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15. Julian no está, Julian se fue.


—¿Julian? Julian, por favor no me hagas esto.

Esas eran mis palabras constantes y aun así sentía que no servían de nada mientras las decía. Busqué por toda la casa, busqué sin parar y lo busqué hasta debajo de mi cama. Grité su nombre desesperadamente, lloré y lo necesité, pero él nunca llegó. Él nunca apareció. Lo había perdido en algún momento, había alejado lo único que me daba vida en ese momento. Me di cuenta que no era real, finalmente me di cuenta que yo lo había creado de una manera que no podía entender. De algún modo Julian estaba para mi, vivía para mi y trataba de ayudarme, pero cuando yo misma lo alejé se marchó. Le había dicho en su cara que no existía. Casi sentía que lo había matado, una vez más había asesinado a Julian.

Salí de la casa hecha un desastre, llamándolo como si pudiera encontrarlo en la casa de una vecina y si bien sabía que no era así, no dejaba de intentarlo. Por un momento creí que estaba haciéndome una broma y aparecería riéndose de mí, burlándose de mi histeria. Pero las horas pasaba y yo sentía que nada sucedía, que nada pasaba, que Julian estaba perdido. Estaba en un estado en donde ganaba, perdía o me ahogaba con Julian. Y cada segundo era aún más largo, pero me negaba a creer que lo había perdido. No podía ser cierto.

Cuando volví a casa, queriendo encontrarlo ahí sonriéndome, me encontré con las chicas esperando por mí. Recordé que había prometido acompañarlas al corso, como se le decía al carnaval de Lincoln, y no comenté una palabra mientras caminamos con nuestros zapatos de tacón por las calles de la ciudad.

La gente estaba en su momento favorito del año, celebrando el carnaval y siendo felices de un modo que yo no comprendía. Estaba triste en un mundo de felicidad, lleno de colores, luces y nieve en aerosol. La gente se tiraba entre si, gritaba, bailaba y yo simplemente no entendía que sentido tenía.

Mi mente se anuló, porque no recuerdo las cosas que sucedían, a veces estaba con las chetas, a veces estaba sola mientras alguien me hablaba y recuerdo haber estado en las gradas del lugar gritando emocionada mientras bailaba con mis nuevas amigas. Tomé muchísimo esa noche, la bebida se vendía demasiado barata, la nieve enloquecía a todos y la gente que bailaba en la calle enloquecía.

Era una larga pasarela hasta el parque en donde todas las carrozas pasaban mostrando su creatividad, haciéndonos bailar y gritar, y miles de personas bailando al ritmo de los platillos y bombos. Mi cerebro se había desconectado y me di cuenta que perdí mi cabeza esa noche, una de las más complicadas de mi vida. Ya no funcionaba, me había roto y esta vez de verdad y para siempre.

Había perdido a la persona que me atrapaba al caer, que juntaba mis pedazos y no quería seguir.

—¡Vamos a bailar con la gente, Shirley! —me gritó Yanina tirando de mi mano e invitándome a bailar con las chicas en poca ropa que caminaban por el eterno pasillo. Me bajé de las gradas y me uní a ellas bailando de un modo muy torpe, pero dejandolo todo en ese lugar.

Esa ciudad ya no se sentía como mi casa si no estaba Julian, ya nada tenía sentido. ¿Para qué seguir intentándolo?

En algún momento perdí a mis amigas y seguí bailando, dejándome llevar como siempre hacía cuando me movía en esos lugares. Todo giraba a mi alrededor y nunca se sintió tan correcto, todo estaba casi tan mal como mi cabeza. Los ruidos, la gente gritando, los aplausos, la música muy fuerte y el humo de las bengalas de colores. Y Julian. Julian por todos lados.

El mundo empezó a girar con todas esas combinaciones y me sentí mareada, perdida. Fue como si de la nada recordara todo, como si me diera cuenta que había hecho con mi vida. Julian no era mi interés romántico, era mi ayuda, era mi pilar, era mi apoyo. Lo había perdido y por eso estaba como estaba. Todo giraba, giraba, giraba y yo era la que estaba quieta. ¿O yo la que giraba?

El humo me invadió, las caras desconocidas me acosaron y tuve medio de todo. Es que todo era un remolino eterno de colores y ruidos, me sentí tan asustada que comencé a llorar. Me quedé en el suelo, agachada, sollozando como una niña hasta que alguien se acercó. Creí que era Julian, por un momento pensé que era él y cuando levanté la mirada llena de emoción, encontré a un chico que nada tenía que ver.

—¿Estás bien? —me preguntó totalmente confundido. Parecía la única cara amigable de ese lugar horrible, por lo que asentí asustada—. Estás muy borracha, vení, vamos a sacarte de acá.

Por un momento no me importó adonde me llevaba. Shirley se había perdido en el corso de Lincoln y no quería volver a ser encontrada.



—¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Shirley —le dije nuevamente al desconocido mientras tomaba de una botella de agua. Lo escuché reír, asintiendo mientras me observaba con algo de curiosidad—. Vos me dijiste que te llamabas Hernán.

