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13

Los Hacedores de Sangre, seres misteriosos, me fascinan desde que hallé los pergaminos de la Cantata del Fuego. Estos textos antiguos cuentan su origen, ligado a la Divinidad Inmortal y al Héroe que enfrentó al Portador del Olvido, el gran mal del mundo. Quedan dudas sobre su naturaleza, su vínculo con Diane, y el motivo de su aislamiento histórico, ocultando rastros con violencia y astucia. ¿Qué secretos guarda su sangre?

De las notas de Xeli.


La lluvia caía con un matiz siniestro, despertando la desconfianza en Cather. No se trataba de gotas tenues y constantes bailando en un compás sosegado. Eran gotas indómitas, estrellándose con estruendo y golpeando las ventanas con saña, haciendo temblar los cristales. Un viento bravío aullaba como un guiverno airado, acompañando la tormenta con su bramido.

Los truenos se hacían presentes, centelleando relámpagos fugaces que sacudían todo. Los fragores resonaban en medio de la lluvia, reclamando la noche como su coto. En las Calles Negras, bajo esa lluvia despiadada, permanecía lady Cather. Envuelta en la negrura feral, la Caballera Dragón observaba las gotas caer, con la ira del viento resonando a lo lejos. Su atención no se centraba en la tormenta, sino en el cuerpo decapitado de Zelif que yacía en el suelo, tiñendo el agua de carmesí.

De las sombras, surgió una figura, un espectro tenebroso que parecía personificar la ausencia de luz. Flotaba en el aire y se movía con una cadencia espeluznante mientras contemplaba el cadáver con regocijo perverso.

—¿Qué eres? —musitó Cather.

El ser se sobresaltó ante la pregunta y la miró fijamente. Sus ojos, carentes de vida, le provocaron un escalofrío al sentir la presencia maligna que emanaba de ellos, como si quisieran absorber la esencia misma de la vida. Cather sintió un terror visceral al enfrentarse a aquella mirada inquisitiva. Más allá de lo visible, notó un halo de podredumbre que devoraba todo a su paso, un signo del fin inevitable, del caos y la destrucción, de la ruina y la pérdida.

La sangre de Cather empezó a hervir, impulsada por un instinto primario ante lo desconocido. Su interior se agitó y el poder se cernió sobre ella como una espada desenvainada. Sin embargo, antes de que pudiera desatar su poder, el ser espectral la sujetó con su mirada. Un alarido ensordecedor llenó el aire, como mil voces superpuestas.

La caballera sintió cómo su fuerza se esfumaba y la flaqueza la envolvía como una mortaja. El ser parecía observar más allá de su forma física, escrutando el alma de Cather y deleitándose en su vulnerabilidad.

La legendaria Caballera Dragón experimentó una sensación de desgarro, como si la estuvieran aplastando y arrancando jirones de su poder. Un vacío se extendía, sumiendo todo en oscuridad y lejanía.

Cather contempló con horror al ente. Era un enigma, un vestigio de una era previa a la Devastación que fragmentó el mundo, un misterio que escapaba a su comprensión.

Pero Cather no se acobardó. Era la defensora de Sprigont, la Caballera Dragón, la elegida para enfrentarse a lo desconocido. Su poder brotó de su interior, como un torrente de fuego. El ente torció su rostro en una mueca siniestra.

La presión se intensificó, como si una montaña se desplomara sobre ella. Cather se dobló sobre sus rodillas, notando cómo su sangre se helaba en sus venas. Pero no se rindió, su espíritu seguía encendido.

El ente lanzó un alarido, un sonido que amenazaba con reventar sus oídos. Luego, se replegó, agazapado pero altivo. No era miedo lo que mostraba, sino un desafío feroz. Y Cather respondió con su poder, resistiendo la opresión. Buscó en su interior y vio tres columnas de energía, sus Habilidades Básicas. Primero ancló su mente en la Retención, sintiendo cómo la sangre fluía con calma, otorgándole control sobre su organismo.

