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Capítulo I: La dama blanca

El hombre alzó el rostro amoratado hacia su invitada. La mujer parecía flotar sobre los tablones rancios de su diminuta cabaña, envuelta en un vestido largo y blanco y cubierto su rostro por un velo raído que apenas dejaba vislumbrar sus rasgos.

Le había parecido hermosa al verla en el bosque. Una figura etérea perdida en lo profundo de la maleza, con la luz de la luna envolviéndola como un manto de absoluta pureza. Sus largos cabellos oscuros flotando con la suave brisa, al igual que olas marinas en la noche. Bella desvalida y quizá algo extraña. Y, aun así, antes de percatarse de lo que hacía, había acabado recogiéndola y llevándola hasta su cabaña para dejarla tomar asiento junto al fuego.

La dama blanca se detuvo y el leñador deseó poder moverse para cubrir sus oídos. El desgarrador grito que llenó la cabaña debió oírse en todo el bosque hasta llegar a la ciudad, a muchos kilómetros de distancia.

Un quejido hondo, hiriente, que le hizo rechinar los dientes y lagrimear los ojos. Se le clavó en los huesos escalando desde la parte baja de su espalda hasta la nuca, como si al extenderse por su cuerpo, la sangre se congelara en sus venas provocándole un intenso dolor.

El sonido flotó en el aire mucho después de haber sido emitido.

—P...por favor.

La dama hizo saltar astillas de la mesa a la cual se sentaba el leñador. Alrededor de sus huesudas y grisáceas manos la madera se teñía de oscuro, se pudría y el olor se volvía nauseabundo.

El leñador deseaba que el fuego de la chimenea se hubiera extinguido, porque las sombras que danzaban sobre el velo de la señora hacían que su imaginación volara desbordada y nada de lo que viera fuese agradable.

Ella no hablaba. Aun.

Se limitó a fijar su mirada en él, o eso le pareció. Era difícil distinguir algo a través de la tela. Podía olerla. No era desagradable. Olía a algún tipo de flor. Dulce, casi empalagosa. Se sentía atraído por su olfato, aunque el resto de sus sentidos lo impelieran a huir.

De algún modo supo que ella no estaba viva.

Había un sentir invisible en la cabaña, algo que flotaba a su alrededor, se enroscaba en su garganta y lo mantenía inmóvil. No podía apartar la mirada. Ni siquiera girar el rostro, cerrar los párpados o levantar las manos hasta sus ojos. Una estatua hubiera gozado de mayor libertad.

Se dijo que no era la muerte, pero lo era. No portaba guadaña, ni una túnica oscura, ni eran huesos lo que asomaba entre sus raídas telas. Pero llevaba la muerte consigo.

La dama estiró un brazo tomando con delicadeza el borde de su velo. Muy lentamente, como si temiera que fuera a desintegrarse, lo alzó sobre su cabeza desvelando al fin sus verdaderos rasgos.

No había nada hermoso en ella.

Sus ojos eran dos cuencas oscuras y vacías. Secas, pero que aun así guardaban alguna clase de sabiduría en su interior. Lo miraba. De eso estaba seguro.

Mientras sentía como sus tripas se aflojaban y el hedor ascendía hacia su nariz, supo, sin temor a equivocarse, que ella lo veía.

La nariz parecía haberse arrugado y combado sobre sí misma. Una masa cartilaginosa informe que desvirtuaba la simetría de su rostro.

Los labios morados, retraídos. No había dientes ni lengua. Y, cuando abrió la boca para emitir otro largo gemido de dolor, rabia y desesperación, todo lo que el leñador pudo ver fue un pozo negro, hondo, carente de ningún sentido. Ni la garganta descarnada por los gritos ni la campanilla sacudiéndose por el feroz chillido. Nada.

Quiso retroceder, como si esperara ser devorado por sus fauces infinitas y acabar sus días cayendo en una noche sin fin. De nuevo, ella no se lo permitió.

