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La casa torcida

La mayoría de la gente no puede ser extravagante porque debe ganarse la vida.

En la puerta de entrada, mirando hacia la gran mansión que tenía delante, tuve la certeza de que no debería haber aceptado la invitación.

Estaba segura de que fui consciente de mi error cuando vi allí varios coches aparcados. No me apetecía pasar mi día libre interactuando con gente que no conocía, pero ya no había vuelta atrás. Estela se había dado cuenta de mi llegada y corría de forma divertida hacia mí, con una sonrisa en los labios y moviendo las manos con aspavientos que pretendían ser un saludo.

Estela San Juan había sido una de mis mejores amigas desde el colegio. Rubia, alta, delgada, ojos verdes y sonrisa radiante; llamaba la atención por donde pasaba. El dinero de su familia, proveniente del negocio de los dulces desde hace generaciones, ayudaba a que todo el mundo supiese quien era. La marca San Juan era conocida en todo el país y su prosperidad era cada vez mayor, sobre todo desde que ella tomó las riendas del negocio con solo veinticuatro años y permitió a sus padres jubilarse y viajar por el mundo. Diez años después, y al ser hija única, seguía regentando ese negocio que según contaba la prensa, solo le había dado felicidad.

En una situación normal habría sido muy difícil que dos niñas como nosotras coincidiéramos, pero mi padre había sido gerente en una de las fábricas de la ciudad y había tenido un trato muy cercano con la familia San Juan, que a pesar de su fortuna era partidaria de la educación pública y habían puesto a Estela en mí mismo colegio. Nunca agradecí tanto las excentricidades de los millonarios, pues gracias a ello nos habíamos conocido a fondo. Como mi padre pasaba gran parte del tiempo centrado en los negocios con el señor San Juan, pasamos muchos ratos en Elm Manor en vacaciones y fines de semana. Así es que nos hicimos amigas casi por obligación, pero continuamos juntas porque nos volvimos inseparables.

A pesar de ello, hacía meses que no nos veíamos. Cuando fuimos a la universidad empezamos a coincidir menos: pasamos de estar juntas todos los días a coincidir una vez al mes, cuando volvíamos a casa a ver a la familia de nuestras respectivas facultades. Ella estudió empresariales, por gusto y obligación, y yo criminología. Después, ella tomó las riendas del negocio y yo comencé en la academia nuestros círculos se separaron más aún. Aún así, aunque no nos viésemos, hablábamos con bastante frecuencia. Cuando me pidió ayuda después de semanas sin saber de ella por un asunto personal no dudé en acudir a su cita. Lo que no sabía es que iba a haber más gente presente. Estela se había cuidado bien de no decírmelo y si le sacaba el tema seguro que se hacía la inocente. Ya no tenía escapatoria, debía pasar el día socializando con desconocidos.

—¡Mérida! Estás preciosa. Me alegro un montón de que hayas venido —gritó Estela mientras llegaba.

—Sabes que siempre podrás contar conmigo.

Me dio un gran abrazo, como estaba acostumbrada. Ninguna de las dos éramos partidarias de saludar dando besos. Le miré mejor cuando se separó de mí y me avergoncé un poco de mi aspecto. Ella llevaba un vestido amarillo precioso, de media pierna y con vuelo; unas sandalias a juego que acentuaban su piel ligeramente morena. Yo iba enfundada en mis vaqueros anchos talla 48, con una camiseta roja, escotada y ajustada, y deportivas. 

—Estela, no me habías dicho que iba a ser tan formal. ¡Mira que pintas tengo! —comenté avergonzada.

—No digas tonterías, estás estupenda. Tan tú —contestó sonriendo.

—Y tampoco me dijiste que iba a venir más gente. ¿O se te olvidó?

—¿No te lo dije? —preguntó poniendo cara de sorprendida—. Juraría que sí. ¿Estás segura?

—Menos mal que somos amigas, si no pensaría que me has metido en una encerrona. —Estaba bastante claro que se trataba de eso y la intriga comenzaba a rondar mi mente.

—¿Yo? ¿Cómo puedes pensar eso de mí? —Fingió una pose de indignación que me sacó una sonrisa. Sabía que me encantaba que sacase su vena de actriz de los años sesenta.

Toda nuestra vida habíamos caído en esa dinámica. Desde pequeñas, Estela llevaba bastante mal el rechazo y tras varios momentos incómodos en los que acabé haciendo cosas que no me apetecían aprendí a rechazar los planes que no me gustaban. O al menos, evitarlos con excusas. Por eso ella decidió que ocultarme información no era del todo una mentira y omitía ciertos detalles cuándo creía que no eran importantes. Puede que no fuese lo más sano del mundo, pero a nosotras nos funcionaba.

