oscuro y mortal.
Loxus había fracasado. Azel debió preverlo, pero permitió que el anciano se encaminara hacia su final.
Gezir maldijo y gritó repetidas veces. La luz era abrumadora. ¿Había sido siempre tan intensa? Gezir lo arrastró hacia la catedral. Azel cayó en un lugar oscuro, demasiado oscuro. Sobre él, se alzaba la estatua del Héroe.
—No sé qué le ocurre —oyó decir a Gezir en la distancia—. De pronto se puso así.
—Azel... ¡Azel! ¿Me oyes? —preguntaba una voz femenina.
Azel intentó responder, pero fue imposible. Algo extraño le ocurría, no solo a él, sino también a su sangre. Intentó activarla, pero se sentía débil, apagado, exhausto.
—¡Necesito tu ayuda, Azel! —insistió la voz. El tercer latido demasiado cerca. ¿Era Xeli? —. Debemos protegerlos.
Azel no pudo articular palabra. Sus ojos le pesaban y ardían.
—¡Devastación! —exclamó Xeli—. Ayúdame... Necesito cualquier ayuda. No puedo hacerlo sola.
Ella parecía estar tan distante.
Los pasos se alejaron.
Azel no podía ser un héroe.
Se sentía agotado.
«¡Azel!»
Glovur, en algún lugar, lo observaba esperando una chispa de esperanza.
El cielo se desgarraba con estruendos coléricos que estremecían el éter.
Xeli observaba cómo el fuego voraz consumía la endeble barricada, un baluarte erigido con sudor y sacrificio. Los heroístas, guerreros temerarios, empuñaban sus armas con firmeza, fijando sus miradas en la inminente amenaza de los dianistas. El frío acero del miedo recorría el espinazo de Xeli, erizándole la piel. Sus manos temblaban y su aliento, semejante al aullido del viento nocturno, se entrecortaba. A pesar de su valentía y del ánimo que había infundido en todos, no olvidaba que, en esencia, seguía siendo una niña en medio de la tormenta.
Los alaridos desquiciados del exterior se desataban como un torrente de ira y Xeli retrocedió ante la implacable marea del ejército enemigo. Centenares, quizás miles, de guerreros con ojos ardientes de saña avanzaban como una maldición.
—¡Mantengan las filas! —exclamó el capitán Taler, alzando su espada con autoridad en la vanguardia de la formación.
El acero deslumbrante brillaba bajo el manto de llamas del campo de batalla. Xeli contuvo el aliento mientras los dianistas avanzaban con una ferocidad sobrenatural. El capitán Taler elevó su espada en un gesto visible para todos y, de inmediato, los diferentes escuadrones adoptaron la formación planeada. Los guerreros se movieron como un enjambre organizado, aprovechando la pequeña brecha que habían ideado meticulosamente. Pese a su desventaja numérica, los heroístas habían diseñado una estratagema para dividir a los invasores en grupos más manejables.
Las voces se perdían en el caos ensordecedor; Taler gritaba, pero sus palabras se diluían en el estruendo del combate. Resistieron, sin ceder, manteniendo la posición tal como la estrategia lo requería. Los Guardias Negros, en la vanguardia, soportaron el primer embate mientras campesinos y obreros combatían con determinación en la retaguardia.
Xeli apretó la empuñadura de su espada, invadida por una náusea repentina. Ante ella, los guerreros enemigos no eran más que hombres asustados, atrapados en un torbellino de violencia. Sin embargo, la sangre fluía sin piedad.
Era un enfrentamiento brutal, carente de misericordia. Taler resistió con una fuerza implacable, cercenando el brazo de un hombre que se retorcía en agonía. Otro Guardia Negro, con mirada sin piedad, apuñaló a docenas de enemigos que intentaban romper sus defensas. Uno de los Heroístas, un humilde obrero, lanzó un aullido mientras hundía su arma en el pecho de un dianista, pero en un instante, recibió un hachazo que le destrozó la cabeza. Los hombres lloraron al presenciar la muerte de uno de los suyos.
Taler rugió una orden, alzando su escudo, y los Guardias Negros avanzaron, impulsando a los demás a seguirlos. Los escudos de bronce formaron una muralla impenetrable, teñida del rojo de la sangre derramada en aquel campo de batalla impío.
Los corazones de los hombres latían con temor palpable, la consternación se reflejaba en sus ojos. Incluso Xeli, con sus ojos resplandeciendo de determinación, no podía evitar ver los cuerpos amontonados en el suelo, una macabra cosecha de la guerra. Un grito silencioso surgía en ella, instándola a ordenar la huida, a buscar refugio lejos de ese infierno. Pero sabía que la decisión de Taler era la correcta. No podían permitir un avance más de los dianistas, o la carnicería sería total.
Xeli ajustó su capa oscura y se ocultó bajo su capucha. Vestía de oscuro, no de negro; pretendía ser una sombra o quizás una asesina. Había meditado esto mucho tiempo, pero ahora veía la batalla perdida. Sus ojos se posaron en los restos de la masacre: un mar de sangre y docenas de cuerpos sin vida.
Dudaba de la suficiencia de su entrenamiento con Azel.
Loxus había intentado ser un símbolo, un plan que ella misma había considerado. Loxus podría avivar el espíritu de su pueblo, pero Xeli podría ser un faro para dirigir o neutralizar el odio. Sin embargo, se preguntaba qué hacer. Ziloh era la clave. Quizás debería matarlo... o dejar que él la matara.
Un chillido agudo cortó el aire. Los Heroístas comenzaron a romper sus formaciones. Más sangre fluía. ¿Cuánta de esta era de los heroístas y cuánta de los dianistas? Xeli apretó los dientes, aferró su espada con firmeza y avanzó. Azel no estaba allí para asistirla, algo le había ocurrido. Sentía algo en el fondo de su mente, como el tercer latido se debilitaba.
Curiosamente, cuando comenzó a sentir esto, Azel se derrumbó, agitado y su nevrastar, inquieto. La situación del asesino no auguraba nada bueno, pero Xeli no podía distraerse. Otros necesitaban su ayuda con más urgencia.
Además, una sensación inquietante llenaba el aire, un temor que se extendía como una plaga.
Una docena de hombres se acercaron rápidamente a Xeli, empuñando espadas y rodeándola.
—Lady Hacedora de Sangre —dijo un hombre, Gezir, mientras los demás se agrupaban a su alrededor—. Sabemos luchar. Permítanos ser su guardia personal.
Xeli, algo aturdida, los observó, reconociendo sus rostros uno por uno. Eran los hombres de los que Favel había hablado, entrenados por Azel. Era peligroso tenerlos cerca, pero ¿cómo rechazar su ofrecimiento en ese momento tan peligroso?
—Adelante —respondió, y se formaron a su alrededor con eficiencia—. Síganme.
Los hombres combatían con una ferocidad indomable, en medio del caos. Los heroístas se mantenían firmes como podían, mientras los demás luchaban con furia. Xeli se situó en un punto elevado, visible para todos junto a su nueva guardia personal, y desoyendo la advertencia de Azel, hirvió su sangre.
Su cuerpo comenzó a expulsar sangre evaporada.
Un estallido ensordecedor sacudió el alma de Voluth, quien contempló atónito cómo las llamas se erguían con furia, devorando cada una de las construcciones aledañas con saña. La escena le parecía un macabro espectáculo, un caos desbordante que inundaba todos sus sentidos.
El fragor de la batalla se expandía como un inmenso mar de personas, cada una sumida en su propia lucha. El acero chocaba con acero, y el aire se llenaba de alaridos y quejidos. Era un duelo despiadado donde, incluso desde su posición lejana, le resultaba difícil discernir entre los bandos enfrentados.
Entre los dianistas que avanzaban, destacaba una imponente caravana. En su centro, un hombre vestido enteramente de rojo resplandecía como una antorcha encendida. El Hierático Ziloh avanzaba con una serenidad majestuosa, su presencia parecía avivar los ánimos de sus seguidores, haciéndolos más fieros y salvajes a cada paso.
Un frío escalofrío recorrió el cuerpo de Voluth, como si una zarpa invisible oprimiera su corazón. Sus emociones desaparecieron, dejando espacio a la inseguridad, el terror y la confusión que dominaban su ser.
—Allí sucede algo, tienen a alguien cautivo —señaló lord Rilox, a su lado.
Voluth entrecerró los ojos y, a pesar de la distancia, corroboró la veracidad de sus palabras. Algo siniestro se cernía en medio de aquel tumulto.
—Debemos apresurarnos cuanto antes —declaró Voluth con urgencia—. ¿Están tus hombres listos?
Rilox asintió con solemnidad.
—Procura que mi hermana vuelva con vida, Voluth.
Voluth ajustó su visera con determinación, consciente de que el tiempo se agotaba inexorablemente.
Dudaba de su capacidad para llegar a tiempo.
Xeli se deslizó con garbo entre las huestes de guerreros.
El poder rugía en su interior, comparable a un río desbocado, e infundía el arrojo necesario para resistir el espanto que amenazaba con dominar su voluntad. La sangre bullía en sus venas, brindándole un calor confortador, como si la propia savia de la vida la abrazara y protegiera.
Los adversarios de la siniestra falange la miraron con recelo, pasando cuchicheos nerviosos de boca en boca. Xeli dio un paso al frente y blandió su espada, instruida por Azel, y la hoja centelleó en su mano, semejante a un ser vivo. Esta vez no hubo rechazo; la sangre danzaba a su alrededor, formando jirones de niebla, creando una defensa etérea que la envolvía y amparaba. Sus ojos, ahora radiantes, observaron con intensidad a los hombres que, soltando sus armas, huyeron despavoridos.
La confianza se extendió entre los heroístas, inflando sus pechos con orgullo al escoltar a una Hacedora de Sangre. Se detuvieron y adoptaron posturas reminiscentes de Azel y Cather, como si la esencia de sus maestros se manifestara a través de ellos. Los dianistas atacaron con fiereza. Xeli emitió un alarido agudo y saltó hacia atrás, evitando torpemente el ataque. En ese breve instante, experimentó una ligereza inusitada, como si flotara y el tiempo se ralentizará.