Luego, activó la Unión de Sangre, y su cuerpo comenzó a incendiarse gradualmente, su corazón latiendo en un ritmo frenético. La Unión representaba la fusión y la canalización. Y finalmente, su esencia desencadenó la Solidificación de Sangre.

El cuerpo de Cather experimentó una metamorfosis vertiginosa. Los adoquines bajo sus pies cedieron ante el colosal peso de la Caballera Dragón. Su piel se endureció, como si el acero mismo la reemplazara.

Así, en medio de la tormenta, lady Cather emergió transformada, un coloso de poder y determinación, desafiante ante el ente que amenazaba su mundo.

Avanzó con un paso audaz y el suelo cedió bajo su firmeza. Sin embargo, no había una fuente de sangre brotando en el exterior, como ocurría con otras Habilidades Complementarias como la Evaporación; más bien, esta esencia vital se contenía en su interior, confiriéndole una energía singular.

En un gesto fluido, extrajo a Juicio, la espada de sangre que portaba, y el arma divina se envolvió en un resplandor etéreo. La sangre misma respondió, fusionándose con el acero en un baile simbiótico. Cather blandió la hoja de sangre, un arma capaz de atravesar el granito con la misma facilidad con la que un enamorado desliza su mano sobre la piel de su amada.

—¿Qué eres? —bramó la Caballera Dragón, su voz potenciada por la Solidificación; un tono tan profundo que su eco resonó en la tormenta.

El ente respondió con una voz sin género, un eco de masculinidad y feminidad entrelazadas, una dualidad que parecía una sola entidad, como dos espíritus que se fusionan en la armonía de uno solo. Esta voz gutural, a la vez distante y cercana, parecía manifestarse en todas partes y en ninguna, como si existiera en un plano de realidad aparte.

—Tu muerte —susurró la criatura.

Y entonces, el mundo se fracturó.

El ente se desvaneció, su forma deformándose en las sombras. Junto al cuerpo inerte de Zelif, emergió otra figura. ¿Un hombre, tal vez? ¿O acaso una mujer? El portador de la espada homicida se manifestaba con su arma centelleando en la negrura atroz, una claridad única y, al mismo tiempo, antagónica a la de Cather.

Esta figura avanzó, su mano extendida, pareciendo ofrecer... ¿ayuda? Pero la visión se esfumó como humo ascendente hacia el cielo, y la figura se disipó en el éter.

La visión de la caballera se distorsionó, la penumbra lo engulló todo y el firmamento se resquebrajó. El suelo tembló y se abrió en un abismo bajo sus pies. No había nada que sostuviera su caída.

Cather se precipitó en el abismo, entregándose al vacío.

Un suspiro borró la visión y Cather despertó.



Se incorporó en su lecho, con el corazón a punto de romper sus confines, latiendo con urgencia, casi compitiendo contra el tiempo. En su pecho, dos pulsaciones chocaban como acordes discordantes en una sinfonía: una rápida y ansiosa, la otra pausada, resonando como un eco sutil. No había sentido el latido tan lento desde hacía años, algo inusualmente perturbador.

Al alba, el horizonte se teñía de gris bajo un firmamento plomizo. Cather se asomó por la ventana, empapada en sudor frío y salado. Su cabello estaba revuelto por el viento.

—¿Qué fue aquello? —susurró Cather, con su voz perdida en el frío viento que le recordaba que seguía en el mundo de los vivos.

Se apoyó en la balaustrada del balcón, dejando que la brisa gélida le golpeara las mejillas. La vista desolada de la ciudad frente a ella aplacaba su inquietud. No acostumbraba tener visiones, y esta había sido una intrusión inesperada, persistiendo como una sombra.

Observó sus palmas rígidas. La Solidificación aún latía en su interior. ¿Había sido un sueño o algo más?

—Y él estaba allí... —murmuró Cather, tratando de tranquilizarse—. El asesino... ¿qué pretendía...?

Dejó el balcón de forma abrupta y volvió su atención a la espada en la habitación. Juicio emanaba un resplandor etéreo, anticipando peligro. Era inusual que las espadas de sangre mostraran sus habilidades sin contacto directo del portador, a menos que también percibieran una amenaza.

