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Insisten en que traicionó a Diane y condenó todo Edjhra.

Los Dianistas nunca habían actuado de una manera tan errática, con un odio tan profundo y consumido sino hasta que la Devastación cambió Edjhra. Amigos míos, incluso, me despreciaron hasta el punto de querer acabar con mi vida.

Alguien plantó esta idea en sus corazones

De Sangre y Ceniza: prólogo.


Azel creía haber acallado los pensamientos que aleteaban como sombras pérfidas, una plaga que intentó dejar atrás. Pensó que podría afrontar el dolor con firmeza y perseveró en la búsqueda de un medio para salvaguardar a los heroístas, sin renunciar a su compromiso con el dianismo. Se dio cuenta de su ilusión cuando las palabras de Ziloh resonaron, no como simples sonidos, sino como ecos retumbando en los abismos de la existencia, perforando dimensiones y clavándose en su mente. Sentía una crucifixión de su psique.

Azel temblaba en su esencia mientras Daxshi gemía desde su refugio en su hombro, sus lamentos impregnados de angustia. Cayó de rodillas en la catedral, sus brazos se abrazaron en un gesto desesperado, sus manos se entumecieron y su respiración se convirtió en un compás desbocado. Ansiaba que las palabras de Ziloh se detuvieran, pues cada sílaba era una injuria dolorosa, un golpe al pecho que corrompía su mente.

El sufrimiento de la realidad lo amenazaba, dejando una huella indeleble en su existencia. Aquella huella era como un vacío vibraba con la esencia de la aceptación y la pérdida, una promesa truncada. Se preguntó si por esto Zelif había caído. Azel levantó la mirada y encontró los ojos de Ziloh. El asco surgió en su interior, rechazando todo lo existente. Ziloh mentía y Azel estuvo a punto de acusarlo, pero la duda lo detuvo. ¿Quién sería creído en esta contienda, el presunto asesino o el querido sacerdote?

Ziloh tenía un historial de urdir engaños, pero esta vez iba más allá. Azel resentía esta situación y solo podía suplicar silente para que Ziloh callara. Los recelos hacia los heroístas eran comunes, pero esta vez era diferente. Azel lo sentía con cada fibra de su ser.

El miedo volvió con fuerza. El sacerdote se transformó ante sus ojos, las heridas en su espalda ardían y la sangre manaba. Destellos de luz refulgían mientras palabras atroces reverberaban en su mente. Ziloh estaba a punto de romper el frágil tratado de paz y solo faltaban unas pocas palabras para desatar el caos.

Azel sabía que debía alzarse, enfrentar a Ziloh, detener la maquinaria infernal. No era un asesino para sembrar el caos, sino para proteger su fe.

«Irnos, irnos, irnos», suplicaba Daxshi, oculto en sus ropajes.

De súbito, la voz de Ziloh se extinguió. Lady Cather, la legendaria Caballera Dragón, había interrumpido la ceremonia. Un breve lapso de estupor mantuvo a Azel inmóvil, pero una calma comenzó a fluir en su ser.

La multitud se alborotó en un torbellino de emociones. No había alegría en sus rostros. Anhelaban continuar escuchando. Los gritos y murmullos llenaron el aire. Azel observó, esperando, mientras la agitación se extendía. Era el momento adecuado para deslizarse más profundamente en la catedral.

«¿Qué hacer?», dijo Daxshi como un eco en su mente.

La criatura parecía afectada de manera similar a Azel, una anomalía que no pasó desapercibida.

—Lo que vinimos a hacer.

El asesino se irguió e inspiró profundamente. Hirvió sangre y sus sentidos se agudizaron. Con movimientos precisos, se infiltró entre la masa de personas que se agolpaban. Los Guardias Sacerdotes estaban abrumados y confundidos.

El flujo de la multitud lo llevó en una dirección contraria a su objetivo. Daxshi se volvió hacia donde lady Cather debatía con el sacerdote Ziloh. Pero Azel no podía permitirse distracciones. Su entrenamiento como asesino le brindaba una destreza que ahora se manifestaba en su movimiento fluido entre la multitud. Avanzó como el viento que se cuela por las rendijas de una ventana.

