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Pues uno de ellos ha llegado o quizá nunca se fue.
De las notas de Zelif.
«¿En verdad estoy haciendo esto?», pensó Cather mientras avanzaba entre la muchedumbre con paso firme.
La caballera sacudió la cabeza, rechazando esos pensamientos. No había vuelta atrás. Su armadura nívea, decorada con grabados de dragones y llamas, brillaba bajo la luz de la luna creciente emergiendo entre las nubes tormentosas. La lluvia caía suave pero persistente, empapando su rostro y su cabello castaño. El cielo parecía anticipar una noche de turbulencias.
En el sector sur de la ciudad, una efervescencia de actividad dominaba las calles. Personas de toda clase y condición se agolpaban ansiosas por llegar a la catedral de Diane, donde se celebraría el nombramiento del nuevo Hierático de la Deidad Inmortal. Este evento histórico atraía a nobles y plebeyos, ricos y pobres, fieles y escépticos. Solo los heroístas, seguidores del Dios Negro, se mantenían al margen, ocultos en las sombras.
Los sacerdotes, vestidos con sus impecables hábitos blancos, caminaban majestuosamente por las adoquinadas calles. Sus voces resonaban como cánticos celestiales, llamando a la multitud a congregarse en la catedral. Las palabras de los sacerdotes parecían un llamado divino que llegaba directo a los corazones de la gente.
Por otro lado, los soldados, armados con lanzas relucientes y escudos pulidos, formaban una barrera impenetrable alrededor del templo. Sus miradas agudas y alertas escudriñaban cada sombra, cada rincón oscuro en busca de amenazas. La tensión en el aire era palpable, como una tormenta que acechaba sobre la ciudad.
En las sombras, se tejían planes oscuros y misteriosos, como hilos de una tela invisible que amenazaban con desgarrar el destino de Nehit y Edjhra. Los vientos del cambio soplaban a su alrededor, y el destino de su tierra natal pendía de un hilo tan delicado como la tela de una araña en una fría noche de otoño.
La catedral se alzaba imponente ante sus ojos, una obra maestra de arquitectura desafiando al cielo con sus torres y agujas. Era el símbolo del poder y la gloria de la Deidad Inmortal, el lugar donde residía su voluntad. Cather sintió un escalofrío al observar las enormes puertas de madera tallada, custodiadas por dos estatuas de ángeles con espadas flamígeras. El templo estaba abarrotado hasta el último rincón por los fieles y los curiosos. Los palcos nobles, situados en lo alto del altar mayor, estaban repletos de damas y caballeros en sus mejores galas.
La caballera era consciente de que las huellas de la corrupción, oscuras como el carbón y la ceniza, se hacían más evidentes en la catedral del dianismo que en la del heroísmo. El aire estaba cargado de un olor acre y metálico, que le recordaba el sabor de la sangre en su boca.
La gente se apiñaba en las calles y los balcones, buscando un lugar desde donde presenciar el espectáculo. Cather y Kazey lograron abrirse paso hasta una plaza cercana a la catedral. Cather pudo ver el rostro de Ziloh, el elegido para ser el nuevo Hierático. Su expresión serena y confiada parecía indicar que estaba destinado a ocupar ese puesto.
«Tenemos que detenerlo —le había dicho Xeli refiriéndose a Ziloh—. He visto lo que puede suceder. La ciudad quedará devastada. Muchos morirán. ¡Tenemos que impedirlo!»
No sabía qué significaba eso, pero había algo en la voz de Xeli que le había hecho confiar en ella, algo que la llevó a arriesgar su vida y su honor para ayudarla.
Cather palpó los dos frascos que llevaba en su cinturón. Uno contenía la sangre de Azel y el otro, la de Xeli. Podría rastrearlos siguiendo estas simples gotas de sangre si decidieran traicionarla.
—¿Estás bien, Lady Cather? —preguntó Kazey, su fiel escudera.
Cather asintió y cambió de tema.
—¿Qué sabes de Voluth?
Kazey se encogió de hombros y contestó con una voz cargada de desprecio.
—Se fue con los traidores.
—Traidores... —Cather repitió con sarcasmo—. No me digas que te has creído esa patraña, Kazey.
La joven apretó los dientes, pero sus ojos delataban un conflicto interno.
—Vales más que eso—prosiguió Cather—. Mucho más que esta guerra absurda. Son amigos, deberían estar unidos pase lo que pase. Deberían ayudar a detener esta locura. Dime, Kazey, ¿cuál es tu deber?
—Escudera de Caballero Dragón—respondió Kazey.
—Así es, una pacificadora—afirmó Cather—. Entonces, ¿qué hace un escudero sino también pacificar? Te quiero a mi lado cuando las cosas se pongan feas, igual que quiero a Voluth. Esta ciudad no puede sucumbir al caos, y los necesito a los dos para evitarlo.
Kazey la observó, su expresión mostrando confusión y duda.
—Debo acudir a la ceremonia, miladi—dijo finalmente, más como una súplica que como una afirmación.
A regañadientes, Cather la dejó marchar. La joven le dio un saludo castrense y bajó por las escaleras. Cather no podía revelarle sus verdaderos designios para esta noche; la joven no solo no lo comprendería, sino que trataría de detenerla. ¿Impedir el nombramiento de un nuevo Hierático? Era una locura sin parangón. Era mejor que Kazey se alejara, aunque eso la dejara indefensa ante Ziloh una vez más.
Cather desvió la mirada hacia la nobleza, soberbia y frívola, disfrutando de su diversión sin mostrar respeto por la solemnidad del momento. Incluso los niños se mofaban.
—No me gusta este lugar—se quejó una voz infantil en la lejanía.
Cather se sobresaltó al escucharla y siguió la voz hasta una niña impaciente que se retorcía en su silla, mostrando su desagrado.
—No me agrada, Ril—continuó Kisol—. Este lugar da miedo.
—Pero tenemos que estar presentes—respondió el heredero—. Es importante que nos vean en este día. Será crucial para la historia de Sprigont.