Al acercarse a Juicio, sintió la empuñadura fría y firme. La hoja vibraba con intensidad, transmitiendo temor a sus dedos. Entonces, un sonido resonante estalló en el aire, como campanas propagándose por la ciudad. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Levantó la mirada al cielo, sorprendida. ¿De dónde provenía ese sonido? Reconoció el tañido de la catedral de Diane mientras daba un paso atrás. Otras campanas se unían, cada una con su propio eco, deteniéndose en el noveno tintineo. Esperó en silencio a que se detuvieran en ocho. No sucedió. Y el noveno estallido le formó un nudo en el estómago, con una mezcla de miedo y curiosidad, mientras observaba a la gente dirigirse a la catedral.

Cather tomó Juicio, sintiendo la firmeza de la empuñadura. La hoja parecía consciente, vibrando incesantemente. Moldeó la funda con habilidad, permitiendo que la sangre fluyera y se extendiera. Se ajustó la armadura, una obra maestra de metal y cuero, brillante como las escamas de la Deidad Inmortal, con ribetes negros en honor al Dios Negro.

Una vez lista, salió de sus aposentos, decidida a enfrentar lo que le esperara en la catedral. Interrupciones constantes la esperaban en su camino. Sus escuderos, Voluth y Kazey, vestían armaduras y la seguían con mezcla de determinación y ansiedad. Los nobles del castillo mostraban expresiones de incredulidad y falsa preocupación. Algunos la interrogaron sobre lo ocurrido, curiosos y consternados, mientras otros la ignoraron, evitando involucrarse. Los nobles la miraban con duda y recelo, esperando que se aclarara la situación antes de actuar.

Sus soldados se agruparon y la siguieron fuera del castillo. La escolta, de al menos dos docenas de hombres, despejaba las calles hasta la catedral, donde se había congregado una multitud. Los rumores se esparcían, cada versión más alarmante que la anterior.

«Un asesinato», pensó con amargura.

La identidad de la última víctima permanecía desconocida según los rumores, sumiendo a todos en desconcierto y ansiedad.

Al llegar a la catedral, se encontró con docenas, quizás incluso un centenar de guardias sacerdotes, quienes custodiaban las entradas con gestos adustos y semblantes que parecían a punto de explotar en ira. La caballera se aproximó con pasos firmes a uno de los guardianes que lucía con orgullo el intrincado glifo de Diane en el pecho, tejido en una compleja serie de nudos que denotaban su alto rango. El hombre, cuyo nombre era Jukal, tenía facciones angulosas y una mirada tan penetrante como la hoja de una espada.

—¿Qué ha ocurrido, soldado? —inquirió Cather con respeto, saludando al capitán de los guardias con un breve y enérgico gesto de reconocimiento.

El guardia sacerdote la miró con desdén, como si fuera una molestia que interrumpiera su importante labor. Su rostro era duro y arrogante, y sus ojos brillaban con un fuego frío.

—Anoche, un intruso, uno de los Hacedores de Sangre, se atrevió a profanar la sagrada catedral —declaró Jukal con voz severa, enfatizando cada palabra con desprecio—. Allí, sin piedad, asesinó a los sacerdotes Malex y Felix.

Cather se sobresaltó, incrédula.

—¿Uno de los Hacedores de Sangre? —repitió, sin poder ocultar su asombro—. Hasta ahora, solo sabíamos de la existencia de uno. ¿Estás seguro de lo que afirmas?

Jukal asintió, sin alterar su expresión altanera.

—Así es, otro Hacedor de Sangre, miladi. No hay lugar para la duda. Si quiere comprobarlo por sí misma, le sugiero que vaya a ver los cadáveres. Ziloh la está esperando junto a las víctimas.

Cather asintió en respuesta.

—Llévame con Ziloh —ordenó, siguiendo a Jukal hacia el oscuro corazón de la catedral.