Una sonrisa jugueteó en sus labios.
Xeli avanzó y docenas de espadas se cernieron sobre ella. Gezir bramó una orden y los purificadores movieron sus armas para bloquear cada golpe, rechazando a los enemigos. Xeli avanzó sola hacia la vanguardia del conflicto, mientras su guardia personal la protegía desde todos los ángulos. Una espada enemiga se arrojó sobre ella, pero la hoja apenas rozó volutas de sangre evaporada. Xeli apoyó los talones en el suelo y el Campanilla vibró en su interior, como un susurro que guiaba sus movimientos, enseñándole cómo girar con gracia en el campo de batalla. Se movía entre las filas enemigas, distrayendo a los hombres mientras fusionaba las habilidades de División y Expulsión en un baile mortal de Evaporación.
Su cuerpo se adaptaba al ritmo de la batalla. Sus pasos, a veces firmes, alertaban al enemigo con el choque de sus botas en los charcos del suelo. Otras veces, desaparecía, convirtiéndose en un borrón en el aire que los hombres no podían seguir. Los enemigos empezaron a retroceder atemorizados, otorgando un respiro a los Guardias Negros y su guardia personal. Xeli, aunque no era una maestra en el combate, tenía la ventaja del poder que fluía por sus venas, afinando su instinto y enseñándole a luchar. Era como si el poder fuera el legado de Azel, quien le había instruido en el arte de la esgrima, combinado con sus propias destrezas para moverse sigilosamente. Con cada segundo que pasaba, Xeli se sentía más segura y confiada en su poder.
La esperanza renació en el campo de batalla, y Xeli se deleitó en sus poderes y la esencia que la llenaba. Giraba y danzaba entre los enemigos, sin necesidad de utilizar su espada, consciente de que su papel era distraer. Los Guardias Negros y el resto de los heroístas se recuperaron del ataque inicial, formando filas una vez más, con escudos alzados y lanzas relucientes.
—¡Aléjense de nuestra Hacedora de Sangre, hijos de puta! —gritó Bultar.
—¡Eso es, aléjense! —acompañó Tilor.
Ninguno de ellos mataba, solo se defendían y empujaban al enemigo, mostrando su nobleza.
Pero entonces, la emoción de Xeli se desvaneció repentinamente, como un océano evaporado. El ímpetu y la valentía la abandonaron, reemplazados por terror e inseguridad. Vaciló y, sintiendo el corazón aplastado, vio una caravana en la distancia, con el hierático Ziloh acercándose. Retrocedió, sus instintos le decían que huyera, pero sus piernas se negaron a obedecer, paralizadas por el pánico.
Destellos de luz la asaltaron cuando algo impactó en su cabeza. Retrocedió tambaleándose, la oscuridad había nublado su visión. Un hombre avanzó y le asestó un golpe con una maza. ¿Cómo era posible que aún se mantuviera en pie?
—¡Xeli! —exclamó Yulam.
La joven tosió repetidamente, luchando por mantener la conciencia mientras el hombre rugía y descargaba nuevamente su maza sobre ella. Xeli se tambaleó, chocando con alguien más que la golpeó en el costado con una porra. Un gemido de dolor escapó de sus labios mientras quedaba a merced del primer hombre, quien le asestó un golpe brutal en la cabeza.
La oscuridad la envolvió.
En su interior, el hervor rugió y Xeli gimió en el suelo, sintiendo cómo el poder de la sangre le otorgaba lucidez, en una carrera desesperada por curarla. Escuchó otro grito, aullidos desenfrenados que resonaron en su mente atormentada, y Xeli chilló a su vez, invocando la sangre ardiente que fluía en sus venas. El poder la abrazó, ofreciéndole consuelo y fuerza. La joven señora sintió cómo su cuerpo consumía reservas pequeñas de sangre mientras se alzaba, aferrándose torpemente a la espada.
Elevó el arma y, en un instante, los gritos se extinguieron.
Xeli abrió los ojos entre jadeos, y frente a ella, el hombre gemía y escupía sangre que burbujeaba entre sus labios. La espada atravesaba su pecho y, en poco tiempo, el hombre cayó a un lado, sin vida, mientras la herida se abría consumida como bruma carmesí. Xeli retiró el arma del cadáver, temblando incontrolablemente. Había matado a un hombre y su estómago se revolvió, amenazando con hacerla vomitar. Paralizada, con incredulidad reflejada en su rostro, vomitó.
Al alzar la vista, comprendió que no estaba sola en esa matanza. Había más hombres muertos a su alrededor, muchos más. Cada uno de sus guardias había enfrentado a al menos un par de enemigos en ese encuentro, y estaban paralizados, con la sangre cubriéndoles el rostro. Tilor parecía el más afectado, sin poder apartar la vista de la espada que había empuñado. Yulam y Kemil se acercaron rápidamente, ayudándola a ponerse de pie con premura.
—Es... increíble—dijeron las dos casi al unísono, pero sus ojos no estaban puestos en ella ni en el hombre al que había acabado de matar.
Xeli sacudió la cabeza y temió que los enemigos los atacaran nuevamente. Se volvió y observó cómo la sangre danzaba caóticamente a su alrededor, señal de que aún no controlaba completamente sus poderes y de que todavía no podía Evaporar de manera efectiva. Sin embargo, había creado una burbuja de sangre que la envolvía, como un escudo protector al que los dianistas no se atrevían a acceder.
Xeli avanzó y la burbuja de sangre la siguió. Tal vez no era lo mismo que Evaporar, pero tenía sus ventajas. No obstante, el consumo de sangre era descomunal y sabía que no podría mantener esa defensa por mucho tiempo.
—Podemos resistir—dijo Xeli con determinación—. Mi hermano nos ayudará.
Una llamarada se alzó en el horizonte, y Xeli se protegió los ojos con la mano para resguardarse del fuego abrasador. Era una luz deslumbrante, una intensidad luminosa que solo podía significar que...
Azel se contorsionaba sobre el polvo, sus gemidos apenas perceptibles entre el estruendo que lo envolvía.
Sus labios se entreabrieron en un resuello angustiado. Forcejeaba por recobrar el aliento, pero el mundo parecía negarle ese respiro. Los ojos velados se fijaron en Daxshi, la criatura frágil y consternada que lo contemplaba con lágrimas en los ojos. En ese instante, Azel comprendió la enormidad de la tragedia que se cernía.
—¡Azel! —sollozó Daxshi—. Ayudar... debo ayudar...
El asesino desvió la mirada de la criatura. Su mente se colmaba por la ineludible catástrofe que se desencadenaba a su alrededor. La precariedad de la situación lo oprimía como un sudario oscuro y gélido.
—Morirán, Azel...— musitó el nevrastar.
A duras penas, Azel alzó la cabeza. Su visión se colmó de un fulgor abrasador. Las llamas bramaban vorazmente, como si hubieran despertado de un largo letargo. El caos y la violencia se desataban, devorando todo a su paso en una vorágine de destrucción. Las lenguas de fuego azotaban como látigos, golpeando a los heroístas y dejándolos reducidos a cenizas en cuestión de instantes. El acre olor a sangre quemada le asaltó las narices mientras los alaridos de agonía le perforaban los tímpanos.
Sangre y muerte se entremezclaban en un macabro baile mientras las huestes enemigas avanzaban implacables. El fuego devoraba el sector norte sin piedad, descontrolado, arrasando con todo a su paso. Los dianistas parecían ajenos al inminente desastre, centrados únicamente en su acometida.
La carnicería había comenzado.
En un punto lejano, el tercer latido, correspondiente a Xeli, fluctuaba entre la debilidad, la valentía y el horror.
—Oh, no...—murmuró Azel con voz quebrada.
Intentó erguirse, pero una punzada de agonía se apoderó de su pecho. Su debilidad era evidente. Al principio, no comprendió lo que estaba sucediendo. Pero pronto la verdad se reveló. Cuando desafió a Ziloh allá afuera, había tomado partido en esta guerra. Y el sacerdote estaba infligiéndole un castigo doloroso, una manifestación de la Reducción que, junto a la Extracción, lo consumía desde adentro. Tal vez Ziloh era un Hacedor de Sangre, pero no había duda de que estaba sufriendo las consecuencias de años de lealtad al anciano.
Era obvio que el anciano tenía una muestra de su sangre, quizá obtenida cuando él era un niño.
Azel se dio cuenta de que moriría sin tener la oportunidad de luchar.
—Diles...—dijo Azel luego de una tos seca—. Que lo intenté... y dile a Diane que lo siento.
—¡Ayuda! —suplicó Daxshi una vez más.
Y luego, el nevrastar se marchó.
Xeli retrocedió con los ojos fijos en el fuego devorador. El incendio, semejante a una bestia hambrienta, retorcía sus llamas entre las chabolas. El calor abrasador le quemaba la piel, y el humo irritaba su garganta.
La tierra tembló bajo sus pies, como deseando arrojarla al vacío. Era el pulso de la Devastación, tan implacable como sutil. Xeli perdió el equilibrio. Yulam y Kemil, sus amigas, cayeron con ella, zarandeadas por el terremoto. La joven señora gimió, alzando la cabeza con esfuerzo. Para sus ojos, el mundo cobró mayor nitidez, se tornó más real. Los colores se intensificaron, no resplandecieron, sino que se afirmaron. La sangre en el suelo mostraba un rojo opaco, desprovisto de brillo.
La corrupción se extendió por los alrededores, la negrura se expandió sin control. Nehit retomó su aspecto original, un lugar sombrío, teñido de negro.
Xeli lanzó un alarido mientras se levantaba, sintiendo el poder correr por su pecho, veloz y salvaje. Los pilares en su interior se iluminaron, rebosantes de energía. El fuego que la rodeaba se avivó, elevándose soberbio con una luz y un color hasta entonces imposibles. Las chabolas se desmoronaron y, por primera vez en dos mil años, ardieron.
