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Capítulo uno: El Regreso.

Capítulo uno.

Una extraña sensación fue diseminándose hasta apoderarse, poco a poco, de todo mi pecho. ¿Era ardor? ¿Era dolor? No podía definirlo. Solo podía sentir que me ahogaba, el peso era cada vez más grande e insoportable y la sequedad que había tomado presencia en mi boca no hacía más que empeorar el cuadro. Con todo el esfuerzo que pude reunir, abrí los ojos. O por lo menos eso había querido hacer, porque la verdad era que no lo había logrado, como si mis conjuntivas estuviesen pegadas en una especie de tortura macabra para impedirme visualizar cualquier cosa. Lo intenté de nuevo y otra vez volví a fallar, entonces todo empeoró, mis oídos comenzaron a captar el ruido en el exterior... palabras en voces desconocidas, el tacto de una mano áspera al acariciar mi piel.... Era como si mi mente despierta estuviese encarcelada en un cuerpo dormido... Un cuerpo en coma.

No, no, no. No otra vez.

La desesperación y la angustia que aparecieron después borraron cualquier sentimiento antes conocido.

—¡No! —Gritó mi propia voz dentro de mi cabeza. Esta vez no lo soportaría. Esta vez no lograría empezar de nuevo.

Levanté la cabeza de golpe y tuve que pestañear un par de veces para ubicarme en tiempo y espacio. Y ni siquiera había logrado situarme totalmente cuando papá, siendo seguido por su chófer, salía de la pequeña oficina donde llevaban casi más de dos horas la última vez que había visto el reloj, eso justo antes de dormirme en una muy mala postura recostada de la mesa dónde habíamos almorzado hoy.

Torcí el cuello para tratar de disipar el dolor y me estrujé el rostro con las manos en un intento vano de no parecer tan somnolienta.

—Lo siento cariño, se ha alargado más de lo previsto. ¿Estás bien? —su mirada de disculpa y preocupación me hizo sentir mal. Últimamente no hacía más que hacerme aquella pregunta de dos simples palabras pero que hasta ahora nunca había sido tan valiente como para responderle con la verdad.

—Ajá —asentí y me levanté. Sabía lo que seguía y no deseaba volver a tener la incómoda conversación con él.

Santiago Kher no solo era el cincuentón de ojos rasgados y cabello canoso cuya hija había sufrido un terrible accidente. También era un reconocido científico en el ámbito militar con misiones muy importantes para el gobierno y que por dicha responsabilidad, pasaba más tiempo en campamentos y zonas militares que en su propio hogar. Cosa que aunque había cambiado durante los últimos meses, ya era hora de volver a retomar. Y sí, aquí estaba yo, su hija, que se uniría a la aventura junto a él.

¡Qué guay!

Pues no, no lo era.

Tener un accidente y quedar en coma por casi todo un año era algo horrible de imaginar y aún más de vivir. Sin embargo nada se comparaba a ese momento exacto en el que despertabas y te dabas cuenta de que no sabías ni siquiera quién eras tú mismo.

La cosa es que después de lo sucedido a papá le costaba un mundo separarse de mí, y yo no podía culparlo. El amor de un padre a su hija era incondicional, el amor de una hija a su padre... Eso era otra cosa, otra que no recordaba, que había quedado borrada como el resto de mi existencia; y que me quitaba cualquier derecho de hacerle la vida más difícil a él. El único familiar que tenía, y el que no me había dejado sola ni por un segundo cuando había despertado en esta realidad tan olvidada.

Entonces a papá le había tocado volver al ruedo de su vida, el mismo que llevaba antes de detenerse por mí, y aunque no me había parecido nada graciosa la idea de ir a un sitio desconocido, a conocer gente nueva y a convivir con seguro alguno que antes ya sabía de mi, tampoco quería seguir frenándole, y dado que no había podido convencerle de dejarme sola, no me había quedado más de otra que aceptar su opción y venirme con él al otro lado del mundo, según Google. Por lo menos hasta que pasasen un par de meses y él se asegurase de que estaba capacitada física y mentalmente para vivir sola.

