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18:00

—No lo voy a repetir más veces, chicas ¡A comer!

Marina estaba sentada en su gran cocina y, como siempre, muy aburrida. Revisaba sus redes sociales por inercia, ya que a esas horas sus amigas no solían subir fotos. Estarían todas en la misma situación que ella, esperando a que sus hijos bajen a comer el menú que sus cocineras o asistentas habían preparado. La vida en Gravity Hills era tranquila y, sobre todo, muy aburrida.

El dinero había creado una vida perfecta en la que Marina no tenía que preocuparse por casi nada. Tenía quién le limpiaba, le cocinaba y le recogía la casa. Hasta una niñera se encargaba de su hija pequeña. A sus cuarenta y un años lo único que hacía era procurar que su aspecto físico y su vida social no decayese.

Había conseguido vencer al tiempo a base de talonarios. Gracias a sus múltiples cirugías, tratamientos de belleza y pequeñas dietas muy estrictas, Marina conservaba un físico que muchas veinteañeras envidiarían: su pelo rubio teñido, sus ojos grandes y azules, sus labios carnosos... Todo complementaba el papel que tanto le había costado conseguir. La imagen lo era todo. Por ejemplo, aunque ese día no iba a salir de casa, siempre vestía como si estuviese preparada para recibir a cualquier visita de sus amigos de la alta sociedad: un vestido rosa claro, ajustado y largo, unos tacones blancos y muy altos y algunas joyas que adornaban el conjunto. Aunque nadie iría a visitarle sin avisar. Solo el pensarlo le sugería que esa persona no conocía las normas sociales de su comunidad.

La comida seguía sin estar puesta. Rosario sabía que las chicas tardarían en bajar y esperaba mientras limpiaba la cocina a que su señora le diese la orden. Llevaba más de diez años trabajando para ellos y viviendo en la casa anexa junto a su marido, que se encargaba del mantenimiento del jardín, la piscina y, en general, de toda la casa. Con ellos dos Marina se olvidaba de las preocupaciones del hogar.

—Niñas, Rosario tiene que descansar antes de comer.

—¡Ya voy!

La voz de Patricia resonó por toda la casa y no parecía contenta. Su hija mediana acababa de cumplir los dieciocho años y como si de una profecía se tratase su humor adolescente se había transformado en una furia hacia el mundo, pues ella sentía que estaban en su contra y que cualquier cosa que se hacía era para fastidiarla.

Irene, su hija mayor, ya estaba en la universidad y su carácter se había templado. El principal motivo era que ya no pasaba tanto tiempo en casa. Incluso la mayoría de los fines de semana los pasaba con sus amigos de fiesta en el campus. A Marina no le importaba, una cosa menos de la que preocuparse. Pero este sábado había decidido pasarlo en casa. Llegó por la mañana sin avisar y cualquier intento de conversación por parte de su madre había sido contestado con un "Luego te cuento" mientras no despegaba la mirada de la pantalla del móvil.

Y estaba también Teo, su hija pequeña. Con solo nueve años llegó en un momento en el que ni Marina ni su marido la esperaban, pero debido a que esta no se dio cuenta de que estaba embarazada hasta que fue demasiado tarde, tuvo que conformarse con ella. Javier lo veía como una oportunidad de tener un hijo varón y estaba muy feliz. A ella no le gustó volver a pasar por todo y sintió verdadero placer cuando Teo llegó a su vida, pero solo producido por la decepción en la cara de su marido al ver que no era el chico que esperaba. Toda la niñez de Teo fue como la de sus hermanas, menos por el detalle de que estas ayudaban a la niñera a cuidarla. Las dos la adoraban y Teo adoraba a todo el mundo. Era la más feliz de toda la familia y eso fastidiaba a su madre, que intentaba evitarla siempre que podía.

—Rosario, prepara la mesa. Por favor.

—Sí, señora.

Miró distraída a su asistenta mientras esta preparaba los platos para servirlos. Tenían la misma edad, pero el trabajo duro al que Rosario se había tenido que enfrentar durante toda su vida había hecho que su aspecto sí se correspondiese con los años. Arrugas y canas se adivinaban en su rostro y su pelo. Su cuerpo, aunque musculado, no tenía los arreglos que su señora se había hecho, pero tampoco tenía mal aspecto. Marina pensó en su situación, la suerte que tenían de vivir en Gravity Hills, puesto que si no seguramente habría muerto en estos últimos meses.

