CAPITULO VI
Jason estaba acostumbrado a tener sueños extraños, pero no estaba preparado para lo que vio.
Se veía a sí mismo, sólo entre vientos huracanados, herido en brazos y piernas por flechas que caían desde el cielo. Frente a él se alzaba un hombre montado en un imponente caballo blanco, apuntándole con una lanza, mirándole con terrible odio en sus ojos inyectados de sangre.
Debió despertarse varias veces, pero lo que oía y veía no le hacían mucho sentido, así que volvía a quedarse inconsciente. Recordaba estar descansando en una cama suave, alguien dándole cucharadas de algo que reconoció como ambrosía. Una chica de cabello rubio rizado le estudiaba con un francamente incómodo detenimiento.
—¿Qué va a pasar en el solsticio de verano?—preguntó ella, al ver a Jason con los ojos abiertos.
—¿Qué?—masculló él.
Ella miró alrededor, como si temiera que alguien le oyese.
—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que han robado? ¡Sólo tenemos unas semanas!
Jason parpadeó dos veces, tratando de aclarar su visión y su cabeza. Ella se le hacía conocida, pero su cerebro aún no terminaba de reiniciarse.
—Lo siento—murmuró—, no sé...
Alguien llamó a la puerta, y la chica le llenó la boca rápidamente de ambrosía.
La siguiente vez que Jason despertó, la chica se había ido.
Un tipo rubio y fornido, con aspecto de surfista, estaba de pie en una esquina de la habitación, vigilándole. Tenía ojos azules—por lo menos una docena de ellos—en las mejillas, en la frente y en el dorso de las manos.
Cuando por fin recobró la conciencia plenamente, no había nada raro alrededor. Estaba sentado en una tumbona en un espacioso porche, contemplando un prado de verdes colinas. La brisa olía a fresas. Tenía una manta encima de las piernas y una almohada detrás de la cabeza. Todo estaba muy bien, pero sentía la boca como si un escorpión hubiera anidado en ella. Tenía la lengua seca y estropajosa, y le dolían los dientes.
—¿Hola?
A su lado, habiendo estando velando por él durante las últimas horas, Piper se sobresaltó tanto que se le cayó su recientemente adquirida daga.
—¡Estás despierto!
—No te hagas la sorprendida—Jason esbozó una sonrisa—. ¿Qué... qué ha pasado? Recuerdo al Minotauro y...
—¿Te acuerdes de quién soy yo?
Jason trató de reírse, pero hizo una mueca de dolor.
—Ya hemos tenido antes esta conversación—reconoció—. Pero tranquila, Piper, ya he tenido suficiente amnesia para toda una vida.
Piper se sintió tan aliviada que estuvo a punto de echarse a llorar. Le ayudó a incorporarse y le dio néctar para que bebiera mientras lo ponía al corriente.
—Tengan cuidado con eso—dijo una voz familiar.
Grover estaba recostado contra la barandilla del porche, con aspecto de no haber dormido en una semana. Debajo del brazo llevaba una caja de zapatos. Vestía vaqueros, zapatillas altas Converse y una camiseta anaranjada con la leyenda "Campamento Mestizo".
—Nos salvaron la vida, a mi, a Leo y a ustedes mismos—dijo Grover—. Y yo... bueno, lo mínimo que podía hacer era... volver a la colina y recoger esto. Pensé que querrías conservarlo, Piper.
Dejó la caja de zapatos en el regazo de la joven con gran reverencia.
Contenía un cuerno blanquinegro, astillado por la base, donde se había partido. La punta estaba manchada de sangre reseca.
—El Minotauro...—reconoció ella.
—No pronuncies su nombre, Piper.
Ella sacudió la cabeza.
—Grover, gracias, pero... no... no puedo. No quiero recordarlo.
—Oh—Grover se apresuró a querer tomar de regreso el cuerno—. Lo siento. No pensé qué...
—Está bien—le detuvo Jason—. ¿Les importa si me lo quedo?
—Todo tuyo—cedió Piper.
Grover se volvió hacia Jason.
—Has estado inconsciente dos días. ¿Qué recuerdas?
Los gélidos ojos azules del chico se posaron sobre su novia.
—Tú padre. ¿De verdad él ha...?
Ella bajó la cabeza.
Jason volvió a contemplar el prado. Había arboledas, un arroyo serpenteante y hectáreas de campos de fresas que se extendían bajo el cielo azul. El valle estaba lleno de colinas ondulantes, la más alta de las cuales, justo enfrente de ellos, era la que tenía el enorme pino en la cumbre.
—Lo siento tanto, Piper... yo...
—No es tu culpa, Jason—interrumpió Grover, sollozando—. Era mi responsabilidad. Soy un fracaso. Soy... soy el peor sátiro del mundo.
