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10:00

Esteban se levantó esa mañana al primer timbre del despertador. Siempre comenzaba el día mucho antes de las diez, pero últimamente le costaba conciliar el sueño y eso hacía que despertarse por la mañana fuese mucho más complicado. Era por los nervios, solo le quedaban tres días para dejar de ser un Medio.

No había sido un año fácil. Desde que recibió ese mensaje pasó por varias fases, igual que en los duelos. Al principio tuvo miedo y lo primero que hizo fue dejar el trabajo. Había que arriesgarlo todo. Si ganaba ya no lo iba a necesitar. Y si perdía... si perdía tampoco. Bajo tierra no hace falta cotizar. No contó los motivos, solo que necesitaba cambiar de aires. No quería que sus compañeros ni jefes supiesen que era un Medio. Las personas que lo decían o a los que descubrían solían atraer más la atención de lo normal y eso no era bueno.

Pero el principal motivo para dejar el trabajo era que allí todos le odiaban. Y eso Esteban lo sabía. Siempre había sido un triunfador y ser el mejor vendedor de coches del concesionario más grande de la ciudad no era un puesto que se consiguiese siendo buena persona. Había tenido que pasar por encima de muchos compañeros y realizar tretas variadas para haber llegado a donde estaba. Le tenían envidia. Eso era lo que pensaba Esteban, pues para él no existía otra explicación posible.

Siempre intentaba hacérselo entender a todos y más de un llanto y una mala cara había tenido que soportar. Como aquella vez que Rodrigo montó una escena delante de unos clientes, por la que fue despedido. Solo porque Esteban se había acercado a ellos mientras su compañero iba a por los papeles del contrato y les había convencido para comprar un coche de gama alta en vez de la baratija con la que Rodrigo se había conformado venderles. Los clientes se quedaron con él y el chico no lo supo aceptar. Debería haber sido mejor vendedor, sobre todo por esa familia por la que tanto juraba mientras dos compañeros lo sacaban a rastras del lugar. A Esteban no le dio ninguna pena, era lo que más odiaba en el mundo: la debilidad. Y Rodrigo era débil. Cuando él empezó también le robaban ventas los peces gordos, pero aprendió de ello para hacerse cada vez más fuerte.

Debido a esta situación, Esteban comprendió que para vivir un año como Medio tendría que empezar de cero y eso no aceptaba discusión. Como también lo aceptó Lorena, su novia desde hacía siete años. Ella era ama de casa y no habían tenido hijos. No le gustaban los niños, afirmaba Esteban a quien le preguntaba. Te consumen energía. Por ello no fue tan difícil hacer el cambio de la noche a la mañana.

Esteban continuó su rutina matinal. Se acercó al baño y se miró en el espejo. Podía ver las canas que surcaban su perfecto corte de pelo, la barba que con tanto esmero cuidaba. Como vendedor siempre tenía que tener buen aspecto. Y su acompañante también. Era algo que intentaba hacerle entender a Lorena todas las veces que podía, pero ella cada vez se descuidaba más. Era verdad que para sus veintisiete años estaba perfecta, pero esa juventud que tanto le atrajo a Esteban cuando la conoció, teniendo ella diecinueve y él treinta, se iba perdiendo poco a poco. No entendía por qué, pero tampoco importaba. Al final en las grandes cenas y eventos ella siempre sabía maquillarse y arreglarse para deslumbrar. Aunque últimamente necesitaba más apuntes de Esteban para estar perfecta.

Cuando el miedo inicial y el nerviosismo pasaron, empezó el plan de cambio. Se mudaron a una ciudad cercana. Con los ahorros de Esteban bastaba y las primeras semanas se quedó en casa encerrado hasta que llegaban las once y media, evitando de esa manera cualquier ataque. Incluso cerraba la habitación con llave para que Lorena no pasase, aunque sabía que no podía estar así el año entero, por lo que comenzó a buscar trabajo. Y lo encontró enseguida, en un concesionario de coches de segunda mano. No era tan lujoso como su anterior empleo, pero le permitía pasar más desapercibido y gracias a sus dotes de negociador consiguió un horario de tardes. Era una de sus mejores cualidades, al menos para él, que siempre conseguía lo que quería.

Comenzó a lavarse los dientes mientras acudía a su mente el recuerdo del primer intento de un Sexto para acabar con su vida. Fue un día antes de empezar a trabajar en su nuevo empleo. No pudo evitar sonreír con el cepillo aun en su boca y la pasta de dientes agolpándose en la comisura de sus labios.

Esa mañana se había levantado a las siete en punto, con la emoción del que sabe que se acerca una nueva etapa. Había sobrevivido tranquilamente los primeros dos meses, principalmente siguiendo su plan de encerrarse en la habitación con llave durante esa hora. No era una táctica muy elaborada, pero parecía efectiva.