En ese instante, vio a su gente rompiendo filas, huyendo hacia la catedral en un intento desesperado por escapar del caos repentino. Hombres sin experiencia cayeron, pisoteados por sus camaradas. El ejército enemigo, tras una breve pausa, retomó su avance destructivo, aniquilando a los pocos que no habían huido o que yacían aturdidos. Xeli giró la vista hacia una risa que resonaba entre el silencio y la multitud.
Ziloh se deleitaba ante la vista, disfrutando de la reanudada carnicería. A su lado, el Hierático Loxus yacía de rodillas sobre la caravana, con cadenas en brazos y piernas, cubierto de laceraciones, moretones y cortes. El anciano sollozaba en el suelo.
—¡Maldito! —exclamó Xeli.
Sin embargo, su voz pasó inadvertida. Aún estaba demasiado lejos de Ziloh para vengarse o salvar a Loxus. Demasiadas personas lo protegían; un intento de acercarse significaría su muerte. ¿Pero podría al menos ayudar a los suyos? Xeli se encontraba en medio del campo de batalla, a una distancia insalvable de los heroístas. Solo veía muerte a su alrededor.
Yulam y Kemil se levantaron, y el resto de su guardia personal se acercó. Todos observaban la carnicería con asombro, sin pronunciar palabra. De repente, Xeli empezó a correr hacia su gente, con lágrimas en los ojos.
La joven señora esquivó a sus enemigos, intentando moverse entre ellos con la misma gracia que Azel. Pero sus movimientos, aunque milagrosos, resultaban algo torpes. Saltó sobre la pila de cadáveres chamuscados, a punto de caer en múltiples ocasiones, pero continuó corriendo.
«Me deberían temer... ¿verdad? Soy una Hacedora de Sangre.»
Xeli reprimió la ira.
Sí, había algo que podía hacer. No lo pensó demasiado; buscó otra posibilidad. Pero Azel tenía razón; ella era un símbolo.
Un símbolo de odio.
Así que empezó a hacer precisamente lo que los Dianistas esperaban de ella. El fervor la recorrió como una esencia superior. El poder se intensificó junto con la oleada de la Devastación, y Xeli se sintió mucho más poderosa.
La noche caía.
La noche pertenecía a los Hacedores de Sangre.
Con la sangre rugiendo a su alrededor como un coro salvaje, empezó a matar.
Xeli desplegó el arma divina, una hoja de sangre que no le pertenecía, pero que cobraba vida al contacto con su sangre hirviente. Brillaba suavemente, siguiendo un compás, el ritmo de la muerte. Campanilla sollozó.
Los hombres le dieron la espalda, bramando mientras se abrían paso en la carnicería, cegados por el odio y el ansia asesina. Xeli aprovechó el momento, la distracción y el caos. Su espada, aun algo inexperta, descendió con furia, bramando junto a ella.
Xeli lloró mientras ejecutaba tajos rápidos, aunque inexpertos, cercenando miembros y avanzando hacia los suyos mientras su estómago se revolvía. La doncella no era una maestra de la espada, pero matar resultaba sorprendentemente fácil. El mundo parecía moverse con lentitud a su alrededor. Y eso era lo que más le dolía.
Cadáveres se amontonaban por doquier.
Pronto, los dianistas se percataron de la matanza detrás de ellos. Muchos se detuvieron, sus miradas llenas de odio y furia.
Xeli jadeó, exhausta, abrumada por el cansancio. Le costaba procesar todo lo que había hecho, pero estaba logrando su objetivo: atraer la atención hacia sí misma. Se detuvo, imitando la pose que Azel había empleado en su duelo contra Cather, reprimiendo las ganas de vomitar y conteniendo el temblor en sus manos.
—¡Yo maté a Zelif! —gritó, sorprendida de que su voz no titubease.
Los hombres detuvieron su avance por completo, volviendo sus miradas hacia ella, ignorando a los heroístas que intentaban formar una línea defensiva a lo lejos.
—¡Yo maté a esos estúpidos sacerdotes! ¡Y los mataré a todos ustedes!
Los hombres la rodearon, cientos de ellos. Sabía que no había escapatoria. Su guardia personal llegó corriendo, habiéndola seguido todo este tiempo. Se alzaron sobre sus espadas, formando una defensa improvisada. Estaban agotados, con el rostro cubierto de sangre y las manos temblorosas. Probablemente, algunos también se habían visto forzados a matar.
Eran buenos hombres, buenas personas. Y ahora iban a morir por culpa de Xeli, atrapados sin posibilidad de escapar. ¿Serviría de algo? Xeli solo podía confiar en que su hermano hubiera observado el caos y buscaría una manera de ayudarla. No había escapatoria. Además, ahora parecía que ninguno de los suyos quería abandonar su hogar, menos aún con el espectáculo que estaban presenciando.
En ese momento, comprendió lo terrible que podía ser la esperanza. Incluso sus hombres a su alrededor parecían sonreír confiados en que Xeli los rescataría. Conscientes de que en el momento en que quedaran rodeados su vida llegaría a su fin.
«¡Está muriendo! ¡La está matando!», exclamó una voz conocida.
Xeli se sobresaltó al ver a Daxshi, el nevrastar de Azel, volando hacia ella. El ave llegó a sus pies, exhausta, como si volar hubiera sido un desafío gitanesco.
«Lo está matando... él lo está matando», murmuró entre sollozos.
—¿Quién? —preguntó Xeli, alzando con ternura a la criatura.
«Ziloh... Ziloh está matando a Azel. Sálvalo. Él puede salvar a todos, pero primero necesita ser salvado», clamó Daxshi.
Xeli giró hacia la fuente de la conmoción. Sus ojos se encontraron con Ziloh, quien jugueteaba con un frasco lleno de sangre. El hombre reía y se jactaba. Fue entonces cuando Xeli comprendió por qué Azel no podía ponerse en pie y cómo Cather había perdido la vida. Apretó los dientes, frustrada.
«¿Qué debo hacer?»
Entonces, los dianistas retrocedieron, formando un círculo perfecto en medio del campo de batalla, dejando a Xeli y su guardia personal completamente expuesta.
—¿Qué... está pasando? —farfulló Tilor.
De entre los dianistas emergió un hombre que Xeli conocía demasiado bien: el sacerdote Jukal, verdadero asesino de Malex y Felix. Caminaba con dos dagas en las manos, su sonrisa era inquietante.
—¡La asesina de Zelif! —vociferó el hombre—. ¡Y la asesina de nuestros queridos sacerdotes!
Xeli recordó el momento en que Jukal apuñaló a Felix repetidamente. Observó las dagas que el sacerdote blandía y sus manos temblaron, presas del pánico.
«Ahora eres una Hacedora de Sangre», recordó Daxshi.
Xeli apretó los puños y se obligó a sonreír.
Jukal había confirmado exactamente lo que ella buscaba. Al declararse culpable, detuvo a los hombres. Tal vez el sacerdote pensó que solo la molestaría, sin saber que ella aceptaría la culpa para ayudar a los suyos.
—Yo maté al Hierático Zelif —declaró Xeli, aferrándose a su espada—. Así que ahora somos dos asesinos.
Jukal bufó, acercándose lentamente.
La guardia personal de Xeli titubeó, todos decididos a protegerla, aferrándose a sus armas. Xeli sonrió, esta vez auténticamente, y luego sacudió la cabeza.
—Déjenme esto a mí —pidió.
—Pero... Lady Hacedora de Sangre —titubeó Gezir.
—Apártense.
Y lo hicieron, vacilantes, sin saber si tomaban la decisión correcta. Pero lo estaban haciendo. Quizás no lo percibían debido a la conmoción, pero había una calma extraña en el aire. Las fuerzas enemigas se habían detenido; ninguno de los dianistas avanzaba. Todos observaban el duelo entre el sacerdote y la asesina de Zelif. Xeli esperaba que ninguno interviniera en el combate, a menos que su propia guardia también lo hiciera.
Incluso Ziloh observaba desde la distancia, intrigado.
—Sé que no llevas mucho tiempo con tus poderes —susurró Jukal, avanzando amenazante—. Eres inexperta. Es evidente por cómo utilizas tus habilidades. Eres tan parecida a Azel al principio, sin saber cómo manejar las Habilidades Básicas.
Daxshi siseó en su hombro.
Y Jukal atacó.
El sacerdote se movió con agilidad, como una anguila en un movimiento que aterrorizó a Xeli, ya que esa rapidez había acabado con Malex y Felix. Pero esta vez, Xeli no se dejó sorprender.
«Puedes hacerlo».
Sus pies amplificados la llevaron un paso lateral y otro hacia atrás. No eran los movimientos más gráciles y estuvo a punto de resbalar con un charco de sangre, pero evitó el ataque. Jukal maldijo y se lanzó de nuevo contra la joven.
Xeli respondió esquivando cada embestida del sacerdote con precisión. Los cortes pasaban frente a sus ojos, destellando como colmillos de nevrastar. Podría haber sentido miedo, pero el poder que fluía a través de ella la llenaba de confianza.
Jukal, impaciente, ejecutaba movimientos más bruscos y ataques desesperados. Sin embargo, no lograba alcanzar a Xeli, que se mostraba más rápida y con reflejos y fuerza mejorados.
Ella empezó a adaptarse al combate. Su sangre hervía por instinto y comprendió el ritmo de la batalla como un maestro que indica el momento de tocar una nota.
«El hervor es asombroso», pensó.
—¡Yo maté a Zelif! —se jactó la joven señora, danzando por el terreno.
Los hombres a su alrededor gruñeron, cargados de odio.
—Cállate, zorra —siseó Jukal.
Xeli lanzó un ataque. Deseaba que fuera un movimiento poderoso, un golpe como los de Azel o Cather. Sin embargo, su espada era inepta y en desacuerdo con sus movimientos. El ataque, contundente pero lento y sin técnica adecuada, permitió a Jukal evitarlo con facilidad, dejando a Xeli vulnerable. Presa del pánico, intentó retroceder, pero era demasiado tarde. La daga se precipitó hacia ella. Xeli intentó apelar a sus poderes. Necesitaba Evaporarse.
Pero fue demasiado tarde.
