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Andres

"Recen. Recen para que sus padres no hagan algo estúpido. No quisiera mancharme las manos con ustedes con su final...pero si tengo que hacerlo, lo hare".

La voz de Julio resonaba entre los pensamientos de Andres como si fuera una canción mala que estuviera tratando de olvidar, pero que regresaba a cada rato negándose a desaparecer.  

 Algo habían hecho los padres de Carlos y Raúl. Si, los padres de ellos. Los padres de Andres no tenían influencias ni dinero. Realmente lo único que podían hacer era rezar, llorar, sufrir y tal vez hincarse frente a los Herrera para que hicieran algo por recuperarlos. 

"Seguramente movilizaron a toda la policía para encontrarnos. Los Herrera tienen el poder económico para ponerlos a trabajar, algo que no harían por una persona pobre".

El pensamiento era desalentador. Andrés se decía a sí mismo que, de haber estado solo, ya habría muerto hace mucho tiempo. La cantidad de dinero del rescate era abrumadora y sus padres, aunque incansables y valientes, no tenían los recursos económicos ni podrían hacer gran cosa. Tampoco contaban con amigos que los ayudaran, ni siquiera en algo tan trágico como el secuestro de un hijo.

Carlos y Raúl no se habían dado cuenta de nada, estaban dormidos en un rincón con las cabezas juntas y las manos entrelazadas. Raúl, el más pequeño, temblaba entre sueños. Carlos parecía un cadáver, apenas respiraba, su palidez lo hacía parecer un muñeco. Era bueno que estuvieran dormidos, así cuando Julio regresara, tal vez no sentirían la muerte.

Andres se limito a cerrar los ojos, hacerse bolita en el colchón mugriento y escuchar los sonidos de la otra habitación en donde un Julio enojado y peligroso gritaba maldiciones y lanzaba objetos contra las paredes. 

—Mis amigos me han abandonado. Esa maldita zorra de Ruth, que fue quien me metió en esto, también se fue—había dicho Julio con una voz baja pero amenazante—Todo nos a salido mal, pero al menos tengo una última oportunidad. 

"Todo salió mal". Esa era la frasecita que Julio repetía. 

Andres no sabia cuando los amigos de Julio se habían ido. Un día apareció con el rostro envuelto en sudor, las pupilas dilatadas y la boca seca. Estaba enojado. Era la primera vez que entraba alguien solo. Siempre entraban en dos: cuando les daban comida, cuando les daban un cambio de ropa y cuando querían divertirse. La diversión de los hombres era golpearlos. La primera golpiza que le dieron a Andres la sintió como aquella vez que lo arrastro una ola mientras estaban en la playa. Él trato de defenderse pero era inútil.  Los golpes eran como un trueno que resonaba en su cráneo, las patadas eran como una descarga eléctrica que le recorría todo el cuerpo. Se sentía como una hoja seca que se movía de un lado a otro sin control alguno. El dolor era como un animal salvaje rugiendo y arañando su piel. Sentía como si lo estuvieran despedazando, como si sus huesos estuvieran quebrandose en mil pedazos. Cuando vio que defenderse era inútil, trato de cubrirse, pero era como tratar de detener una tormenta con las manos. Los golpes seguían llegando uno tras otro, sin piedad. Se sentía como si lo estuvieran enterrando vivo, como si la oscuridad se estuviera cerrando sobre él. Y, luego, todo de repente se detuvo. El silencio después de las risas fue otro golpe, que lo termino de dejar sin aliento. Antes, cuando los tiraron secamente dentro de la oscura habitación, se había puesto de pie, tratando de ver por la alta ventana, tratando de ver por las rendijas de la única puerta y tratando de gritar por ayuda hasta quedar afónico. Pero esa vez se quedó allí, solo tendido en el suelo, tratando de respirar y de recoger los trozos rotos de su cuerpo. La sangre la sentía fría y caliente y mojada. Le reptaba por todo el cuerpo, la sentía como miles de hormigas tratando de devorarlo. 