Se abrió camino hacia uno de los corredores laterales, los guardias sacerdotes estaban ocupados. Nadie pareció reparar en él mientras se internaba en el pasillo. Caminó con precaución, sus pasos como susurros. Las lámparas apenas disipaban la oscuridad, el petralux derramaba su luz mortecina. La figura de Azel se recortaba en la penumbra, su sombra se extendía en un acto de desafío a la luz, sin rehuir de ella. A medida que avanzaba hacia la luz, las sombras se multiplicaban desafiando

Lo que llamó la atención fue la falta de sombra de Daxshi. Era un hecho extraño que Azel no podía pasar por alto. El asesino sopesó sus alternativas. Podría encaminarse hacia los aposentos de Zelif, pero desconfiaba de que algo trascendental estuviera tan al alcance. ¿Y qué tal los aposentos de Ziloh? Un estremecimiento le erizó la espalda. No, era demasiado osado y no deseaba acercarse al sacerdote.

«La sala», caviló Azel.

El lugar donde descubrió su naturaleza como Hacedor de Sangre.

Daxshi asintió con efusión.

El asesino se detuvo en seco, perplejo.

—¿Conoces esa sala? —musitó

Daxshi asintió con mayor fervor.

«Ir allá», propuso con su voz vibrando por algún motivo.

Azel escrutó al ser tenebroso y sacudió la cabeza. No era momento de preguntas, debía ir a esa sala. Apenas recordaba la estancia, un enclave oculto bajo la catedral. ¿Sabría encontrarlo? No había otra opción, algo incomprensible estaba en juego.

El Hacedor de Sangre se movió por los corredores con la destreza de un asesino. Sus pasos eran silenciosos, sin ninguna clase de eco. Azel avanzaba como una sombra, alerta y calmada. Se desviaba o se ocultaba al detectar a otros. Pasaron años desde su última visita a la catedral, el lugar había experimentado cambios profundos desde entonces.

«Cuidado, mucho cuidado», advirtió Daxshi en un susurro, sus plumas de brea se erizaban en un gesto de alerta.

El asesino asintió en reconocimiento a las palabras del nevrastar.

Conocía la catedral como la palma de su mano, había crecido y entrenado en esos pasillos. Sin embargo, Daxshi tenía razón, la precaución era esencial. Algo lo hacía sentir incómodo, como cuando Ziloh hablaba. Si lo reconocían, ¿qué sucedería?

«Me acusarían de ser un Silenciador de la Memoria y un heroísta», pensó Azel.

No quería atraer más sospechas hacia la fe del Dios Negro. Prefería evitar acelerar el caos en la ciudad, así que siguió avanzando hasta llegar a su destino.

Un conjunto de escaleras descendentes se desplegaba ante él. A lo lejos se escuchó el creciente murmullo de un guardia sacerdote, acercándose con una lámpara de petralux. Azel no vaciló y se sumergió en las escaleras. Encontró un callejón sin salida. El espacio era un simple sótano, desprovisto de características notables. Había mesas dispersas, estanterías talladas en la piedra con jarrones acumulados y polvorientos. El lugar estaba sumido en las sombras, no solo por la escasez de luz, sino por el tinte negro que parecía devorar las paredes, creando una oscuridad más profunda.

Al final localizó una lámpara de petralux. Rezó en silencio para que la piedra todavía albergara energía y abrió las compuertas metálicas. Cuando la luz se manifestó ante sus ojos, sintió un gran alivio.

Al adentrarse más, descubrió que el lugar era más espacioso de lo que parecía. En uno de los extremos, dos estatuas de Diane capturaron su atención. Una representaba a la diosa como una doncella con brazos extendidos, la otra la inmortalizaba como un dragón, erguido majestuosamente sobre la primera. Aunque no eran monumentos colosales, ambas estatuas se complementaban entre sí.

Un vago recuerdo de la sala se filtró en la mente de Azel. Recordó los jarrones que yacían en el rincón, cubiertos de polvo después de tantos años. Sin embargo, no recordaba las estatuas.

Se aproximó a las efigies pétreas y sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. Las estatuas de Diane lo observaban con una mirada que trascendía el tiempo y el espacio, no era de reproche, sino de compasión. Sus labios se movieron sin emitir sonido.

—Yo... Yo... —farfulló Azel, con la voz quebrada—. No me juzgues por lo que hice. Ni devastadora idea de lo que esperas de mí. No sé si las vidas que he quitado servían para algo. Tengo que enterarme de qué está pasando, lo juro por tu nombre.

Daxshi inclinó la cabeza, mostrando su respeto hacia las estatuas con un gesto reverencial.

«Sangre de Diane», susurró la criatura, su voz cargada de veneración.

Azel entornó los ojos y volvió a examinar las estatuas. Entonces reparó en un detalle singular en una de ellas. La figura de la doncella lucía un colgante de rubí. Pero no era una simple joya ornamental, era un rubí verdadero.

