Culpa
Cuando la espada descendió sobre el cuello de su mejor amigo, Lysenn asintió que el tiempo se detenía.
Sin embargo, el tiempo no se detuvo. El impacto de la cabeza rebanada resonó con asombrosa claridad al chocar contra el suelo, estremeciendo a todos los presentes. La Plaza de Rito, habitualmente llena de risas y música, permanecía en un silencio absoluto y denso. Después de todo, aquella no era una reunión para celebrar, sino un sacrificio.
Lysenna retrocedió un paso después de que la gran maestra depositara en sus manos la espada ejecutora. Incluso si cerraba los ojos para no ver el horrible color de la sangre que manchaba la hoja plateada, el olor era más difícil de ocultar.
Se encogió. Para una huérfana de la capital, pisar aquel lugar era un regalo. Así lo había sentido cada vez que entraba en la plaza o cantaba junto a sus hermanos. Había estado a punto de morir de hambre cuando Syon vio el don en ella y se la llevó consigo al templo lleno de druidas.
Ellos eran la gente que hacía la verdadera magia, los héroes de las leyendas a los que todos admiraban y respetaban, aquellos cuya única preocupación por la mañana era la clase de conocimiento que podrían adquirir y que vivían en continua fiesta mientras se entrenaban en las artes arcanas pese a lo delicado de su misión.
Diez años después, aún le costaba creer que aquella misma huérfana aspirase a convertirse en la gran maestra. Cuando le dijeron que era un contenedor perfecto —alguien capaz de drenar y canalizar la magia del Corazón Estrella— y que por tanto no era un simple druida, sino una maestra, se había sentido privilegiada.
En aquel momento, no obstante, al ser la única que seguía viva de los quince maestros con los que había crecido, no sentía lo mismo.
Miró a Amhyra, la gran maestra, la mujer más sabia e imponente que conocía, esperando oír algunas palabras de aliento, algo bonito en memoria de su mejor amigo, sin embargo, la mujer se limitó a despacharlos a todos.
—Volved a vuestros quehaceres. Incluso si está muerto, la corrupción no se ha ido.
Tras una pausa llena de incredulidad, todos se marcharon en un silencio alarmante. Inquieta, Lysenna se dispuso a hacer lo mismo, pero la gran maestra la detuvo depositando una mano sobre su hombro.
—Tu corazón está lleno de pesar y culpa, pequeña —le dijo la mujer y la joven bajó la mirada—. Eligieron su propio camino.
—Todos eran amigos míos —murmuró. Y ni siquiera tenía derecho a llorarlos. No frente a los demás.
—Eres la única que queda, serás la siguiente gran maestra. Tu deber es proteger al corazón del templo y al reino, no a tus amigos. Los maestros estamos ligados a la estrella como nadie más: si ella sufre, nosotros sufrimos; si nosotros nos corrompemos, ella también se corromperá. Ellos permitieron que esto sucediera, debían morir para cortar la conexión. Por eso debes estar por encima de los sentimientos. No olvides la razón por la que estamos aquí.
Lysenna la miró con tristeza. Amhyra siempre había sido una mujer dura, pero ahora lo era aún más. Cuando miraba dentro de esos ojos vacíos tenía la sensación de que las muertes y el temor que asolaban a su gente ni siquiera le importaban. No podía culparla, por supuesto. Amhyra había dado a luz a otro niño muerto, el tercero desde que Lysenna la conocía, y eso afectaría a cualquiera. Todos esperaban que dejara el puesto cuando perdió al último, pero la corrupción había empezado a brotar en el templo justo en aquel momento. Preferían a una gran maestra agotada y con experiencia antes que a un jovenzuelo que apenas podía hablar con fluidez el idioma arcano.
Lysenna suspiró y, tras una ligera reverencia, se retiró. Eran druidas. Su diosa iba primero y su deber era velar por la hija que le habían confiado.
Como era la única maestra que quedaba, le correspondía a ella limpiar la espada sagrada, una reliquia que llevaba siglos siendo imbuida con la más pura magia de todos los druidas del templo, capaz de cortar en dos hasta la más profunda energía vil. Lo había hecho tantas veces en los últimos meses que fue un proceso mecánico; ni siquiera le echó un segundo vistazo a la hoja cuando la devolvió a su lugar en el santuario. La tarea era desagradable, pero al menos no tenía que encargarse de los cuerpos de sus amigos, que debían ser cremados.
