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•El Ladrón de Pasteles•

Disclaimer: Los personajes pertenecen a Masami Kurumada, yo sólo estoy jugando con ellos.

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—Entonces, Señor —la mujer, poco más que una niña en realidad, termina su historia ansiosamente—, ¿piensa ayudarnos?

Alberich, desplomado sobre la mesa frente a ella, hurgando con indiferencia en un plato de huevos y con una resaca literalmente más allá de la comprensión humana (el hidromiel asgardiano es infinitamente menos indulgente que Hilda de Polaris) apenas y le ha prestado atención. En su lugar, lo que ha estado haciendo es intentar que su cerebro en escabeche produzca una respuesta lo suficientemente concisa sobre cómo diablos ha terminado desnudo en un granero, en medio de la nada (y sin prostitutas, para colmo de males).

Lo último que recuerda es a él y a Siegfried regresando de una misión para reportar sus resultados en el Palacio Valhalla, chocando con una aldea de enanos y el alcalde de ésta invitándolos a tomar una copa juntos para celebrar el final de otro exitoso (léase: miserable) año en las escapadas tierras del Dios Odín.

Pero este lugar definitivamente no es una aldea de enanos.

—¿Señor? —pregunta de nuevo la muchacha, retorciendo las manos ansiosamente.

—Silencio —gruñe Alberich—. Estoy pensando.

Hace aproximadamente media hora, la mujer nerviosa que actualmente estaba sentada frente a él lo sacó del pajar en el que se había desmayado y lo atrajo a esta taberna con la promesa de ropa y desayuno. En ese corto viaje, Alberich había visto bien casi todo el pueblo: unas dos docenas de casas, un puesto de comercio y una taberna... Nada terriblemente distintivo.

Al menos el lugar estaba rodeado por los familiares árboles de hoja perenne de las estribaciones de los Cárpatos Nevados, por lo que no podía estar tan desviado de su curso.

Pero mientras conserva su zafiro de Odín, extraña notablemente su bolsa de viaje y su monedero (sin mencionar a Siegfried) que han desaparecido de la faz de la tierra... Bueno, no es que realmente extrañe a Siegfried; simplemente, presentarse ante Hilda con nada más que su ropa puesta, una reseca de los mil demonios y la parcial amnesia de haber perdido al imbécil rubio es una buena manera de prevalecer en la lista de los no deseados.

Y a decir verdad, se lo debe. La mujer ha sido sorprendentemente justa con él, a pesar de sus intenciones de asesinarla no hace mucho.

—Lo siento —le dice a la joven, metiéndose un huevo gomoso a la boca y masticándolo con desgana—. Cuéntamelo todo desde el principio.

—¡Fuimos acosados por un monstruo horrible anoche!

Alberich se estremece cuando su voz aumenta de intensidad, reprimiendo el impulso de amordazarla con su propio pañuelito.

—Monstruo horrible. Lo tengo. ¿Viste cómo era?

Ella niega fervientemente con la cabeza.

—¡No, gracias a Odín, pero lo escuchamos! ¡Un sonido horrible! ¡Una cosa bestial y quejumbrosa que rompió nuestra cerca!

Bueno, eso no es exactamente esclarecedor. Podría haber sido cualquier cosa, desde un pequeño oso hasta un apestoso troll.

—¿Cuándo empezó esto?

—Justo ayer, el día después de la luna llena.

¿El día después de la luna llena? Eso no puede ser correcto... se habían topado con los enanos justo cuando la luna todavía estaba creciendo en el sexto... a menos que...

—¿Qué día es hoy?

Ella parpadea confundida, pero igual responde:

—¿Hoy? Es quince de noviembre, ¿que no es obvio? ¿Está borracho o qué?

—Oh...

En total, fueron nueve días de inconsciencia... ¡Nueve días! ¡Había perdido nueve malditos días haciendo quién sabe qué cosa!

—¿Ha desaparecido algo? ¿Ovejas? ¿Pollos? ¿Niños? —pregunta en voz alta, manteniendo su rostro cuidadosamente libre de emociones.

—¡Pasteles!

Alberich la mira por un segundo, esperando que admita que todo esto es una broma y que sólo lo está engañando, pero las líneas de estrés que arrugan su frente y la tensión en su mandíbula le dicen que habla muy en serio.

—¿Pasteles? —finalmente pregunta con incredulidad.

Ella asiente.

—Sí. Y algunos otros alimentos del granero. ¡Pero fue el pastel lo que más asustó a mamá! ¡Justo en el alféizar de la ventana! ¡Y pensar que estuvo tan cerca!

—Eso es lo más estúpido que he oído —masculla Alberich—. Cercas rotas y comida mellada en esta época del año significa oso, no monstruo. Todos son estúpidos al tratar de subir de peso para el invierno. Sólo-

—He vivido en Hvárt toda mi vida y nunca... —Alberich se desconecta por completo de la conversación al momento que nombra el pueblo.