Cather entró en la catedral con paso firme y decidido, solo con sus dos leales escuderos. Dejó a su escolta en las afueras; no quería llevar a mucha gente al lugar del crimen. Jukal le había dicho que la escena estaba intacta y que Cather debía verla con sus propios ojos. Una pregunta le rondaba la mente: ¿qué alteraría tanto al veterano sacerdote?

Por los pasillos, vio una multitud de sacerdotes con túnicas rojas, pálidos como la cera. Algunos temblaban de miedo, otros sollozaban como si lloraran la muerte de un mundo. Al pasar, Cather oyó los susurros que llenaban el aire, de terror y confusión. Los valientes guardias sacerdotes se habían enfrentado a un asesino que se desvanecía como la niebla roja, un espectro que entraba y salía de la catedral sin que nadie lo detuviera.

Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar las palabras del demente de las mazmorras. Aquel hombre había jurado que las capas rojas morirían. ¿Qué tramaba la secta de los Silenciadores de la Memoria? ¿Cuántos más se ocultaban por Nehit, tejiendo sus oscuros planes?

Jukal llevó a Cather al antiguo despacho de Zelif, ahora un escenario de horror. Ziloh estaba sentado en una silla, sollozando sin consuelo, con las manos sangrientas. Frente a él, dos cadáveres en el suelo, atravesados por cuchillos. La sangre teñía el suelo de rojo oscuro, creando un macabro lienzo de brutalidad. La escena era un testimonio gráfico del terror que había asolado la catedral de Diane.

—Lady Cather, gracias a Diane que has llegado —dijo Ziloh con voz ronca—. Esto es... una atrocidad. Malex y Felix... Oh, no... Los asesinaron anoche de forma atroz. ¿Cómo pudo suceder algo tan terrible?

Los ojos de Cather se desviaron hacia los cadáveres, cubiertos por sábanas en un intento de ocultar el acto horrendo.

—¿El asesino? —preguntó Cather con un ronco gruñido—. ¿Tienen información sobre él?

Ziloh negó con la cabeza, sus ojos vidriosos de lágrimas reprimidas.

—No fue un asesino, sino dos —explicó el sacerdote con voz quebrada—. Dos Hacedores de Sangre se infiltraron en la catedral anoche.

Kazey y Voluth, con los ojos desorbitados, expresaron sorpresa. ¿Cuál era la probabilidad de que dos Asesinos de Sangre coincidieran en la misma ciudad, en la Tierra Corrompida, sin detección, actuando como asesinos y cómplices?

El rostro de Kazey se contorsionó por el desconcierto y la furia, mientras el de Voluth reflejaba miedo.

—El primero —continuó Ziloh, su voz quebrándose— se infiltró al final de la ceremonia. Aprovechó el caos y la confusión, mientras los guardias estaban distraídos y la atención se centraba en la interrupción que usted causó, miladi. Malex lo notó merodeando en la catedral, pero antes de alertar a alguien, el asesino lo amenazó o lo silenció. El hombre ya no podía hablar. Felix intentó intervenir. Oh, lady Cather, eran hombres buenos, devotos y leales.

—¡¿Por qué no me informaron de inmediato?! —exclamó Cather con un rugido—. Les dije que cualquier detalle sobre el asesino debía comunicarse inmediatamente.

Ziloh frunció el ceño y replicó con voz quebrada:

—No tuvimos oportunidad. Usted detuvo la ceremonia y nos mantuvo ocupados a mí y a la mayoría de los sacerdotes. ¿Sabe lo que sucedió después de que se marchó? Pasé horas hablando con los creyentes, intentando explicar por qué se interrumpió la ceremonia. No supe del asesinato hasta bien entrada la noche. ¡Y Malex ni siquiera podía hablar! Nunca lo había visto en un estado tan desolador. ¿Quién sabe qué le hizo el asesino?

El silencio se impuso en la sala.

—Si usted no hubiera intervenido en la ceremonia, podríamos haber detenido al asesino —continuó Ziloh con la voz entrecortada—. Pero, ¿no lo ve? La catedral estaba en medio de una revuelta y hubiera sido imposible identificar al asesino entre la multitud.

