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Capítulo II: Migas de pan

Pan rancio y agua del pozo. Eso era todo lo que había sobre la mesa. La escasa leche que había logrado adquirir, estaba siendo racionada por su esposa que la escanciaba poco a poco en la boca de cada uno de los niños. Secas como estaban ya sus mamas.

Miró el pan. Lo imaginó gris, lleno de gusanos agitándose entre los huecos de la resquebrajada corteza. Luego a los niños, tomando la leche de la cucharilla con que su mujer los alimentaba. Rollizos, con las mejillas sonrosadas, los ojos azules y brillantes, la felicidad enmarcada en sus diminutas caritas.

Y de nuevo el pan con gusanos, pero sin ellos.

Como cada día, puso las manos de su primogénito sobre el mango del hacha y como cada día el niño fue incapaz de sostenerla. La dejaba caer sobre sus piernas gordezuelas y se inclinaba para llevarse el extremo de madera a la boca. Cada día, desde hacía una eternidad.

Como cada mañana, puso las fibras vegetales en manos de su hija y como cada mañana, la niña las arrugaba entre sus dedos y las sacudía como si fueran látigos diminutos hasta desperdigarlas por el suelo. Cada mañana, desde hacía una eternidad.

Su esposa lo contemplaba todo en silencio. El cansancio vagando por las arrugas de sus mejillas y sus sienes. El cabello grisáceo desparramado en mechones enredados alrededor de la cara y los hombros. Hacía una eternidad que no dormía. Una eternidad que solo era refugio de sus criaturas, que las alimentaba con sus pezones sangrantes y estriados. Ni una protesta, ni una queja brotaba de sus labios. Pero su mirada lo decía todo y no decía nada.

El leñador pasó fuera la mayor parte de la mañana y la tarde, regresando casi al anochecer, cargado con el fruto de su trabajo.

Dejó el carro a un lado y miró su pequeña cabaña desde fuera. Ni siquiera quería volver a entrar.

Barajó la posibilidad de dar media vuelta y desaparecer, marcharse para siempre. Pero él había construido la casa con sus propias manos. Cada tronco había sido cortado y moldeado por él. Cada pieza, cada muesca, cada marca le pertenecían.

Su esposa lo convirtió en un hogar. Tejió cestos, fabricó la exigua vajilla que utilizaban. Iba cada día al telar de la aldea para dar forma a su colcha, las mantas que usaban en los días más fríos del invierno.

No. No iba a dejar su hogar. Le pertenecía. Y su mujer también.

Solo quedaba algo por hacer.

Los niños no pesaban mucho a pesar de estar bien alimentados. Los introdujo en sendas cestas y condujo el carro con ellos dentro, hasta lo más profundo del bosque.

Nadie osaba adentrarse tanto. Los troncos se volvían retorcidos y oscuros. Las ramas se alargaban como manos descarnadas y el sonido del viento silbaba produciendo extraños sonidos.

Nada de eso lo detuvo.

Mientras dirigía al asno por el camino correcto, se entretenía en desmigar el mendrugo seco que tenía para la cena, imaginando que cada miga que arrojaba al camino era un delicioso guiso, un trozo de venado o un pastel cubierto de azúcar y miel. Seguir el rastro de regreso a casa lo conduciría a un gran festín, uno que su esposa y él merecían por todo su esfuerzo y las penurias vividas.

Al fondo del camino, en una intersección que discurría próxima a un río, la encogida figura de una mujer llamó su atención.

La mujer se estiró cuan larga era, que no era mucho. Iba toda vestida de blanco, como una novia el día de su boda. El largo cabello oscuro enmarcando unos rasgos jóvenes y muy morenos, insólitos en aquellas tierras. Estaba llorando.

El leñador se apeó del carro. Los niños finalmente se habían quedado dormidos y el silencio ahora era absoluto.

La mujer se secó las lágrimas y trató de forzar una sonrisa, incapaz de apartar los ojos de los cestos donde dormitaban los pequeños.

—¿Necesitáis ayuda?

Ella negó con la cabeza y se aproximó al carro. Rozó con una mano suave y de finos rasgos los rostros de los niños y ellos rebulleron en su sueño, apartando las caritas lejos de quien estaba molestando.

—Los niños son un tesoro precioso —murmuró ella.

El leñador, incómodo por sus palabras, trató de apartarla del carro.

No había nadie más en el bosque ni un caballo, carro u otro medio de transporte. Vestía demasiado elegante para estar solo caminando. Quizá alguien hubiera arrastrado a aquella desventurada hasta allí y acabara de abandonarla.

Bien. Si así fuera, él no estaba dispuesto a añadir una boca más a su pesada carga.

—Ese camino os llevará de regreso a la aldea —le indicó volviendo a montar.

—¿Dónde vais con los pequeños?

La pregunta lo sobresaltó, pero logró disimular el miedo a ser descubierto y se alegró de haber preparado una respuesta creíble, a pesar de que no esperaba encontrar a nadie en el camino. Merecía la pena ser precavido en aquellos tiempos.

—Con unos familiares, a pasar el invierno. Mi cabaña no los mantendrá abrigados y yo trabajo fuera todo el día. Necesitan alguien que cuide de ellos.

La mujer asintió. Una sombra cruzando sus pupilas y oscureciéndolas por un momento.

El leñador sintió frío calándole los huesos y tuvo que parpadear varias veces para convencerse de que no había nada raro en la mujer. Aunque por un instante creyó ver...no, su imaginación le jugaba una mala pasada.

Estaba nervioso. Las manos le sudaban y el corazón latía acelerado. Debía proseguir antes de delatarse a sí mismo. No es que la desventurada pudiera hacer nada por detenerle. No quería testigos ni encargarse de un tercer inconveniente.