Gimió y pateó tan fuerte el suelo que se le salió el pie, bueno, la zapatilla Converse: el interior estaba relleno de polispán, salvo el hueco para la pezuña.
—¡Oh, Estige!—rezongó.
Un trueno retumbó en el cielo despejado.
Jason y Piper se miraron, pensando en como reconfortarle. Grover seguía sollozando. El pobre chico parecía estar esperando un castigo.
—No ha sido culpa tuya—le dijo Piper.
—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerles.
—¿Y eso por qué?—inquirió Jason.
—Es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos... lo era.
—Pero, ¿por qué...?
De repente Jason se sintió mareado, la vista se le nubló.
—No te esfuerces más de la cuenta—pidió Piper—. Toma.
Le ayudó a sostener el vaso de néctar y le puso la pajita en la boca. Casi al instante, Jason sintió un intenso calor recargando de energía todo su cuerpo.
—¿Estaba bueno?—preguntó Grover.
Jason ladeó la cabeza.
—Aún no decido si sabe a brownie o a serrín.
—Eso es... raro. A menos que te guste el sabor a serrín.
—No es eso—aseguró Jason—. Es más bien que no sé a qué debería saber...
Grover se encogió de hombros.
—¿Y cómo te sientes?
—Sorprendentemente bien. Casi siento que podría atravesar el atlántico por mi cuenta.
—Eso está muy bien—dijo el sátiro—. Pero no debes arriesgarte a beber más.
—De acuerdo... si tú lo dices.
—Vamos. Quirón y el señor D están esperándote.
La galería del porche rodeaba toda aquella casa, llamada Casa Grande.
Al recorrer una distancia tan larga, las piernas le flaquearon. Jason tuvo que andar gran parte del camino apoyado en Piper. Cuando giraron en la esquina de la casa, Jason inspiró hondo.
Lo había visto en multitud de ocaciones, pero nunca terminaba de cansarle. El paisaje estaba moteado de edificios de antigua arquitectura griega—un pabellón al aire libre, un anfiteatro, un ruedo de arena—, pero con aspecto de recién construidos, con las columnas de mármol blanco relucientes al sol. En una pista de arena cercana había una docena de chicos y sátiros jugando al voleibol. Más allá, unas canoas se deslizaban por un lago cercano. Había niños vestidos con camisetas naranja como la de Grover, persiguiéndose unos a otros alrededor de un grupo de cabañas entre los árboles. Algunos disparaban con arco a unas dianas. Otros montaban a caballo por un sendero boscoso y algunas monturas tenían alas.
Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las cartas. La chica rubia de antes estaba recostada en la balaustrada, detrás de ellos.
El hombre que estaba de cara a Jason era pequeño pero gordo. De nariz enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro azabache. Le recordaba a uno de esos cuadros de ángeles querubines, Un querubín llegado a la mediana edad en un camping de caravanas. Vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado.
—Ese es el señor D—le susurró Grover—, el director del campamento. Se cortés. La chica es Annabeth Chase; sólo es campista, pero lleva más tiempo aquí que ningún otro. Y ya conoces a Quirón—señaló al jugador que estaba de espaldas a Jason.
—¿Señor Brunner?—preguntó, fingiendo sorpresa.
El profesor de latín se volvió y le sonrió. Sus ojos tenían el brillo travieso que le aparecía a veces en clase, cuando hacía un examen sorpresa y todas las respuestas coincidían con la opción B.
—Ah, Jason, Piper, qué bien—dijo—. Uno de ustedes dos venga aquí, necesitamos a cuatro para el pincale.
Jason tomó una silla a la derecha del señor D, que le miró con los ojos inyectados en sangre y soltó un resplido.
—Bueno, supongo que tendré que decirlo: bienvenido al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperas que me alegre de verte.
—Vaya, gracias.
Se apartó un poco de él, decidido a mantener sus distancias claras,
—¿Annabeth?—llamó Quirón para presentarlos—. Annabeth cuidó de ti mientras estabas enfermo, Jason. Annabeth, querida, ¿por qué no vas con Piper a ver si están listas las literas de ambos? De momento los pondremos en la cabaña once.
—Claro, Quirón—contestó ella.
Jason y Piper intercambiaron miradas y luego también con Grover. Nadie había dicho nada aún sobre los rayos y vientos que Jason había invocado en su lucha con el Minotauro, y tampoco parecía que fuese buen momento para sacarlo a colación, por lo que decidieron seguir con ello.
Annabeth se puso en pie. Aparentaba la misma edad que Jason y Piper, quizá un poco más alta, con feroces y llamativos ojos grises que todo lo analizaban.