Porque Marina era el Medio de las seis y vivir en un sitio como aquel era una ventaja enorme de la que solo disponían unos cuantos privilegiados.

Había tres motivos para esto. El primero, que era la urbanización con la mayor seguridad del mundo. Guardias de seguridad armados, cámaras y un muro que rodeaba las cincuenta y tres viviendas. Solo gente como Marina y Javier se podían permitir vivir allí. Muchas de las casas estaban vacías, pero todas vendidas. Los ricos de todo el mundo no se habían querido perder la oportunidad de tener un lugar al que ir si en algún momento les tocaba ser Medios.

Segundo, sus vecinos no serían capaces de convertirse en Sextos. En ese escalafón de la sociedad diez millones eran calderilla comparado con todo el dinero que tenían esas familias. Además, sería una vergüenza para la persona que lo intentase y se convertiría en un paria social. En estos círculos en los que los negocios dependían tanto de las apariencias sería un suicidio convertirse en Medio solo por rencor u odio.

Por último, la variable más importante eran todos los trabajadores del complejo y los dueños la habían tenido en cuenta. Tenían que firmar junto a su contrato una cláusula en la que en caso de matar a uno de los usuarios tendrían que pagar el doble de la cantidad ganada a la empresa. No estaba muy claro que este contrato tuviese valor alguno, pero la gente que allí trabajaba tenía un perfil económico muy bajo y no querían arriesgarse a pelear con hordas de abogados que no pararían hasta verlos destrozados.

Debido a esto, aunque Marina llevaba más de dos meses siendo un Medio, nunca había sentido verdadero peligro. Ni siquiera tenía que pasar su hora en casa encerrada. Todas sus amigas vivían en la urbanización y disponían de todo lo necesario para sus caprichos: tiendas de ropa de diseño, supermercados, cafeterías, restaurantes y zona de deportes. Salían pocas veces del recinto, puesto que sus parejas se encargaban de todo. Solo para reuniones de etiqueta o eventos que requerían su presencia, pero no eran muchos.

Aún así, a Marina tampoco le importaba quedarse en casa. Sus casi quinientos metros cuadrados le daban libertad para disfrutar de su soledad. Tenía piscina climatizada, gimnasio y pista de pádel. Además, si le apetecía estar más ociosa disponía de una sala de cine para poder disfrutar de sus películas preferidas. Si no quería cruzarse con ningún miembro de su familia lo tenía fácil.

Se sentó en la mesa cuando escuchó pasos por las escaleras. Primero apareció Teo, con sus coletas y su vestido de princesa que no se quitaba mientras estaba en casa. Tenía un ropero que cualquier niña envidiaría y no se ponía ningún otro, a pesar de que estaba ajado de tantos usos e incluso un poco pequeño. Marina suspiró, al menos había conseguido que no lo llevase al colegio. Hubiese sido una vergüenza para todos.

Detrás de ella iba Irene, pegada a su móvil. Su hija mayor era su viva imagen, al igual que Patricia, aunque esta había decidido cambiar su aspecto desvinculándose de su familia. Teo también se parecía a ella físicamente, pero su personalidad era exacta a la de su padre: cariñosa, extrovertida y con muy poco decoro. A Javier se lo perdonaban porque era un hombre y de los más ricos del país, pero Teo tendría que comportarse si quería encontrar un buen marido.

—¿Dónde está Patricia? —preguntó Marina mientras sus dos hijas se sentaban.

—Ahora venía —contestó Irene sin despegar la mirada del teléfono.

—Está gritando por el móvil con su novio —susurró Teo.

—Cállate  —le dijo Irene acompañando sus palabras con una pequeña patada por debajo de la mesa.

—¿Qué novio?

—Ninguno —contestó Irene lanzándole una mirada fulminante a Teo.

—¡Alfonso! —gritó mientras se ponía de pie en la silla para evitar otro golpe.

—No hagas eso, Teo —replicó su madre.

—A nadie le gustan las chivatas —dijo Irene mientras su hermana le sacaba la lengua.

—Basta de discusiones. Rosario, por favor, sirve el primer plato. Si Patricia baja tarde tendrá que tomarse la sopa fría.