Azel retrocedió un paso, sobrecogido por el hallazgo. Los rubíes no eran simples piedras preciosas como el topacio o el ámbar. Eran una maravilla inaudita, albergaban la esencia divina de Diane. Eran la sangre misma de la Diosa Inmortal. Y eran el origen del poder que fluía en las venas de Azel. Esas gemas sagradas eran como semillas de Piedras de Sangre, una promesa de poder en ciernes.

Azel respiró hondo y tocó el rubí con la yema de los dedos, siendo cauto para no ofender a la diosa. Entonces, sintió la sangre de la diosa latir a través de la gema, un pulso de poder divino. Casi sintió que su propia sangre respondía a esa conexión.

Justo en ese instante, cuando la energía ancestral latía en sus venas, Daxshi se tensó súbitamente y el sonido de pasos resonó escaleras abajo. Azel se agazapó, cerrando rápidamente las compuertas de la lámpara de petralux, sumiendo la estancia en la oscuridad. Empuñó su cuchillo en la mano, dispuesto para cualquier contingencia.

—Felix, ¿estás ahí? —resonó una voz extrañamente familiar para Azel. Sus manos comenzaron a temblar—. Se está formando un alboroto. No comprendo por qué Ziloh nos ordenó custodiar este lugar vetusto.

«Malex», pensó Azel mientras su mente se nublaba de recuerdos. Había sido su maestro de armas, un amigo del pasado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su último encuentro?

—Supuse que habrías llegado aquí antes que yo —prosiguió Malex—. ¿Dónde estás? ¿Por qué apagaste la luz?

Malex avanzó en silencio hacia la lámpara de petralux apagada por Azel. Aunque tenía la oportunidad de huir sin ser detectado, su deseo de ver a Malex superaba cualquier instinto de escape. Después de todo, el hombre no sabía que Azel era un Hacedor de Sangre ni que había asesinado a Zelif. El asesino anhelaba reencontrarse con alguien a quien había valorado en el pasado.

Un destello de luz llenó la habitación cuando Malex encendió la lámpara y desenvainó su espada corta con la destreza de un espadachín avezado, la hoja de acero relucía en la tenue luz como recordatorio de su habilidad.

—¿Quién anda ahí? —bramó el guardia sacerdote, barriendo la luz en todas direcciones.

La figura de Malex encajaba perfectamente en los recuerdos de Azel. Era un anciano que el tiempo había despojado de su lozanía, con mechones plateados intentando ocultar la calvicie. A pesar de los años transcurridos, Malex seguía siendo reconocible en su esencia.

Azel podría haberse desvanecido en las sombras, deslizándose hacia la salida como un espectro nocturno. Pero no pudo hacerlo. Aquel hombre podía poseer las respuestas que necesitaba.

Con cautela, Azel salió de su escondrijo y dejó que la luz lo revelara. El sacerdote lo miró con una expresión de espanto.

—¡Oh, muchacho! ¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó Malex, su voz reflejando preocupación sincera—. Sabía que intentarías llegar a esta estancia. ¿Eres consciente del riesgo que supone?

La reacción de Malex sorprendió a Azel, quien vio reflejado su asombro en sus propias facciones. El asesino retrocedió un paso, desconcertado. Malex no mostraba asombro por su presencia, no cuestionaba su atavío ni expresaba perplejidad por haberlo descubierto oculto en la penumbra. Aún más sorprendente, Malex parecía saber que Azel era responsable de las desgracias recientes.

—¿Qué coño dices? —exclamó Azel, frunciendo el ceño mientras su sangre ardía de ansia.

Daxshi también se puso alerta, sus plumas se erizaron, aunque su atención se centraba en otro lugar, no en Malex. El sacerdote también miraba en esa dirección. Algo más lo inquietaba, más allá de la presencia del asesino.

—Azel, chico, no hay tiempo para interrogatorios, debes irte de inmediato —dijo Malex, intentando tomar a Azel del brazo en un gesto de urgencia.

Los instintos del Hacedor de Sangre se activaron y Azel se apartó rápidamente, deslizándose como una sombra. Se colocó detrás de Malex, manteniendo su cuchillo en la espalda del anciano.

—Suéltalo ya —siseó Azel, su voz cargada de firmeza mientras la sangre hervía bajo su piel—. ¿Cómo sabías que estaría aquí?

Malex exhaló profundamente, sin mostrar miedo. Su expresión serena se mantuvo.

—Ziloh nos alertó —respondió en voz baja—. No sé cómo, pero sabe que estás en la catedral. Ha enviado a todos los guardias sacerdotes en tu búsqueda.

