39
Aunque esto acelere mi muerte.
De las notas de Zelif.
Cather, avanzaba por las calles empedradas del sector sur de Nehit, seguida por sus escuderos mientras pensaba en lo que le diría a Ziloh en la catedral.
Los edificios se alzaban altivos, luciendo lámparas que brillaban como joyas. La luz extraña se reflejaba en las calzadas de piedra, y los muros mostraban intrincados diseños. Cather sabía que el blanco inmaculado de algunos edificios era solo una capa de pintura. Los jardines de tonos ocres hacían contraste con el cielo plomizo y el sol moribundo. Los dianistas se negaban a aceptar una ciudad sombría y triste.
Sin embargo, Cather percibía el rechazo en las miradas hostiles de la gente. Rostros refinados ocultaban bajo ropajes y joyas una aversión a la penuria. Pocos la notaban y aquellos que lo hacían, optaban por ignorarla. A pesar de ser una Caballera Dragón, ni su gloria le proporcionaba comodidad entre la multitud. La gente se apartaba de ella y eso aumentaba su incomodidad. Era como si...
—Todo estuviera desequilibrado —murmuró.
—¿Perdonad, miladi? —preguntó Kazey.
—¿No observas que todo está patas arriba? —respondió Cather con severidad.
Kazey guardó silencio por unos instantes antes de negar con la cabeza.
—Murió un hierático y cuatro sacerdotes —se encogió de hombros—. No esperes armonía.
—¿Cuánto hace de eso? —Cather reflexionó—. Han pasado más de dos meses desde aquel día. Es tiempo suficiente para recomponerse.
—Los dianistas no olvidamos —suspiró Kazey.
La respuesta sorprendió a Cather. Eran las palabras de Ziloh.
—No hablo de olvidar la muerte de un hierático, como un soldado no olvida la caída de su capitán, o un niño la partida de su padre —explicó Cather—. Pero uno puede seguir adelante. Estas gentes... parecen haber perdido eso. Míralos y dime si no te inquieta.
La multitud los rodeaba, con semblantes hostiles y malevolencia en cada alma. Cather vio a Voluth avanzar con miedo. En este caso, no lo culpó. Entre la gente se oían murmullos e injurias.
Cather sabía que, sin ella, Voluth sufriría más. Había hablado con lord Hacedor de Sangre para flexibilizar el toque de queda, argumentando que los heroístas no podían estar confinados siempre. Habían pasado dos semanas desde su duelo con el asesino, dos semanas de aislamiento total del sector norte. Por eso, habían establecido un período hasta el mediodía.
Además, era necesario que los purificadores retomaran sus labores, pues la corrupción se expandía por la ciudadela como una plaga oscura. Pero los dianistas no recibieron bien la medida y protestaron con injurias. ¿Siempre habían sido así? Le costaba entenderlo, especialmente después de leer... lo que fuera ese manuscrito. ¿Era el diario de Zelif? No parecía el mismo hombre que ella conocía.
Cather conocía a un hombre compasivo y ferviente en la fe. Pero el manuscrito mostraba a alguien introspectivo, lamentando sus acciones en la iglesia y cuestionando su papel. Alguien arrepentido de cómo se portó cuando Xeli se unió a los heroístas. Cather vio que Zelif observaba la fe en todas sus facetas. Si ese texto saliera a la luz, lo llamarían agnóstico o ateo. Sin embargo, él trascendía esas categorías. Aun así, las masas lo repudiarían y cuestionarían sus creencias.
Zelif temía a la muerte inminente. Sabía que el asesino, Halex, iba a matarlo, pero lo aceptaba sin recelos, como si lo deseara. También estaban las menciones al Destructor. ¿Por qué Zelif pensaba en las profecías del Olvido? Todo el mundo intentaba siempre ignorarlas.
Cather apartó esos pensamientos. Era claro que el asesino había soltado ese tomo para que ella lo encontrara. No podía confiar en ese misterioso libro, ¿verdad? Estaba a punto de compartir sus pensamientos con Voluth y Kazey, sus confidentes, cuando los gritos al final de la calle la alertaron. La caballera se giró y sus escuderos se pusieron en guardia. Los tres avanzaron rápidamente por el mercado, con ardor en la sangre.