Incluso si la gran maestra aseguraba que no era culpa suya, Lysenna sabía que sí. Su marido fue quien había iniciado la desgracia. Ahora estaba encarcelado bajo el templo, esperando la llegada de los guardias reales que lo llevarían de vuelta al continente, donde sería juzgado por traición, homicidio y corrupción por el mismísimo rey.
Como no había visto lo que ocurría hasta que fue demasiado tarde, Lysenna decidió tomar su parte del castigo convirtiéndose en la carcelera de la persona a la que más quería en el mundo. Pese a los vínculos que compartían, nadie se opuso. Todos los druidas querían evitar acercarse a él por temor a ser corrompidos, aunque Syon estaba limpio. Así que, como todos los días desde entonces, Lyssena descendió a los niveles inferiores del templo. El guardia ni siquiera la miró. Se limitó a darle la llave y las esposas.
Syon estaba sentado en un rincón de la celda. Siempre había sido un joven enérgico y curioso, y lo bastante hermoso como para enloquecer a la mayoría de los druidas femeninos del templo, pero había adelgazado desde su encarcelamiento y los ojos castaños estaban hundidos, ojerosos. Hasta su pelo, de un rojo vibrante, había perdido luz.
—Hola, Lys—le dijo al verla. Lysenna apretó los labios y abrió la celda. Él se acercó despacio—. Noto tu pena.
—Han ejecutado a Cedric —explicó. Los ojos castaños se apagaron un poco más.
—Lo lamento.
Lysenna no contestó a eso, simplemente le puso las esposas encantadas en las muñecas. Dentro de la celda no podía hacer magia, había salvaguardas que lo impedían. Si quería sacarlo de allí, debía encadenarlo; las esposas absorberían su poder. Fue la condición que le impusieron y ella aceptó sin rechistar. Ya estaban haciendo bastantes concesiones al dejarle salir y permitir que le llevara libros y otros objetos personales. Además, resultaban ser un imponente disuasorio para sí misma, en cuya mente se arremolinaban planes suicidas donde lo ayudaba a escapar y se fugaban al reino enemigo de Chryssos, lejos de las garras de su rey y los demás druidas.
Sacudiendo la cabeza para espantar las ideas que iban contra todos sus votos, la mujer lo condujo hasta el exterior por uno de los caminos subterráneos. Elegía siempre aquella hora porque los demás se reunían en la central, donde estaba el Corazón Estrella, para cantar y asegurarse de que estuviera siempre limpio de oscuridad, aunque sus cánticos no surtían efecto en los últimos tiempos. De esa forma, Syon no tenía que ver cómo lo miraban con miedo y asco.
—Esto está bastante bien —le dijo él cuando llegaron a la parte frontal del templo, allí donde estaba la gigantesca estatua alada tallada en piedra azul que representaba a su estrella—. El mar se ve bastante tranquilo.
El Templo Azul se situaba en las costas del reino maldito de Lumme, en el centro mismo del helado Mar del Céfiro, o el Mar Estrella, como solían llamarlo las grandes masas. No era para menos. En sus aguas oscuras titilaban las estrellas y se arremolinaban constelaciones enteras que no se podían ver en el cielo siquiera por la noche, y nunca sin la ayuda de un telescopio. Era un regalo de la diosa Luna para que sus hijas caídas estuvieran cerca de su hogar incluso en la Tierra.
Pequeñas gotas de agua se elevaban desde el mar, como trocitos de estrella que desafiaban la gravedad para volver a orbitar a kilómetros de la tierra. Lysenna cerró los ojos, siempre le había agradado aquella extraordinaria particularidad, aun cuando terminaba empapada al cabo de unos minutos. Le había fascinado casi tanto como las estrellas submarinas o el hecho de que en aquel lugar nunca salía el sol. Había cierta luz durante algunas horas del día, pero estaban acostumbrados a vivir en una penumbra permanente y ver solo hasta donde la luz del templo podía alcanzar.
Después de todo, el templo era lo más mágico y espectacular de aquellas aguas: era el hogar de una estrella caída. Se decía que eran atraídas por sus propias lágrimas, que se convertían en isheas, mujeres y hombres con cola de pez, y en astreus, criaturas aladas y etéreas, al llegar a la Tierra. Y allí donde impactaban surgían islas de minerales tan espectaculares como aquella, donde los cristales se iluminaban como si absorbieran su luz en un despliegue de rosas, azules y púrpuras.