Rosario comenzó a llenar los platos y se dispusieron a comer. Marina, que presidía la mesa, miraba hacia las escaleras por donde debería haber estado bajando su hija. Lo del novio era algo nuevo. Patricia había decidido tomarse un año sabático antes de empezar, o no, la universidad, aunque eso para Marina no era importante. Ella tampoco tenía estudios y sabía que lo mejor para sus hijas era encontrar un buen marido como hizo ella. Por lo tanto, su supuesto novio tenía que ser alguno de la urbanización. Si se llamaba Alonso podría ser el hijo de los Garriste. Era unos cinco años mayor que Patricia y estudiaba en la misma facultad que Irene. Su familia se dedicaba a los fondos de inversión y tenían un buen linaje. No eran tan ricos como ellos, pero era mucho más de lo que podía esperar de su hija mediana. Intentaría sonsacarle lo que pudiese para comenzar acercamientos con la familia. Que fuese mayor que Patricia no suponía un problema. Su marido le sacaba quince años y casarse con él había sido lo mejor que había hecho en su vida.

Apareció al fin por la entrada de la cocina. Marina puso los ojos en blanco al ver el aspecto de su hija. Aún no se había quitado el pijama, sus ojos estaban hinchados y ni había intentado taparlos con maquillaje. Su pelo... Bueno, prefería no pensar en él. Se sentó en la mesa y comenzó a comer con la mirada fija en el plato.

Marina ya había decidido que estrategia seguir con su hija para sonsacarle información sobre su novio y esto pasaba por no atacarla directamente sobre su aspecto y puntualidad, por lo menos ese día. Ya habría tiempo de hablar largo y tendido sobre sus modales. Para no caer en la tentación, quiso hablar con Irene sobre los extraños motivos que le habían traído a pasar con ellas el fin de semana.

—Dime, Irene —dijo mientras cogía su copa de vino blanco y daba un largo trago—. ¿Cómo es que has vuelto a casa? ¿No había ningún evento en la facultad?

—¿Es que una no puede querer pasar tiempo con su familia? —Las dos rieron. Ambas sabían que Irene evitaba estar en casa, pero como eso había mejorado su relación ninguna de las dos ponía objeción—. Ayer hubo un asesinato en una de las fiestas a la que fui, en la hermandad de los estudiantes de psicología.

—¿Qué? —Marina abrió mucho los ojos sorprendida por la noticia—. ¿Por qué no lo habías contado antes? ¿En qué clase de sitio te hemos metido? —Su voz había subido demasiado, pero no lo podía evitar. Se había preocupado de verdad.

—Tranquila, mamá. Fue un Sexto, por eso no os había dicho nada.

Marina suspiró un poco aliviada. Eso quería decir que no había un psicópata en el campus. O, al menos, uno que pudiese atacar a su hija y montar un escándalo. Mientras, Rosario retiró el primer plato y les colocó el salmón.

—¡Qué desagradable! Menos mal que vivimos aquí.

— ¿Viste mucha sangre? —preguntó Teo, animada por la conversación.

—No, enana. Yo estaba en el jardín y ni siquiera escuché los disparos. Fue en la casa.

—¿Disparos? ¡Hala!

—Teo, una señorita no debería emocionarse con esas cosas —replicó su madre, aunque le picaba la curiosidad—. ¿Y quién era el Medio?

—Eran. Los dos gemelos de los que te he hablado alguna vez.

—¡Ah, sí! Esos que jugaban juntos.

Le llamó la atención cuando su hija se lo contó, pero enseguida desapareció su interés. A pesar de ser un Medio, su vida no había cambiado nada y las cosas relacionadas con ello no eran su tema favorito de conversación. Pero ahora mismo era una buena manera de sacar el tema de Alfonso, puesto que él estudiaba en esa universidad y su hija no lo notaría extraño.

—¿Han descubierto al Sexto? —preguntó Teo, intentando que para una vez que le interesaba la conversación no decayese.

—Parece que no. Quedan aún un par de horas, pero no hay sospechosos. Había demasiada gente en la fiesta y bueno, no todos estaban en las mejores condiciones para favorecer una investigación.

Irene sonrió hacia su madre. Ella ya sabía que el alcohol era lo más corriente en esos lugares, y sabiendo que su hija se parecía a ella, nunca dejaría que le afectase tanto como para perder la compostura, aunque la mayoría de sus compañeros no eran así.