—¿Cuántas veces tenemos que decirlo? —gritó una voz lejana.
—¡Fuera de nuestra ciudad, bastardos! —gruñó otro.
—¡Acabemos con ellos! —añadió una mujer con desprecio.
Cather se abrió paso entre la gente enfurecida. Rodeaban a tres hombres en el suelo: uno maduro y angular, otro alto y barbudo, y el último joven y delgado. Vestían harapos con hollín y llevaban escobas, plumeros, rasquetas y cubos de agua.
«Heroístas», murmuró Cather para sí.
La multitud mostró su aprobación con júbilo.
—¿Qué hacen aquí? —rugió uno de ellos.
—¡La nobleza nos mandó purificar el sector norte también! —explicó el joven heroísta.
—¿Ustedes, purificando? —bufó una mujer con incredulidad—. Solo saben matar.
—¡Márchense ya!
Un Dianista pateó el cubo de agua, empapando a los tres hombres. La multitud estalló en risas burlonas. El joven heroísta agarró una escoba, con una mirada que parecía desafiante. Sin embargo, el hombre de barba desaliñada le sujetó el brazo, disuadiéndolo.
Una voz resonó sobre el tumulto:
—Devastadores heroístas...
Cather fijó su mirada en Kazey, cuyos ojos brillaban intensamente. Quería reprenderle por su imprudencia, pero una furia ardiente la invadió de repente, consumiendo su pecho, un rencor volcánico e inexplicable hacia los tres hombres en el suelo. No era la única con esos sentimientos; otros rostros en la multitud reflejaban la misma ira.
Sin embargo, al cruzar su mirada con la de Voluth, algo cambió en Cather. El joven se encogió, temeroso. Al ver la expresión dolida del muchacho, Cather sintió una corriente gélida atravesar su corazón, robándole el aliento y apagando su furia.
Eran heroístas. Eran humanos. Era Voluth.
«¿Qué es lo que siento?», se cuestionó Cather, rechazando la repulsión que lo invadía. Despreció los pensamientos que lo habían impulsado y repudió a los dianistas murmurando a su alrededor. Solo veía a Voluth, un joven aprensivo. Observó a los heroístas en el suelo, vulnerables.
Cuando uno de los dianistas pateó al muchacho, Cather sintió una ira diferente.
—¡Basta! —rugió con fuerza.
Todos se quedaron quietos, retrocediendo.
—¿Qué se creen? —bramó Cather, su voz ronca de emoción—. ¡Lárguense! ¡Déjenlos en paz!
La multitud, paralizada, comenzó a dispersarse. Solo quedaron Cather, sus escuderos y los tres heroístas.
Cather extendió su mano al joven purificador, pero el muchacho se levantó por sí mismo. Los otros dos hicieron lo mismo.
—¿Están bien? —inquirió Cather.
El hombre barbudo asintió con cansancio.
—Sin tu intervención, miladi, nos habrían matado.
—No exageren...
—¿Ah, ¿no? —sonrió el hombre mayor—. Nos habrían acabado, lady Caballera Dragón. De eso no tengo dudas. A Gezir casi lo matan cuando murieron esos dos sacerdotes. Esa gente está llena de ira.
—¡Podemos defendernos! —protestó el joven.
—¿Y empeorarlo todo? Cálmate, Tilor —aconsejó el hombre mayor—. La Caballera Dragón comprende que defendernos sería insensato.
Cather reflexionó sobre sus palabras. Era verdad. ¿No había otra solución?
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Kazey, con una mirada intensa y diferente.
—Ya lo hemos explicado —dijo Gezir, resignado—. Nos encargaron purificar zonas. Hoy recibimos un mensaje de la Casa Malwer para purificar el sector meridional oeste. No pudimos negarnos.
—¿Los Malwer? —preguntó Cather, intrigada.
Voluth se acercó al grupo.