El Campamento Nacional de Defensa Biológica, Tecnológica y Militar, por sus siglas CNDBTM, se encontraba en una zona boscosa e intrincada de Wisconsin, al Norte de los Estados Unidos, a más de mil millas de nuestra casa costera en Miami. A dos vuelos en aerolíneas civiles y un trayecto en coche que era justo en el que nos estábamos embarcando ahora.

Marcus como siempre, iba al volante, algo me decía que era más que un chófer, pero el mundo militar y sus cosas me importaban un pimiento teniendo en cuenta que tenía cosas más importantes en las que poner mi atención. Como recordar, por ejemplo...

Recordar quién era Tania Kher antes, recordar a qué se dedicaba, con quién se relacionaba, cuáles eran sus aficiones, quiénes eran su familia. Esta última era la parte más difícil. Sobretodo cuando Michael Quelton, mi médico, le había prohibido a papá mostrarme cualquier foto o pintura que contuviese trozos inmortalizados de mi vida anterior. Según la neurología y psicología juntas, estas imágenes y el deseo de mi mente de llenar sus espacios en blanco podrían crear falsos recuerdos que más que ayudar terminarían siendo confusos y perjudiciales a la larga. Era más efectivo que de su propia boca hablase de nuestras vivencias.

Sabía que mi madre había fallecido hacía años, papá me lo había contado cuando me atreví a preguntar por ella. Y también me había confesado que tuve una hermana, y que ella estaba en el fatídico accidente automovilístico que nos había arrebatado tanto. El dolor en su voz me impidió volver a sacar el tema. Ninguno de los dos había tenido valor suficiente,... ni él para contarme, ni yo para escucharlo.

De ahí en fuera no había nadie más, o por lo menos esa era la impresión que me daba cada vez que papá hablaba de sus amigos y colegas de trabajo. Nunca de un primo, un tío o un hermano. Éramos solo nosotros dos.

Saqué los audífonos inalámbricos del bolso de mano y los conecté al móvil. Welcome home de Sofía Carson inundó mis canales auditivos.

Iba por la séptima canción del álbum de la actriz juvenil cuando percibí que Marcus aminoró la velocidad del auto. Abrí los ojos. Los había cerrado unos minutos después de desviarnos de la carretera central a una donde no había más que admirar que pinos y más pinos altos a cada lado.

El muro que se alzaba y las casetas altas con hombres armados que al parecer vigilaban, dieron un indicio de lo que me encontraría allí dentro.

Un par de días después de haber llegado al acuerdo con mi padre de que estaría con él en su trabajo, me tomé la atribución de colocar en el buscador el nombre del campamento, la descripción que aparecía no tenía nada que ver con lo que mis sentidos capataron una vez el portón de hierro fue abierto y nuestro coche avanzó.
Cinco minutos más de carretera y un edificio exageradamente largo nos dió la bienvenida. No era tan alto como tan ancho.

Tenía al menos cuatro plantas hacia arriba y unos quince departamentos considerables en su extensión. Y según internet había a cada lado un par de alas de una sola planta pero igual de extensas, que le daban a la estructura la forma de una U cuya base era justo la construcción que teníamos delante.

Y también estaba el estacionamiento en el que de seguro se quedaría el coche. Era amplio, con un montón de carros monstruosos de color verde olivo que nada tenían que ver con el audi negro alquilado en el aeropuerto.

Bajé del coche cuando papá y Marcus se adelantaron a la entrada. Me ajusté el abrigo de cuero y los alcanzé en las escaleras. Aún no era invierno, pero en Wisconsin siempre hacían temperaturas frías en comparación con el veraniego tiempo de Miami.

Las puertas corredizas se abrieron por lo que parecía un sistema automatizado. Entramos a un vestíbulo amplio, los cristales que iban desde la pared al techo permitían ver lo que había tanto en el frente como del otro lado.

—¡Santiago Finalmente! Bienvenidos.

El hombre calvo, alto y con un uniforme militar oscuro, saludó a mi padre con un apretón de manos.