¡Hvárt! Ciertamente se había desviado bastante del camino.

—¡Un oso no podría dejar estas huellas!

El hombre suspira e intenta levantarse, pero debe aferrarse a la mesa cuando el suelo parece balancearse ligeramente bajo sus pies y el contenido de su estómago amenaza con derramarse sobre el vestido de la chica.

—Está bien, está bien, vamos a ver las huellas de esa cosa —se resigna.

La caminata es, por fortuna, bastante breve. Hvárt no es demasiado grande como para que las casas estén muy alejadas las unas de las otras, y Alberich pronto se encuentra agazapado en la nieve debajo del alféizar de la ventana, tratando de enfocar sus ojos que no cooperan. Inmediatamente, y algo resentido, debe admitir que la mujer estaba en lo cierto cuando le dijo que algo raro había sucedido: no son huellas de oso. Parecen humanoides, pero ningún hombre en su sano juicio caminaría descalzo en un clima bajo cero. ¿Un troll? ¿Un duende? ¿Él mismo y no recuerda? Sigue las huellas, alejándose de la casa hacia un pequeño cobertizo en el patio trasero, con una columna de humo saliendo de la chimenea.

—¿Que hay ahí? —pregunta, asintiendo con la cabeza en dirección al lugar—. ¿Alimento?

—No —niega—. El horno de carbón.

Las huellas conducen infaliblemente al cobertizo y, a medida que se acerca, está seguro de que puede escuchar algo moviéndose allí. Sea lo que sea, probablemente sólo estaba buscando un lugar cálido para dormir, pero ahora está despierto y sabe que alguien se acerca. Alberich se mueve lentamente y recubre su brazo de una coraza de amatista que le servirá para empalar al monstruo, asegurándose de quedar entre la puerta y su empleadora. No puede arriesgarse a que la asesinen. 

Quizás, con un poco de suerte, no sea hostil y simplemente logre asustarlo.

Una sola huella, perfectamente clara y conservada en la nieve, llama la atención de Alberich, y de repente tiene que esforzarse mucho, mucho para que sus rasgos no delaten la pura alegría retorcida que lo embarga.

Es un pie derecho, de medidas adecuadas como si lo hubieran tallado en piedra. Ahora sabe exactamente lo que está buscando.

Desapareciendo los picos de amatista de su brazo, se aclara la garganta y se gira con fingida solemnidad.

—Niña, voy a tener que pedirte que despejes el área.

Ella agarra el amuleto en su cuello.

—¿Es peligroso?

—Puede ser —admite Alberich a regañadientes—, pero no creo que me cause ningún problema si entro solo.

—¿Qué es?

Alberich tiene que morderse el interior de la mejilla para no sonreír.

—Un dragón.

—¡¿Un dragón?!

—Pero sólo uno pequeño, no te preocupes. Me encargaré de él.

Alberich espera a que haya huido a la seguridad de su casa antes de abrir la puerta y empezar a reírse como un poseso.

Pasan unos minutos en los que sólo se oye su risa, hasta que finalmente puede volver a respirar.

—Buenos días, Siegfried —saluda—. ¿Cómo amaneciste? Ah, no respondas. Adivinaré —hace una pausa y se lleva una mano al pecho, fingiendo empatía—: ¡Mal! ¡Muy mal! —se vuelve a reír.

El brillo malicioso en sus ojos verdes y la sonrisa sardónica en su rostro deberían ser prueba suficiente para huir de él, pero el Dios Guerrero de Dubhe Alpha lo mira desesperado, en busca de algún tipo de respuesta.

Y, al igual que Alberich cuando despertó, está completamente desnudo.

—¡Tú! —sisea con desánimo—. ¡No sé dónde está mi ropa! Sólo tengo mi zafiro de Odín.

—Vamos —Alberich tira de él para que se ponga de pie—. Conozco un buen pajar en el que puedes esconderte mientras recojo tu recompensa y te compro unos pantalones.

—¿Mi qué?

—Me van a pagar por matar a su monstruo.

—Tú no necesitas dinero, Alberich. ¿Vas a estafar a estas pobres almas?

—No me importan estas pobres almas, pero si quieres salir de aquí sin que alguien te vea, harás lo que te digo —advierte con frialdad.

Resignado, el otro asiente.

—Y si gruñeras un poco mientras caminamos, eso realmente ayudaría.

Los rugidos indignados que hace Siegfried ante esa sugerencia apenas suenan como un dragón real, pero, afortunadamente para Alberich, la dama de Hvárt no nota la diferencia.

La sonrisa malvada en su rostro nunca desaparece.

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Gracias por leer :)

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