Transcurrió tranquila la mañana hasta que empezó la hora del juego. En un momento dado notó movimiento en el jardín, como una sombra que cruzaba por la ventana y antes de que pudiese incorporarse algo rompió el cristal, cuyos trozos cayeron estrepitosamente en el interior de la habitación. Esteban vio la gran piedra que lo había provocado y la rabia se apoderó de su cuerpo. Por un momento, olvidó que era un Medio. Solo pensaba en salir a golpear al que había roto su ventana. Pero justo antes de asomarse lo recordó y eso le salvó la vida, porque reaccionó y corrió a alcanzar la pistola que tenía siempre en la mesilla de noche, le quitó el seguro y se colocó al lado de la ventana.

—¡Dios, qué dolor! Lorena, me estoy desangrando —gritó Esteban intentando que el intruso cayese en su trampa.

—¿Qué te pasa cariño? ¡No puedo pasar! Espera que vaya a dar la vuelta —contestó Lorena con su voz tímida y nerviosa al otro lado.

—Date prisa, llama a emergencias. No sé cuánto aguantaré —continuó Esteban fingiendo quejidos de dolor.

En ese momento asomó por la ventana una cabeza. Era un hombre joven, aunque ya en la treintena, y el sudor le caía abundante por la frente. Esteban, desde su escondite, acercó la pistola a la sien del visitante.

—No te muevas o disparo. —Esteban puso su voz más feroz, la que usaba para conseguir exactamente lo que quería. Y esta vez también funcionó—.  Pasa lentamente, con las manos en alto.

El hombre entró por la ventana, no sin dificultad ya que llevaba las manos en alto y aún había restos de cristales en los bordes. Iba con pantalones cortos, por lo que se arañó la pierna mientras pasaba a través del agujero. Hizo una pequeña mueca, pero su instinto de supervivencia estaba activado y no quiso moverse de forma sospechosa para evitar una bala en el cerebro. Llevaba en la mano una llave inglesa que tiró al suelo cuando Esteban la señaló con la cabeza.

—Hola, vecino. ¿Qué tal todo? —preguntó Esteban con una sonrisa. Aún le caían por la frente gotas de sudor frío, pero solo eran un mal recuerdo del miedo que sintió por un segundo.

—Hola, Esteban —contestó Luis mientras fingía una sonrisa tensa—. ¿Qué pasa? He oído un ruido y al mirar he visto que alguien huía de tu jardín. Me he acercado para ver si estabas bien.

—¿Y esa llave inglesa? —Esteban señaló en el suelo el lugar en el que su vecino había soltado la herramienta.

—¿Esto? Estaba arreglando el coche cuando ocurrió. Ya sabes cómo sonaba estos días. Creo que le pasa algo al motor. —Luis tragó saliva. La sangre resbalaba por su pierna, aunque no parecía una herida grave—. Oye, ¿por qué no sueltas la pistola? Quién haya sido ya estará lejos. Se habrá asustado cuando me ha visto.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Lorena asomándose por la ventana—. ¿Luis? ¿Qué haces aquí? Esteban, ¿estás bien? —Su mirada se posó en su novio que miraba a Luis con ese odio que ella conocía tan bien.

—Oye, Luis. ¿Por qué no le enseñas tu móvil a Lorena? Es solo para ver una cosa.

—No... no lo llevo encima —murmuró Luis con la voz entrecortada.

—¿Qué has dicho? No te escucho —contestó Esteban mientras pegaba la pistola en su sien.

—¡No lo llevo encima! Lo siento, Esteban. Por favor, perdóname... —gimió Luis a la vez que comenzaba a llorar y un temblor se apoderaba de su cuerpo.

—Ya vale, cariño —dijo Lorena mientras entraba por la ventana con cuidado de no cortarse y sin despegar los ojos de su novio—. Se oyen las sirenas, la UPM ya está en la puerta. Los llamé cuando escuché tus gritos. Ellos se encargarán de él.

Luis se desplomó en el suelo, mientras seguía sollozando y se cubría la cara con las manos. En ese momento llamaron a la puerta y Lorena fue a abrir mientras Esteban sonreía mirando a su vecino. A pesar de seguir vivo, no podía dejar de pensar en lo necio que había sido su vecino. Menuda oportunidad había perdido el maldito idiota de ser rico.