Los primeros druidas lo habían moldeado con magia, creando todo lo necesario para una vida cómoda; sin embargo, gran parte de la fuerza salvaje del templo permanecía intacta. Muchas veces, una columna perfectamente pulida conservaba la forma erosionada en su base, las paredes eran rugosas y caprichosas, y por las noches, mientras reinaba el silencio, el mar creaba una extraña música al adentrarse en las pequeñas cuevas existentes bajo el suelo de la isla.
Lysenna jamás había visto a los astreus, vivían escondidos en los bosques y sus semejantes, los astreus'arva, moraban en las islas flotantes del mundo superior, pero todos los días oía cantar a las isheas. Desde la lejanía eran los seres hermosos que inundaban las leyendas y encandilaban a marineros desprevenidos. A los druidas, sin embargo, mostraban otra cara. Con los ojos dorados y unos dientes afilados de tiburón, siempre demostraban su desprecio con mordiscos que arrancaban brazos, piernas y, a veces, la vida.
Observó con atención a una de ellas, sentada sobre unas rocas a no demasiada distancia, contemplando el final del día como ellos. En el largo pelo enmarañado se entrelazaban cosas que solo podían encontrarse en lo más profundo del océano. Las orejas, como las aletas de un pez, estaban decoradas con conchas, y los mismos cristales luminiscentes que formaban la isla se fundían con su cuerpo huesudo: en los hombros, la cintura y en la cola.
Al ver que la estaba mirando, la ishea le dedicó una sonrisa fiera y después se zambulló en el agua.
—¿Quieres darte un chapuzón? —le preguntó su marido.
Lysenna miró al agua. Todos ellos acostumbraban a bañarse allí por diversión, fingiendo que flotaban en el cielo y bailaban con las estrellas. Estaba helada, pero eso se solucionaba con un simple hechizo, y mientras no se alejasen de las escalinatas del templo, las isheas no los atacarían. Ir más allá era peligroso por varias razones. El terreno cedía en una depresión que llegaba hasta la médula misma del mundo. Más allá del inherente miedo a lo oscuro y desconocido, todos los druidas sabían que aquel no era un lugar al que acercarse. Según las leyendas, era el hogar de los monstruos, de algo tan prohibido que su naturaleza profana alteraba su magia. Desde sus profundidades abismales se elevaban susurros peligrosos que agitaban las olas, inflamaban las nubes de tormenta y enfurecían los vientos mientras un silencio innatural se apoderaba de la zona, como un eco mudo de crueldad que se ensañaba con los druidas del templo al engullirlos donde eran más vulnerables: el mundo de los sueños.
Lysenna le había preguntado una vez a la gran maestra si allí abajo, más allá de las rutilantes estrellas, habitaba algo más peligroso que las isheas. En ese entonces Amhyra se limitó a dirigirle una sonrisa trémula, y eso en sí mismo era una respuesta. A veces Lysenna tenía pesadillas sobre ello. Horribles ensoñaciones donde sucumbía a esos murmullos insidiosos, donde traicionaba a sus hermanos y a su marido, abandonando el amoroso abrazo de la luz de las estrellas por un veneno que la devoraría. Y, teniendo en cuenta que su mundo era el hogar de una Puerta Infernal, había razones para temer.
Azorada, la mujer le dirigió una mirada penetrante a Syon.
—¿Vas a decirme por qué corrompiste el Corazón?
—Depende, ¿me liberarás para que pueda acabar con Amhyra? —Lysenna chistó y él sacudió la cabeza—. Entonces no. Realmente echo de menos cuando nos bañábamos desnudos mientras los demás dormían, Lys.
La joven se sonrojó.
No entendía qué había llevado a Syon a contaminar el Corazón Estrella. Era un archidruida. Ella era un contenedor capaz de usar el poder del corazón del templo, pero él tenía el don de hablar con las estrellas y no había mayor regalo que ese.
Justo en aquel momento, el templo se apagó, tal y como llevaba haciendo desde que los brotes de oscuridad empezaron a manar. Los cristales se destiñeron durante unos segundos y todo tembló. Lysenna no pudo respirar hasta que la isla recuperó su color y luz. A lo lejos, al otro lado del templo, una columna de humo se elevaba hasta mezclarse con la negrura del cielo. Sus labios se curvaron hacia abajo. En su interior susurró una despedida.
—Espero que la estrella sane durante la superluna, Syon, o no habrá perdón para ti —espetó.
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