Sintió un ardor en el vientre, una calidez que contrastaba con la proporcionada por el hervor. Se apartó con un grito ahogado, jadeando, asolada por el dolor. Sus ojos se posaron en la herida de su abdomen, un desgarrón profundo oculto bajo la ropa ensangrentada. La visión del corte, eclipsada por la sangre, le impedía evaluar su gravedad. Pero el sufrimiento era inmisericorde.
«El hervor... me curará. Debe curarme», pensó, pero el dolor persistía. ¿Había un límite para la curación?
Xeli retrocedió tambaleándose, la herida ardía como fuego infernal. Jukal, con una sonrisa siniestra y las dagas danzando en sus manos, la observaba con interés morboso. Una de las hojas brillaba con la sangre previamente derramada. Entonces, el instinto de Xeli saltó como una alarma.
Sangre.
—Tan... inexperta —murmuró Jukal con una voz que susurraba peligro.
Azel la había advertido sobre esto y no se requería ser un erudito para comprender cómo Cather había perdido la vida. Le habían arrebatado su sangre. Xeli apretó la mandíbula y sintió cómo el poder en su interior se avivaba como una llama ansiosa. Tenía que hacer algo.
«No huyas, no permitas que se vaya con tu sangre», clamó Daxshi.
Por una vez, Xeli obedeció a la criatura y se abalanzó sobre Jukal con un movimiento explosivo. La espada trazó un tajo amplio y voraz. Pero el sacerdote, como en una danza mortal, giró los pies en un movimiento coordinado que evitó el choque de la hoja, como si esta fuera una pluma cayendo al suelo. Xeli insistió en su ataque, una y otra vez.
Sin embargo, los intentos de Xeli resultaron ineficaces. Movía la espada con torpeza, recordando a un niño que empuñaba un palo creyendo que era una espada. Jukal se lanzó furioso sobre Xeli y le rasgó la túnica con su daga. Su brazo quedó herido y la sangre brotó.
—¿Sabes lo que podemos hacer con tu sangre? —Jukal se burló y luego susurró—. ¿Sabes cómo murió Cather? Oh si tan solo supieras cómo utilizar tus poderes...
Se desató un nuevo enfrentamiento; los latidos de Xeli seguían resonando con miedo. Reducción y Extracción. Temía. Si Jukal activaba esas habilidades, ella desconocía cómo contrarrestarlas. Xeli atacó, intentando derribar a Jukal y arrebatarle las dagas. Quizás hasta matarlo. Sin embargo, Jukal la burló y le infligió un nuevo corte en el muslo derecho.
Xeli sentía que su destino era la muerte.
«No... aún no. Si Jukal fuera un Hacedor de Sangre, ya me habría matado o debilitado para burlarse de mí. Ziloh es el verdadero Hacedor de Sangre», pensó.
«No puedes usar esa espada adecuadamente, aunque tengas un vínculo con Azel, no es tuya. Pero tienes poder, igual que Azel. Puedes Evaporar», instó Daxshi.
Xeli se detuvo, sangrando y temblando.
«¿Evaporar? No sé cómo hacerlo...», cuestionó.
—¡Aquí tienen a la asesina de Zelif, justo frente a ustedes, y tiembla! —vociferó Jukal, exultante—. No teman, hermanos míos, los Hacedores de Sangre no son invencibles. Observen cómo se acobarda. Nuestra fe es más grande que su poder.
Los gritos estallaron, mezclando alabanzas y maldiciones.
—Y yo seré quien acabe con ella. ¡Nadie se burla de nosotros! ¡Nadie se opone a Diane!
«Puedes hacerlo», apremió Daxshi.
Xeli seguía temblando.
«División y Expulsión», reflexionó.
Las dos habilidades básicas.
Jukal volvió su mirada hacia ella, con una sonrisa que iba más allá de lo mórbido, revelando un deleite maníaco, la pasión que sentía por lo que estaba haciendo. Se abalanzó sobre ella. Sus dagas brillaban bajo las llamas. El mundo parecía ondular.
Y Xeli Dividió y Expulsó, tal como Azel le había enseñado. Por un instante, lo logró. Su cuerpo se desvaneció, convirtiéndose en un espectro inmaterial. Jukal, sorprendido, vio cómo su daga cortaba el vacío, llevándose solo espirales de sangre evaporada.
Xeli, sin titubear, soltó su espada. La hoja, en lugar de desvanecerse, atravesó al sacerdote por completo. El cuerpo de Jukal cayó al suelo, con una mueca de estupefacción.
Al cancelar Xeli las Habilidades Básicas, el humo desapareció. Agotada de pronto, miró a su alrededor. Su guardia personal la contemplaba con asombro y admiración, habiendo sido testigos de su destreza para esquivar los ataques y su transformación en uno de los misteriosos espectros de la noche.
Por otro lado, los dianistas la observaban con un odio profundo, un odio que trascendía las palabras. Nadie dijo nada. No hubo gritos, alaridos ni maldiciones, pero Xeli percibió cómo se acercaban hacia ella, dispuestos a destruirla.
Su valiente guardia personal se desplegó a su alrededor, protegiéndola con firmeza. Eran hombres excepcionales, en quienes podía confiar plenamente.
—¿Acaso vamos a morir? —inquirió Yulam, visiblemente asustada.
—Venga ya, ¿no te ha quedado claro? —bromeó Tilor, tenso—. Pero... ¿servirá para algo?
—Les conseguimos tiempo para que vuelvan a formarse... —dijo Xeli, lentamente.
Ninguno respondió.
Xeli, con la mandíbula tensa y aferrando su espada con firmeza, contempló con aprensión la aproximación del enemigo. Sin embargo, pronto percibió un sonido inesperado. Giró la cabeza y quedó atónita al ver cómo un ejército se abría paso entre las líneas enemigas, ondeando con orgullo el estandarte de los Stawer y de lord Hacedor de Sangre.
Como una tormenta de acero y furia, los soldados bajo el mando de Voluth se abrieron paso entre las huestes enemigas. Estas apenas podían reaccionar ante el embate inesperado que llegaba desde el flanco oeste. El estruendo de las armas y los alaridos de los caídos ahogaban cualquier otro sonido, sumiendo el campo de batalla en un caos sangriento. Los guerreros de Voluth, como heraldos de una pesadilla viviente, danzaban con la muerte y segaban vidas con sus espadas implacables. Estas teñían de rojo carmesí el metal negro de sus armaduras.
Voluth, oculto tras una armadura sombría, combatía con bravura. A cada cadáver que veía a su paso, su mente se llenaba de imágenes atroces. La muerte había llegado a Nehit, pero él y sus hombres no eran meros carniceros sedientos de sangre. Luchaban con un propósito más noble: defender a su pueblo. Con ese objetivo en mente, avanzaban sin tregua y trataban de ganar terreno. Esperaban hacerlo antes de que los dianistas se dieran cuenta de la magnitud de la amenaza y cerraran sus filas, atrapándolos en una trampa mortal.
La sorpresa era su mejor arma y su objetivo, romper el cerco enemigo. En un instante, Voluth bajó su visera, al igual que la mayoría de sus hombres, cuando la onda de la Devastación llegó como una ola de fuego. El joven escudero creyó que todo estaba perdido, que no conseguirían salvar a nadie. El cataclismo permitió a los dianistas romper las defensas. Sin embargo, la esperanza renació en él y en sus hombres cuando vieron una erupción de sangre en la lejanía. Esta se evaporó y luego se reconstituyó de manera inquietante, cerca de la entrada principal. Este evento detuvo el primer arrebato del enemigo y sembró el pavor en sus corazones. Solo podía significar una cosa: la presencia de un Hacedor de Sangre.
—¡Lady Xeli! —bramó Voluth, blandiendo su escudo.
Pero la sangre vaporizada ya no dejaba rastro en el aire que los guiara. La incertidumbre se apoderó de ellos. ¿Qué significaría aquello? A pesar de las dudas, sus hombres avanzaron con valor. Las llamas estallaron y un edificio se desplomó hacia un lado. Envuelto en un abrazo infernal de fuego, sepultó a un grupo de dianistas y heroístas por igual. Ninguno tuvo tiempo de gritar, sus cuerpos desaparecieron por completo en un mar de llamas voraces.
Finalmente, Voluth encontró a lady Xeli, envuelta en una capa que la ocultaba por completo. Sostenía una espada gloriosa con gesto amenazante. A su alrededor, al menos una docena de hombres y mujeres formaban una guardia personal en torno a la joven dama. Sus rostros expresaban un alivio palpable al verlo llegar.
Voluth, jadeante, dio la orden de formar filas a sus hombres. Estos se agruparon rápidamente alrededor. Bloquearon el paso hacia el sector norte, donde los Dianistas se apiñaban en gran número, planteando un desafío formidable para recuperarlo.
—Refuerzos... —jadeó Xeli y se derrumbó en el suelo.
—Tu hermano pudo comunicarse con tu padre. Otros llegaron gracias a Lord Walex. Temí que quizá no llegaríamos a tiempo.
—Llegaron justo a tiempo —respondió ella con voz débil—. Pensé que nunca recibiría ayuda. No puedes imaginar cuánto agradezco esto.
—¿Dónde está Azel? —preguntó él—. Pensé que luchaba contigo.
Ella negó con la cabeza.
—Ziloh... Ziloh está acabando con él —respondió Xeli—. Voluth, creo que Ziloh es un Hacedor de Sangre.
Voluth se sobresaltó.
—¿Cómo lo sabes?
—Azel está debilitado... —confesó la joven con recelo.
—Podría ser Reducción o Extracción —musitó Voluth, comprendiendo la situación.
Xeli entrecerró los ojos con intensidad.
—¿Conoces las Habilidades?
—Cather nos dio información para auxiliarla si era necesario. Debemos socorrer a Azel. La situación lo exige.
—¿Pero ¿cómo? Azel advirtió que, de someterlo a una Reducción o una Extracción, sería como si estuviera muerto. Además, creo que Jekil me sustrajo parte de mi sangre.