Echó un vistazo al cuerno del Minotauro y miró a Jason a los ojos.
—Tienes suerte de que tu novia de haya salvado el trasero.
Y salió corriendo hacia el campo, con el pelo suelto ondeando a su espalda. Piper sonrió incómodamente para disculparse, besó a Jason en la mejilla y se retiró tras de Annabeth.
—Bueno—comentó Jason para cambiar de tema—, ¿trabaja por aquí, señor Brunner?
—No soy el señor Brunner—reveló finalmente el maestro—. Mucho me temo que no era más que un seudónimo. Puedes llamarme Quirón.
—De acuerdo...—se volvió hacia el director—. ¿Y el señor D...? ¿Dioniso?
—Ajá—murmuró el señor D con desinterés.
—De acuerdo...
—Debo decir, Jason—intervino Quirón—, que me alegro de verte sano y salvo. Hacía mucho tiempo que no hacía una visita a domicilio a un campista potencial. Detestaba la idea de haber perdido el tiempo.
—¿Visita a domicilio?
—Mi año en la academia Yancy, para instruirte. Obviamente tenemos sátiros en la mayoría de las escuelas, para estar alerta, pero Grover me avisó en cuanto te conoció. Presentía que en ti había algo especial, así que decidí subir al norte. Convencí al otro profesor de latín de que... bueno, de que pidiera una baja.
Jason parpadeó dos veces. No recordaba que tal cosa hubiese sucedido, pero claro, no había despertado en aquel tiempo sino hasta la excursión al museo.
—¿Fue a Yancy sólo para instruirme?
Quirón asintió.
—Francamente, al principio no estaba muy seguro de ti. Pero desde luego que hay algo inusual en ti, si sólo tu aura enmascaraba las de Leo y Piper. Todavía te quedaba mucho por aprender. No obstante, has llegado aquí vivo, y ésa es siempre la primera prueba a superar.
—Grover—dijo el señor D con impaciencia—, ¿vas a jugar o no?
—¡Sí, señor!—Grover tembló al sentarse a la mesa.
—Supongo que sabes jugar al pinacle—el señor D observó a Jason con recelo.
—Me temo que no, señor.
—Bueno—le dijo—, junto a la lucha de gladiadores y el Pac-man, es uno de los mejores pasatiempos inventados por los humanos. Todos los jóvenes civilizados deberían saber jugarlo.
—Estoy seguro de que el chico aprenderá—intervino Quirón.
—Señor, por favor, un momento—pidió Jason—. Si usted es Quirón el centauro, el mismo de los mitos antiguos, el que educó a héroes griegos como Heracles... ¿es este alguna clase de campamento para los hijos de los dioses del Olimpo?
El señor D resopló y dijo:
—Al menos el chico no es lento.
El director del campamento repartía. Grover se estremecía cada vez que recibía una carta. Como hacía en la clase de latín, Quirón sonreía con aire comprensivo.
—Entonces, ¿crees que esos dioses todavía existen?
—Bueno—Jason pensó en cómo no volar su coartada—. Yo creía que mi madre estaba loca. Decía que mi padre era un dios, y si así era, le costó asimilarlo. Era como si para ella el triunfo definitivo fuera atraer a una deidad, y cuando él se marchó no pudo aceptarlo. Nunca pensé que sus delirios tuviesen sentido, pero...
—Típico de los humanos—intervino el señor D—. Por eso nunca les revelas que eres un dios. O vas de incógnito o ellas terminan como mi madre. Jovencito, ¿vas a apostar o no?
—¿Su madre...? Oh, claro, lo siento.
Jason no recordaba todos los detalles, pero sabía que la madre de Dioniso había muerto desintegrada después de pedirle a Zeus ver su auténtica forma divina, cosa que, por experiencia, Jason sabía que no era buena para la salud.
—Me trae sin cuidado—el señor D se encogió de hombros—. ¿Dónde está tu apuesta?
—¿Perdone?
El dios explicó, con impaciencia, cómo se apostaba en el pinacle, y a Jason no le quedó más remedio que atenerse a las reglas.
—Me temo que hay demasiado que contar—dijo Quirón—. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.
Jason alzó una ceja.
—¿Película de orientación?
—Olvídalo—rechazó Quirón—. Bueno, Jason, sabes que tu amigo Grover es un sátiro y también sabes—señaló el cuerno en la caja de zapatos—que tú y Piper han matado al Minotauro. Y ésa no es una gesta menor, muchacho. Y como has acertado en adivinar, grandes poderes actúan en tu vida. Los dioses, las fuerzas que tú llamas deidades griegas, están vivitos y coleando.
Jason guardó silencio por algunos segundos. La única exclamación que alguien profirió provino del señor D:
—¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano!—y rió mientras apuntaba los puntos.