Había sangre goteando de sus oídos y la vista emborronada por lágrimas rosadas. Al desbordarse le permitieron seguir observando, porque ella no se había apartado. Estaba incluso más cerca. Tanto que sus labios casi suplicaban por un beso. Uno mortal que acabara con su sufrimiento y el desvarío de lo que debía ser una mente culpable y enferma que había perdido por completo la razón.

La huesuda mano crujió como el pergamino al cerrar sus fríos y decadentes dedos sobre su cabeza. La presión casi le causó alivio. Ella seguiría apretando hasta que su cráneo cediera y entonces todo habría acabado.

No pasó.

Por el contrario, multitud de imágenes acudieron a su memoria, tan vívidas como si estuvieran pasando en ese preciso instante.

Su esposa, muerta de dolor, gritando desde la cama que compartían cada noche desde que se casaron. Las mejillas enrojecidas por el esfuerzo, la vena latiendo en su frente bajo el húmedo cabello rubio oscurecido por el sudor.

La partera dando instrucciones que él no comprendía, presa de los nervios como se encontraba.

La luz del sol iluminando cada paso del proceso. Le habían hablado tanto de ese momento. Sus familiares, sus amigos, otros leñadores. Como un evento mágico y maravilloso. Tanto que él no se atrevió a moverse por si se perdía algo.

Las diminutas cabecitas asomando entre las piernas abiertas.

El leñador había llorado al verlas.

No porque los amara en ese momento. No porque se hubiera enamorado de su fragilidad, de su suave olor a recién nacido, de lo vulnerables que eran. No.

Lloró porque anhelaba volver a empujarlos allí dentro, en un lugar donde todavía no existían, donde no pudieran cambiar su vida o la de su mujer. Quería introducírselos a golpes en su abultada barriga y olvidar que todo aquello hubiera ocurrido.

Pero los sueños no se cumplen.

Los niños, gemelos, llegaron al mundo entre berridos y exigencias. Tenían hambre, sueño, deseaban ser acunados, limpiados y alimentados de nuevo. Aferrados como pirañas a los pezones agrietados de su esposa. Parásitos en un mundo donde nada se regalaba y todo exigía esfuerzo para ganarlo. Ellos solo debían abrir sus boquitas y llorar para obtener cuanto querían.

La dama blanca le mostró como crecían, como poco a poco iban ocupando cada vez más el reducido espacio de que disponían para vivir.

Demasiado pequeños, demasiado débiles, incapaces de hacer nada por sí solos. Incapaces de sostener un hacha con que cortar leña o trenzar cestos para el mercado. Solo dos bocas más exigiendo alimento y vestido. Dos bocas que apenas podían pronunciar palabra.

Y luego llegó la hambruna, la enfermedad y la aldea menguó hasta quedar cerca de la extinción. Perdió a su familia, sus amigos, a todos cuantos conocía. Pero las bocas gritonas seguían allí. Aferradas a su esposa, demandando el alimento diario, exprimiéndole cada gota de sangre y sudor de su cuerpo.

¿Por qué?

La dama apartó la mano de él y, frente a sus ojos, volvía a estar su demacrado rostro lleno de incongruencias que seguían haciéndole dudar de estar sumergido en un delirio del que no podía escapar.

Resolló entre dientes tratando de recuperar el aliento que ella casi le robaba con su magia. Preparándose para el nuevo grito helado que surgió de su garganta, haciendo que sus tímpanos se encogieran de miedo dentro de sus oídos.

—¡Ay! ¡Ay! Mis hijos —se lamentaba la dama.

Pero los niños no eran suyos. Eran de él y de su esposa.

El leñador no podía entender nada.

—No eran tuyos. Eran míos —murmuró con voz ronca, escupiendo sangre con cada palabra.

Aun tenía algo de orgullo y no dejaría que se lo acusara de algo que no era cierto.

Las llamas de la chimenea estallaron en rugidos y lamieron la piedra a su alrededor. El leñador sintió el calor cada vez más cerca de su cuerpo.

El infierno desatado que venía a buscarle. Estaba muy cerca y lo engulliría si antes la locura no acababa por devastarlo.

Lo único de lo que el leñador estaba seguro, es de que su vida acabaría antes de que amaneciera.


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