—La UPM lo encontrará. ¡Son los mejores! —gritó Teo levantándose de nuevo de su asiento.

—Ya basta. Compórtate en la mesa.

—Perdona, mamá —dijo mientras se sentaba en su sitio.

Últimamente Teo estaba muy animada con la idea de formar parte de la UPM de mayor. Todo empezó cuando su madre se convirtió en un Medio, para poder proteger a la gente que le pasaba lo que a ella. Marina le había intentado explicar que la brigada no servía para nada, solo acudían cuando se producía un crimen. Para protegerlos no había nada mejor que vivir en Gravity Hills. Pero Teo seguía insistiendo en que no todo el mundo tenía su suerte y que algún día la UPM mejoraría tanto que los protegería a todos. A Marina le disgustaba su actitud. Ninguna hija suya tendría un trabajo como ese, pero era muy pequeña. Al final se le pasaría y, si no, aún tenía tiempo para hacerla cambiar de opinión.

El silencio reinaba en la mesa y Marina pensó que era el mejor momento para sacar el tema del novio de Patricia, pero Irene aún no había acabado.

—¿Queréis saber lo más curioso?

—Dinos. —Marina se lo pensó mejor y añadió—. Pero que no sea algo desagradable, estamos comiendo.

—No, no. Por lo visto, el Sexto no ha ganado. No va a haber premio. Uno de los hermanos ha sobrevivido.

—¿No me digas? Lo tiene bien merecido. —No podía negar que un buen cotilleo siempre la animaba, por mucho que le costara admitirlo.

—Está grave en la UCI. Pero, aunque muera, como ha sido fuera de tiempo, no se llevaría el dinero.

—Pero entonces pueden seguir investigándolo —dijo Teo que ya se había repuesto de la anterior reprimenda de su madre.

—Humm... Eso es posible —contestó Marina pensativa.

—¡Es así! Lo he estado leyendo. Si no consiguen matarlo se convierte en un intento de asesinato normal y la policía puede investigar.

—Teo, te he dicho mil veces que no me gusta que leas esas cosas. Tendremos que volver a poner el control parental en internet.

—¡No, mamá! —exclamó Teo asustada—. Por favor.

—Ya veremos. Pero prométeme que no vas a volver a buscar en esas páginas.

—Te lo prometo —contestó más calmada.

Marina se fijó en que Patricia había dejado de comer y miraba fijamente a su hermana. Con la noticia tan curiosa, había olvidado que su intención era conocer más sobre la posible relación de su hija con el vecino. Habló por primera vez en toda la comida.

—¿Dónde has leído eso? —preguntó muy seria.

—En la página oficial de la UPM.

—Pues es mentira —contestó Patricia cuyo nerviosismo era patente.

—¡No es mentira! ¡Yo no miento!

—Tú no, pero la UPM si puede mentir. Lo habrán puesto en la página, pero será para disuadir a los Sextos de que no lo intenten, ¿verdad?— dijo mirando con ansiedad a su madre y a Irene.

—¿La verdad? No lo sé. Esa página es bastante fiable —contestó Irene distraída bajando la vista hacia su móvil.

—Yo tampoco lo sé, hija. Pero espero que así sea. Los Sextos merecen todo el peso de la ley —respondió Marina mientras indicaba a Rosario que retirase los platos—. Es asqueroso quitar una vida solo por dinero.

—¿Y por qué crees que la gente lo hace, mamá? —contestó Patricia que de repente se había puesto furiosa—. A lo mejor necesitan ese dinero para poder vivir.

—Hay otras maneras de conseguir ese dinero, Patricia. No hace falta ir matando gente.

—¿Cómo casarse con un hombre mayor, rico y pasarse toda la vida sin hacer nada? —gritó Patricia a la vez que se levantaba.

—No te voy a consentir que me hables así. ¡Soy tu madre!

—¡Te odio!

Patricia se levantó corriendo y abandonó la sala. Irene hizo ademán de ir tras ella, pero su madre le cogió la mano y negó con la cabeza. Siguieron las tres comiendo el postre en silencio.

—Luego hablaré con ella —dijo Marina.