Cather quedó pasmada por la escena que se desplegaba ante sus ojos. Los nobles observaban el espectáculo con gestos de indulgente diversión, desde su ataraxia desdeñosa y distante. La solemnidad de la ceremonia les resultaba ajena, como si apostaran entre ellos sobre los eventos que se avecinaban. Lady Janne Malwer personificaba esta actitud con una sonrisa anticipada en sus labios. Sin embargo, la verdadera sorpresa estaba en el sector más eminente del palco, donde deberían haber estado los Stawer.
Pero solo había dos de ellos. Kisol, la más joven de los Stawer, parecía una niña aburrida que buscaba distracción. Por el contrario, lord Rilox mostraba signos de agotamiento: ojeras profundas bajo sus ojos fatigados y la indumentaria desarreglada. Su camisa sobresalía de sus pantalones y la casaca se encontraba desabotonada. No se vislumbraba rastro alguno del gran señor Lord Haex ni de Lady Jhunna.
—¿Y dónde está Xeli? —preguntó la joven con voz aguda, atrayendo todas las miradas hacia ella al pronunciar el nombre de la misteriosa dama.
—Escondiéndose como una rata asesina —bromeó Lady Janne, lo suficientemente alto para ser escuchada por todos, pero lo suficientemente bajo para mantener las apariencias.
Rilox percibió las miradas furtivas y los susurros, semejantes al siseo de serpientes conspiradoras. Frunció el ceño al observar a los otros nobles, incluida su prometida, sentada más lejos junto a su propia casa noble. Su expresión se suavizó al posar la mirada en Kisol.
—Nuestra hermana está ocupada en otros asuntos—explicó Rilox, desviando su mirada hacia Cather de manera indirecta, como si supiera que ella lo observaba—. No te preocupes por ella, estará bien. Te sorprenderá lo que tu hermana está haciendo por nosotros.
—Es una Hacedora de Sangre, ¿verdad? —preguntó la niña.
—La más poderosa de todas—respondió Rilox en voz alta—. Y sigue siendo parte de la Casa Stawer. Hasta ahora, no he conocido a nadie lo suficientemente temerario como para enfrentarse a la familia del Gran Señor. Sería una insensatez. Otras casas nobles han sucumbido por mucho menos.
Lady Janne soltó una maldición en voz baja. Las campanas que anunciaban el inicio de la ceremonia repicaron, impidiendo a Cather seguir escuchando. El sonido era estridente y penetrante, como un aviso de que algo terrible iba a ocurrir. Cather sintió un escalofrío recorrerle la espalda y se aferró a Juicio con fuerza, presintiendo que esta noche sería diferente.
Uno.
Los sacerdotes avanzaron hacia el centro de la imponente sala de ceremonias. A ambos lados del pasillo central, dos filas de hombres y mujeres con sotanas escarlata sostenían petralux en sus manos. Las estatuas que los rodeaban desprendían una luz cegadora, con sus ojos pareciendo joyas engarzadas en la piedra labrada.
Dos.
Un silencio reverencial cayó sobre la multitud al contemplar la llegada de los sacerdotes. El fulgor de las pequeñas piedras, comunes en la Tierra Corrompida, inspiraba devoción, similar a la luz de una nueva alba.
Tres.
Vexil elevó con solemnidad el símbolo de Diane. Cather respiró hondo y se dirigió con firmeza hacia la salida de los palcos.
Cuatro.
El canto de los sacerdotes comenzó, un himno tan sagrado que Cather apenas lo había oído en contadas ocasiones. Los plebeyos murmuraban el ritmo suavemente, como si acompañaran una melodía ancestral. Los nobles, en cambio, permanecían en silencio sepulcral. Una opresión empezó a asfixiar el pecho de la caballera.
Cinco.
Las pinturas en el techo narraban una vez más la epopeya de la Cantata del Fuego. Diane enfrentándose al Portador del Olvido, las legiones demoníacas de Infernis arrasando ciudades, reinos y continentes, y las fuerzas de la Deidad Inmortal junto a los ángeles de Rakuem resistiendo ante ellos. Sin embargo, Cather no pudo reconocer al Héroe en ninguna de las pinturas.
Seis.
Los sacerdotes llegaron finalmente al púlpito, donde se erguían las estatuas gemelas de Diane. La doncella y la dragona, encarnaciones de su poder y pureza. Los fieles sacerdotes rindieron homenaje a su diosa antes de retirarse a sus asientos a ambos lados del altar.
Siete.
Cather descendió hasta el nivel inferior y se alejó de la vista de las filas de sacerdotes que seguían ocupando sus lugares. No obstante, uno de ellos permaneció de pie, flanqueado por dos hombres que lo custodiaban desde atrás. El sacerdote Jukal siguió entonando el canto, mientras la música crecía en intensidad. Un segundo latido en el interior de Cather la inquietó y le llenó de urgencia por huir.
Ocho. Cather avanzó con cautela por uno de los pasillos que conducían al sótano de la catedral. Los pasos resonaron cerca del púlpito, marcando el inicio de la ceremonia con la llegada de Ziloh.
«Con suerte, durará un par de horas, como dicta la tradición», pensó Cather mientras se internaba en la oscuridad del sótano.
La caballera avanzó sin encontrar ningún obstáculo; no había guardias ni sacerdotes, ni siquiera una sola alma que se atreviera a importunarla. Pronto encontró la entrada al sótano mencionado por el asesino. Jugueteó con los frasquitos de sangre que colgaban de su cinturón. Este era el momento crucial, y si Azel o Xeli le habían mentido, Cather estaba dispuesta a usar la Extracción para descubrir la verdad.
Rebuscó minuciosamente en la estancia hasta dar con la lámpara petralux. La encendió, abriendo completamente las compuertas para que la luz cargada llenara la habitación. Así, pudo vislumbrar un sótano que parecía ser igual que cualquier otro, un lugar envejecido por el inexorable paso del tiempo. Al fondo se alzaban las imponentes estatuas de la Deidad Inmortal: la doncella con los brazos abiertos y el dragón pálido. Cather se aproximó con determinación, pero al llegar a su altura, se detuvo de golpe.