—Anda, invítame a una cerveza y cuéntame lo que te inquieta —dije tomándola de la cintura y moviéndola hacia la casa—. Cuánto antes lo solucione antes podré escaparme... ¡Ups! ¿He dicho eso en voz alta?

—Has dicho eso en voz alta. Vamos a mi despacho y te pongo al tanto.

—¿No podemos quedarnos en el jardín? Esas sillas y sombrilla me están llamando. —Y el paquete de tabaco también. para qué engañarnos.

—Prefiero que tengamos más intimidad. —Suspiré y se dio cuenta—. Venga, te dejo fumar dentro.

—¡Bien! —dije dando saltitos y sacándole una carcajada.

Nos dirigimos a la casa evitando a algunas personas que daban vueltas por la propiedad. La grandeza del lugar seguía dándome un vuelco en cada visita, por mucho que lo conociese. A pesar del pequeño bullicio, la calma de la finca me abrazaba como un rayo de sol por la mañana.

—Ya los he saludado, no nos van a interrumpir. Luego te los presento —dijo refiriéndose a la gente que parecía ignorarnos.

—Tampoco es necesario —contesté con ironía.

—Lo sé. Si por ti fuese te quedarías todo el día en el patio camuflada como un árbol.

—Qué bien me conoces.

Traspasamos el umbral y llegamos al recibidor. Después de tanto tiempo sin pasar por Elm Manor me sorprendí al encontrarme de nuevo con esa imponente visión. El recibidor era enorme, decorado con muebles nuevos, pero tipo victoriano; Estela había querido conservar el estilo antiguo de sus padres aprovechando su pasión por las compras. A la izquierda se encontraba el enorme salón, cuyo interior se veía desde donde estábamos. Una chimenea con unos grandes y cálidos sofás en frente, dos mesas para cuatro personas cada una perfectas para jugar a las cartas, librerías con grandes clásicos y nuevos libros que Estela había ido coleccionando. A la derecha estaba el comedor, que en esos momentos se encontraba cerrado. Las dos estancias tenían unos grandes ventanales que daban a unas pequeñas terrazas que rodeaban el edificio, igual que en segundo piso, con las que se podían disfrutar de las maravillosas vistas de todo el terreno. Pensé apesadumbrada que mi piso tenía menos espacio que la más pequeña de las habitaciones de esta casa.

Subimos por las escaleras de caracol, al estilo "capítulo de Colombo", hacia el primer piso. Estela me iba hablando de alguna anécdota de nuestra infancia, pero yo no la escuchaba tan ensimismada como estaba de volver a esa maravillosa casa que no pisaba desde hace años. Las últimas veces que habíamos quedado había sido en la ciudad, pues mi trabajo y el suyo no nos dejaban mucho tiempo libre y Estela siempre aprovechaba los viajes de negocios que tenía allí para hacer algún plan conmigo. Aún así, era difícil. Me sentía a gusto por volver a un lugar tan bonito e inocente.

Cuando llegamos arriba nos interrumpió un sonido a nuestra izquierda. Una mujer morena, delgada y con el cuerpo en tensión salió silenciosamente de una de las habitaciones de invitados. Daba la sensación de que vivía en constante estado de alerta. Había conocido a muchas personas así, sobre todo mujeres.

—¡Querida! —gritó Estela, lo que hizo que la visitante pegase un respingo—. ¿Ya te has instalado?

—Sí, Estela. Muchas gracias —contestó ella con una voz dulce y suave, casi imperceptible mientras se acercaba a nosotras— Puedo comenzar cuando me digas...

—¡Oh! No te preocupes. Este fin de semana no vamos a ocuparnos de nada de negocios. El lunes comenzaremos. Tú descansa y disfruta.

—Gracias —dijo tímidamente y mirando al suelo.

Las observé pensativa mientras hablaban, porque sabía que conocía a esa chica, pero no lograba ubicarla. Con mi trabajo en la UPM coincidía con demasiada gente durante un periodo muy corto de tiempo y me costaba muchísimo acordarme de todos. Era uno de los fallos que más tenía que concentrarme en evitar. Aunque estaba segura de que la parte de mi mente que la recordaba era en la que almacenaba todos los recuerdos de las investigaciones. La voz de Estela me sacó de mis pensamientos, haciéndome volver a la realidad.

—¡Madre mía! Soy una maleducada. Mérida, te presento a mi nueva ayudante: Lorena.

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