No sabía que le había pasado a su hija, pero esto tenía que terminar. Debía tener una conversación seria con ella y averiguar el porqué de su actitud. Al final, su única labor era mantener a sus hijas en el buen camino y que su vida acabase siendo tan sencilla como la suya. Si fallaba en eso, no tendría nada más que hacer y ninguna otra preocupación. Y eso la volvería loca.

Cuando terminaron de comer no fue directamente a hablar con Patricia. Tenía antes que pensar en cómo llevar la conversación y dejar que su humor se enfriase un poco. Si su hija seguía furiosa lo único que conseguiría era empeorar las cosas.

Dedicó la tarde a su rutina. Nadó un poco en la piscina y estuvo en su gimnasio privado. No solo la cirugía servía para mantener su cuerpo: el ejercicio y la dieta eran muy importantes, más aún que las operaciones. No podía permitirse bajar la guardia y permitir que Javier la cambiase por una versión más joven. Era difícil que eso pasase, su marido ya tenía bastantes entretenimientos, como todos los hombres, y no se expondría al escándalo de abandonar a su familia. Pero nunca se sabía y Marina no podía darle el más mínimo motivo para que esto sucediese.

Cuando terminó de arreglarse con sus cremas y maquillaje se puso su conjunto de la tarde y se dirigió hacia la habitación de Patricia. Seguramente seguiría allí, era lo que solía hacer cuando se enfadaba. Podía tirarse horas en la habitación hasta que la obligaba a salir o alguno de sus amigos hacía planes en la urbanización. Llegó a la puerta y respiró hondo antes de llamar.

—Patricia, tenemos que hablar.

No recibió contestación, así que volvió a llamar. Al no obtener respuesta decidió entrar de todas maneras. El olor a cerrado la echó para atrás. Patricia no consentía desde hacía unos años que Rosario entrase a limpiar su habitación. Antiguamente su hija era muy ordenada y no tenía problemas, pero las últimas semanas había sido motivo de discusión porque no mantenía las cosas limpias. Su dejadez con su físico y habitación exasperaba a Marina, pero ya lo había intentado todo y al final siempre acababan discutiendo.

—Hija, no puedes tener así el cuarto —dijo entrando sin permiso y acercándose a la ventana para abrirla y ventilar.

—¡Oye! —gritó Patricia—. ¿Quién te ha dicho que puedes entrar? ¿Es qué en esta casa ya no se respeta la privacidad?

Saltó de la cama. Sus ojos estaban más hinchados que en la comida. Se puso de pie frente a la puerta invitando a su madre a irse con un gesto que Marina ignoró.

—Tu privacidad es un privilegio que pierdes cuando faltas el respeto a tu madre y vives como una cerda en su pocilga.

—Es mi cuarto y puedo tenerlo como quiera.

—Siéntate —ordenó Marina.

Patricia volvió a la cama de mala gana y se acomodó en ella. Marina se sentó en una de las sillas, no sin antes tener que quitar de ella ropa sucia que cogió con dos dedos mientras arrugaba la nariz.

—Primero, quiero que me pidas disculpas por tu comportamiento.

—Ni lo sueñes —contestó Patricia mirándola fijamente.

El odio que había en sus ojos no pasó inadvertido para Marina. Le recordó a ella cuando tenía su edad, desestabilizándola un poco, pero se recompuso. No quería darle la satisfacción de saber que ella podía tener el control. Decidió suavizar la conversación.

—¿Qué te pasa últimamente? Tú comportamiento no es normal.

—¿Ahora te interesan mis sentimientos? Qué novedad.

—Patricia, soy tu madre. Puedes contar conmigo.

—No es verdad. Nunca te has preocupado por mí.

—Eso no es justo, siempre he buscado lo mejor para vosotras.

—Ya, con niñeras y amigos comprados a base de talonario. Viviendo en una burbuja de snobs de la que nunca podremos escapar.

—¿Qué estás diciendo? Nos ha costado mucho darte esas ventajas —contestó Marina que estaba empezando a perder la paciencia.

—¿Nos? No me hagas reír —dijo Patricia acompañándolo de una carcajada— Lo único que has hecho en tu vida es dar un braguetazo...

Patricia no pudo acabar la frase, pues Marina se levantó y golpeó a su hija en la cara con la mano abierta. No se dio cuenta de lo que había hecho hasta que vio que Patricia se tapaba la cara y las lágrimas rodeaban sus mejillas

—Nunca. Jamás, vuelvas a hablarme así. —Marina temblaba, pero supo controlarse—. ¿Es por tu nuevo novio, ese tal Alfonso? Creo que te está metiendo ideas en la cabeza.