En ese momento, Voluth notó las heridas de Xeli, los cortes en su piel y la sangre derramada. Antes de que pudiera preguntar, horrorizado, vio un cadáver a sus pies: el sacerdote Jukal.
—Tú lo has matado —dijo.
Una mueca de desagrado cruzó el rostro de Xeli.
—No solo a él.
Efectivamente, había docenas de cadáveres. Volvió su mirada hacia Xeli, sorprendido. Esta joven había hecho lo inimaginable sin experiencia en combate.
—Primero, debemos ocuparnos de Ziloh —dijo Xeli.
—Pero pensar que Ziloh sea un Hacedor de Sangre es inverosímil.
—Nada tiene sentido —respondió Xeli con una risa amarga—. Debemos detener a Ziloh. La ayuda que llegó es inútil si no lo hacemos. Nos superan y además tienen a Loxus.
—¡¿Loxus?!
—Nos ganó tiempo, aunque no entiendo sus motivos —explicó—. Gracias a eso, Azel salvó a algunos. Necesitamos acabar con Ziloh.
—¿Matarlo? No creo que eso calme la ira de todos.
—Pero dirigirán su ira hacia mí —afirmó Xeli—. Si ven la ciudad en llamas tras mi muerte, se detendrán. No tendrán líder ni villano. Serán testigos de su ciudad ardiendo. Quizás, con tu ayuda y la de mi padre, podamos detenerlos.
—No puedes hacerlo...
—No funcionará si ellos me matan o si me quito la vida sin más —dijo Xeli, con voz temblorosa—. Necesito a alguien imparcial. Tal vez tú y Kazey. ¿Dónde está ella?
—Ella no está... —Voluth tragó saliva—. No puedo permitirlo, Xeli. Prometí a tu hermano protegerte.
—¿Y permitir que todos mueran? —gruñó Xeli—. Mira a tu alrededor. Estamos perdiendo. No quiero ver más muertes. Alguien debe hacerlo. No hay otra opción...
—No puedo consentirlo.
Xeli apretó la mandíbula, temblando. Sus ojos mostraban determinación, pero su cuerpo delataba miedo ante lo que ocurría y lo que consideraba.
—Encontraremos otra solución —dijo Voluth, respirando hondo—. ¿Qué hay de las Cuevas? Podríamos evacuar a todos por ahí.
Xeli negó con la cabeza.
—Alguien robó el rubí. No podemos abrir la puerta. Lo intenté, pero es inútil. No hay alternativa, Voluth. ¿No lo ves? Debemos ocuparnos de Ziloh.
—No sobrevivirás si intentas llegar a él. Hay cientos de personas.
—Puedo abrirme camino —afirmó Xeli—. Me temen.
—No todos te temen —corrigió Voluth—. Los hombres de Lord Walex protegen al Hierático. Saben enfrentar a un Hacedor de Sangre. Te matarán.
—No debo hacerlo sola —dijo Xeli—. Tus hombres pueden acompañarme, protegerme. Tal vez hable con Ziloh. Su arrogancia podría permitirlo. Crearé un espectáculo, como con Jukal. Quizás así todos vean lo que sucede. Que vean el fuego. Que entiendan que están destruyendo la ciudad.
Un edificio se derrumbó.
Voluth gruñó.
—Si mueres, no sabré qué decirle a tu hermano.
Frío.
Azel se estremecía en el suelo, cubierto por harapos.
Estaba tan solo.
Tan débil.
Un murmullo.
Alguien se acercaba, sus pasos resonaban con pesadez y su caminar era inseguro. Azel intentó abrir los ojos, pero el fuego ardía en su mirada. Un caos de sombras y llamas inundaba su visión. La oscuridad lo cegaba.
De repente, unos brazos lo envolvieron con fuerza.
Azel derramó lágrimas al darse cuenta de que, en su umbral de la muerte, era Kuxa quien lo abrazaba.
Una vez más Xeli hirvió sangre.
Comenzaba a comprender la naturaleza de su poder: una energía efervescente que llenaba su ser, desprendiendo calor acogedor que la envolvía. Esta comprensión íntima le revelaba una verdad irrefutable: su habilidad siempre había sido parte de ella, tan constante como el latir de su corazón.
Con sorprendente facilidad, dominó la Evaporación. Repitió el acto que había ejecutado momentos antes. Humo escarlata emergió de su cuerpo, emanando como un aliento vital. Su figura se volvió etérea, perdiendo densidad gradualmente. Aunque ligera, percibía imperfecciones en la Evaporación. El poder fluctuaba, alternando entre lo sólido y lo etéreo, un baile de inestabilidad que le otorgaba una ambigua versatilidad.
Los soldados se reunieron a su alrededor, avanzando al unísono. El estruendo del acero llenaba el aire, anunciando el inicio de una batalla feroz. Hombres y mujeres, inexpertos en la espada, luchaban por sobrevivir. ¿Cuántos inocentes habrían caído ya?
Xeli, al igual que cualquier otro, respondió al llamado de la batalla. Avanzó sin titubear, a pesar de que las heridas recientes aún ardían. Su habilidad con la espada mejoraba, la hoja ya no se le escapaba de las manos, y tropezaba menos a cada paso. Lo más aterrador era cómo la náusea desaparecía con los cadáveres que se acumulaban a su paso. En ese momento, comprendió que algo dentro de ella se había roto irrevocablemente.
La muerte se convertía en su inusual compañera en esta danza sangrienta.
Su guardia personal la rodeaba y protegía, repeliendo a los atacantes furtivos y abriéndole paso. A lo lejos, finalmente vio a Ziloh, que había cesado sus burlas y risas hacia los moribundos. En su lugar, blasfemaba mientras manipulaba un frasquito de sangre y maltrataba a Loxus cada vez que podía.
De repente, los Anti-Hacedores de Sangre entraron en la batalla. Xeli los identificó por sus porras y lanzas, así como por la intensidad en sus miradas. Eran hombres despiadados, adiestrados por el propio lord Walex.
«Cuidado», advirtió Daxshi.
Tener al nevrastar en su hombro aún le resultaba extraño. La criatura era asombrosamente etérea y carecía de peso físico.
El primer golpe rozó a Xeli, quien tropezó por un instante. Sin embargo, su instinto y recién adquirida agudeza le permitieron esquivar el ataque siguiente. Su mente respondía con mayor rapidez, como si el poder evolucionara junto a ella, enseñándole el arte del combate.
Estos hombres estaban adiestrados específicamente para enfrentar a alguien como ella. A pesar de eso, Kalex, el capitán de su verdadera guardia bloqueó el avance de un intruso y, audazmente, ordenó a la nueva guardia adoptar una formación defensiva particular, forzando a los enemigos a duelo individual si querían acercarse a Xeli.
Esta táctica frustraba al enemigo, imposibilitado de luchar como lord Walex les había instruido: en grupos coordinados.
—¡Aberración! —gruñó el Hierático—. Siempre has sido una aberración. ¿Te crees superior por poseer los poderes de la sangre? No eres más que una mentira, Xeli.
—Una mentira que te aterra —respondió la joven señora—. Yo maté a Zelif. ¡Y ahora te mataré a ti!
Los circundantes observaron con atención. El campo de batalla parecía consciente del momento crucial que presenciaban. Los cuchicheos se esparcían por el aire.
—La asesina de Zelif —murmuraban.
Un leve temor nació en el interior de Xeli, creciendo rápidamente. Sentía que, si se quedaba en ese lugar, la muerte la alcanzaría. Sin embargo, no apartó la mirada de su enemigo. Esta era su oportunidad
Ziloh dejó su frasco y resopló. ¿Habría dejado en paz a Azel? Xeli sabía que debía arrebatarle ese frasco.
—Eres nadie —gritó Ziloh con desdén—, siempre has sido un estorbo. ¿Quieres que mate a tu querido Loxus? No me costaría nada...
En ese momento, Loxus se retorció en el suelo, gritando de dolor, aunque nadie lo hubiera tocado. El Hierático emitió un gemido de agonía y sollozó.
«Reducción y Extracción. Está haciendo lo mismo con Azel», susurró Daxshi.
Xeli sentía en el fondo de su mente esa debilidad lejana, Azel sucumbiendo ante Ziloh.
Xeli luchó por mantener la serenidad.
—Yo maté a Zelif y a esos sacerdotes —repitió—. Pero ¿cuántos has matado tú, Ziloh? ¿Dónde colocarías a Loxus en tu lista? ¿Cuántos más sacrificarás por tu soberbia?
El anciano bufó con desprecio.
—¡Mátenla! ¡Mátenla! —exclamó, y sus hombres, enfurecidos, se lanzaron sobre ella.
Xeli, concentrada y en guardia, adoptó una de las posturas que había observado en Gezir y otros: la postura de Azel, la del Evaporador.
Los soldados enemigos mantuvieron su posición y, en un giro inesperado, el impacto de la carga resultó mucho más intenso de lo previsto. Parecía que todos aquellos dianistas, anteriormente empeñados en atravesar las defensas para atacar la catedral del héroe, habían cambiado su objetivo y decidido enfrentar a Xeli.
De manera inesperada, esto la llenó de satisfacción. Su estrategia estaba dando frutos.
Xeli esquivó a sus oponentes, concentrándose en cada paso para evitar errores. Los latidos de su corazón resonaban, marcando el ritmo del combate como si bailara al son de una melodía.
La frustración de Ziloh se palpaba en el ambiente.
Un latido de alerta permitió a Xeli esquivar un ataque por el flanco. Otro latido la advirtió de un golpe mortal; se desvaneció en una nube de sangre que se evaporó instantáneamente y reapareció en otro lugar, indemne. Una sonrisa adornó su rostro: así era la vida de un Hacedor de Sangre.
—¿Quién de los dos mató primero a Zelif? ¿Tú o yo? —inquirió Xeli con tono burlón, incluso retador.
Un choque de espadas siguió, un enfrentamiento que pudo haber sido devastador. Pero solo hubo sangre convirtiéndose en vapor, una bruma sanguinolenta elevándose en el aire. Xeli emergió poco después, acabando con la vida de los hombres que habían intentado matarla.