En el colgante de Diane, la diosa representada, brillaba una gema rojiza, un rubí.
—No puede ser...—susurró, sintiendo una mezcla de esperanza y desesperación.
Había rezado por un instante que el asesino se equivocara o mintiera, pero era evidente que la Puerta de Sangre estaba bajo la catedral. Los Hacedores de Sangre solían utilizar tales puertas como pasadizos secretos o cámaras ocultas, destinadas solo para sus ojos. Jamás habría imaginado que hubiera una bajo el lugar de adoración principal de la ciudad.
Cather acarició la gema con sus dedos y percibió el vínculo con la roca. La caballera invocó su habilidad, y el rubí respondió brillando intensamente. Las estatuas de Diane se deslizaron hacia atrás y se fusionaron con la roca. De pronto, la piedra se abrió y reveló la entrada al pasadizo.
Con un gesto de frustración, Cather se llevó una mano al rostro, agotada. El estruendo de la ceremonia en la superficie resonaba como un murmullo lejano. Descendió por una escalera deteriorada y antigua. A pesar de la tenue luz de la lámpara petralux, las huellas de la Devastación eran visibles en las paredes, como si la negrura absoluta hubiera carcomido la roca con el tiempo.
Cather, desconocedora de la existencia de este pasadizo y de la bóveda que ocultaba bajo la catedral del Héroe, se preguntó sobre la importancia de esta revelación. La inquietud creció en su interior, y un segundo latido resonó en su pecho, llenándola de ansiedad.
—Eres una Caballera Dragón —se reprendió, buscando recuperar la confianza en su rol.
Hirvió Sangre de nuevo, sintiendo como el poder fluir a través de ella, pero la inseguridad persistía. ¿Qué tan débil se había vuelto? Extendió el brazo con la lámpara, reconfortada por la luz que emanaba y que le proporcionaba una sensación de seguridad en medio de la oscuridad. Cather avanzó con paso firme, deseosa de concluir esta tarea rápidamente. Azel había intentado explicarle la ruta, pero ni él había logrado hacerlo con precisión. Ahora ella comprendía por qué: en la penumbra, todo parecía igual, las sombras se entrelazaban y confundían.
De repente, chocó con algo en el suelo y se inclinó para examinarlo. Eran prendas desgarradas, ropas envejecidas y deterioradas con el tiempo. Cather apretó los dientes al recordar las palabras del asesino: era un cadáver, uno de muchos.
Cather continuó su marcha. La piedra crujía bajo sus pies debido a la Solidificación que se formaba poco a poco. Se preguntó qué hacer con esta macabra revelación. ¿Acusar a los Dianistas de asesinato? ¿Para qué serviría, sino para llevar a la ciudad a la perdición? Sería una acusación sin precedentes, aún más grave que las acciones de Azel, quien se había escondido bajo un manto de incertidumbre.
Necesitaba hablar con el Gran Consejo y pedir ayuda. La situación se le escapaba de las manos, y su autoridad no valía nada en ese momento. Requería el apoyo de una entidad superior. Las Almas del Gran Consejo, los tres líderes que escuchaban y guiaban a Edjhra, habían sido informados por docenas de cuervos enviados por Cather, pero no había recibido respuesta alguna.
La Caballera Dragón, con determinación en su mirada, llegó al sombrío paraje que Azel le había descrito con vagos detalles. No se trataba de unas pocas bóvedas, como había imaginado en su ingenuidad inicial, sino de una vasta red de cavernas subterráneas. Cientos de celdas se extendían por los intrincados túneles, formando un laberinto de pesadillas.
Los esqueletos de los que habían sufrido en silencio, consumidos por los estragos del tiempo, decoraban las celdas con su triste presencia. En algunas puertas se apreciaban marcas desesperadas, arañazos profundos que hablaban de personas que habían luchado por la libertad arrebatada. La historia de sus agonías se inscribía en los rasguños, como un sombrío testimonio de su valentía.
El aire estaba impregnado de un aroma opresivo, el inconfundible perfume de la muerte, como un espectro etéreo que acechaba en cada esquina. Era la constante presencia de lo inevitable, un recordatorio siniestro de que ninguna alma podía escapar a su abrazo final.
Cather, con sus ojos llenos de compasión y horror, observó los montones de cadáveres que se extendían ante ella. Algunos yacían amontonados en macabras pilas, otros abandonados en rincones oscuros como testigos silenciosos de la crueldad sufrida. Algunos de los fallecidos habían clamado en sus últimos alientos, y las paredes aún llevaban las huellas de sus súplicas y lágrimas, como cicatrices en el alma del lugar. Incluso los cuerpos de niños yacían en aquel tétrico sepulcro subterráneo. Cather se apoyó contra la pared, abrumada por la desesperación y la decadencia que la rodeaban, sintiendo en su corazón el peso insoportable de la tragedia presenciada en ese lúgubre abismo.
—Entonces, eso explica la creciente lista de desaparecidos en los informes de Xeli —murmuró Cather con un susurro que parecía desgarrar el aire—. Todos ellos... terminaron aquí, atrapados en este siniestro lugar.
Golpeó el muro contiguo, que se resquebrajó como si fuera polvo. Prosiguió su camino hasta el final del túnel, donde encontró una puerta demasiado elaborada y ornamentada para una celda común, tras interminables minutos de caminata angustiosa.
Abrió la puerta de un fuerte portazo, sin precaución alguna. Estaba enfurecida, tanto consigo misma como con la situación. Apretó los dientes y se mordió el labio hasta sangrar. La sala era exactamente como Azel la había descrito.