—Gracias, Lock. ¿Todo bien por aquí?

—Todo como tiene que estar —sus ojos marrones se posaron en mí.

—Mi hija, Tania.

—Bienvenida, Tania. Es un placer tenerte aquí.

Extendió su mano. La miré por unos segundos y la tomé con cortesía. El apretón fue ligero.

—Gracias.

Suspiré.

El Señor Lock, quien Marcus me susurró, era el director del centro, y mi padre comenzaron a hablar y firmar papeles cuando apareció una rubia de cuerpo expresivo y zaya plisada.

Di unos pasos tentativos y me aproximé a los ventanales de atrás. Se veían las dos alas y una casucha más en el centro norte del patio.

Dos hileras de hombres con camisetas y pantalones negros estaban de pie, en posición erecta, frente a un par que llevaban la misma ropa.

Por la distancia y el hecho de ser ellos los que me quedasen de espaldas no podía ver sus rostros, pero la de la izquierda parecía ser mujer. Era lógico que las filas del ejército estuviesen integradas por ambos géneros, aunque aún el detalle no dejase de sorprender.

Los rostros de los muchachos tampoco estaban nítidos para mis córneas, pero se veían bastante jóvenes, así como entregados a lo que estuviesen diciéndoles. De pronto comenzaron a correr uno detrás del otro, dándole la vuelta al terreno. Estaban entrenado.

Confirmé las sospechas de la fémina cuando se volteó de lado y le dijo algo a su compañero. Él le respondió. Los ojos de ella se alzaron a mi dirección y sin premeditarlo me sobresalté, experimentando la extraña sensación de como si hubiese sido atrapada espiándoles. Era estúpido, ni yo les espiaba ni ellos podían verme desde allá abajo. O eso creí a la misma vez que dudé cuando le ví a él hacer también el gesto de voltearse.

Una mano pesada en mi hombro logró que la que se girase fuese yo.

—¡Tan!... —la voz de Magela retumbó en el silencioso sitio. Mi padre y el director hablaban tan moderados a unos metros, que a nosotros solo llegaban léxicos inentendibles.

—Hola Mags —levanté la mano y saludé a la niña de ya siete años a través de la pantalla.

—¿Te está gustando Washington?

Me gustaba esa niña. A veces hacía preguntas indiscretas y un poco locas para su edad, pero la mayoría del tiempo era atenta, y bastante ocurrente. Marcus al principio se quedaba en el hospital cuando papá no podía, una de esas tantas veces le coincidió una urgencia familiar con un quehacer confidencial e irremplazable de mi padre. Ese día terminé siendo acompañada por él y su parlanchina hija de sies años. Fue así como nos conocimos y nos hicimos, según ella, mejores amigas.

—Wisconsin, Magela —Marcus la corrigió.

—Es bastante... bonita —respondí sin saber muy bien qué decirle, no llevaba ni dos horas en el estado como para saber si me gustaba o no. Es más, no estaba segura de poder saberlo incluso aunque llevase meses allí. Ya no. Pero eso no era algo que una niña pudiese entender—. ¿Qué tal el cumple?

Desvié el tema.

—Ha sido genial. Me debes un súper regalo por no haber estado.

—Lo sé. Te lo compensaré.

Comenzó a discutir por un perro o un no sé qué con su progenitor. Me volví hacia la pared de cristal, intentando disipar la desconcertante sensación de haber tenido pegada a mi nuca durante todo ese rato, la mirada de alguien.

El patio estaba vacío.

—Hija. Ella es Beth, te mostrará tu habitación y el resto del recinto. Yo debo ir a los laboratorios a resolver un percance, por si necesitas algo. Más tarde me pasaré a verte.

Me presentó a la rubia de la falda plisada y se marchó junto a Marcus y el otro señor. Debía tener unos treinta y pocos. Comenzó a caminar un paso delante de mí, y a señalar cada sitio por el que pasábamos, como si fuese una guía turística de esas sin gracia que parecían estar aburridas de su trabajo.