Cather sintió la acusación como una bofetada. ¿Había sido su culpa, como afirmaba el sacerdote, la infiltración del asesino? ¿Había provocado la muerte de dos buenos hombres? La caballera apretó la mandíbula, convencida de haber actuado por intuición tras hablar con lady Xeli.

Esta vez, Cather no se retractaría como esperaban.

—Estuvo a punto de romper el tratado de paz, Ziloh. De iniciar una guerra civil —gruñó Cather, con palabras cargadas de convicción—. No es ningún Hierático para romper un tratado que costó tanto a Zelif y a mí. No intente intimidarme ni culparme por sus acciones. Soy una Caballero Dragón, portavoz del Gran Consejo. Si no hubiera alimentado el caos, el asesino no habría podido infiltrarse.

Ziloh la miró horrorizado, y Kazey retrocedió un paso.

—Si detuve la ceremonia fue porque ni yo, ni el Gran Consejo, aprobamos sus acciones. Como sacerdote de Diane, debería saberlo.

El silencio se acentuó en la sala.

—Dos asesinos —repitió Cather con serenidad, aunque la tensión crecía en el ambiente—. ¿Cómo supo que eran dos Hacedores de Sangre?

—Hablé con Felix en la noche. Me dijo que Malex mencionó algo sobre el asesino, pero no pudo decir mucho más. Justo cuando iban a revelarme algo crucial, otro Hacedor de Sangre los asesinó a sangre fría.

» ¡Y casi me mata a mí también! Pero se marchó cuando di la alarma. Solo quería acabar con ellos y escapar.

«¿Por qué dejar un testigo vivo...?», pensó Cather.

Cather contuvo su frustración.

—¡Y estoy seguro de que era otro asesino! Malex apenas pudo hablar... pero logró decir algo cuando enfrentó al asesino. Describió a un hombre harapiento que se deslizaba entre las sombras como humo. Un espectro demoniaco.

» Y el Hacedor de Sangre que vi matar a Felix y a Malex era bajito, tal vez una mujer. No estoy seguro... Oh, miladi. No imagina el miedo que sentí y la confusión que reinaba. Pude haber muerto...

» Lady Cather, por favor, créame. Si pudiera, se lo habría dicho. Pero, ¿ha pensado en lo indefensos que estamos? ¿En el terror que vivimos? En cualquier momento, un Hacedor de Sangre podría matarnos. No sabemos sus motivos ni a quiénes elegirá. El próximo podría ser yo... O Jukal... O cualquier otro. ¿Qué ha hecho usted para evitarlo?

» ¿No lo ve, miladi? ¡Nos están exterminando! Los heroístas quieren aniquilarnos. ¿Por qué no puede verlo? ¿Qué será de nuestro próximo Hierático? Todos tienen miedo, seguirán matándonos. ¿Y qué ha hecho usted para evitarlo?

» Sí, sé que no soy un Hierático. También estoy muy viejo para ese cargo. Me cuesta levantarme y moverme. ¡Pero me lo piden a gritos! ¿Qué se supone que haga? Todo se nos va de las manos.

El sacerdote cayó de rodillas, sollozando.

Cather guardó silencio, observando los ojos del hombre. Ojos débiles y tristes que suplicaban ayuda. Pero no sintió compasión, solo desconfianza. Voluth miraba fijamente al sacerdote, en shock.

Cather sabía que los heroístas eran inocentes, pero se reprochaba no haber protegido mejor la catedral de Diane y sus fieles. No esperaba un ataque así, y los más perjudicados habían sido los devotos. Aun así, Cather no quería creer lo que Ziloh le mostraba como la verdad. La noche anterior había suspendido la ceremonia por algo, y no iba a cambiar de opinión. Aunque las evidencias señalaban a los heroístas, intuía que había algo más; el misterio no estaba resuelto. Su investigación se había detenido, pero no se conformaría con una solución fácil para satisfacer a unos pocos.