Estantes llenos de libros envejecidos y cubiertos de polvo rodeaban la estancia, junto con un escritorio en el fondo. El lugar estaba sorprendentemente bien conservado, en marcado contraste con el exterior. Alguien había estado allí recientemente, quizás unas pocas horas antes.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Cather. Reconoció algunas de las notas y apuntes en varias paredes, pues las había leído en el mismo libro que Azel le había entregado. Pero había más. Algunas notas eran de Lord Walex, quien había tenido sus propias experiencias inexplicables. El hombre había intentado comunicarse con algo, pero luego había desistido. ¿Habría recuperado la cordura?
Recordó entonces las palabras de Xeli. Había algo mucho más grande en juego. ¿Tendría razón la joven? Pasó la mirada por las notas y se detuvo en una que le llamó la atención, la misma que inicialmente había sembrado dudas sobre la veracidad del libro.
«Día 15 de Otju del año 2072 d.C», leyó Cather.
Montañas de infantes muertos. Él me jura que no hay culpa en semejante infanticidio, pues no son vástagos de las gentes de aquel dios abominable. Todos esos angelitos, con los cuellitos cortados y la piel calcinada, me aguardarán, inmaculados en el Más Allá.
La iglesia nos amonesta que nuestros pecados nos acechan en nuestros ensueños. Pero en mis ensueños solo contemplo el aniquilamiento de los míos. Aún despierto sollozando, convulso y, a veces, mojado.
Me desperté mojado, creyendo que la humedad se debía a la sangre de los cuellos hendidos de los niños... pero era mi propia humedad. Gracias a Diane y al Héroe que aún velan por nosotros.
Él me ha forzado a perpetrar tales atrocidades y no puedo evitar reír de lo desesperado que me hallo, ansiaría arrancarme las uñas mientras siento como me roen las entrañas lentamente. Pero él no lo desea, y no sé por cuánto tiempo logremos estar vivos. Por cuánto tiempo él quiera que sigamos vivos.
Estoy seguro de que hay más con sueños y pensamientos semejantes. Que no soy el único. Cada vez tengo más claro que pierde su influencia en mí... y está buscando a otro. Intenté prevenirle a Ziloh, pero no me escucha. Quizá ya sea demasiado tarde.
Si alguien lee esta carta, solo espero que no sea demasiado tarde. Que haya podido hacer algo. Oh, Diane, perdóname por hacer tales atrocidades.
Te lo imploro.
Cather retrocedió, asfixiada. ¿Qué estaba pasando? Estos cadáveres, ¿habrían sido de Zelif? Eran demasiados. ¿Qué más habría ocurrido con sus antecesores?
Cather tuvo que apoyarse contra el muro adyacente, sintiendo cómo todo en su cabeza daba vueltas. El mundo se resquebrajaba; algo o alguien estaba influenciando a Zelif.
La imagen de aquel ser de mil voces volvió a Cather: una criatura que consumía la luz. ¿Qué era esa cosa? ¿Podría ser uno de los Caídos?
Entonces Cather enmudeció al encontrar la siguiente nota, una más abajo, escondida. ¿Azel no la había visto antes? ¿Formaba parte del libro?
«Día 9 de breju del año 2072 d.C», leyó Cather y no pudo evitar sobresaltarse, ya que había sido unos pocos días antes de la muerte de Zelif.
La carga que llevo sobre mis hombros es insoportable. Su voz me taladra los oídos como una aguja envenenada, y estoy seguro de que conoce mis oscuros designios. La sombra de la muerte acecha con avidez, esperando el momento de devorarme. Pero ¿qué más puedo esperar? Quizás consiga unir a ambas facciones antes de que... Sea demasiado tarde.
¿He invertido suficiente esfuerzo en Sprigont? Conozco su nombre, sé quién es, pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta cada vez que intento pronunciarlo. Mi pecho palpita con dolor en cada ocasión en que me esfuerzo por mencionarlo a otros. Es como si una mano invisible me estrangulara, impidiéndome revelar su identidad.
Pero en última instancia, nada de esto importa.
Hay algo que incluso él, el enigmático ser, teme profundamente, algo que ha luchado por erradicar sin éxito. Ese es el secreto de su futura derrota. Ese es el poder que yo poseo.
Estas palabras las dejo escritas entre lágrimas, porque quizás esta sea la única contribución que puedo hacer. Pero el Dios Negro debe prevalecer, su pueblo debe vivir, o la influencia de esa entidad será el yugo inmisericorde que asfixie a la humanidad, subyugando las verdades como siempre ha hecho.
Aquella voz es uno de ellos, y puedo sentir su aliento helado en mi nuca, sus ojos ardientes en mi espalda. Sé que no me queda mucho tiempo.
Cather retrocedió con el pecho agitado. El aire le quemaba los pulmones, el sudor le perlaba la frente. Tenía que detener la ceremonia; no podía dejar que siguiera. Algo andaba terriblemente mal, aunque no lo entendiera del todo. Ziloh no podía ser un Hierático. Solo ella podía impedir esto.
Se giró hacia la salida al oír un alarido, un rugido gutural que sacudía el aire como la furia de una bestia enloquecida. Desenvainó su espada, lista para lo peor. Los pasos que se acercaban resonaban como el pesado caminar de un gigante, haciendo temblar el suelo bajo sus pies. Cather reconoció el sonido; lo había escuchado antes en las tierras del oeste, donde la vida misma perecía.
El asesino le había advertido, pero ella había ignorado su advertencia. Un Nevrastar en plena capital era inconcebible, y, sin embargo, ahí estaba. Corrió hacia la puerta, desesperada por escapar. Había luchado contra Nevrastar en el pasado y sabía que no eran criaturas muy inteligentes ni muy fuertes, solo una masa en movimiento.
Abrió la puerta y se sumergió de nuevo en los túneles oscuros. En la oscuridad apenas distinguía nada, pero los aullidos de la bestia y los retumbantes pasos como de cientos de caballos la alertaban. Su sangre hervía, preparándose para el combate, mientras Juicio emitía una tenue luz. El segundo latido palpitaba con ansias en su interior.