Él terminó riéndose, porque parecía una conversación de locos. Hernán me había sacado del caos para llevarme a una cafetería, en la que había estado cuando llegué a Lincoln, y me contaba desinteresadamente que su mamá era la dueña. No estaba tan mal, pero no era mi tipo. Grandote, con un aire de chico malo y el cabello castaño, no se parecía en nada a mi Julian. Aunque me reprendí sin poder evitarlo porque no podía ir comparando a todos con el personaje de una novela.

—¡Shirley! ¡Al fin te encontramos! —exclamó Giselle apareciendo con el teléfono en manos. María José y Yanina venían atrás con la misma cara de preocupación. La primera observó a Hernán, casi queriendo abrazarlo en ese mismo momento—. Gracias, Hernán, la perdimos y estábamos preocupadas.

—No hay problema, me imaginé que no estaba bien. Parecía tener un ataque de pánico o algo así. Aunque ahora creo que estaba muy borracha y el lugar la abrumó —le contó como si no estuviera ahí escuchando que yo estaba loca.

—¿Cómo sabías que yo estaba con ellas? —quise saber confusa. Borracha pero no boluda.

—Bueno... las conozco —admitió y me di cuenta que se estaba sonrojando. Después se rio, rascándose un poco la cabeza como si le diera timidez lo que estaba apunto de soltar—. Las vi juntas bailando en las gradas y tenía el teléfono de Giselle...

Yanina empezó a reírse divertida y yo no entendía que pasaba, pero tenía ganas de hacer pis. Quise decirlo mientras me ponía de pie y aunque traté de hacer lo mejor posible, me volví a caer en la silla. María José me ayudó a sentarme firme, mirándome con su expresión de mamá preocupada.

—Tenemos un interesado parece —bromeaba Yanina todavía y yo la observé sin entender de qué hablaba. ¿Quien estaba interesado en quien? ¿Dónde estaba Julian? Maldita sea, me acordé de mi problema principal y me odié por haberme olvidado. Estúpido Hernán—. Yo me estoy por casar.

—Yo divorciada —nos recordó Maria José—. Y con dos nenes.

—No me interesan los hombres —acotó Gisella encogiéndose de hombros como si nada.

—A mi me gusta el personaje de mi libro.

Hernán soltó una carcajada mientras nos observaba, yo estaba cayendo nuevamente en un pozo sin salida.

—Pucha, que ofertón, no sé con cual quedarme.

—Trata de no quedarte con la rota —sollocé de la nada y todas se giraron hacia mi al comprender que me estaba rompiendo otra vez.

Escuché que Hernán se alejaba, diciendo que nos daba tiempo y yo rompí a llorar una vez más. Estaba triste, estaba borracha y estaba cansada. No daba más con mi alma. Para mi sorpresa, los brazos de Giselle me cubrieron y luego lo hicieron los de Yanina. Abrí los ojos llenos de lágrimas para ver como mis nuevas amigas me abrazaban, incluyendo María José que se unió a último momento. Lloraba en la cafetería de mi barrio, abrazada a las personas que me hicieron daño y por una persona que no existía.

No era un partidazo, pero tenía una buena historia que contar.



 Desperté mareada, con la boca pastosa y mi estómago siendo un caos. Podía estar peor, lo sé, pero en ese momento creía que era el peor día de mi vida. ¿Cuanto había tomado y qué? Por suerte me desperté en mi cama aunque una vez más sola y abandonada a mi merced. Tenía que empezar a acostumbrarme a eso o comprarme alguna mascota. Había mirado bichos en el veterinario, pero adoptar uno significaba que iba a aceptar vivir en Lincoln y todavía no estaba muy segura. Una voz en mi cabeza, que se parecía a la de Julian, me dijo que era hora de empezar a aceptar que estaba sucediendo. Llevaba más de un mes, casi dos, en la ciudad y empezaba a considerarla parte de mi. No podía simplemente ignorar que tal vez y solo tal vez estaba preparada para aceptar mi destino ahí.

Una parte de mi quería ir a Buenos Aires, vender esa casa y comenzar la vida en la ciudad de la furia, pero no sabía si estaba preparada para eso. Ese lugar me gustaba, con sus vecinos cálidos y curiosos, con sus calles de dos manos y ninguna avenida. Necesitaba un poco de eso.

Me levanté apoyando las manos en la pared para tratar de mantener un equilibrio y aun así me golpeé bastante contra todo. Había una especie de papel rosa en el espejo de mi baño así que supuse que era una nota.

"Perdiste tu teléfono en el corso, te llevamos a casa y te dimos amor y cariño. Te vamos a ir a visitar más tarde para ver como te sentís. Te queremos, Jose, Yani y Gise".