—Quizás sea la dama Janne Malwer, la prometida del heredero —comentó Voluth con frialdad—. Ella no oculta su desdén hacia otros nobles, como lady Xeli. Hay rumores sobre sus disputas con la hermana del heredero. Con lady Xeli ausente... se ensaña con los heroístas.
—¿Estás seguro? —indagó Cather.
—Habla con los nobles, miladi. Lo comprobarás —aseguró Voluth.
Cather asintió, pensativa.
—¿Podemos irnos, miladi? —solicitó uno de los hombres—. Debemos purificar; si no terminamos, nos pagarán menos. Muchos de nosotros necesitamos cada oportunidad.
—Regresen a sus casas —ordenó Cather—. Las calles son peligrosas. No se preocupen por los Malwer; me aseguraré de que reciban una justa compensación.
Los tres hombres recogieron sus cosas y se marcharon. Cather los siguió sin darse cuenta, con Kazey a su lado.
—¿Lady Cather? ¿A dónde vamos? —preguntó Kazey.
—Tengo que hablar con un Hierático —respondió ella, decidida.
Cather notó una hostilidad creciente mientras atravesaba el sector norte de la ciudad a paso rápido. El lugar era un antro de suciedad comparado con el sector sur. Las casas, miserables chozas cubiertas de ceniza y mugre, y las estrechas calles oprimían el pecho. Cather esquivaba los adoquines rotos en el suelo.
Unos niños corrían cerca, riendo, mientras sus padres observaban sonrientes. El mercado cercano bullía con voces, pero sin ira. Había alegría en el aire. Cather sacudió la cabeza, sumida en sus pensamientos.
En el camino, muchos saludaron a Voluth con sonrisas y gratitud. El joven se enderezó, lleno de orgullo, mientras Kazey permanecía alerta. Sin embargo, no era necesario. Los Heroístas los observaban con curiosidad o miedo. Los padres apartaban a sus hijos al acercarse Cather, como si ella representara un peligro. La observaban con temor, evitaban su mirada y su camino.
—¿Por qué me miran tanto? —murmuró Kazey.
—¿Qué ves diferente en ellos, Kazey? —preguntó Cather con severidad.
—Pues... no mucho—respondió Kazey encogiéndose de hombros, nervioso—. Solo que ahora me prestan más atención a mí que a Voluth.
—¿Y tú, Voluth? —insistió Cather.
—Las miradas son de curiosidad o inquietud. Te miran porque eres una dianista —rio Voluth—. Es raro ver a alguien de rojo aquí. Es señal de peligro.
Kazey bufó.
—Ziloh no estaría de acuerdo... —musitó.
Cather se crispó, pero decidió ignorar el comentario de la muchacha y continuó avanzando por la tranquilidad del lugar, sintiendo un desasosiego inusual. No era por el lugar ni por la situación. Era aquella emoción que le había asaltado antes, el delirio. Esperaba no volver a sentirlo ahora que estaba rodeada de heroístas.
La catedral eclipsó todo a su alrededor. Era una obra grandiosa, no solo en la Tierra Corrompida. Sus ocho torres superaban en altura los muros y la catedral de Diane. Guardias custodiaban la entrada. Al ver a Cather, apretaron sus lanzas con miedo. No la respetaban ni reverenciaban, solo le temían.
—Soldados —saludó Cather.
No respondieron.
—Está claro que no queremos conflicto innecesario —dijo Cather con una mezcla de firmeza y comprensión—. Solo necesito hablar unas palabras con el hierático, por los dioses, ¡les juro que no atacaré a Loxus!
Los soldados asintieron y la dejaron pasar. Cather intentó sonreír, pero no lo logró. Entró en el vestíbulo, impresionada por el lugar.
Más allá, junto a las estatuas, había sonrisas en la catedral. Niños corrían y reían mientras los adultos parecían ocupados, pero no enojados. Los fieles se movían con gracia, como los nobles en jardines.
—Síganme, Caballera Dragón —dijo un guardián sacerdote.