—Señor D—preguntó Grover—, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata?
—¿Eh? Ah, claro.
Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.
—Supongo que suena loco—terminó por decir Jason finalmente—. Pero bueno, en cierto modo, confirma sospechas que he tenido durante toda mi vida. Además, es un poco difícil de no creer después de ver a hombres toro y cabra campar a sus anchas por ahí, sin ofender.
—No hay ofensa—respondió Grover.
El señor D hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.
—Señor D, sus restricciones—le recordó Quirón.
El señor D miró el vino y fingió sorpresa.
—Made mía—elevó los ojos al cielo y gritó—: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!
Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola Light, Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.
—¿Bebe Coca-Cola Light?
—¿Algún problema?—espetó el señor D.
—No... señor.
Quirón le guiñó un ojo a Jason.
—El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo, se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declara acceso prohibido.
—Sí—suspiró el señor D—. A padre le encanta castigarme. La primera vez, prohibición. ¡Horrible! ¡Pasé diez años absolutamente espantosos! La segunda vez... bueno, la chica era una preciosidad, y no pude resistirme. La segunda vez me envió aquí. A la colina Mestiza. Un campamento de verano para mocosos como tú. "Será mejor influencia. Trabajarás con jóvenes en lugar de despedazarlos", me dijo. ¡Ja! Es totalmente injusto.
El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un niño protestando.
Jason volvió a callar por algunos minutos. Finalmente el señor D dejó su prolongada diatriba y volvió su atención a la partida.
—Me parece que he ganado—dijo.
—Un momento, señor D—repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo—: El juego es para mí.
El señor D se limitó a rebufar, como si estuviera acostumbrado a que ganara el profesor de latín. Se levantó, y Grover le imitó.
—Estoy cansado—comentó el dios—. Creo que voy a echarme una sistecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar de tu desempeño.
La cara de Grover se perló de sudor.
—S-sí, señor.
El señor D se volvió hacia Jason.
—Cabaña once, Jason Grace. Y ojo con tus modales.
Se metió en la casa, seguido por un nerviosismo Grover.
—¿Estará bien Grover?—preguntó Jason a Quirón, que asintió, aunque parecía algo preocupado—. El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es sólo que detesta su trabajo. Lo han... bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan volver al Olimpo.
—El cual voy a asumir que está ahora aquí, en Estados Unidos.
—Eso es correcto. Los dioses forman parte de la fuerza viva que es la civilización occidental, una conciencia colectiva que sigue brillando con fuerza tras miles de años. Incluso podría decirse que son la fuente, o por lo menos que están tan ligados a ella que no pueden desvanecerse. No a menos que se acabe la civilización occidental.
—Y los dioses se mueven junto con el centro de poder de occidente—concluyó Jason—. Como se trasladaron de la Antigua Grecia a Roma.
—Yo no lo habría dicho mejor—asintió Quirón—. Los dioses se fueron trasladando, a Alemania con e Sacro Imperio, a la Francia Napoleónica, el Imperio Español... Dondequiera que brillara la llama de occidente con más fuerza, allí estaban los dioses. Pasaron varios siglos con el Imperio Británico, por dar un ejemplo. Y sí, Jason, por supuesto que ahora están en Estados Unidos. Guste o no guste (y créeme, te aseguro que tampoco demasiada gente apreciaba a Roma), Estados Unidos es ahora el corazón de la llama, el gran poder de Occidente. Así que el Olimpo está aquí. Y por tanto también nosotros.
—Me da miedo que haga tanto sentido...
Quirón sonrió. Desplazó el peso de su cuerpo, como si fuese a levantarse de la silla de ruedas.
—Ahora deberíamos buscarte una litera en la cabaña once. Tienes nuevos amigos que conocer, mañana podremos seguir con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.
Y entonces se levantó de la silla, pero de una manera muy rara. Le resbaló la manta de las piernas, pero éstas no se movieron, sino que la cintura le crecía por encima de los pantalones. Siguió elevándose, más alto que ningún hombre, músculos y tendones bajo un espeso pelaje blanco. Sacó una pata, larga y nudosa, con una pezuña brillante, luego la otra pata delantera, y por último los cuartos traseros. La silla quedó vacía, nada más que un cascarón metálico con unas piernas falsas pegadas por delante.
Jason miró a la criatura que acababa de salir de aquella cosa: un enorme semental blanco. Pero donde tendría que haber estado el cuello, sólo vio a un viejo profesor de latín, graciosamente injertado de cintura para arriba en el tronco del caballo.
—¡Qué alivio!—exclamó el centauro—. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, venga, Jason Grace. Vamos a conocer a los demás campistas.
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