Cuando Julio entró solo, los golpeó durante horas hasta que terminó cansado y herido también. Andrés, Carlos y Raúl terminaron en un rincón, llorando como tres cachorros apaleados, con espasmos, sangre y orina. La poca valentía que Andrés había logrado tener se esfumó ese día. Ni su primera golpiza, ni las demás, ni la primera vez que lloró sin parar durante días, lo habían hecho sentir la muerte tan de cerca.

De eso había pasado demasiado tiempo. 

Ahora las cosas estaban peores. Andres ya sentía el final. Los señores Herrera debieron haber arruinado todo de una vez por todas para Julio. Y sin querer probablemente habían arruinado la vida de sus hijos también, para siempre. 

Andrés siguió acostado con la perspectiva de la muerte reptando en sus pensamientos. Se despidió de todos en su mente, tratando de sonreír: de sus padres, de sus hermanas, de su abuelita, de sus otros mejores amigos, de su novia. Intentó imaginarse la reacción de su novia al recibir el regalo que le iba a dar el día en que lo secuestraron. Morir con el rostro de Ana Delia en la mente no sonaba tan mal. Intentó llorar, pero las lágrimas no salían. Tal vez se había secado por completo.

Sin darse cuenta, Andres se quedó dormido. 

Cuando despertó, vio a Carlos y Raúl abrazados de rodillas. Estaban gimiendo, con el sudor bajando por sus cabellos enmarañados. Sin saber por qué, Andrés supo que habían llegado al límite de su miedo.

Cuando se sentó, Andres vio a Julio sentado en el suelo al lado de la puerta cerrada.

Julio era un joven de no más de treinta años. Era delgado y musculoso, alto, con el rostro afilado. Era moreno, como decía la abuelita de Andrés: "prieto azabache". Su ropa estaba igual de andrajosa que la de sus secuestrados. Su cabello negro y chino era una enredadera despeinada. No se veía triste; realmente, su rostro no denotaba emoción alguna.

En sus manos sostenía lo que tanto les causaba miedo a sus mejores amigos. El revolver descansaba en su mano derecha. Su metal pulido reflejaba la poca luz que entraba por la ventana, como un espejo. Su cañón era largo y delgado, como un dedo acosador que apuntaba hacía el techo. La culata era de madera oscura, parecía muy suave, con un grabado intrincado que parecía contar historias macabras. El gatillo era pequeño y redondo, como un ojo que esperaba ser apretado. Las balas se alineaban en el tambor, como dientes afilados listos para ser disparados. El arma parecía dormir, esperando el momento de despertar y cumplir con su propósito mortal. 

—Tal vez me van a decir loco, carnales—dijo con su voz aguardientosa—Pero creo que nos han encontrado. Esos Herrera son mas cabrones de lo que creí. Odio decir esto, pero sus padres realmente los aman—Julio veía a los hermanos con sus ojos insípidos. Andres sentía la envidia en el aire. 

—¿En sus escuelas alguna vez les enseñaron cómo es que una bala destroza un cráneo? —preguntó Julio con la voz apagada—. No, seguramente es algo muy malo para pensarse. A mí sí me lo enseñó la escuela, pero la escuela de la vida. Tenía más o menos la misma edad que ustedes cuando vi lo que le hace una bala a un cráneo. Es lo más horrible que he visto en mi vida. Pero lo bueno de haberlo visto es que las segundas veces ya no sientes nada. Como que te acostumbras. Luego ya piensas que tal vez morir así no es tan malo. Es rápido, muy rápido. Tal vez no debería matarlos así. No van a sufrir. Podría molerlos a golpes, pero tienen la resistencia de las nuevas generaciones y yo terminaría muriéndome de cansancio antes de matarlos. La bala es más eficiente y yo ya no tengo imaginación para encontrar otra forma.

Andrés, resignado, solo se recostó contra la pared y estiró las piernas. El miedo había regresado, pero ya no era por él. Estaba listo para morir. Pero no estaba listo para que sus amigos murieran. Nunca había rezado por él, en ningún momento desde que los habían secuestrado. Pero en ese momento, se sintió con ganas de rezar. Rezar para que sus amigos ya no sufrieran. Realmente, ya no esperaba otra cosa.

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