—Debo proseguir. Quiero estar de regreso antes de la madrugada o mi esposa se inquietará.

La mujer se hizo a un lado, caminó junto al río y el leñador pudo ver como sumergía ambas manos en el agua helada. Como si sostuviera algo bajo la superficie.

Tal vez estuviera loca. No importaba.

Con una sacudida a las riendas prosiguió su camino. A la izquierda, siempre a la izquierda. Eso es lo que había oído. Debía dirigirse a la izquierda.

La cabaña era grande, de dos plantas de altura, un patio amplio y una extraña fachada. Estaba decorada con objetos brillantes, materiales que él hubiera pensado inadecuados para una casa. Telas de colores, formas salpicadas en cada muro y bordeando la edificación y el camino. Parecía algo más propio de un cuento de hadas que de una pesadilla.

Los niños abrieron los ojos y observaron los brillos y los colores con entusiasmo.

El leñador arrastró los cestos hacia la puerta y golpeó tres veces la hoja. Ni una más, ni una menos.

La figura encorvada que salió a recibirlo le puso los pelos de punta. Lo invitó a entrar frotándose las manos al contemplar la preciada carga.

El leñador puso un pie en la casa y, antes de cerrar la puerta con el talón del pie, miró por encima de su hombro. Un destello blanco entre los árboles llamó su atención. Quizá la luna al asomarse entre las nubes había iluminado un árbol o una roca.

Con todo, su corazón no dejó de botar en su pecho. Ni siquiera cuando la puerta se cerró a sus espaldas alejándolo del bosque e introduciéndolo en un hogar agradable y cálido, donde podía oler a carne recién tostada y el azúcar dulce del caramelo.

—Huelo vuestro apetito desde aquí —carcajeó la voz seca del anciano. Una tos y más risas.

Le mostró un banco alto donde dejar los moisés y lo invitó a tomar asiento a la mesa.

—¿Un bocado?

El leñador no había prestado atención a las viandas hasta que una anciana señora le acercó la bandeja, arrastrándola sobre la mesa.

La mujer estaba prácticamente calva, mechones grises sueltos flotaban alrededor de su cráneo como espíritus al acecho. La nariz afilada y ganchuda parecía querer clavársele a uno en la cara y la sonrisa dejaba resbalar saliva en la comisura de sus labios.

El leñador retrocedió y miró entonces hacia la bandeja. El olor le había abierto el apetito. Hacía años que no probaba la carne ni nada más que un mendrugo de pan y alguna patata cocida. La avena también se había terminado.

Asintió agradecido y arrancó lo que parecía un muslo. No reconoció al animal, pero el sabor era delicioso. La carne tan tierna como la mantequilla deshaciéndose en su paladar. La grasa bajando por su garganta y haciendo revivir sus papilas gustativas.

Los dos ancianos sonreían y se miraban entre sí sin hacer ningún comentario. La señora empujaba la bandeja hacia él con más carne. Le sirvió algo similar al vino y un pastel que él degustó agradecido, incapaz de dejar de comer.

Cuando estuvo saciado se limpió la boca y dio las gracias por las atenciones recibidas.

Una alarma interna se activó indicándole que era hora de regresar a casa. Nada más lo retenía allí, excepto cerrar el trato con el anciano.

Una bolsa de cuero fue puesta frente a sus ojos y luego se dejó caer en la palma de su mano, cuando el leñador estiró el brazo para atraparla. Tanteó el peso y echó un rápido vistazo en su interior. Más de lo que había esperado.

—Aunque —dijo el anciano riendo entre dientes mientras acompañaba al leñador hasta la puerta —por el modo en que habéis comido, quizá queráis replantearos vuestro trato. Se ve que la carne os ha gustado.

En ese momento la anciana estalló en carcajadas. Su risa afilada le hacía daño en los oídos y, por el modo en que se sacudía, parecía a punto de desmoronarse en el suelo como un castillo de naipes sacudido por el viento.

El leñador miraba a su alrededor contrariado, sin entender la broma, hasta que la anciana se acercó al horno que había al fondo de la habitación y extrajo una bandeja de su interior.

El asado parecía recién hecho. Al depositarlo sobre la mesa, junto a los restos de la comida que acababa de degustar, el leñador creyó haberse vuelto completamente loco.

Nadie sabía lo que el viejo del bosque hacía con los niños que le vendían. El leñador no preguntó. No le importaba.

El cuerpo churruscado, pero todavía reconocible de un infante de no más de un año, yacía encogido de lado, con las manos alrededor de sus rodillas y una manzana asada atravesada entre sus diminutos dientes de leche. Un párpado estaba abierto y una masa gelatinosa ocupaba la cuenca derramándose como una espesa salsa sobre la mejilla.

El horror invadió cada célula de su cuerpo al darse cuenta de lo que acababa de ingerir.

No pensó en la suerte que iban a correr sus niños ni en el dolor o las atrocidades que pudieran sentir al quedarse con aquellos dos locos. En lo único que podía pensar era que una mano menuda podía estar abriéndose camino entre sus tripas, rasgando sus entrañas y tratando de escapar.

Salió al aire frío de la noche, corrió varios metros hasta alcanzar el carro y, tras inclinarse con dificultad debido a las arcadas que sacudían cada músculo de su anatomía, vació su estómago ruidosamente a un lado del camino.

No se atrevió a mirar lo que tenía a sus pies ni hacia la casa que acababa de abandonar. Notó el peso del oro entre sus dedos y eso era suficiente para hacerlo reaccionar.

Montó sobre el esmirriado asno que arrastraba el carro y lo condujo a toda prisa de regreso al bosque, la intersección y luego a casa. Su destino final y el lugar donde pondría fin a la pesadilla.

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