—¿Crees que Diane estaría satisfecha con lo que ocurre ahora? —continuó Xeli—. Siempre creí que Diane era la diosa de la paz, no de la guerra.
—¡Cállate!
—¿A Diane le agradaría ver niños arder? —exclamó Xeli.
Por un breve momento, los dianistas se detuvieron, sus ojos ardientes mostraron dudas, como si algo los hubiera perturbado. Pero fue solo un instante efímero, y el fervor de la batalla se reavivó con más intensidad.
—¡Traidora! —exclamó Ziloh—. ¿Te atreves a hablar de Diane? ¿Qué sabes tú de nuestra diosa? Si no existieras, ella podría vivir en paz.
Xeli bloqueó un golpe de forma fortuita, moviéndose entre sus propios hombres. Ellos la protegían con devoción, demostrando que, de estar sola, su fin habría llegado en un instante.
Jadeó y gritó. La sangre en su cuerpo fluctuaba.
El poder disminuía.
Sus reservas de sangre se agotaban.
Voluth peleaba con fuerza, dominado por un arrebato de agresión.
Cada tajo se convertía en una nota de una sinfonía de caos, sin espacio para reflexionar sobre el destino de aquellos a quienes segaba la vida. Su único propósito era sobrevivir y proteger a la joven Xeli, cuya figura se esfumaba y reaparecía entre el torbellino de la batalla. Era impresionante, aunque evidente que el cansancio la acosaba.
El rostro de Voluth se cubría con una capa de sangre. Repelió un ataque letal y clavó su espada en el pecho de un soldado que lo amenazaba. Limpio su rostro de sangre entre alientos y, en ese momento, Kazey apareció.
Kazey se encontraba junto a Ziloh, actuando como su última barrera defensiva. Sostenía su espada en posición defensiva, pero su mirada delataba un abismo interior. Se mostraba agobiada, temblorosa, consciente ahora de la magnitud del caos que los rodeaba.
—¡Kazey! —gritó Voluth, pero el estruendo de la batalla ahogó sus palabras.
Kazey pareció no escuchar su llamado. Enfrentándose a otros enemigos, Voluth maldijo en silencio mientras se defendía de dos hombres. Las espadas chocaron, las vidas pendían de un hilo, pero él no fue quien cayó. Los hombres, ahora sin vida, yacían en el suelo.
—¡Kazey! —volvió a gritar.
Finalmente, la joven giró hacia él. Había visto su hazaña y su rostro mostraba asombro. Voluth necesitaba acercarse a ella, para protegerla de ser capturada por el enemigo en su estado de confusión y fragilidad. Sabía que Kazey no podía defenderse sola. Un dianista había caído a su lado, un heroísta frente a ella y, aun así, Kazey permaneció paralizada.
Kazey miró de nuevo a Ziloh, o más bien, a Loxus. Sus ojos reflejaban tormento y culpa al presenciar la tortura, algo completamente nuevo para ella.
Voluth se abrió paso con dificultad hasta alcanzar a su amiga, la agarró del brazo y la atrajo hacia él. Kazey reaccionó al verse rodeada por los heroístas. Se aferró a su espada, temerosa de ser atacada en cualquier momento.
—¡Retrocede! —gritó Kazey, desesperada.
—¡Kazey! —respondió Voluth, su voz igualmente urgente.
—¡Vete! ¡Aléjate! —insistió Kazey, con los ojos llenos de angustia.
—Necesitamos tu ayuda, Kazey... —suplicó Voluth, bajando su espada con desesperación—. Mira lo que está pasando. Las llamas que Ziloh está provocando. ¡Observa el fuego, Kazey! Ziloh busca más que la muerte de los heroístas... pretende aniquilar a todos. El fuego no se detendrá si esto sigue.
—Xeli... Ella mató a Zelif... Son una amenaza —respondió Kazey, temblando.
—¿Realmente lo crees? Xeli distrae la atención. ¡Ella no mató a Zelif! Fue Ziloh. ¡Ese maldito mató a Cather! —exclamó Voluth, vehemente.
Kazey quedó en silencio.
—Mira a los heroístas. ¿Ves asesinos en ellos? Están aterrados. Nadie quiere estar aquí. Ahora observa a los dianistas, sus rostros llenos de ira solo desean muerte.
» ¡Mira a Ziloh!
El Hierático no apartaba la vista de Xeli. Sus ojos, enrojecidos por la ira, y las venas hinchadas en sus manos evidenciaban su furia, mientras Loxus gritaba de dolor a sus pies.
—Eres igual que él, arrogante —escupió Ziloh con desprecio—. Todos los heroístas son arrogantes, malditos e impuros. ¡Traidora, una vez traidora siempre! ¡Asesina! ¿No escuchas a Diane? Clama tu muerte y la de los tuyos para salvar a la humanidad. ¡Ustedes deben desaparecer!
—¿Diane lo pide o lo deseas tú? —contratacó Xeli—. El Héroe jamás pediría la muerte de inocentes.
—¿Inocentes? —se burló Ziloh.
Voluth centró nuevamente su atención en Kazey. La joven había soltado su espada y se cubría la cabeza, llorando y agitada.
—¿Ves lo que intento decirte? —murmuró Voluth con suavidad—. Necesitamos tu ayuda para salvar a los Heroístas.
—Yo robé... —empezó Kazey, con lágrimas en los ojos—. Robé la gema. No sabía para qué era. Ziloh me lo dijo cuando el ejército marchó al norte. Se reía, decía que no podrían escapar. No entendía. Juro que no entendía.
Kazey se arrodilló y de su bolsillo cayó un rubí rojo y brillante.
—Debo protegerlos... —gimió Azel.
—Ya no tienes que seguir luchando —le susurró Kuxa, acogiéndolo en su regazo.
Kuxa lo cubrió con una capa que parecía teñida de la misma oscuridad, sus pliegues se movían como espectros danzantes en la noche.
Azel se aferró a ella con la necesidad de un niño perdido en un mundo de horrores. Mientras tanto, Kuxa lo abrazaba con una calidez que parecía emanar del núcleo de la tierra. Azel sentía un frío intenso y encontraba en ella un calor reconfortante. Ansiaba seguir abrazándola, rogándole que no lo soltara.
Curiosamente, desde la llegada de Kuxa, el dolor que atormentaba a Azel y la debilidad que lo agobiaba comenzaron a disiparse, como las últimas sombras de una tormenta que se aleja.
—¡La gema! —exclamó Voluth con voz trémula, fijando sus ojos en el brillo del rubí.
—No fue mi intención... Ziloh me la devolvió, contándome su plan. Me prometió el honor de destruirla y dijo que estaba orgulloso de mí. Yo no entendía. Lo lamento mucho.
—Aún hay esperanza, Kazey —afirmó Voluth. El aire se llenó con el olor acre del humo que emanaba de la gema hendida, una esencia casi sofocante que reflejaba la angustia del momento.
—¿Qué? Pero yo... Hice lo que Cather temía.
—Ya no importa —respondió Voluth, tomando el rubí con sus manos cubiertas de cuero y ayudando a Kazey a levantarse—. Debemos evacuar a todos, hay que dirigirse a las grutas. Lady Xeli puede abrir la entrada. Vamos, antes de que el fuego nos lo impida.
Kazey miró hacia Xeli y luego negó con la cabeza.
—¿Cómo? —preguntó con un hilo de voz—. Mírala.
Y era cierto. Lady Xeli ya no podía huir. Se arrastraba con dificultad por el campo de batalla, sus movimientos eran torpes y su piel, perlada de sudor, exhalaba un aroma de tensión. El poder de Xeli oscilaba más de lo normal, fluctuando en cada uno de sus gestos. Era más común verla en su estado físico que Evaporando.
Además, su combate con el Hierático era lo único que la mantenía con vida. El temor que causaba su audacia y su poder llenaba el ambiente, una fragancia embriagadora que amenazaba con desatar el caos. Si Xeli decidiera retirarse, la multitud se abalanzaría sobre ella, y el aire se llenaría con el olor a muerte. Moriría sin resistencia.
—Aún queda otro Hacedor de Sangre —afirmó Voluth.
Kazey se sobresaltó.
—El asesino de Zelif...
—No, el asesino de Zelif es Ziloh, el hombre que nos amenaza a todos —señaló Voluth, apuntando a Ziloh con un gesto firme—. Azel también fue una víctima. Pero no sé si pueda ayudarnos. Ziloh lo está matando. Kazey, Ziloh también es un Hacedor de Sangre. Si logramos distraerlo y arrebatarle el frasco, quizás Azel tenga una oportunidad.
Kazey sacudió la cabeza, incrédula.
—Déjame llevarle la gema a Azel.
Xeli se detuvo en seco, jadeante y exhausta. El aire quemaba en sus pulmones como si hubiera inhalado el aliento ardiente de un guiverno. Abandonó la Evaporación, sintiendo el desgaste en su cuerpo, como si una tempestad de fuego lo hubiera arrasado. No obstante, mantuvo el Hervor con voluntad férrea, consciente de que perdería el sentido por agotamiento si lo deshacía.
Sus ojos, brillando como joyas en la penumbra, se fijaron en sus reservas de sangre. Los dos pilares en su interior lucían consumidos, al borde de su esencia vital. La sangre se agotaba, como un riachuelo deslizándose hacia su lecho reseco. Xeli sabía que esto era peligroso, que la frontera entre la vida y la muerte era tan delgada como el filo de una navaja.
Y, en el fondo de su mente, seguía percibiendo cómo Azel se encontraba al borde de la muerte.
—¿Tan débil ya? —se burló Ziloh con una risa semejante al eco de un lamento espectral—. ¡Mátenla!
Xeli se sobresaltó, sintiendo la debilidad recorrer sus piernas agarrotadas. Cerró los ojos al oír el estruendo de acero cercano, un sonido que retumbaba en su alma. No obstante, no sintió el frío beso de la muerte. El acero chocó y, al abrir los ojos, vio a Gezir, quien había aprendido a luchar con Azel, deteniendo el ataque como un coloso en la oscuridad. El hombre sonrió, su sonrisa era una luz en la tormenta.