—¡No lo nombres! Él es mil veces mejor persona de lo que tú serás jamás. Sabe cuidar a los suyos —contestó Patricia, cuya sorpresa inicial se había transformado en un odio cada vez mayor.

—Osea, que es eso. Hablaré con tu padre. Estarás castigada sin verlo hasta que decidas comportarte como una señorita.

—No os atreveréis ¡Me necesita! —gritó Patricia, cuya desesperación crecía.

—Está decidido. Si no funcionan las palabras, tendrán que ser castigos.

—No puedes hacer eso. ¡Tengo dieciocho años!

—¡Pero vives en mi casa! —contestó Marina perdiendo la compostura—. Y tendrás que acatar nuestras... —Se fijó en que Patricia estaba ignorándola con el teléfono en la mano, lo que hizo que se enfadase más aún—. Suelta el móvil mientras estamos hablando, Patricia.

Su hija levantó la vista y cogió algo de debajo de la almohada. Era un bisturí que había cogido en su última visita al médico y que utilizaba para hacerse pequeños cortes en zonas donde no podían verse. Así se liberaba de la ansiedad con algo que podía controlar. Se lanzó hacia su madre con el bisturí en lo alto gritando con todas sus fuerzas, pero esta se dio cuenta de lo que su hija estaba haciendo en el último segundo y se movió hacia su derecha, por lo que el arma se clavó en su hombro. Cayó al suelo cerca de la puerta y, con cara de sorpresa, fue alejándose de la cama. Con los gritos habían aparecido Irene y Teo en la puerta.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Teo asustada.

—Nada, cariño —contestó Marina intentando quedarse de espaldas mientras se levantaba mirando aun a Patricia a los ojos—. Irene, lleva a tu hermana al patio a jugar y dile a Rosario que suba.

—Pero...

—Hazlo.

Irene obedeció y desapareció por el pasillo, tranquilizando a Teo por el camino. Patricia y Marina permanecieron en la habitación, mirándose. El hombro de Marina chorreaba sangre, aunque la herida no era grave, aunque el dolor se estaba volviendo insoportable. El bisturí sobresalía, pero no lo quería retirar por si era contraproducente.

De repente, Patricia tomó consciencia de lo que había hecho y su cara se transformó. Volvió a ser esa niña buena y humilde que parecía haber desaparecido esos últimos meses. Rompió a llorar desconsoladamente.

—Mamá, lo siento muchísimo. No sé qué me ha pasado. No... No quería hacerte daño, de verdad. Estaba enfadada y justo miré el móvil y vi el mensaje y... Lo siento. No quería....

Marina miró a su hija y después de mucho tiempo volvió a sentir verdadero amor por ella. Se vio a sí misma desesperada, asustada, con un futuro incierto, como estaba antes de conocer a Javier. Decidió que a partir de ese momento sería mejor madre para ella. La protegería y la cuidaría hasta que lograse recomponerla. Se acercó muy despacio y la abrazó, dejando que se aferrara y llorase todo el dolor que tenía acumulado.

—Todo irá bien, cielo. Ya lo verás.

Y la vida en Gravity Hills continuó.

Marina se curó la herida gracias a Rosario y no comentaron nada con la familia, ni fuera de ella. Tuvo que hablar con Irene para asegurarse de que guardaba el secreto y accedió sin problemas. Teo creía que había sido solo una pelea y no le dio mayor importancia. Javier pasaba muy pocos días en casa y tampoco se dio cuenta. Marina le dijo que se había caído mientras paseaba por el jardín y él tampoco hizo más preguntas. Patricia comenzó a visitar a un psicólogo que le ayudó con sus problemas de autocontrol y ansiedad. Su relación con su madre mejoró y dejó a su novio, consiguiendo escapar de su control. Ninguno de los dos montó un espectáculo de ruptura juvenil, cosa que las familias agradecieron.

Así es que, ese día, tumbada en su jardín cerca de la piscina, con el bañador tomando el sol, Marina hizo una recapitulación de sus pensamientos y, a pesar de seguir siendo Medio, se sintió segura y feliz.

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