Ante la luz de su lámpara, colgada de su cinturón, se mostró una monstruosidad como ninguna que hubiera visto antes. Era más grande que cualquier criatura cuadrúpeda que hubiera conocido, como dos carromatos apilados. La piel de la bestia goteaba como brea ardiente. No tenía ojos ni orejas, solo una boca llena de dientes afilados como cuchillas. El Nevrastar soltó otro chillido, y el mundo a su alrededor pareció romperse con un estruendo atronador, como si un trueno hubiera estallado a pocos pasos de distancia.
Cather avivó el hervor, potenciando su poder. La rabia, la incompetencia, el miedo, todos sus sentimientos se mezclaron en un torbellino de emociones. La Solidificación rugió en respuesta. El nevrastar se lanzó hacia ella, y Cather giró sobre sus pies, esquivando su ataque para contraatacar, dirigiendo su espada hacia una de las patas de la bestia. Pero un golpe la alcanzó en el costado, lanzándola varios metros lejos. La oscuridad ocultó al Nevrastar, y el dolor ardía en el costado de la caballera.
«Tiene una cola... fantástico», pensó Cather mientras se levantaba con un gemido de dolor.
Dolor.
No se había dado cuenta de la magnitud del impacto que había recibido hasta ese momento. La había lanzado por los aires y dañado su armadura, todo mientras se encontraba en estado de Solidificación. Un escalofrío le recorrió la espalda. Este Nevrastar no era normal, sino algo mucho peor.
La criatura se precipitó hacia ella como un carro fuera de control, gruñendo. Cather intentó alcanzar su espada instintivamente, pero había caído a varios metros de distancia.
«Estúpida», se recriminó a sí misma.
El Nevrastar se acercó peligrosamente a ella, y era imposible esquivarlo a esa distancia. Cather extendió los brazos, avivando su poder y anclándose firmemente al suelo. Combinó la Condensación y la Unión, utilizando su Habilidad Complementaria de Amplificación de sangre. Sus músculos se hincharon, y una oleada de fuerza la invadió. Su poder, reflejos y velocidad aumentaron gradualmente.
Entonces, detuvo al Nevrastar.
Sus manos chocaron con el cuerpo de la bestia, deteniéndola en seco. El Nevrastar luchó por avanzar, como si hubiera chocado contra un muro inquebrantable, pero Cather resultó ser una barrera impenetrable para la criatura.
Cather se aferró a la piel ardiente de la criatura, sintiendo cómo la brea la chamuscaba y su armadura se derretía. El dolor era soportable gracias a la Solidificación, aunque esta perdía eficacia en el intenso calor. Sin embargo, Cather no podía permitirse soltar al Nevrastar. Lo tomó con firmeza y lo arrojó con violencia contra uno de los muros cercanos.
La criatura chilló mientras era zarandeada en el aire, girando por el suelo antes de golpear de bruces contra la pared. Cather jadeó, sintiendo sus manos ardiendo. Rápidamente, se desabrochó los guanteletes inutilizados, que se habían derretido debido al calor. Luego se dirigió apresuradamente hacia Juicio, la tomó y volvió la vista hacia el Nevrastar.
La criatura se puso de pie, bufando y sacudiendo la cabeza. La observó con una mirada vacía, si es que aquel monstruo podía observar, y emitió otro alarido. El Nevrastar extendió ambas patas delanteras, y unas garras del tamaño de estoques se formaron, mientras que su cola se erizó como una lanza, apuntando directamente hacia Cather.
Aquella bestia no era estúpida. Estaba entrenada para matar, especialmente a los Hacedores de Sangre.
Se preparó para embestirla nuevamente, pero esta vez Cather no podía cometer el mismo error. Un descuido significaría su muerte. Plantó los pies firmes sobre el suelo y tomó la espada con ambas manos, adoptando la postura del Solidificador, una defensa impenetrable. Cather inspiró profundamente y susurró:
—Ven.
El Nevrastar se lanzó hacia ella, saltando por los aires y extendiendo sus patas, cuyas garras relucían con malicia. Cather mantuvo la calma y no se apresuró a esquivar. Respiró lentamente y, en un instante, se deslizó hacia un lado. El golpe del Nevrastar estuvo a punto de alcanzarla, pero ella respondió con su propia espada.
La hoja centelleó, irradiando un brillo espectral, una luminiscencia sin luz. En un instante, Cather cercenó las patas de la criatura con una hoja que destruía todo a su paso. El Nevrastar cayó de bruces al suelo, chillando y retorciéndose de dolor. Cather jadeó, observando cómo las patas de la criatura humeaban. A pesar de que el Nevrastar tenía la capacidad de regenerarse naturalmente, la espada de Cather estaba diseñada para contrarrestar esto. Contaba con la Retención, que le permitía controlar y estabilizar, y con la Unión, que le otorgaba el poder de preservar y mantener. Ella podía obligar a un Evaporador a cancelar su Habilidad, a un Amplificador a reducir su eficacia, y, en este caso, podía detener la regeneración del Nevrastar.
Sin embargo, la bestia seguía viva.
Cather se aproximó con determinación, decidida a encontrar el punto vulnerable de la bestia a base de cortes. De repente, la cola del monstruo se extendió, creciendo varios metros más allá de lo esperado y la golpeó directamente en el peto. La caballera reprimió un gemido de dolor y cayó de espaldas. La cola la presionaba con un peso que superaba el de un carromato o incluso un edificio. Sabía que se partiría en dos si desactivaba la Solidificación. Jadeó y gruñó, un rugido más gutural que el propio del Nevrastar. Agarró su espada con firmeza y la descendió como pudo. La enterró en la cola de la bestia. Humo brotó de la herida, llenando el aire. El Nevrastar chillaba de dolor, pero no debilitó su agarre.
Cather sentía la asfixia provocada por la criatura, pero se obligó a sí misma a levantarse. Aulló y agarró la cola de la bestia con la mano desnuda. El dolor la invadió, el calor la quemaba como si tocara aceite hirviendo, pero poco a poco levantó la cola.