Todas las puertas del pasillo a la derecha eran oficinas, del mismo lado, en la planta superior estaban las de los jefes, nombres que mencionó para que un segundo después olvidara. La tercera y cuarta planta del edificio principal, al parecer en el que estábamos, pertenecían al desarrollo tecnológico. A la izquierda había más salones de reuniones, estrategias, suministros y otros calificativos más, militares y que por ende no entendía o tenía idea de lo que significaban.

En el ala Este estaban las habitaciones de los cadetes a prueba, el comedor y no había captado que otra cosa más. En la Oeste, que recorríamos ahora, estaban la de los pertenecientes a los miembros oficiales.

—Y ahora te iré mencionando por encima las reglas. Las fundamentales por lo menos.

—¿Reglas? —inquirí.

—Por supuesto, esto es una zona militar organizada de la nación. Hay reglas que son excepcionales para todos.

Mencionó esto último dándome una mirada larga.

¿Era en serio?

Me abstuve de mencionar algo más cuando la mujer comenzó a hablar como si no hubiese un mañana.

—El uniforme es de uso obligatorio para todos, las insignias de milicia, biología, tecnología, vicitación o cadete serán suficientes para identificarse. Las habitaciones son compartidas, está prohibido que duermas en el ala contraria a la que te corresponde, siempre y cuando sea en la tuya da igual en las sábanas de quien te metas. El horario de comida es estricto, si no te lo tomas en serio habrás bajado unos cuantos quilos para el final de la temporada. Las zonas calificadas como área restringida son precisamente... eso, área restringida. Las actividades programadas deben cumplirse en tiempo y espacio. Y nunca, jamás, bajo ningún concepto, molestes a un jefe o le lleves la contraria, pueden convertirse en tu peor pesadilla si les fastidias demasiado o simplemente te encuentras con ellos teniendo un mal día. Cualquiera que infrinja las reglas, será penalizado, hay condenas desde expulsión hasta cárcel así que más nos vale a todos irnos por el camino claro.

O más me vale a mí... Es lo que ha querido decir, estoy segura.

—Tu habitación.

La puerta de madera tenía el número 027 inscrito en la parte superior.

—Gracias —alcancé a decirle a su presencia antes de que se esfumara justo como había hecho ella. Sin previo aviso.

Vale, ¿y cómo voy a abrir sin unas llaves?

Vale, no deben ser necesarias si no te las han dado, Tania.

Tomé el pomo redondeado y lo giré. En efecto, no hacían falta.

La habitación era normal. Tamaño promedio, una cama a cada lado, un armario a cada lado y una mesa pequeña, también a cada lado. Las persianas entre ambas camas estaban ocultas por unas cortinas oscuras, y había una puerta a la izquierda. De seguro el baño.

No tenía explicación pero mis maletas habían llegado allí primero que yo, estaban en el lado de la derecha. Al parecer ese sería mi sitio. Era evidente que el otro estaba ocupado. Un par de libros reposaban sobre su mesita de noche y había un montón de ropa en una silla a los pies de la cama.

Encendí el móvil y comprobé. Nada de cobertura. Tampoco es que me hiciera falta, no tenía con quién hablar.

Abrí el closet y lo inspeccioné. Lo único dentro eran los espejos ovalados incrustados en el interior de cada puerta.
El reflejo del rostro pálido me hizo contener la respiración. Ser desconocido incluso para tí mismo era bastante triste.

Deslicé los mechones cortos detrás de mis orejas. El pelo es el velo de la mujer, me había dicho Michael en un intento de halago a las hebras azabaches que llegaban más abajo de mis caderas. Ese mismo día me lo corté por los hombros. ¿Es mi velo, no? Hago con él lo que quiera. Le respondí yo a su mirada escéptica en nuestra próxima consulta.

Abrí la maleta en el piso y comenzé a organizar mis pertenencias en el closet. En un primer momento tuve el impulso de guardarlas con todo dentro, terminé arrepintiéndome. No sabría realmente cuántos días estaría allí. Esperaba que no fuesen muchos.