Los creyentes la miraron con miedo. Los niños se escondieron tras sus padres. Los sacerdotes se quedaron quietos. Algunos intentaron acercarse, buscando hablar con ella. Cather los despidió hasta que un niño se plantó frente a ella, con los puños apretados.
—¿Qué pasa, Glovur? —preguntó el guardián sacerdote, nervioso.
El niño no lo miró.
—¿Qué quieres decirle a la Caballera Dragón? Ella tiene prisa —añadió, sin obtener respuesta.
Cather se aferró a Juicio, fijando su mirada en el niño. Sus harapos le colgaban del cuerpo. Glovur se mantuvo desafiante. Muchos nobles habrían temblado ante ella, pero Glovur no.
—¿Qué edad tienes, niño? —preguntó Cather.
—Ocho —respondió Glovur con voz titubeante pero firme—. Casi nueve.
—¿Y qué quieres ser cuando seas grande? —continuó Cather.
—¡Un soldado! —exclamó el niño sin dudarlo.
Cather frunció el ceño.
—Un soldado... —repitió, asintiendo.
—Para proteger a los míos —añadió el niño—. Los defenderé de todos los que nos quieran hacer daño, incluso de ti. Como hace lady Xeli, como el Héroe.
Kazey abrió la boca para hablar, y el guardia sacerdote se sobresaltó. Cather le hizo un gesto de silencio, ignorando el pinchazo en el corazón. Luego sonrió al niño.
—Cuando seas soldado, dile al hierático Loxus que me envíe una carta. Le pediré a lord Stawer que te asigne a un buen pelotón —dijo Cather—. Hasta entonces, no olvides lo que has jurado aquí y ahora. Que protegerás a los tuyos, Glovur.
Luego, Cather despidió al niño con un gesto militar. El chico lo imitó.
—Llévame con el hierático —solicitó Cather al ver al guardián sacerdote nervioso.
Cather vio a Loxus rodeado de una docena de sacerdotes distinguidos. El anciano se movía de un lado a otro, dirigiendo a los hombres con voz firme. El hierático no se había percatado de la caballera, tan absorto estaba que Cather casi decidió dejarle para otro momento. Pero el guardia sacerdote que la acompañaba le hizo un gesto a Loxus y este la vio. No se acercó de inmediato. Terminó de dar un par de instrucciones a los hombres y luego se ocupó de ella.
—¿Es mal momento, Loxus? —preguntó Cather, observando a los otros sacerdotes ir y venir. Algunos salían.
—Oh, no, no se preocupe —respondió Loxus—. Estamos formulando propuestas y estrategias. Las cosas han sido difíciles, pero buscamos soluciones para evitar conflictos. Si todo va bien, podré ver a Lord Stawer en unos días.
—Pues yo te acompaño, si no te importa —dijo Cather, distraída por las palabras de Glovur.
—Sería de gran ayuda, miladi —afirmó Loxus con una sonrisa—. Hemos intentado hablar con lord Stawer, pero sin éxito. Mis sacerdotes han vuelto sin nada. Los guardias no les dejan entrar al castillo desde que lady Xeli se fue.
Hubo dolor en la voz de Loxus al mencionar eso.
—No te preocupes, yo me encargo —aseguró Cather—. Quería hablar de lady Xeli, Loxus. ¿Tienes un momento?
El anciano vaciló.
—¿Podríamos ir a otro lugar?
Cather acompañó a Loxus y llegaron a una habitación insólita. La caballera esperaba acabar en el despacho de Loxus o tal vez en una sala de reuniones, no en una sala donde se sentía observada por Diane y el Héroe. Era una sensación desconcertante. Cather no había soportado la mirada de ambas deidades desde... desde su estancia en las salas del Gran Consejo. Y, aun así, allí solían separar a los creyentes muchas veces.
—La Sala del Pacto —anunció el Hierático Loxus. Exprimió un trapo con agua tibia y jabón y se acercó a la estatua de Diane—. Esta sala simboliza la paz que nació tras la Cantata del Fuego. El día en que Diane cedió sus poderes al Héroe y él ascendió. El día en que ambos lograron la paz forjando el pacto que sellaba los tres reinos.