—¿Y la Caballera Dragón? —preguntó Azel, preocupado. Dudaba poder enfrentarla en una lucha justa, especialmente sin su espada de sangre—. ¿Ella también viene? ¿Sabe que estoy aquí?

—No, no —negó Malex con la cabeza—. La ceremonia ha concluido y lady Cather ya se ha retirado. Pero Ziloh pronto estará tras de ti. ¿Podrías bajar ese cuchillo?

Azel observó a Malex por un momento, luego se alejó un paso y enfundó su arma. Malex se estremeció al darse cuenta de que Azel le había arrebatado su espada y ahora la tenía en su mano.

—¿Cómo...? —Malex negó con la cabeza, apartando la pregunta—. No importa, debes marcharte.

—¿Por qué no le dijiste a la Caballera Dragón y acabaste conmigo? ¿No sabes quién soy? —preguntó Azel, balanceando la espada con habilidad—. Lo sabes, no puedes negarlo. Entonces, ¿por qué?

—Sí, sé quién eres, muchacho. Eres un Hacedor de Sangre, el asesino de Zelif. Ziloh no pudo ocultarte para siempre. No quiere que lady Cather intervenga aún —explicó Malex, exhalando profundamente.

Daxshi inclinó la cabeza, intrigado.

—Zelif tenía conocimiento de ti, muchacho —continuó Malex—. Por eso te entrené, a petición suya. Él te necesitaba, pero no se atrevió a confesarlo. Sabía que estabas bajo el control de Ziloh, bajo su influjo, y no había manera de que él pudiera evitarlo. Un día, Zelif nos advirtió que serías quien lo matara, que Ziloh daría la orden. Compartió esta premonición con varios de nosotros. Sin embargo, ahora quedamos solo unos pocos. Ziloh se ha asegurado de eso —añadió con amargura—. Sé que anhelas respuestas. Zelif lo presintió y dejó ciertos indicios. Contaba contigo, muchacho. Pero ahora no es oportuno. Debes huir cuanto antes —imploró el guardia sacerdote—. Ziloh arde en cólera y debes escapar antes de que te atrape; de lo contrario, no podrás cumplir tu propósito.

—¿Y qué devastaciones sabes tú de mi propósito? —inquirió Azel, aferrando la empuñadura de la espada con fuerza.

El semblante de Malex se dulcificó, transmitiendo una amalgama de pesar y comprensión.

—Porque fui tu mentor y tu camarada —replicó Malex con una sonrisa melancólica—. Buscas poner coto a este conflicto, no anhelas más muertes.

Azel se quedó callado, pensando en lo que le había dicho Malex.

—Voy a intentar despistar a los guardias sacerdotes para que puedas escapar sin ser visto —siguió el guardia sacerdote—. Luego te buscaré y te contaré todo lo que sé. Lo juro por la sagrada Diane —dijo, mirando a las estatuas—. Pero debes saber algo ya. Este odio hacia los heroístas es mucho más oscuro y peligroso de lo que crees, Zelif lo sabía. Y tú debes saberlo. Pero ahora, huye antes de que sea demasiado tarde.

Azel observó detenidamente a Malex, al anciano que había sido su instructor de armas. Siempre lo había contemplado con severidad y resolución, pero ahora solo había ruego en su expresión.

El caudal de información había sido abrumador, demasiado para asimilar de improviso. Su mente aún no lograba digerir todas las revelaciones. Aunque no comprendía completamente la envergadura de lo que había escuchado, algo era cierto: Malex no estaba mintiendo.

Pero, ¿a qué se refería con que el odio es mucho más de lo que creía?

«Parece sincero. Sí, parece serlo —resonó la voz de Daxshi—. Confía en él».

Entonces, súbitamente, sintió la misma opresión que había experimentado antes de que lady Cather interrumpiera la ceremonia. Esta vez, la sensación era diferente. No era el pavor a los recuerdos del pasado ni a Ziloh. Era algo más profundo, más corrompido.

Azel nunca antes había experimentado este tipo de sentimiento.

—Te lo suplico, vete ahora —Malex rogó una vez más—. Zelif te necesita.

«¡Tenemos que irnos! ¡Rápido! —exclamó Daxshi—. ¡Viene! ¡Está llegando!»

—Nos veremos más adelante —aseguró Azel, apretando los dientes con fuerza.

Entonces, en un instante, Azel se giró sobre sus talones y salió disparado escaleras arriba, desvaneciéndose como una nube de sangre evaporada.

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