—Lo hiciste. No tuviste piedad y acabaste con ella sin siquiera dudarlo una sola vez —su voz fingía calma, pero ambos sabíamos que allí se escondían unos cuantos sentimientos más. Ninguno de ellos mejor que el odio, el rechazo o el propio deseo de venganza.

—Sabes que no dudo. Nunca lo he hecho —espeté alzando la mirada para poder verle a la cara.

Sentía mi piel reseca, tanto que las cintillas de cuero que ataban mis manos habían hecho quemaduras por fricción. Me ardía la garganta y el simple hecho de alzar el mentón hacía que mi cabeza palpitara. Pero nada de eso me haría quedar como una sumisa prisionera frente a ellos. Había vivido cosas peores y el hecho de estar sentada en aquella silla conociendo lo que estaba a punto de acontecer, no hacía más que darme valor para tomar posición y demostrarles que jamás olvidarían mi legado.

—Vas a morir Tatiana, y es una pena, ¿sabes? Jamás pensé que terminaríamos así.

—¿Lo harás tú? -—sonreí con malicia cuando su mirada titubeó—. Ya creo yo que no. Tú no tienes valor para eso... ¿Qué pasa papá, te da pena matar a tu hijita?

Terminé susurrando para que de los presentes, solo él pudiera escuchar aquella afirmación.

Cuando sus ojos volvieron a conectar con los míos, no pude describir las muchas cosas que pasaron y quizás, solo quizás, fue el único segundo en el que me permití bajar la guardia y dejarle ver un poco de lo que tal vez había esperado encontrar en mí durante más de veinte años de su vida: humanidad.

—Tienes razón. Tu padre no tendría valor para hacerlo. Después de todo, ha sido algo bueno que entre tú y yo, esa relación nunca haya existido.

Entonces lo supe. Aquel era el fin, y no solo para mí. Al final terminaría cumpliendo mi promesa, porque por mucho que lo negara no solo yo moriría aquella noche, una parte de él terminaría yéndose conmigo. Y no podía sentirme más dichosa de lo que había logrado. Recibir lo que para otros era un castigo, y para mí la inmortalización de mi existencia.