Había llevado un montón de ropas que no utilizaría si me tocaba seguir las estrictas reglas del campamento. Tampoco es que tuviese muy claro mi rol allí... a parte de no estobar, obvio.

Terminé en menos de media hora y me senté en la cama, fue entonces cuando me percaté de que camuflado con el edredón, cómo no, negro, habían unas telas dobladas.

Uniformes. Y de mi talla.

Y allí están las respuestas a tu interrogante de la vestimenta, Tania.

Suspiré y lo dejé a un lado. Me recosté y pensé en cómo serían mis días allí y lo poco que me afectaba emocionalmente aquello. De verdad me daba lo mismo todo.
Inspeccioné una vez más la habitación con la mirada. Había algo que se me hacía raro, pero no podía identificar qué era. Mi cuarto pertenecía al ala Oeste, lo que significaba que mi compañera ya debía ser miembro del ejército. ¿Qué rango tendría?

Mis ojos verdes se fueron solitos al montón de ropa sobre la silla. Lo que se llevaba mi atención estaba allí. Me levanté sin pensármelo dos veces y fui hasta ella.

Tomé la prenda.

Bingo.

Eran unos vaqueros. Unos bastante grandes cuando los estiré en el aire. La chica debía de ser de cuerpo expresivo. Pensé. Y también eran pesados, sobre todo por... por el cinturón. La ebilla era enorme, un figurón de metal que parecía más bien... Un momento. Que sí que había perdido la memoria pero no las habilidades cognitivas. Aquellos vaqueros no parecían ser de chica, sino más bien de...

—¿Qué haces con eso?

El sobresalto y el brinco que pegué del susto, me hicieron voltearme y quedar de frente a mi captor.

Mi corazón comenzó a latir frenético. Mis ojos se pegaron al suelo como si fuese una infanta a punto de recibir un regañón. ¡Qué vergüenza!

—Vuelvo y repito. ¿Qué haces con mis cosas? —acentuó la voz ronca cuando dijo las dos últimas palabras.

Me atreví a levantar el rostro ardiendo. Unos ojos profundamente negros y voraces me recibieron. La mirada era hostil, todo en él lo era.

Entendí su postura y me sentí lo peor. Me había atrapado infraganti. La escena en sí no lo era, pero cualquiera pensaría que era una intrusa registrando en cosas ajenas.

—Yo... lo... lo siento, de verdad. No... —me
despegué la prenda que tenía embrollada en el pecho y se la tendí con la poca dignidad que me quedaba—. No ha sido a propósito, tampoco...

Me callé. ¿Tampoco qué Tania?
¿Tampoco has estado husmeando en sus pertenencias?

Le miré directamente a los orbes negros. Él me sostuvo la mirada desde su altura descomunal. Me sentí un fenómeno de medio metro, y eso que me consideraba una chica de tamaño promedio.

Deslizó la mirada hasta sus vaqueros y la volvió a mi rostro. Sin dejar de verme, los arrebató con un pelín más de fuerza que la seguramente necesaria. ¿O qué sé yo? Tal vez me lo estaba imaginando. Después de todo me lo merecía, por estar de fisgona.

—Robar se penaliza con cárcel. Por si no te lo han dicho.

—No estaba robando —repuse con rapidez.

Dió un paso hacia adelante a la vez que yo lo retrocedí.

Un mechón rubio le calló sobre la frente.

—No vuelvas a tocar nada mío —escupió.

—No... —lanzó el pantalón a su cama y se largó dando un portazo y dejándome con la palabra en la boca—. ... pienso hacerlo.

Si ese, en lugar de esa, sería mi roomie por los próximos días, me esperaba un tiempo largo en Wisconsin.















Hola. ¿Qué tal? Esto es un borrador y ACTUALMENTE me encuentro corrigiendo mi historia Un Cuento de Hadas (si te gusta el terror pásate por ahí) así que estaré actualizando mínimo cada 2 semanas; pueden quedarse y leer o esperar a que esté completada. ¡Haced lo que mejor os parezca pero no se pierdan, la historia de Tania promete!

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