Suspiré, que tarada había sido al perder mi iphone en un corso. Seguramente iba a salirme fortuna comprarlo de nuevo con el dólar por las nubes. Odiaba la situación y me sentía una idiota, sin contar que me vi al espejo y me di mucho miedo. El baño, el desayuno y mi siesta no ayudaron, solamente me hicieron sentir más miserable y exageradamente sola. Extrañaba bromear con Julian, tontear sobre cosas y verlo haciéndome mi desayuno. ¿Cómo se cocinaba una tostada? Estaba perdida.

Había sido una idiota en pensar que las cosas iban a cambiar, que yo iba a cambiar. No estaba lejos la chica que había abandonado la ciudad, siendo inservible al punto de no querer hacerse una tostada. Extrañaba a mis padres, a quienes había ignorado totalmente y evitado su duelo. Estaba en la casa de ellos, viviendo de su techo y olvidándome totalmente.

Dicho eso, me puse una campera y fui hasta el cementerio. Obviamente primero tuve que preguntar si existía un lugar así y donde estaban mis padres enterrados. Por suerte la vecina era muy amable y me lo explicó mientras me comía una galletita que me daba, sentada en el banco frente a su casa. En Lincoln casi todas las casas tienen un banco para sentarme, pensé seriamente comprar uno para mi. Me podía sentar sola y llorar o esperar a que Julian volviera.

Obviamente Lincoln tenía cementerio y fui gracias a otro vecino amable que tenía que ir ese día (a fin de cuentas era domingo y la gente se arruina ese día hermoso en donde podría dormir). Me habló todo el viaje de su esposa fallecida y yo no supe que decirle cuando me preguntó por mis padres. Tuve una relación bastante neutral con ellos, me peleaba como todo adolescente, los quería, pero nunca había sentido demasiado apego. Los quería y los llamaba una vez al mes, pero nada más.

El día pasó rápido, conmigo visitando el lugar en donde mis padres estaban físicamente y dejé algunas flores (que me salieron una fortuna) sobre sus pequeñas tumbas. Eran bonitas, a su estilo, tenían fotos de mis padres siendo felices y me pregunté quien había hecho todo eso. Yo había enviado dinero a una vecina, pero ni siquiera sabía a quien. Pobres, los había abandonado por completo por ser egoísta.

Cuando mi madre enfermó gravemente, se estaba publicando la segunda edición de mi primer libro y yo era la chica más feliz del mundo. Milton y yo estábamos comenzando a salir y hasta se hablaba de Netflix comprando los derechos de mi novela. Llamé a mi mamá preocupada, preguntándole si quería que fuera a verla. Eso interrumpía todos mis eventos y el pequeño tour que tenía por los estados, por lo que ella se negó. Me dijo que disfrutara mi sueño.

Lo hice, pero ahora me había dado cuenta que consecuencias tenía seguir los sueños.



Volví a mi casa pensando en eso, en como había perdido un poco del rumbo cuando conseguí lo que tanto deseaba. Me recordé sentada luego del tour, con la mano dolida de tanto firmar y los cachetes lastimados de tanto sonreír, pero sintiéndome vacía. No, no estaba triste por lo sucedido, sino que me sentía perdida. No sabía que seguía. Había conseguido el sueño de mi vida, había logrado publicar y hacer todo lo que deseaba. Y aun así me sentía perdida.

Recuerdo que me preguntaba. ¿Que sigue? ¿Ahora qué? ¿Qué tengo que hacer? Y mucha gente me recomendaba proyectos nuevos, ideas que no sabía si estaba de acuerdo con seguir, películas, novelas nuevas y en cierta parte yo sentía que algo me faltaba. Mis padres, tal vez, amigos verdaderos, tal vez. Encontrarme a mi misma, tal vez.

La casa estaba vacía cuando volví, llena de recuerdos de adolescente y fantasmas del pasado. El sillón que había manchado con vino y tuve que limpiar a escondidas. La alfombra sucia de siempre, pero que me parecía suave con los pies descalzos. La cocina que siempre se rompía, la heladera que no cerraba bien la puerta. Estaba todo igual, pero no era el mismo lugar. Ahora era mío y tenía que comenzar a entenderlo.

Con Marie Kondo de fondo en mi televisor, comencé a limpiar el caos que era esa casa. No es que estuviera sucia, sino que había miles de recuerdos que ya no me pertenecían. Fotos de mis primos de Buenos Aires, amigos que ya no veía más y familiares que vaya uno a saber quienes eran. Finalmente salí al patio y me encontré que todo estaba tan sucio como sospechaba, al igual que el quincho. Limpié la parrilla con mucho esfuerzo, imaginándome un rico asado que iba a comer ahí algún domingo. Fui al supermercado y compré cosas de decoración, comida y miles de tonterías que tenían mi nombre.

Al finalizar la tarde, sentía que ese lugar se volvía un poco mi casa, que decía Shirley en algunos lados. Compré un par de muebles nuevos que llegarían en la semana y decidí que luego haría una venta de garaje cuando pudiera. Me sentía bien, sentía que finalmente había hecho algo.

Por último, esa noche, me senté frente al ordenador luego de cargarlo completamente. Sentía que era lo último que faltaba para sentirme yo. Volver a escribir.

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