» Muchos creen que la guerra solo fue odio y caos —continuó Loxus, limpiando la estatua de Diane y pasando el trapo con delicadeza sobre el mármol—. Que Diane nunca conversó con el Héroe y que el Héroe nunca socorrió a Diane.
Cather avanzó, dejando atrás a Kazey y a Voluth que seguían en la entrada. La Caballera tomó un trapo y lo sumergió en el agua tibia del balde. Con respeto, empezó a limpiar la estatua del Héroe.
—El Héroe fue un estratega sin igual —dijo Cather con firmeza, sintiendo la mirada inquisitiva de Kazey—. Quizá el mejor general que los anales de Edjhra hayan registrado. Sin su mente prodigiosa, la guerra habría fracasado en el inicio. El Portador del Olvido habría reclamado la victoria.
—Mucha gente lo olvida, ¿no? —resonó la respuesta de Loxus, con sus labios curvados en una sonrisa amarga—. A menudo se desvanecen los recuerdos del Héroe, se desvanecen en la bruma de la historia. Le atribuyen deseos divinos, como si solo anhelara la deidad. Que anduvo junto a la Deidad Inmortal para aprovecharse. Pero la verdad... la verdad es mucho más profunda.
Cather alzó la vista, reflejando la luz que adornaba la cámara en sus ojos.
—El Héroe apenas trató con Diane, ¿cierto? —preguntó Cather, conocedora ya de la respuesta, pero deseando que Kazey la escuchara.
—Así es—respondió Loxus, soltando una risita—. El Héroe dedicó muy poco tiempo a la Deidad Inmortal. Se detestaban mutuamente y sin embargo se requerían. Eran opuestos complementarios, pero los mejores cómplices que ha conocido Edjhra. Solo se encontraban en las grandes reuniones o en el campo de batalla.
—¿Diane confiaba en el Héroe? —dijo Cather, echando un vistazo discreto a Kazey, apoyada en una pared y contemplando el altar con interés, aunque su atención estaba sin duda enfocada en la conversación.
El silencio de Loxus fue elocuente, una pausa en la que las memorias parecían reverberar.
—Tal vez fue la que más creyó en él —murmuró con tono nostálgico—. Si ella hubiera estado presente, quizá los demás habrían acogido al Héroe. Ambos se requerían para conciliar a las gentes. Unidos, tejieron un tapiz de unidad.
Junto a Loxus, Voluth se unió a la tarea. Sus gestos eran cautelosos como si temiera ofender al mármol. Kazey se acercó al altar, sus manos tocaron la piedra como si leyera el pasado tallado en ella.
—La ira no parece afectarte —dijo Cather con un tono de voz que asemejaba un eco del pasado—. A pesar de lo ocurrido con lady Xeli, esperaba...
—¿Que la ira consumiera mi espíritu, como a Ziloh? —rio el anciano con un tono arrullador—. Los años me han mostrado que esas cadenas no tienen cabida en el ocaso de la vida. Zelif y yo comprendimos tal lección.
—¿Conocías a Zelif? —siseó Kazey, con sus manos apretadas en puños.
—Fue mi fiel compañero —murmuró Loxus con tristeza—. La semilla que floreció en este pacto de paz.
—Imposible —gruñó la muchacha—. Miente.
Kazey se alejó, sacudió la cabeza y finalmente se despidió de Cather. Se fue del lugar sin volver la vista atrás, como si lo que estaba ocurriendo le fuera incomprensible.
—¿Qué me dices de lady Xeli? ¿Sabías que era una Hacedora de Sangre fuera de los registros? —preguntó Cather con voz severa, mientras limpiaba el polvo del mármol con un trapo.
El silencio se hizo pesado en el aire, como una losa que aplastaba el ambiente. Loxus, el Hierático de gestos calculados y palabras escasas, guardó silencio.
—Me enteré hace poco —confesó al fin, sabiendo que Cather podía tomar represalias contra él—. La chica me lo dijo unos días después de que asesinaran a esos dos sacerdotes. Fue... una sorpresa. No me imaginaba que un Hacedor de Sangre pudiera despertar tan tarde.