Esteban se enjuagó en el lavabo y se secó con la toalla. Le encantaba recordar ese día. Después vinieron más intentos, sobre todo incrementados por la presencia de la UPM y la famosa inspectora Mérida Martínez esa mañana delante de su casa. Esto atrajo la atención sobre ellos y el vecindario entero supo que era un Medio, pero ninguna de las que vinieron después le causaron esa sensación de poder. Eso sí, se acordaba de cada una de las treinta y siete personas que lo habían intentado, todos mientras se encontraba en su pequeño búnker improvisado. Después del incidente, Lorena le quiso convencer para que blindase la ventana, pero él no quiso. Quería que se le acercaran. Deseaba verlos. Esa sensación, mientras estaba sentado con su arma mirando al jardín. Algunos solo se asomaban. Otros lo habían intentado hasta el final. Incluso le daba un poco de pena que solo quedasen tres días. 

Tras acabar su ritual, salió a la cocina. Una buena ducha y un afeitado le hacían pasar un gran día a cualquiera, más sabiendo lo poco que le quedaba para ser rico y libre. En el fondo lo iba a echar de menos. Pero bueno, iba a ser un hombre rico y famoso. Saldría en todos los programas de televisión, muy poca gente lo había conseguido. Vendrían las entrevistas y, si tenía suerte, lo llamarían para participar en algún reality. O incluso escribir sus memorias. Sí, eso estaría bien, pensó mientras miraba el reloj mecánicamente. Las ocho y media, aún tenía bastante tiempo hasta el encierro. Lorena ya habría preparado el desayuno, como lo hacía todas las mañanas, y estaba recogiendo los restos. Unos huevos revueltos, bacon y café bien cargado. Ella solo tomaba una infusión. Al principio le gustaba desayunar fuerte, pero Esteban le había hecho comprender que eso era malo para su figura. Tenía que cuidarse y los desayunos calóricos no se los podía permitir.

Se sentó en la mesa y buscó el azúcar, que no estaba en su sitio. Lorena estaba con el móvil y no se había dado cuenta que había entrado.

—Cariño, el azúcar. Estás muy despistada.

—Lo siento, Esteban —susurró Lorena mientras rebuscaba en el mueble de la cocina—. Tengo que rellenar el tarro.

¡Ay, Lorena! Qué poco la iba a echar de menos. Después de esto las mujeres se lo rifarían. Aunque bien pensado, no tendría por qué dejarla. Le había costado muchos dolores de cabeza educarla y siempre habría alguna mujer dispuesta a ser la amante consentida de un famoso y valiente millonario.

Cuando dejó el tarro de azúcar en la mesa le sujetó la muñeca y retorció sus dedos con esa técnica que había perfeccionado con los años. Ya no la pillaba desprevenida, pero aún así dolía y lo veía en sus ojos. Qué pena que después girase la cabeza. Le gustaba ver ese miedo que se reflejaba en su rostro justo después, temiendo que viniese algo más.

—Cariño, qué felices vamos a ser en unos días. Menuda vida nos vamos a pegar, ¿verdad?

—Sí —respondió Lorena sin mirarlo mientras recogía el fregadero para que todo estuviese perfecto.

En otro momento le hubiese cabreado que no le mirase mientras le hablaba, pero hoy sentía que era un día especial. Nada iba a conseguir amargarlo, ni ese maldito café, pensó mientras echaba más azúcar.

Tenía que pensar en cambiar de coche, se dijo a sí mismo. Era una buena oportunidad. Además, iría al antiguo concesionario donde él trabajaba, enseñando su mejor sonrisa y sus billetes. Y tras tenerlos comiendo de la palma de su mano, se iría al competidor y compraría el mejor coche que tuviesen. La vida no le había tratado todo lo bien que se merecía e iba a empezar a vengarse de todos los que habían hecho que no pudiese triunfar.

—Dios, Lorena, qué malo está el café hoy. ¿No sabes hacer nada a derechas? Al final vas a conseguir cabrearme.

¿Qué le pasaba a esta mujer? Ya le estaba dando dolor de cabeza. Y encima hacía frío. Seguro que no había encendido la calefacción esa mañana. Antes tenían que ahorrar, pero ahora era una tontería. No iban a necesitar ahorrar nunca más.

—Cariño, puedes poner la...

Esteban se paró en mitad de la frase. No se encontraba nada bien. Notaba como el pulso se le bajaba e iba teniendo más frío cada vez. El respaldo de la silla dejó de ser suficiente y cayó al suelo entre espasmos. Sus labios se iban poniendo cada vez más morados.

—Lorena...

Ella se acercó, se agachó y le enseñó la pantalla de su móvil. Había recibido un mensaje con su cara. Era un Sexto. Pero no podía ser, pensó Esteban, aún no era la hora.

Con pánico, Esteban le miró la cara por última vez. Ni siquiera en sus últimos momentos comprendió que había sido un estúpido, era demasiado orgulloso para ello.

Lorena continuó seria, inmutable. Se incorporó, dejando a Esteban muriendo en el suelo entre dolor y frustración, mientras tiraba el contenido del azucarero. Después, poco a poco, fue adelantando todos los relojes de la casa a la hora correcta: las diez menos veinte.

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