—¡No eres más que un Nevrastar! —gruñó Cather al ponerse de pie.
Cortó la cola de la criatura y después le cortó la cabeza. El Nevrastar seguía debatiéndose, seguía vivo. Cather enterró su espada en la columna vertebral de la bestia y cortó, abriéndola por completo. Tal vez no supiera el punto débil exacto del Nevrastar, pero no había forma de que aquella criatura sobreviviera a un desgarro tan brutal.
Se detuvo cuando el Nevrastar dejó de aullar. Cather retrocedió, jadeando. Su armadura, antes imponente, humeaba con el calor del combate. El acero se derretía por el contacto con la criatura.
La bestia había muerto al fin.
Cather se giró hacia la salida, sintiendo una oleada de agotamiento. Su cuerpo le dolía por las numerosas magulladuras, cortes y quemaduras. No obstante, avanzó con determinación mientras se despojaba de la armadura humeante. Aún tenía tiempo para detener la ceremonia.
Sin embargo, el mundo comenzó a girar a su alrededor. Cather sofocó un grito y se apoyó en el muro cercano. Hizo un esfuerzo por mantener la Solidificación y quedarse de pie. Le costaba respirar y su cabeza palpitaba intensamente. Cerró los ojos por un momento, tratando de recuperarse.
—Devastador Nevrastar —gruñó.
Continuó caminando, cojeando en cada paso. De repente, sintió un frío intenso, su cuerpo temblaba y podía ver su propio aliento en el aire. Se quitó el peto del pecho, pero no sentía calor del acero humeante. Pronto, perdió el contacto con las superficies, como si sus sentidos se desvanecieran.
¿Qué tan debilitada la había dejado el Nevrastar?
De pronto, una ola de debilidad la abrumó. Se sentía exhausta y débil. Tenía ganas de acostarse en el suelo y dormir. ¿Por qué no podía descansar un momento?
De pronto, un escalofrío la sacudió y Cather se llevó una mano a la cabeza.
—¡Reducción! —gritó.
Por instinto, hizo hervir su sangre y comenzó a Amplificar. Sabía que podía contrarrestar el poder con su opuesto, pero sintió el segundo latido palpitando en su interior, lleno de pavor. Se enderezó, alerta, sintiendo el frenético latir de su corazón.
Escudriñó a su alrededor en todas direcciones, pero no había nadie cerca. ¿Cómo podían usar la Reducción en ella? ¿Alguien había logrado conectar con su sangre? Entonces, vio cómo sus reservas de sangre se agotaban a una velocidad sorprendente, como si las estuvieran drenando.
—No... —musitó.
Y se detuvo, con los ojos muy abiertos. Su sangre se estaba desvaneciendo. Alguien estaba utilizando la Extracción en ella, una combinación mortal. Parecía imposible que pudieran robarle su sangre.
Cather tuvo que cancelar su Solidificación y supo que pronto haría lo mismo con la Amplificación. Se le acababa la sangre y se arrodilló, al sentir que el dolor se hacía más intenso. Sus manos le ardían como si las hubieran envuelto en llamas.
—¿Cuándo...? —jadeó, mientras luchaba por respirar.
Entonces, recordó el único momento en que había sangrado: su batalla con Azel. El asesino la había herido, haciéndola sangrar y debilitándola. ¿Habría guardado su sangre para este momento? ¿También quería matarla? ¿Por qué?
Cather se apresuró a coger los frascos de sangre que llevaba consigo y los sujetó con firmeza, evitando que se le cayeran al suelo. Se preguntó por qué el asesino la quería matar ahora, después de haberse reunido con ella y haberle dado indicaciones para descubrir el secreto de la iglesia.
Luego, le vino a la mente la imagen de ella inconsciente en medio de la calle, con su cuerpo lleno de magulladuras y heridas tras la batalla contra Azel, y Ziloh estaba allí con ella. El sacerdote había ordenado que la buscaran y la cuidaran. Pero ¿por qué? Él no debería haber sabido que se había enfrentado al asesino. Nadie debería saberlo.
Sin embargo, él lo sabía y había aprovechado la situación.
—Me robó... mi sangre —susurró Cather.
Abrió los frascos y les quitó los corchos, bebiendo su contenido de un trago. La sangre bajó por su garganta, tibia. Cather no podía permitir que Ziloh poseyera también la sangre de Xeli y Azel porque, si eso ocurría, los mataría. Estos frascos eran su última oportunidad para resolver todo. De repente, todo se oscureció.
Cather se preguntó cuánto tiempo habría pasado cuando oyó pasos.
—Te dije que no teníamos que preocuparnos, mi diosa —dijo una voz a lo lejos.
Cather abrió los ojos con dificultad y vio al sacerdote Ziloh frente a ella, vestido con la sotana roja de los Hieráticos. Se preguntó si la ceremonia ya habría terminado, pues le parecía imposible que hubiera transcurrido tanto tiempo.
—Oh, Cather, ¿por qué lo hiciste? —preguntó Ziloh con un tono tan amable que la caballera se estremeció.
—Mataste a Zelif... —tosió Cather—. ¿Por qué?
—Zelif... nos traicionó a todos —dijo Ziloh, como si esa verdad le doliera profundamente—. Todos nosotros confiamos nuestras vidas y nuestra seguridad en él. Era como un padre para mí, ¿lo sabías? Pero él decidió traicionarnos.
Cather volvió a toser.
—Él fue la elección de la diosa —siguió Ziloh con una voz cargada de solemnidad, sus ojos reflejaban un brillo antinatural—. No me refiero a su posición como Hierático; eso es un título que otorgamos nosotros, simples mortales sin el don divino. Pero él... él fue elegido directamente por la diosa. Hablaba con Diane, como yo lo hago ahora. Ella le daba consejos y lo guiaba en su camino. ¿Entiendes lo que hizo él? La despreció y desobedeció todas sus peticiones. En verdad, parecía disfrutar al hacerla sufrir.