La mirada inquisitiva de Cather se clavó en el Hierático.
—¿Un Hacedor de Sangre a los diecisiete años? —repitió, cada palabra una blasfemia. Frunció el ceño con incredulidad y recelo—. Eso es imposible. Va contra lo que los dioses han dispuesto.
—Eso pensaba yo, pero resulta que sí puede hacerlo —afirmó el Hierático—. La muchacha corría peligro, llevaba demasiado tiempo sin vincularse a una piedra de sangre. ¿Cómo iba a dejarla así? Cuando me lo contó, no dudé en darle el rubí y mostrarle el procedimiento del vínculo.
—Imposible.
—Aseguro con más certeza que los pilares de nuestra fe que, en ese instante, la chica no poseía aún un vínculo, Caballera Dragón —dijo Loxus, mojando de nuevo el trapo—. Oye, chico, ayúdame limpiándole el rostro. Se le ha acumulado mucho polvo ahí.
Voluth asintió y corrió a ayudar.
La perplejidad y el asombro se entretejieron en el semblante de Cather, como hebras en un tapiz que reflejaba la turbación. Su boca se abrió en una mueca incrédula y sus manos se crisparon sobre la mesa.
—Es la pura verdad —afirmó Loxus con voz grave—. La doncella despertó sus dones a los diecisiete años, cuando se vinculó a una piedra de sangre. Usted, más que nadie, debería entender que ningún Hacedor puede subsistir nueve años sin una vinculación. Además, el Gran Consejo solo me otorgó un único rubí para la vinculación, quizá no esperaban que surgiera un Hacedor de Sangre entre los heroístas, pero ese fue el que le entregué a lady Xeli.
—¡Pero ella es una Evaporadora! —exclamó Cather, con los ojos como platos y la voz temblorosa.
—Quizá lo sea —repuso Loxus, encogiéndose de hombros—. No lo sé con certeza, la verdad. Ni siquiera creo que la doncella sea consciente de sus poderes realmente. No hay nadie que pueda orientarla.
La mirada de Cather se tornó sombría y sus labios se apretaron en una fina línea. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros y el temor a lo ignoto en su corazón. En un oscuro rincón de su mente, revivió la escena del callejón. La lluvia caía implacable, empapando su armadura y su cabello. El rostro de la muchacha, surcado por las lágrimas y el miedo, se le aparecía entre las gotas. Su cuerpo temblaba, indefenso ante la amenaza que se cernía sobre ella. La sangre brotaba de sus heridas como una niebla carmesí, envolviéndola con una lentitud agónica. Pero ella nunca intentó atacar, ni siquiera levantó la mano para defenderse. Estaba muy débil, demasiado para resistir el destino que le esperaba.
«Seguía completando el vínculo», pensó Cather, como si aquella afirmación le hablara desde lo profundo.
—¿Y el asesino? —Cather apretó los labios—. ¿Qué relación tiene con ella? ¡Él la salvó!
La confesión de Loxus fue un murmullo, como si temiera quebrar el equilibrio del pasado y el presente.
—No lo sé —admitió Loxus, abatido—. Di con maese Halex hace poco, cuando los dianistas asaltaron por vez primera. Se mostró como un gran maestro de la cirugía. A todos nos pasmó la idea de que fuera el asesino de mi amigo. Lucía tan benigno... Pero ese hombre solo departió una vez con Xeli. Solía estar con la gente del refugio. Si alguien puede contarle algo sobre él, será Kuxa. Lamento no poder serle de más provecho, Caballera Dragón.
—No se preocupe, hierático Loxus —respondió Cather con una caricia suave en su tono, pareciendo consolarlo—. Llámeme Cather.
El anciano encogió los hombros, un ademán que parecía soportar el peso de los años, y continuó con la limpieza. Su mirada se posaba en las estatuas que les observaban con ojos pétreos. Su cuidado era casi devoto, revelando un aprecio insólito entre los Héroes. Era un contraste pasmoso con Ziloh, un hombre que vociferaba contra la religión. Loxus, en cambio, se postraba para acariciar las sandalias de Diane, sin importarle el polvo. Su fervor trascendía incluso al Héroe.