Sin embargo, Xeli estremeció al ver que Gezir perdía el enfrentamiento. La espada de su protector voló y un grito desgarrador escapó de sus labios. Una espada atravesó a Gezir con el brillo de un cometa y él cayó al suelo con una sonrisa que parecía una despedida. La sangre, como un río carmesí, inundó el suelo y el corazón de Xeli.
Xeli estuvo a punto de reaccionar, de tomar la espada para enfrentar a los asesinos de Gezir, pero Tilor actuó rápidamente, atravesando al asesino de Gezir con su mano vengadora. Las lágrimas llenaron los ojos de Xeli, un torrente de dolor y desesperación la amenazaba con ahogar.
«Pueden salvar vidas como los mejores médicos...», recordó Xeli, las palabras resonando como un lamento en la brisa.
Sollozó sin control.
«No puedo hacerlo... no sé cómo. Era obvio que esto pasaría... ¿por qué confié en mí misma? Debí decirles que se fueran, que me dejaran sola.»
El capitán Kalex avanzó con la fuerza de un coloso, enfrentando a los enemigos que seguían atacando. Yulam y Kemil ayudaron a Xeli a levantarse, sus miradas perdidas en el cadáver de Gezir, sin saber si debían hablar, llorar o seguir combatiendo. Xeli sacudió la cabeza, desviando la mirada. Vio a Kazey corriendo hacia la catedral, sosteniendo un rubí que brillaba como un fragmento estelar. Voluth intentó acercarse a Xeli, pero ella negó con la cabeza.
En ese momento, Xeli se encontraba en el epicentro de la tormenta. Todos la observaban, sus ojos clavados en ella como si fuera la encarnación de la esperanza. No quería ser vista junto a un antiguo escudero de Cather. Necesitaba que no la asociaran con él en ese momento crítico.
Si Ziloh hacía lo que ella esperaba, su plan funcionaría.
Xeli dedicó una plegaria silenciosa al Héroe en honor a Gezir y se enfrentó a Ziloh, sintiendo cómo su propio odio se encendía como una llama devoradora.
Ziloh, al ver a Kazey, se llenó de furia, pareciendo a punto de dar una orden a sus hombres o incluso de ir tras ella. Xeli dio un paso adelante.
—¿Quieres matarme? —dijo Xeli, su voz débil resonaba con profundidad—. Ven tú mismo. Inténtalo. Pero no puedes matarme. Eres un cobarde que se escuda en otros.
—¿Cobarde? —gruñó Ziloh, levantándose como un espectro regresando de la tumba.
Loxus en el suelo abrió los ojos lentamente, respirando en medio de su debilidad. Un aviso urgente resonó en su mente.
«¡Peligro!», gritó Daxshi, su voz como el preludio de una tormenta.
Xeli entendió la advertencia. Algo había cambiado en Ziloh. Ya no se movía con debilidad, sus pasos eran firmes y, al tocar el suelo, los adoquines se quebraron bajo su presencia. Voluth gritó a lo lejos, Kalex tambaleó y Xeli sintió el pánico, una presión horrenda en el pecho, aunque una sonrisa se dibujó en su rostro.
Ziloh estaba usando la Solidificación de Sangre, la habilidad de Cather.
Dos Hacedores de Sangre se habían revelado en el campo de batalla, los únicos Silenciadores de la Memoria conocidos.
Como una riada impetuosa desbordándose hacia el templo, la muchedumbre se arremolinaba alrededor de la catedral. Azel se sobresaltó, su semblante se mostró pasmado ante el torrente de gente que invadía el recinto sacro, llenando su vastedad con una oleada de almas. Pronto, la catedral amenazaba con reventar por el exceso. El alboroto de voces y los alaridos desgarradores dominaban el ambiente, creando una sinfonía de caos.
La gente se aglomeraba cerca de él. Kuxa se interpuso en su camino, protegiéndolo como una madre celosa que ampara a su hijo.
Y entonces lo entendió. Querían acabar con Azel antes de morir.
Los murmullos se extendieron y Kuxa se relajó, apartándose lentamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Azel, intentando hacerse oír por encima del ruido.
—Hablan de una salida... —respondió Kuxa en voz baja.
De entre la multitud alborotada, alguien se acercó, rápida y decidida. Azel abrió los ojos, aún confundido. Le costaba enfocar la vista.
—Te necesitamos, Azel —susurró una voz extrañamente familiar.
De pronto, ella se materializó ante él con claridad deslumbrante. Era Kazey, sosteniendo un rubí resplandeciente. Azel extendió las manos para recibirlo, sintiendo veneración por la piedra y entendiendo la responsabilidad que conllevaba.
Sabía lo que le pedían, lo que esperaban de él. Con determinación, apretó la quijada y trató de levantarse.
Pero cayó.
Aún aturdido, sentía el efecto de la Reducción de Ziloh, quizás menos intensa, pero todavía presente. Kuxa lo ayudó a ponerse de pie, aunque la anciana estaba demasiado débil para sostenerlo por sí sola. Entonces, Favel se unió a ellos, su rostro manchado de hollín y sangre, pero decidido. Sostuvo a Azel, permitiéndole apoyarse sobre sus hombros, mientras Glovur, a su lado, tomaba su mano. Kazey avanzó, envolviendo a Azel con su capa rojiza para abrigarlo, ya que seguía temblando.
Caminaron juntos, un paso tras otro.
No avanzaban rápido, no por falta de voluntad, sino por incapacidad física. Sin embargo, nadie los presionaba. En los rostros de la gente, Azel vio una mezcla de esperanza y reverencia. Ya no lo veían como el asesino despiadado que los había condenado, sino como su salvador, la personificación de la esperanza.
Durante el trayecto hacia la Sala del Pacto, Azel reconoció muchos rostros. Había alimentado a muchos de ellos en el refugio, curado a otros durante el primer ataque, y recientemente había salvado a varios, incluyendo niños que lo miraban con admiración y expectativa.
Finalmente, llegaron a la sala, y un silencio profundo se apoderó del lugar. Ni siquiera el crepitar de las llamas se oía. Azel colocó la gema en el centro del altar. El rubí encajó perfectamente, como si la piedra misma lo hubiera estado esperando. Inhaló profundamente y volvió a activar el hervor. El proceso resultó más doloroso de lo esperado, como si la sangre quemara su cuerpo.
«No naciste para matar. Naciste para proteger, hijo mío.»
Por primera vez, Azel aceptó esas palabras que resonaban en lo más profundo de su ser, acariciándolo con una voz cálida y maternal. Apretó la quijada y tocó la gema, infundiéndole su poder.
Entonces, la entrada a la cueva se abrió de par en par.
Xeli salió despedida por los aires y azotó el suelo con estrépito a varios metros de distancia. Se revolvió en el suelo, sollozando y emitiendo un alarido de agonía. El bastón de Ziloh la había alcanzado con un golpe certero e inesperado, sin darle oportunidad de defenderse.
El fuego en su rostro resultaba insoportable y su mente se ofuscaba. Todo le parecía más sombrío, pero también más resplandeciente, como si contemplara el mundo a través de un prisma deformado. Con esfuerzo, avivó el Hervor para mantenerse consciente, aunque el proceso resultó extenuante. Jamás había imaginado que el anciano poseyera tanto poder.
A su lado, Kalex yacía en el polvo con la armadura abollada y desfallecido. Varios miembros de su guardia y soldados adiestrados también habían caído ante Ziloh, pero afortunadamente ninguno había muerto.
«¡Lo consiguió! ¡Azel lo logró!», exclamó Daxshi.
Xeli comprendió entonces. El asesino había logrado abrir la entrada a la gruta, salvaguardando a los heroístas por ahora.
Había visto a la gente huir en desbandada, y muchos no habían sobrevivido.
Xeli se evaporó de nuevo. Las reservas almacenadas en su Piedra de Sangre se habían agotado, y el poder consumía la sangre de su propio cuerpo. Aulló de dolor, pero avanzó como un espectro en la noche.
Recordó el combate de Azel contra Cather, observando cómo la Caballera Dragón siempre llevaba ventaja, pero también admirando la astucia del asesino. Así, empleó esa misma sagacidad y rodeó al Hierático en una danza.
Por un instante, Xeli olvidó todo lo demás: preocupaciones, incertidumbres y temores. Se permitió girar en torno al verdadero homicida, sintiéndose parte del viento y la lluvia. Era una melodía lúgubre, una sinfonía triste pero llena de determinación.
Esquivaba los torpes ataques de Ziloh, buscando el momento idóneo para atacar. Sus ojos no se apartaban de sus dos únicos objetivos: los frascos en su cinto.
—Morirán —afirmó Ziloh—. ¿Crees que no sé lo que están haciendo? Las cuevas no los protegerán. Los encontraré y los abrasaré.
Xeli intentó atacar varias veces, golpeando con su espada repetidamente. Pero Ziloh no se inmutaba; la hoja rebotaba inofensiva contra su piel.
Atacar se volvía inútil. Este combate no era como el de Azel contra Cather.
Ziloh atacó.
Y Xeli vio su oportunidad.
Respiró hondo, extendió su espada, sintiendo su vibración y el cosquilleo recorriendo su cuerpo. Por un breve instante, la espada centelleó...
Luego, Ziloh la repelió, arrojándola lejos. Xeli gimió de dolor mientras su arma caía a varios palmos de distancia. Maldijo en voz baja.
—Esa arma no te pertenece —se burló el anciano.
«Usa tu propia espada. La usaste en el ritual», instó Daxshi.
—¿Mi propia... espada?
Algo vibró en su interior, una resonancia aguda. En su cinturón reposaba una daga negra con un símbolo que brillaba espectralmente. Xeli respiró hondo, consciente de que era su última opción. ¿Era esto a lo que se refería el nevrastar? Si tan solo Azel estuviera aquí...
Empuñó la daga con cuidado, sus manos temblorosas apenas podían sostenerla.
—¿De verdad crees que eso puede dañarme? —preguntó Ziloh, avanzando un paso.
Los pies de Xeli vacilaron.