Estando consciente de que los Silenciadores de la Memoria estaban manipulando la situación, Cather sabía que no podía tomar ninguna decisión apresurada. Cualquier elección, ya sea que el asesino perteneciera al Dianismo o al heroísmo, desencadenaría una guerra civil.

—¿Algo más? ¿Hay algo más que pueda ayudarnos a identificar al asesino? —dijo Cather con una mirada inquisitiva.

Ziloh lloraba desesperado en el suelo. Kazey, apretando los puños, corrió a ayudar al sacerdote a levantarse. Cather frunció el ceño, pero no reprendió a la muchacha, aunque una incertidumbre comenzó a crecer dentro de ella. La joven escudera se había distanciado de Cather y sus declaraciones públicas empezaban a divergir.

«Resolveré eso más tarde», pensó Cather para sí misma.

Un joven sacerdote entró en la habitación, un muchacho que se había unido a la religión desde joven y que mostraba una mirada aterrorizada, aunque parecía haber controlado sus nervios rápidamente.

—Sacerdote Ziloh —dijo el muchacho—. los devotos están esperando, como usted pidió. ¿Debo decirles que aún tardará?

Ziloh, limpiándose las lágrimas del rostro, se puso de pie y respondió con una voz temblorosa:

—No, ya no puedo soportar estar aquí más tiempo. Lady Cather, si desea examinar los cuerpos, hágalo. Luego, avise a uno de los sacerdotes para que podamos proceder con el funeral adecuadamente.

Después de estas palabras, Ziloh, los sacerdotes y Kazey se alejaron, dejando solo a Voluth y Cather en la habitación. La tensión había disminuido, pero un velo de misterio y desconfianza los envolvía.

Necesitaba desenmascaras a los asesinos antes de que sea demasiado tarde.

Cather se acercó a los cuerpos y retiró la sábana que los cubría. El olor a sangre y muerte la golpeó, y sintió un escalofrío recorrer su espalda. El cuerpo del sacerdote Malex yacía en el suelo con una herida precisa en la garganta. Sus manos manchadas de sangre evidenciaban su desesperado intento de detener el sangrado antes de morir. Sin embargo, su espada aún estaba enfundada, como si la sorpresa lo hubiera paralizado antes de poder reaccionar.

El cuerpo de Felix presentaba una escena aún más impactante; su espada yacía en el suelo, como si hubiera caído de su mano tras su muerte. Las múltiples puñaladas en su espalda revelaban el salvajismo del ataque. Cather escuchó un gemido ahogado de Voluth, que se había quedado en la puerta, incapaz de acercarse más. Cather sintió compasión por el joven, sabiendo que esto incrementaría los rumores sobre los heroístas, a pesar de la falta de pruebas.

—¿Qué crees que significa, Voluth? —preguntó Cather, fijando su mirada en el joven—. Las heridas parecen ser de una daga y sugieren un ataque sorpresa. ¿Dónde está la hoja de sangre si el homicida fue un Hacedor de Sangre?

Voluth se encogió de hombros, mostrando desconcierto y temor en su rostro.

—No lo sé, Cather. No tiene sentido. ¿Por qué alguien querría matarlos de esta manera? He oído conversaciones que describen a los sacerdotes como hombres buenos, leales al dianismo. Nadie oyó nada, ¿y los guardias?

Cather frunció el ceño, sumida en las mismas incógnitas. Algo en la escena del crimen no encajaba. Alguien ingresó a la catedral, mató a dos sacerdotes y escapó sin dejar rastro. Lo inquietante es el uso de una daga común, no la hoja de sangre que debería llevar un Hacedor de Sangre. ¿Qué significaba esto?

—Observa la herida de Malex, Voluth —dijo Cather—. Es limpia y precisa, hecha por alguien con habilidad. No hay señales de lucha ni resistencia. El asesino sorprendió a las víctimas o las engañó. Quizás se hizo pasar por un devoto o un sacerdote. Tal vez conocía a Malex.

Voluth asintió, siguiendo el razonamiento de Cather.

—Entonces, ¿por qué atacar a Felix con tanta brutalidad? —preguntó, observando el cuerpo destrozado del otro sacerdote—. ¿Por qué no emplear el mismo método? ¿Por qué dejar tantas pruebas?