Ziloh se detuvo un momento, permitiendo que sus palabras calaran en la mente de Cather. El aire estaba cargado de un peso invisible, como si el recuerdo mismo de Diane estuviera presente en ese lugar.
—He escuchado innumerables preguntas. ¿Por qué aborrecemos a los Heroístas dices? Por lo que le hicieron a Diane. Aún hoy, sufre por ello, ¿lo sabías? Me cuenta su tormento a diario. Se cuestiona por qué la gente venera a su verdugo. ¿Por qué existen seres así, Cather? ¿No debería ser la esencia de la religión guiar a los fieles hacia el camino del bien?
Ziloh hizo una breve pausa, dejando que su mirada se perdiera en el cadáver del Nevrastar.
—Los sollozos de mi diosa me atormentan. No quiere vivir en un mundo donde los crueles matarifes como el Héroe siguen respirando. Su súplica constante es acabar con eso.
» ¿Recuerdas que te conté que Zelif disfrutaba enfermizamente de hacerla sufrir? Pero ¿sabes el motivo? Se pasó al bando de los Heroístas. Arrastró a muchos de los nuestros por ese sendero sacrílego. Oh, Cather, no puedes imaginar la atrocidad que se volvió Zelif. ¿Te enteraste de que intentó unificar ambas religiones? ¿Es eso posible? Su muerte fue necesaria para restaurar el equilibrio— Ziloh cerró los ojos, como si reviviera las sombras del pasado—. Lady Diosa lo consideró durante un tiempo, pero... él se convirtió en un obstáculo insalvable. Sin embargo, hay algo que debes entender, Cather: si hubiera habido una posibilidad de redimirlo, ella lo habría buscado sin descanso. Habría explorado todas las opciones para que regresara a la gracia de la diosa. Pero no la hubo. Ese maldito dios lo devoró.
—Eres peor de lo que imaginaba —espetó Cather con un desprecio lacerante—. Planeas un genocidio.
Ziloh negó con la cabeza, dejando entrever una sonrisa pérfida.
—No planeo un genocidio, querida Cather —replicó con frialdad glacial—. Planeo una liberación, una purificación. Es una pena que hayas acabado con el sirviente de la Diosa. Habría sido de gran ayuda en esta empresa. Lo nutrimos durante mucho tiempo, sacrificios fueron necesarios.
—Ahora, dime, ¿dónde están la doncella y el asesino? Ya no quiero estorbos en nuestro camino.
Cather respondió con un escupitajo en su dirección. Ziloh frunció el ceño y le propinó una bofetada brutal.
—¿Te crees graciosa? —bramó con furia—. Dime, zorra, ¿dónde están?
Cather no dijo nada, sintiendo vértigos intensos. Ziloh gruñó y empezó a buscar entre las cosas de Cather, escudriñándola minuciosamente, incluso entre su ropa y armadura. Al fin, encontró lo que buscaba: una gema roja y refulgente, la piedra de sangre de Cather.
—Los Hacedores de Sangre son tan fuertes como frágiles —comentó Ziloh con desdén—. En particular, los Caballeros Dragón. ¿Quién habría pensado que la vida de uno de ustedes dependiera de una simple gema como esta? Si la rompo, tu vida se acaba.
Cather apretó la mandíbula con determinación.
—Ellos te detendrán —dijo con voz firme.
El rostro de Ziloh se arrugó de enojo y lanzó un fuerte puntapié directo a la mandíbula de Cather, que la dejó aturdida y debilitada. El dolor la recorrió como una descarga eléctrica y todo se volvió oscuro por un momento.
—Eres igual que Zelif, igual que todos los demás —declaró con amargura—. Así es, oh diosa, escucho tus palabras. No te preocupes, resolveré esto. Encontraré a los sicarios para que no puedan hacerte daño. No te decepcionaré, te lo prometo.
» Tienes suerte, Diane te ha dado una segunda oportunidad. Ahora dime, ¿dónde están los asesinos?
Cather, a duras penas, murmuró:
—Se están preparando para enfrentarte... Ellos salvarán la ciudad.
Pero ¿cómo podía algo salvarse si estaba destinado al caos y la destrucción? La esperanza era como una flor que se marchitaba y caía con cada toque.
—¿Crees que podrán escapar? —se burló Ziloh—. Diane me dijo que tenían un escondite en la catedral, un lugar como este. Tu querida Kazey me ayudó, es una chica muy servicial. Ojalá tú fueras igual de colaborativa.
Ziloh siguió rebuscando en sus pertenencias y encontró una pequeña gema, otro rubí.
—¿Sabes lo que es esto? —continuó el sacerdote—. Por supuesto que lo sabes. Era su vía de escape. Kazey entró en su Sala del Pacto y me robó esta gema. Ahora los Heroístas están atrapados en la ciudad, sin escapatoria. Así que dime dónde están los asesinos.
—El único asesino aquí eres tú —respondió Cather con una mirada gélida.
—Bien, como quieras —bufó Ziloh.
Con un gesto el sacerdote envió su sotana ondeando en un torbellino de tela rojiza mientras desenvainaba su espada. La hoja de sangre cobró vida ante sus ojos, como llamas danzantes en medio de la noche. No eran simples patrones; eran como venas vivas que latían en respuesta a algún poder oculto. Bañadas en una luz morada misteriosa que emitía una extraña luminiscencia en la negrura circundante. Un arma infectada por el Portador del Olvido.
Entonces, Ziloh dejó caer el rubí y con una destreza inhumana descargó la hoja de sangre contra la Piedra de Sangre. La caballera no vio la pulverización de los fragmentos del rubí ni la caída de los cascajos, pero lo sintió intensamente. Experimentó como si una parte de su propia alma se hubiera desgarrado. Cather se desplomó, sufriendo una tortuosa fragmentación de su alma. Se sintió atrapada, confinada en un diminuto espacio.