Una sola oportunidad.
Ziloh atacó, barriendo con su bastón como si fuera una espada. Xeli apretó los dientes, tensando sus músculos y pronunciando una maldición mientras dedicaba una plegaria al Héroe. El cosquilleo se intensificó. Xeli se evaporó, su forma desapareciendo como bruma.
Y la daga se volatilizó con ella.
Por un instante, la hoja también se desvaneció, cortando como un millar de cuchillas al materializarse. La piel endurecida de Ziloh se rasgó con un largo tajo, y el cinto cayó. Xeli se deslizó, capturando los dos frascos que caían y alejándose rápidamente. Con una sonrisa, arrojó ambos frascos a la lejanía, donde se fragmentaron y la sangre se mezcló con los cadáveres.
De repente, la debilidad de aquel otro latido desapareció.
—Ya no puede matar a Azel... —dijo entre jadeos, cayendo de rodillas—. Ni a Loxus.
La evaporación cesó.
El rostro de Ziloh se llenó de ira.
—Tú... ¡Maldita! —chilló.
Y propinó una patada en el vientre a Xeli. La joven señora se encogió en el suelo, rodando mientras gemía de dolor.
—¿Crees que sirvió de algo lo que hiciste? —bufó Ziloh—. ¿Qué más me da? Mataré a Azel si es necesario. Pero estoy seguro de que ahora estará retorciéndose en el suelo, llorando por el caos en la ciudad.
» Fue inútil lo que hiciste, niña. Diane es piadosa contigo y quiere que dejes de sufrir. Aprovecha esta oportunidad para redimirte.
» ¿O prefieres que mate primero a tu querido Hierático? ¿Cuál de los dos debería presenciar la muerte del otro? Ustedes nos han hecho sufrir durante dos mil años; es hora de que entiendan nuestro dolor.
Xeli parpadeó en el suelo, demasiado débil. El mundo giraba y se fragmentaba a su alrededor. Había forzado demasiado sus poderes, que apenas comenzaba a entender. La sensación le recordó al momento en que huía de Cather, cuando el vínculo estaba incompleto.
Pero ya había triunfado. Ziloh se había revelado como un Hacedor de Sangre desconocido, un Silenciador de la Memoria y, al no conocer nadie a Azel, Ziloh pasaba por el otro homicida que buscaban.
—Mátala ahora —escuchó una voz—. No pierdas el tiempo con ese viejo.
Y Xeli sintió un escalofrío profundo.
La voz le resultaba familiar, como de un sueño lejano. Era gutural pero aguda, como si múltiples voces se superpusieran.
—Tu petición se cumplirá, mi diosa —respondió Ziloh.
Xeli levantó la cabeza.
Todo seguía girando.
Una figura fantasmal surgió al lado de Ziloh. Era una luz blanca y pura que le hablaba al sacerdote, como si fuera una deidad encarnada. Pero cuando se fijó en Xeli, se convirtió en una sombra negra, cuya presencia era etérea, como un flujo de corrupción en movimiento. Los ojos de la criatura eran abismos de vacío, que devoraban el tiempo mismo. Xeli los miró por un momento y su cuerpo se hundió en la oscuridad de la ruina y la decadencia. Sin necesidad de palabras, supo que estaba frente a uno de los Caídos del Portador del Olvido.
La muerte la acechaba.
Voluth se interpuso entre Xeli y Ziloh, sintiendo el viento vespertino acariciarle los oídos con susurros inquietantes. Su corazón latía como el de un trovador perdido en un bosque corrupto. No entendía lo que ocurría y no se atrevía a mirar el terror reflejado en el rostro de la muchacha. Sin embargo, el instinto protector lo impulsó a avanzar, ignorando la súplica previa de Xeli.
Ziloh, un formidable enemigo armado con un bastón infundido de poder, lo atacó con una ferocidad que rivalizaba con los elementos. Pero Voluth, siguiendo el prudente consejo de Cather, no intentó bloquear el golpe, sabiendo que sería en vano. En cambio, desvió el ataque con la elegancia de un halcón evadiendo el ataque y se plantó firme ante el Hierático, cuya mirada mostraba un enigmático desdén.
Los heroístas, como sombras desvaneciéndose en la penumbra, habían huido, casi como si el propio Héroe los hubiera protegido con su poder. Voluth podría haberse unido a su huida, ya que los dianistas estaban distraídos o confundidos por la situación. Sin embargo, aunque la muerte acechaba en cada esquina, su deber era claro: proteger a Xeli a toda costa.
—Voluth, el leal escudero de Cather que sigue la senda del Héroe —se burló Ziloh con un júbilo cruel en su voz—. Diane está de nuestro lado ahora, y su clemencia es evidente. Has servido fielmente a Cather, y puedes marcharte ileso.
—¿Y abandonar a Xeli a su suerte? —respondió Voluth con una resolución ardiente.
—Ella ha sellado su destino al dañar a Diane con sus actos malvados.
—Entonces, prefiero enfrentar la muerte.
Los dientes de Ziloh rechinaron en una mueca de desprecio.
—Como desees.
Ziloh lanzó su bastón al suelo con un estruendo sordo y, en un movimiento que resonó en la penumbra, sacó de su sotana una espada hasta entonces oculta. Voluth retrocedió, adoptando una postura defensiva, mientras una hoja rojiza con destellos purpúreos brillaba en la mano del Hierático.
Un poder desconocido se manifestó ante Voluth, algo que nunca había visto. La espada de Ziloh no era como las espadas de sangre de los asesinos ni como la de Cather, sino que emanaba un fulgor siniestro y sobrenatural.
En ese momento, Ziloh asestó un golpe certero a Voluth. Este trató de bloquearlo, ya que no tuvo tiempo para esquivar. Su espada se desintegró como cristal azotado por una tormenta, y un dolor agudo recorrió sus brazos mientras sentía la fractura en su brazo dominante.
Ziloh se erguía sobre ellos, una sombra amenazante que parecía oscurecerlo todo.
Voluth cerró los ojos, resignado, y vio la espada del Hierático alzarse sobre él. Al menos había logrado evacuar el sector norte y salvar a Kazey.
«Lo siento, Cather», pensó, con un pesar que resonaba en su alma.
Xeli contempló con creciente angustia cómo el arma de Ziloh se alzaba sobre Voluth cual nevrastar sobre su presa. Un fuego ardiente hervía en sus entrañas mientras intentaba reunir sus fuerzas. Buscaba desesperadamente una salida, cualquier chispa de poder que pudiera salvar a Voluth de su aciago destino.
¿Por qué se sentía tan menguada en ese momento crucial? Necesitaba ayuda desesperadamente; enfrentarse a esa entidad oculta tras Ziloh representaba un desafío descorazonador. La mezcla de pavor y repugnancia que le provocaba el mirar a esa criatura la asediaba sin tregua.
«Necesito tu ayuda, Héroe. No puedo hacerlo sola. ¡Necesitamos tu ayuda!», imploró Xeli entre sollozos.
Los soldados cercanos a Ziloh, con ojos centelleantes de maldad, avanzaron decididos, blandiendo sus armas y cercándolos. La carnicería de sus seres queridos parecía inminente.
Ziloh sonrió, y Xeli, con los ojos cerrados, aspiró profundamente, incapaz de soportar la visión de la muerte de Voluth o de más personas cercanas.
«No estás sola, nunca lo has estado. Te concedí el poder para protegerlos, pero también le pedí a ella que él fuera enviado para protegerte».
Xeli levantó la vista al oír el estruendo de acero contra acero, quedando petrificada ante la escena que se desplegaba ante ella.
Era sublime.
Un hombre vestido con dos capas, una negra y otra roja, había acudido al rescate. A pesar de haber oído relatos y leyendas, nada se comparaba con la realidad que veía. Ni siquiera sus propias hazañas la habían maravillado tanto.
El protector defendía a Xeli, a Voluth y a todos los hombres caídos de manera solitaria y majestuosa. Una bruma de sangre evaporada lo envolvía, otorgándole un aura mística. Su velocidad y precisión eran sobrehumanas. Xeli observaba cómo el hombre bicolor manejaba la espada de sangre originalmente suya, golpeando a los soldados en el cuello y otros puntos vulnerables con cada movimiento.
Era una tormenta devastadora, una tempestad que bramaba mientras protegía a los suyos. Una anomalía imposible de combatir, un poder más allá de toda comprensión. Y, sin embargo, era solo un hombre.
Los soldados retrocedieron, y el fuego en sus ojos se extinguió al ver a un Hacedor de Sangre con los colores de Diane y del Héroe masacrando a los seguidores de Ziloh. El grupo adiestrado por lord Walex para enfrentar a los Hacedores de Sangre había caído sin tener oportunidad de defenderse.
Ziloh gruñó y se lanzó hacia Xeli, atacando con fiereza. La joven trató de protegerse la cabeza, pero la niebla se deslizó y se interpuso entre ella y el Hierático, deteniendo su golpe.
Sus miradas se cruzaron.
El protector dio un paso adelante.
Ziloh retrocedió, y el espanto se reflejó en sus ojos. Los hombres a su alrededor se apartaron, arrojando sus armas al suelo, abrumados por la confusión. Presenciaban un Hacedor de Sangre con los colores de Diane y del Héroe enfrentándose a su Hierático.
Todos en la calle los rodearon, confundidos, sin comprender lo que ocurría.
—¡Tú! —bramó Ziloh, retrocediendo y señalando al hombre bicolor con la espada.
Este, como una sombra nocturna rodeada de partículas de sangre vaporizada, apuntó con su espada a Ziloh.
—Los traicionaste en nombre de Diane; manipulaste sus mentes creyéndote superior—su voz potente y clara resonó por toda la calle—, pensaste que podrías escapar de tu destino. Pero nunca serviste a Diane. No serviste a nadie más que a ti mismo. Eres una aberración. Un seguidor del Portador del Olvido, un Silenciador de la Memoria.
» En nombre de Diane y del Héroe te declaro apóstata, como ahora te declaro muerto.
Azel, ataviado del rojo de Diane y el negro del Héroe, había llegado.
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