Las palabras de Cather se clavaron en el aire como flechas en un blanco.
—Xeli estuvo en la escena del crimen... pero ella no asesinó a los sacerdotes.
—No, ciertamente no lo hizo —admitió Loxus, su rostro cubierto de polvo que le daba un aspecto de reliquia—. Habló con ellos. Malex y Felix, hombres honrados, fueron mis amigos durante años. Aún quedan sacerdotes de Diane que quieren la paz. Por su lealtad, protegían a lady Xeli, una luz en la oscuridad.
Cather frunció el ceño, sus ojos agudos parecían perforar cada sombra.
—¿Ella escapaba del asesino? —preguntó, sus palabras cortantes como el filo de una espada—. ¿Él fue quien los mató?
Un gesto negativo de cabeza fue la respuesta de Loxus, un movimiento que parecía guardar secretos.
—¿Me creería si le dijera la verdad? —desafió, como si sus palabras fueran un reto a la razón.
La tensión se palpó en el aire, como una cuerda tensa que vibraba con ecos misteriosos. Cather apretó los puños, luego asintió, mostrando su disposición a enfrentar la realidad.
—El sacerdote Ziloh —reveló Loxus, sus palabras como notas de una historia antigua.
Cather se quedó en silencio, paralizada por la revelación. Una parte de ella quería gritar a Loxus que mentía, que sus palabras eran un engaño tejido en la oscuridad. Pero, como piezas de un rompecabezas arcano, las palabras que Xeli había pronunciado con tanto esmero comenzaban a encajar, revelando verdades que ella misma había descubierto en su búsqueda incansable.
Por eso Malex y Felix no habían muerto por la hoja de sangre, sino por una daga ordinaria. Eso era lo que no había entendido hasta ahora. Si, en teoría, únicamente Xeli había estado presente aquella fatídica noche, ella no había ejecutado a los sacerdotes con la hoja de sangre, sino con una daga corriente. La respuesta se aclaró en su mente, tan cristalina como el agua de un manantial: no había sido Xeli. Había sido Ziloh, una verdad que resonaba con un eco sombrío en su corazón.
—Muchacho, podrías ayudarnos—llamó Ziloh a Voluth, señalando el charco de agua que se extendía como un río. Cather había derramado el balde junto a ella sin darse cuenta. —Busca una fregona, está unos pasillos afuera.
Voluth aprovechó la oportunidad para salir con rapidez. La tensión disminuyó con su partida.
—Ziloh, ¿verdad? —preguntó el Hierático, mientras recogía el balde para levantarse—. Él fue el primero en oponerse a nuestra idea. He hablado con Zelif sobre la paz en muchas ocasiones. La noche de su partida, algunos de nosotros planeábamos un nuevo camino, una alianza entre las religiones de los heroístas y los dianistas. Un pacto para sanar las heridas.
La voz de Loxus resonaba como un eco del pasado, una melodía de esperanzas lejanas, pero no perdidas.
—En mi estudio hay documentos firmados por Zelif. En la catedral de Diane encontrará lo mismo, a menos que Ziloh los haya destruido. Le aseguro, lady Cather, que los asesinos no anidan en nuestro corazón. Anhelamos la paz tanto como lady Xeli. Su pureza nos guía en medio de esta tormenta.
Cather miraba hacia el horizonte, como si intentara desentrañar los hilos de la trama que se desplegaba ante ella.
—¿Dónde están esos documentos? —demandó con una voz urgente, como el preludio de una tormenta.
—Si así lo desea, enviaré a uno de mis sacerdotes con los documentos a su habitación—ofreció Loxus, con un tono sereno, como si cada palabra fuese una pieza preciosa de un antiguo rompecabezas.
Ella asintió, claramente absorta en la maraña de misterios que se entrecruzaban en el recinto como fragmentos de un cristal roto.
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