El mundo a su alrededor perdió su vitalidad y colores, tornándose oscuro y monocromático. La oscuridad parecía inaccesible, ajena a su alcance. No había ni rastro de frío o calor, dolor o alegría. Carecía de miedo, perplejidad o ira. La esperanza y la fe habían desaparecido. Simplemente, no experimentaba nada, mientras el mundo giraba a su alrededor, indiferente a su existencia.
Una voz extraña, desprovista de género y formada por miles de voces superpuestas, proclamó:
—Te advertí que yo sería tu muerte.
Finalmente, los ojos de Cather se encontraron con la deidad nefanda de la que Ziloh había hablado. Ante ella se erigía una figura oscura que se materializaba como un espectro. Representaba la personificación de la ausencia de luz, un abismo encarnado. Su mirada emanaba una perturbadora lejanía, cargada de decadencia y destrucción, un eco de ruina, pérdida, caos, desdicha y muerte.
Las palabras susurradas por Zelif resonaron en su mente como un eco distante: «Subyugando las verdades como siempre ha hecho». Cather comprendió de inmediato a lo que se refería. Aquel ser insaciable de oscuridad era uno de los Caídos, el Consumidor de Verdades, y su nombre resonó en su mente como un lamento angustioso: Zal'gorath.
Cather sentía que el mundo se desvanecía a su alrededor, como un cuerpo sin alma. Los colores y las sensaciones se borraban. Solo el Caído, cuya presencia arrastraba la ruina, permanecía ante sus ojos.
«¿Qué estás haciendo? Deberías detenerlo», pensó vagamente.
Pero todo parecía tan remoto, como si el tiempo mismo se retorciera en las profundidades de su percepción. Dos verdades tejidas se desplegaron ante sus ojos, dos destinos que se entrelazaban en las profundidades de su mente. La vida y sus emociones se disipaban en el abismo de la desconexión con el mundo, mientras Cather perdía su vínculo con la piedra de sangre, la conexión primordial con el tejido mismo del universo.
Sin embargo, frente a ella se alzaba uno de los Caídos, y los Caballeros Dragón se erguían como el último bastión contra tales entidades. Cather se encontraba en una encrucijada entre la decadencia que la envolvía y el pulso de la vida que se desvanecía.
Un último intento.
El poder se agitó en su interior. Un agónico ardor surgió desde lo más profundo de su ser y consumió su piel con un fuego que ya no sentía. El mundo entero se sumió en una abrumadora quietud y la realidad misma desaceleró su curso.
Un último intento.
Zal'gorath se burló en su presencia. Su risa retumbó como el eco de una tormenta oscura alrededor de Ziloh. La conciencia de Cather se retiró a un rincón donde prevalecía el olvido. Su cuerpo perdió la conexión con el mundo, pero su mente permaneció incólume. Se había imbuido de la resiliencia que forjó al enfrentar innumerables desafíos.
Un último intento.
Cather se aferró a Juicio. Su espada resonó en sintonía con su agonía. Se levantó con determinación y asestó una estocada ascendente. La oscuridad la envolvió como densa bruma y desafió las sombras que se cerraban a su alrededor.
—¡Los protegeré! —exclamó.
La hoja de Juicio resplandeció con la Solidificación y trazó un arco luminoso en el aire. Dejó una herida irremediable en la criatura, una herida profunda que no podría sanar jamás. Igual que había ocurrido con el Nevrastar.
El acero encontró su objetivo y Cather experimentó una fractura en su ser. Una sensación de desconexión se propagó desde el punto de ruptura con su Piedra de Sangre. En ese instante, la vívida realidad que la rodeaba comenzó a desvanecerse. Como si las hebras del mundo se deshilacharan una a una, amenazando con llevarse su conciencia en su inexorable retirada.
El Caído liberó un chillido estridente que resonó por los confines de la estancia. La oscuridad brotó en respuesta y avanzó en oleadas ominosas. Juicio se retorció en la mano de Cather, como resistiendo ser testigo de la inminente tragedia. Su resplandor se fundió en la esencia misma de Zal'gorath. En un acto de fuerza incomprensible, el Caído la empujó hacia atrás con tal violencia que la arrojó contra el muro con un estruendo sordo y una fuerza implacable. El impacto fue tan brutal que Cather quedó inmovilizada por un poder abrumador, como el peso de una montaña.
No obstante, Cather ya no era consciente de nada. El mundo exterior se difuminó en las sombras que la envolvían, y sus sentidos se desvanecieron como estrellas fugaces en la vasta negrura del cielo nocturno. Quedó a merced de un abismo de oscuridad sin fin. Miró a Ziloh una vez más. Ese hombre la estaba matando, y ella estaba agonizando por su culpa, pero no sentía nada. Sabía que debería aborrecerlo y temer por lo que estaba aconteciendo. Había dejado atrás a Nehit, a Voluth y a Kazey solos. Y, sin embargo, nada de eso le importaba. Ella misma era la nada.
—¡¿Qué le has hecho a la Diosa?! —rugió Ziloh, como una bestia enloquecida.
Cather observó al Caído, quien se retorcía en agonía. Sus gritos resonaban en el aire como una cacofonía de mil voces superpuestas. Cada alarido dejaba una huella visible en su pecho, una hendidura que parecía ser una fisura en el tejido mismo de la oscuridad. Sabía que eso estaba lejos de ser suficiente para acabar con él, pero tal vez podría abrir una oportunidad para Xeli y Azel.
—¡No pierdas más tiempo y arráncale la cabeza! —rugió Zal'gorath con furia que, durante ese instante entre tiempos, Cather vio a la horrenda criatura brillando como una estrella y con un rostro angelical. Quizá así era como Ziloh veía al Caído—. Acaba con su vida de una vez y déjale sin cabeza.
Ziloh alzó la espada sin titubear.
En la distancia, dos voces resonaron, una masculina y otra femenina, ambas llenas de pesar.
«Lo sentimos.»
El sacerdote dejó caer la extraña hoja de sangre infectada.
Lady Cather, Caballera Dragón, Portavoz del Gran Consejo y Guardiana de Sprigont, murió.
FIN DE LA CUARTA PARTE
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