Cather reflexionó, mordiéndose el labio.

—Quizás Felix se percató de lo que sucedía e intentó detener al asesino. El asesino pudo haber querido enviar un mensaje o desatar su ira. O tal vez no fue el mismo asesino.

Voluth la miró incrédulo.

—¿Dos Hacedores de Sangre? —preguntó—. ¿Lo crees posible?

Cather asintió, recordando las palabras de Ziloh. Habló con gravedad y cansancio.

—Ziloh lo afirmó y parece tener razón. El primer asesino, un hombre harapiento moviéndose entre las sombras. El segundo, una mujer baja con una daga. Ambos Hacedores de Sangre según Ziloh. Una mentira así sería fácil de desmentir con tantos testigos. —Miró alrededor, preocupada—. No sé qué buscan, pero me inquieta.

Voluth frunció el ceño, confundido.

—¿Cómo coincidieron dos Hacedores de Sangre en el mismo lugar y momento? ¿Trabajaban juntos o se enfrentaron?

Cather negó con la cabeza, sin respuesta clara.

—No lo sé, Voluth. Pero debemos descubrirlo. Encontrar a esos Silenciadores de la Memoria es crucial para prevenir más muertes y evitar una guerra.

Voluth asintió con determinación.

—Estoy contigo, Cather. Haremos lo que sea necesario. Pero dime, ¿por dónde empezamos? Las únicas pistas que tenemos... —Su voz se apagó, consciente de lo que esas pistas significaban. Una amenaza para los heroístas.

Cather se quedó pensativa, repasando lo que habían descubierto.

—Tenemos los testimonios de Ziloh y otros sacerdotes, las heridas de los cadáveres, la hoja de sangre del primer asesinato, una capa negra y el Silenciador de las mazmorras.

Voluth mostró curiosidad.

—¿Crees que el Silenciador dirá algo? Hasta ahora ha permanecido en silencio.

Cather se encogió de hombros, insegura.

—No lo sé, pero debemos intentarlo. Algo nos estamos perdiendo. Las pistas son contradictorias. —Mostró firmeza en su mirada—. De acuerdo, Voluth. Esto es lo que vamos a hacer. Voy a ver a lady Xeli. Le he concedido una audiencia la noche del baile, quizá sea una oportunidad para sonsacarle algo más. Puede ser una buena aliada entre la nobleza y una forma de demostrar que apoyo también a los heroístas. Tú habla con el hierático Loxus, averigua todo lo que puedas de su relación con Zelif. A lo mejor nos puede echar una mano para entender lo que está pasando. Quizá hoy te necesiten los Guardias Negros para calmar el caos de la ciudad, estate atento si ves alguna señal de caos, necesito que me lo digas.

» Iré a hablar con el Silenciador de la Memoria. Ese hombre sabe más de lo que revela. Podría ayudarnos a identificar a los asesinos y sus motivos.

Voluth asintió, de acuerdo con el plan.

—Lo haré, Cather. Pero ten cuidado, ese hombre es... inquietante.

Cather asintió, con un sudor frío en la frente. Sabía que entraban en un territorio peligroso.

—Lo sé, Voluth. Pero no podemos esperar a ser las próximas víctimas. Debemos actuar y resolver este misterio antes de que sea tarde. Antes de que la ciudad arda.

Al salir de la sala, Cather tropezó con algo. Se detuvo, escuchando un tintineo. Se inclinó y tomó con cuidado un pequeño colgante de oro que se había soltado de su cadena. Brillaba con un símbolo de una espada curva con alas, que lanzaba reflejos azules bajo las luces de petralux.

Era el mismo símbolo de la espada del asesino.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Alzó la mirada, buscando a Voluth. El joven la miraba, desconcertado.

—¿Qué has encontrado, Cather? —preguntó Voluth.

— La prueba de que los asesinos están conspirando —murmuró Cather, ocultando el colgante—. Y la clave para hacer hablar al Silenciador de la Memoria.

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